Ella.- Dame la mano. Sí, amor mío, así. Deja tu mano en mi regazo. No, mejor, posa tu mano en mi regazo. La tarde se va a ir calmando. Pronto dejará de llover y el algodón en su planta agradecerá la cercanía de la noche. Ven, querido, dame la mano y deja que sea mi piel quien te guíe en este descenso hacia la oscuridad. No temas si mi piel está un poco fría o si sientes pesados tus ojos porque dormir siempre fue deseo de los hombres. Ya sabes: son tan grandes los esfuerzos que hacemos que cada dieciséis horas necesitamos cerrar los ojos, tumbarnos cuan largos somos y dejar que el manto de la inconsciencia alimente el esfuerzo que empezaremos a hacer ocho horas más tarde. No hay nada de malo en sentir el deseo de dormir, en temer un poco la frialdad de mi piel, tan cercana en humedad y temperatura a la de la serpiente; no hay por qué arrepentirse de haberme concedido tu mano en mi regazo y ahora ven que vamos a recrear el mar y te diré la frase de una niña para que rías y te abarcaré con mis brazos en un abrazo cálido como el desierto y desnudo como la sal; ven, niño mío, que allá se ve mejor y la lluvia se queda suspendida si lo deseas mientras en lo alto del árbol hay unos silencios que podrían competir en belleza con la melodía más delicada de Chopin; claro, corazón mío, espiguita a punto de amustiarse, tranquilo corazón enamorado, río que se acaba, océano que se inicia en sus movimientos, luna nueva a punto de crecer, paraguas en el Polo, hielo en el Trópico; ven que mis manos tienen las uñas largas y mi lengua no está muy limpia pero eso, como muy bien sabes, me hace más cercana; acógete en mí y deja que la larga serenata que nos espera se hunda en tus vísceras como las pócimas mágicas con las que los embalsamadores conseguían la eternidad de los cuerpos de los egipcios ilustres; déjame acunarte con largas letanías y con bardos que entrarán por tus oídos como manantiales nacidos en neveros del Himalaya y si la congoja acude o el llanto parece anticipar calamidades, no permitas que esa apariencia te impida ver la ruta de la seda o la visión del cráter y las largas sendas que la lava genera en el mundo; vuelve tus ojos a mí y aunque sean extrañamente glaucos para ti y parezcan sin chispa de vida no por eso dejes de creer en el profundo amor que te dispenso y los largos momentos de paz que te voy a otorgar. Así es que, amigo, abandónate. Lo hiciste todo. Te esforzaste como todos. Perteneciste. Ya es tiempo de que te vengas conmigo sin preguntar a dónde ni por qué y poco a poco, te lo prometo, dejarás de hacerte preguntas y al hacerlo descubrirás lo mejor: que no había respuestas.
En las Bellas Artes: Decoración (dibujo, pintura o escultura) en los monumentos antiguos descubierta en Italia en las excavaciones que se realizaron en el Renacimiento que representan seres fantásticos, composiciones caprichosas donde figuran personajes, aninales y plantas extrañas.
Grotesco viene de la palabra italiana grotta (cueva, gruta).
Monólogo sin personaje
De tus entrañas entonces. Sin calma. Que me abro en canal. No, verte desnuda no es recordar la tierra. Ya tu desnudez no me recuerda a nada, pérfida. Que te has ido. Que ya no me hueles ni yo podré oler tu celo -fuerte olor a sangre de hembra- en los plenilunios. ¡Ah, lasciva, cómo aspiraba el aire cuando la luna estaba preñada y los cielos andaban descubiertos y se abrían de piernas las aguas sin restos de amoniaco en mis venas! ¡Cómo te mordí la boca! ¡Cómo apreté con mis dientes tus pezones! ¡Cómo ordeñé tu pecho una noche vieja en la que todo era nuevo! Ya nada me recuerda a ti excepto mi memoria al despertar cada mañana o una hoja de otoño que cayó desde no sé qué árbol hacia mí ayer cuando volvía o el color del azúcar moreno o el pis según lo que haya comido o un zapateado lento que escuché no sé si en la vida o en los sueños o cuando maniobro en el garaje con el coche o si me detengo en un paso de cebra o si compro leche semidesnatada y unas habas para hacerlas con jamón o si suena el teléfono, perra, a las nueve y media de la noche. Porque en la mesa reposa un libro titulado Aimer l'amour, l'écrire, en la mesa de cristal, en la mesa en la que una tarde, al poco de conocernos, te apoyaste, te bajaste las bragas y me dijiste, ¡Cómemelo! y yo te lo comí y me deshice en elogios de tu coño y balbuceé no sé cuántas expresiones estúpidas sobre tu flujo y manoseé con nerviosidad tus muslos. Y tú y tus ojos, tus grandes ojos, tu boca grande, tus orejas grandes, tus manos grandes, loba, loba, loba que me engulles entero, que me dejas en los huesos para festín de las carroñeras. Sí, arrasaste mi tierra que era fértil y llena de versos; sí, empozoñaste mis manantiales. Mi semen, desde que te fuiste, ya no sabe a almendra y limón sino a vainilla y lubricante artificial. Sí, desnudo de cintura para abajo me has dejado; al aire mis vergüenzas en este día gris, ya el otoño, puta gata de mierda, ¿por qué esta lluvia? ¿por qué me he duchado? ¿por qué lo he dejado todo en silencio? ¿por qué arrastro mis palabras como si fuera un viajero muy cansado en una noche de invierno y tú fueras la única candela que podría calentar mi cuerpo? No te odio y quisiera odiarte para poder insultarte los más pavorosos insultos de amor. ¿Te estás mirando en el espejo de tu cuarto de baño? ¿Has entrado en el salón y has recordado nuestros arrebatos en el sofá de la abuela? ¿Alguna vez te asalta mi mirada? ¿O mi boca? No ronronees. Ya no te escucho excepto si cae la lluvia o viene el matarife con su capapuercos o un fuego artificial estalla de repente o si cruje el árbol en el monte o si rasca un poco el cambio de marcha o cuando hierve el agua, justo antes de poner la pasta o si en la madrugada el trueno me recuerda tu explosión sonora en el orgasmo. ¡Córrete! ¡Córrete! Grita tu placer en mi oído y descansa después, gata muerta, entre mis brazos que yo te dejaré que te pudras sin moverte ni una miajita.
OLMO:
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
Escena única
Noche en un polígono industrial a las afueras de un pueblo. Una farola de luz naranja ilumina un pequeño desguace de maquinaria pesada. En el centro del desguace un tractor que aún se mantiene completo. Dentro del tractor Verónica fuma un cigarrillo. Verónica es una mujer de cuarenta y cinco años, delgada, ajada. Está pintarrajeada. Tiene el peinado alborotado. Su cabello está teñido de rojo. Viste unas mallas grises y un top rojo.
De entre los hierros del fondo del escenario aparece Vito con un alimentador de un John Deere. Vito tiene 32 años. Lleva la cabeza totalmente afeitada. Es delgado como un junco. Puro nervio. Viste unas bermudas, una camiseta de tirantes y unas zapatillas deportivas.
Vito llega hasta el tractor. Se apoya en la parte delantera y empieza a manipular el alimentador.
VITO:
¡Hostia mi puta vida! Es que he hacido de pie. ¡Me cago en la hostia! ¡Que me va a servir! Y me voy a ahorrar unos buenos boniatos. (Sopla el filtro) ¡Niquelao! ¡Eh, tú, pelirroja, ya nos las podemos pirar!
Verónica sigue fumando dentro del tractor. No responde.
VITO:
No te calientes la mollera. Que no ha sido nada. Se me ha ido la mano. Ya está. (Bromea) Si quieres te caliento un poco más la badana. Vamos. Baja de ahí.
Verónica sigue callada y fuma lentamente
VITO: (mientras sigue examinando la pieza y de espaldas a Verónica)
No me hagas subir que te arranco las bragas y te depilo el coño a mordiscos (Ríe su propia gracia). Que me conoces. Que me pongo nervioso. Que me tocas los cojones y a mí no es bueno tocarme los cojones... lo sabes, Vero, lo sabes... y a ti te gusta mucho tocarme los cojones... te mola... que te mola... y a mí por ahí no... por ahí no... a mí nadie me la mete por el culo y menos una como tú... te estoy pidiendo perdón... y yo sólo pido perdón una puta vez...
De entre los hierros del fondo del escenario aparece Vito con un alimentador de un John Deere. Vito tiene 32 años. Lleva la cabeza totalmente afeitada. Es delgado como un junco. Puro nervio. Viste unas bermudas, una camiseta de tirantes y unas zapatillas deportivas.
Vito llega hasta el tractor. Se apoya en la parte delantera y empieza a manipular el alimentador.
VITO:
¡Hostia mi puta vida! Es que he hacido de pie. ¡Me cago en la hostia! ¡Que me va a servir! Y me voy a ahorrar unos buenos boniatos. (Sopla el filtro) ¡Niquelao! ¡Eh, tú, pelirroja, ya nos las podemos pirar!
Verónica sigue fumando dentro del tractor. No responde.
VITO:
No te calientes la mollera. Que no ha sido nada. Se me ha ido la mano. Ya está. (Bromea) Si quieres te caliento un poco más la badana. Vamos. Baja de ahí.
Verónica sigue callada y fuma lentamente
VITO: (mientras sigue examinando la pieza y de espaldas a Verónica)
No me hagas subir que te arranco las bragas y te depilo el coño a mordiscos (Ríe su propia gracia). Que me conoces. Que me pongo nervioso. Que me tocas los cojones y a mí no es bueno tocarme los cojones... lo sabes, Vero, lo sabes... y a ti te gusta mucho tocarme los cojones... te mola... que te mola... y a mí por ahí no... por ahí no... a mí nadie me la mete por el culo y menos una como tú... te estoy pidiendo perdón... y yo sólo pido perdón una puta vez...
EL:
Era mi propia esperanza. Era el árbol, menos si quieres, te lo admito, era un arbusto; puedo aceptar que no llegaba a matorral. ¡Qué más da el tamaño! Me llamas miserable ¿cómo tienes los santos cojones de llamarme miserable? ¿qué superioridad moral es ésa? ¿Tú nunca fuiste miserable? ¿Tú nunca has cometido un acto impuro? Impuro digo con respecto a tu sentido de la pureza que ha de ser muy elevado, muy exquisito, si tienes la indecencia de llamarme a mí miserable y quedarte ahí como un pasmarote, como si ese silencio fuera un bastión inexpugnable.
Él come un trozo de mortadela.
Otro se mantiene callado con una tensión en todo evidente en su boca.
Preludio.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se levanta de la silla. Se acerca a una puerta. Apoya la cabeza en ella. Se queda un rato así.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se quita un anillo y lo deja encima de la mesa, junto a la mortadela.
OTRO: (Lo coge. Lo mira)
No creo que me den mucho por esto.
Él se pone una cazadora demasiado antigua. Se va.
OTRO: (Se pone el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda)
No, no es suficiente.
Era mi propia esperanza. Era el árbol, menos si quieres, te lo admito, era un arbusto; puedo aceptar que no llegaba a matorral. ¡Qué más da el tamaño! Me llamas miserable ¿cómo tienes los santos cojones de llamarme miserable? ¿qué superioridad moral es ésa? ¿Tú nunca fuiste miserable? ¿Tú nunca has cometido un acto impuro? Impuro digo con respecto a tu sentido de la pureza que ha de ser muy elevado, muy exquisito, si tienes la indecencia de llamarme a mí miserable y quedarte ahí como un pasmarote, como si ese silencio fuera un bastión inexpugnable.
Él come un trozo de mortadela.
Otro se mantiene callado con una tensión en todo evidente en su boca.
Preludio.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se levanta de la silla. Se acerca a una puerta. Apoya la cabeza en ella. Se queda un rato así.
OTRO:
Se hace tarde.
Él se quita un anillo y lo deja encima de la mesa, junto a la mortadela.
OTRO: (Lo coge. Lo mira)
No creo que me den mucho por esto.
Él se pone una cazadora demasiado antigua. Se va.
OTRO: (Se pone el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda)
No, no es suficiente.
Ventanas
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Fantasmagorías
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Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
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Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
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El mes de noviembre
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Citas del mes de mayo
Reflexiones
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/12/2017 a las 23:45 | {2}