ÉL:
Si tú quisieras abrirte... una vez... a mí... en este día de noviembre... otoño... si tú quisieras, si salieras de ese encerramiento, de esa fortaleza, de saber que tú, mi semejante, tienes, también, debilidades... iría entonces a lo largo de la rivera... me haría preguntas y sonreiría. Me habrías hecho... Sería feliz... Siéndote útil... es mucho más fácil dar que recibir... recibir implica deuda... ser deudor... deuda de una caricia o de un dinero o de un consuelo... Dar es tan fácil, es tan gratificante... te coloca a una altura... te sugiere algo que la moral aprueba... ser deudor en cambio roza lo inmoral y más si se es un deudor impenitente y más si se es un deudor que no tiene la posibilidad de devolver la deuda... porque nada pueda dar o porque nada tenga que ofrecer que el otro quiera aceptar como pago de la deuda... Ir por la rivera entonces... cogido de la mano del viento... bajo las nubes de un mes de otoño que acarician la tierra de tan bajas que van... o justo al amanecer... una niebla fría como dientes de lince... blanquecino el aire que entra en los pulmones y parece entumecer las vías respiratorias... Aunque fuera un ser compuesto... Estar cerca un día... Tomarte la mano a lo mejor... Que ese pequeño acto amistoso te reconfortara y dejaras caer por un momento todo el peso de tu existencia sobre mis hombros para que yo lo llevara un trecho, el suficiente para que tú tomaras resuello, volvieras a cargar tu propio peso y pudieras seguir... Aligerarte la vida... Que me permitieras aligerarte la vida para que yo sintiera que estabas en deuda conmigo y poder entonces decirte, No hay deuda. Todo está saldado... Eso sería la vida buena... Eso sería el equilibrio, tan necesario, tan aristotélico... No ocurre... Mi deuda es inmensa... No tengo forma de devolverla... Siento como si te hubiera cargado demasiado con el peso de mi fardo o como si tú te hubieras sentido en exceso fuerte y al hacerlo y no calibrar bien tus fuerzas hubieras caído agotado de mí, sin más posibilidad de mí, harto de mi peso... todo yo soy peso... No hay ligereza... Tampoco en mí la hay... Me debato desde hace meses entre expresarte mis sentimiento o callar... no es por un deseo de falsas aguas tranquilas... no es por cobardía... sino por un convencimiento que tengo y es que nadie aprende nada de los demás... La tarde ha pasado entre vientos tempestuosos y grandes calmas... A lo lejos el mar ardía bajo la luz de un sol que al declinar enrojecía... Han graznado las aves graznadoras... Han cantado la llegada de la noche las ánimas de los muertos que pasean por el bosque cercano cuando la bruma las confunde con las formas sagradas de un rito eónico... La lumbre del fuego apenas ilumina y calienta poco... Así lo quiero: el frío y la penumbra me ayudan a pensarte... Tan lejos... Tú que para mí eras eterno... Qué grande ha de ser mi deuda para que no puedas aumentarla... ¡Cuánto ha de pesar mi fardo para que no puedas llevarlo un metro más!... Cómo no me di cuenta que mi crédito se agotaba... Cómo he llegado hasta aquí... Imagino salinas y en ellas, inmiscuidas de una manera que no llegamos a imaginar se mueven los protistas, seres pequeños sin sistema nervioso, sin grandes alteraciones metabólicas... Si aumento la distancia... Si me voy a los confines del Universo (sea lo que sea el término confín que cuando menos sugiere un límite; sea lo que sea el universo cuya realidad mejor medida es que en su esencia es nada) me siento protista en nuestro pequeño mundo y a ti en cambio te intuyo con más células, mejor compuesto o más compuesto, mejor preparado para soportar los embates de la vida, rodeado de otros seres que te ampararán... tú hiciste tu colonia de seres semejantes... yo no he sido capaz de crear colonia alguna... Perdóname... Siempre te querré... Aunque esté en deuda contigo... Has de saber que los deudores solemos acabar detestando a nuestro acreedores. Imagino que es un sentimiento de defensa... Por eso coloco esa conjunción adversativa... Perdóname por haberme endeudado tanto... Nunca tuve medida.... Fuiste demasiado generoso... Estoy a la deriva... No he sabido comportarme nunca... Me falta el tacto del juego... Siempre tuyo... Por siempre tuyo... Hasta el último aliento tuyo... Tuyo si la memoria no me falla... Tuyo si el lenguaje no me falla... Tuyo si las emociones no me fallan... Esperando poder devolverte... Disminuir mi deuda... Tan inmensa... Como noviembre que algunos años es inmenso... Océanos... Migraciones de uranias ripheus... La caída de la flor del cerezo... los campos de lavanda...
Convengamos en que acepto. Sólo por un momento. Si acepto, acepto para siempre.
Convengamos en que es posible sacarme de aquí. Que lentamente, bajo el peso de los años, fueras desincrustándome. Supieras arrancar la costra de la tierra que se ha quedado seca como el plasma sanguíneo.
Por supuesto supongamos que sé de lo que estoy hablando. Estamos tú y yo solos en esta cabaña. El invierno nos ha aislado y escuchamos al unísono lejanos berridos de jabato.
Acepto. Te digo, Sí, ¡hazlo!
La noche va cercando nuestro ánimo. Que la luna sea nueva no ayuda. Podemos encender un candil. Podría explicar y decir que la electricidad estaba cortada. La ventisca que había estado soplando todo el día con su acompañamiento de nieve de seguro que habría derribado algún poste, alguno de los que atraviesan el páramo. No habría hombres en estas fechas para ir a repararlo. Seguramente estaremos sin electricidad hasta después de Año Nuevo. Así el candil encendido y las sombras fantásticas que proyectan sobre el muro nuestros cuerpos.
Tú accederías. Estoy seguro. Convengamos la verdad. Dime la verdad. De aquí no saldrá. Es imposible que salga de aquí. No por lo menos a lo largo de la noche. La noche larga que nos espera. La noche de las sombras descomunales sobre el muro. Tu cuerpo y el mío proyectándose.
Convengamos en que estoy dispuesta a aceptarlo. ¿Después? ¿Cómo vivo a partir de entonces? ¿Quién me iba a creer? Solos tú y yo en la cabaña donde nos acostamos por primera vez, hace tanto... después de tanto... después de tanto... No quisiera ponerme melodramática... ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Hasta esta noche tan parecida a la primera y sin embargo tan distinta, tan lejana, sembrada de...? ¿Sabes de lo que hablo? No quisiera que propusieras que fuéramos hasta el lago. No quisiera verlo de nuevo helado, brillando apenas bajo el manto de luz de las estrellas; no quisiera ver la Vía Láctea y preguntarme otra vez cómo se puede ver desde fuera una masa dentro de la cual estamos y que tú me eches la mano por encima del hombro y huelas mi cabello y suspires con un leve estremecimiento de tu entrepierna. No quisiera acabar en la cama contigo como aquella noche tampoco quería acabar en la cama contigo. Si hubiera podido... si hubiera sido brava...
Acéptalo. Acaba aquí. Mi mal ya no es de este mundo. Ya no quiero compartir mi mal con nadie y menos contigo, traidora, infiel a mí, ciega de mí. Mañana podrás contar lo que quieras. Podemos hacerlo en la entrada. Dirás, No me desperté. Debió salir en mitad de la noche y antes de quedarse congelado. Lo último que dijo fue, Mi mal ya no es de este mundo. Nadie hará preguntas. Hicimos muy bien nuestro papel. Somos honrados liberales del primer mundo. Hemos criado. Hemos protegido. Nos hemos comprometido con las orcas. Quién iba a pensar nada distinto a, Debió quedarse helado, sin posibilidad de reaccionar. A ti te tomarán entre sus brazos. Te acompañarán en el sepelio y habrá una solemnidad de trajes oscuros y palabras dichas a media voz que te reconfortarán y te permitirán seguir adelante.
No. No debí acostarme contigo. Tan sólo por eso acepto como acepté: negándolo, abriéndote mis piernas con pudor, despreciando tu olor que era el de un macho ansioso que ha ingerido carne; lo haré y será como el sueño que tuve, una mezcla de eyaculación y sangre.
¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Convengamos en que es posible sacarme de aquí. Que lentamente, bajo el peso de los años, fueras desincrustándome. Supieras arrancar la costra de la tierra que se ha quedado seca como el plasma sanguíneo.
Por supuesto supongamos que sé de lo que estoy hablando. Estamos tú y yo solos en esta cabaña. El invierno nos ha aislado y escuchamos al unísono lejanos berridos de jabato.
Acepto. Te digo, Sí, ¡hazlo!
La noche va cercando nuestro ánimo. Que la luna sea nueva no ayuda. Podemos encender un candil. Podría explicar y decir que la electricidad estaba cortada. La ventisca que había estado soplando todo el día con su acompañamiento de nieve de seguro que habría derribado algún poste, alguno de los que atraviesan el páramo. No habría hombres en estas fechas para ir a repararlo. Seguramente estaremos sin electricidad hasta después de Año Nuevo. Así el candil encendido y las sombras fantásticas que proyectan sobre el muro nuestros cuerpos.
Tú accederías. Estoy seguro. Convengamos la verdad. Dime la verdad. De aquí no saldrá. Es imposible que salga de aquí. No por lo menos a lo largo de la noche. La noche larga que nos espera. La noche de las sombras descomunales sobre el muro. Tu cuerpo y el mío proyectándose.
Convengamos en que estoy dispuesta a aceptarlo. ¿Después? ¿Cómo vivo a partir de entonces? ¿Quién me iba a creer? Solos tú y yo en la cabaña donde nos acostamos por primera vez, hace tanto... después de tanto... después de tanto... No quisiera ponerme melodramática... ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Hasta esta noche tan parecida a la primera y sin embargo tan distinta, tan lejana, sembrada de...? ¿Sabes de lo que hablo? No quisiera que propusieras que fuéramos hasta el lago. No quisiera verlo de nuevo helado, brillando apenas bajo el manto de luz de las estrellas; no quisiera ver la Vía Láctea y preguntarme otra vez cómo se puede ver desde fuera una masa dentro de la cual estamos y que tú me eches la mano por encima del hombro y huelas mi cabello y suspires con un leve estremecimiento de tu entrepierna. No quisiera acabar en la cama contigo como aquella noche tampoco quería acabar en la cama contigo. Si hubiera podido... si hubiera sido brava...
Acéptalo. Acaba aquí. Mi mal ya no es de este mundo. Ya no quiero compartir mi mal con nadie y menos contigo, traidora, infiel a mí, ciega de mí. Mañana podrás contar lo que quieras. Podemos hacerlo en la entrada. Dirás, No me desperté. Debió salir en mitad de la noche y antes de quedarse congelado. Lo último que dijo fue, Mi mal ya no es de este mundo. Nadie hará preguntas. Hicimos muy bien nuestro papel. Somos honrados liberales del primer mundo. Hemos criado. Hemos protegido. Nos hemos comprometido con las orcas. Quién iba a pensar nada distinto a, Debió quedarse helado, sin posibilidad de reaccionar. A ti te tomarán entre sus brazos. Te acompañarán en el sepelio y habrá una solemnidad de trajes oscuros y palabras dichas a media voz que te reconfortarán y te permitirán seguir adelante.
No. No debí acostarme contigo. Tan sólo por eso acepto como acepté: negándolo, abriéndote mis piernas con pudor, despreciando tu olor que era el de un macho ansioso que ha ingerido carne; lo haré y será como el sueño que tuve, una mezcla de eyaculación y sangre.
¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!
Ella.- Dame la mano. Sí, amor mío, así. Deja tu mano en mi regazo. No, mejor, posa tu mano en mi regazo. La tarde se va a ir calmando. Pronto dejará de llover y el algodón en su planta agradecerá la cercanía de la noche. Ven, querido, dame la mano y deja que sea mi piel quien te guíe en este descenso hacia la oscuridad. No temas si mi piel está un poco fría o si sientes pesados tus ojos porque dormir siempre fue deseo de los hombres. Ya sabes: son tan grandes los esfuerzos que hacemos que cada dieciséis horas necesitamos cerrar los ojos, tumbarnos cuan largos somos y dejar que el manto de la inconsciencia alimente el esfuerzo que empezaremos a hacer ocho horas más tarde. No hay nada de malo en sentir el deseo de dormir, en temer un poco la frialdad de mi piel, tan cercana en humedad y temperatura a la de la serpiente; no hay por qué arrepentirse de haberme concedido tu mano en mi regazo y ahora ven que vamos a recrear el mar y te diré la frase de una niña para que rías y te abarcaré con mis brazos en un abrazo cálido como el desierto y desnudo como la sal; ven, niño mío, que allá se ve mejor y la lluvia se queda suspendida si lo deseas mientras en lo alto del árbol hay unos silencios que podrían competir en belleza con la melodía más delicada de Chopin; claro, corazón mío, espiguita a punto de amustiarse, tranquilo corazón enamorado, río que se acaba, océano que se inicia en sus movimientos, luna nueva a punto de crecer, paraguas en el Polo, hielo en el Trópico; ven que mis manos tienen las uñas largas y mi lengua no está muy limpia pero eso, como muy bien sabes, me hace más cercana; acógete en mí y deja que la larga serenata que nos espera se hunda en tus vísceras como las pócimas mágicas con las que los embalsamadores conseguían la eternidad de los cuerpos de los egipcios ilustres; déjame acunarte con largas letanías y con bardos que entrarán por tus oídos como manantiales nacidos en neveros del Himalaya y si la congoja acude o el llanto parece anticipar calamidades, no permitas que esa apariencia te impida ver la ruta de la seda o la visión del cráter y las largas sendas que la lava genera en el mundo; vuelve tus ojos a mí y aunque sean extrañamente glaucos para ti y parezcan sin chispa de vida no por eso dejes de creer en el profundo amor que te dispenso y los largos momentos de paz que te voy a otorgar. Así es que, amigo, abandónate. Lo hiciste todo. Te esforzaste como todos. Perteneciste. Ya es tiempo de que te vengas conmigo sin preguntar a dónde ni por qué y poco a poco, te lo prometo, dejarás de hacerte preguntas y al hacerlo descubrirás lo mejor: que no había respuestas.
En las Bellas Artes: Decoración (dibujo, pintura o escultura) en los monumentos antiguos descubierta en Italia en las excavaciones que se realizaron en el Renacimiento que representan seres fantásticos, composiciones caprichosas donde figuran personajes, aninales y plantas extrañas.
Grotesco viene de la palabra italiana grotta (cueva, gruta).
Monólogo sin personaje
De tus entrañas entonces. Sin calma. Que me abro en canal. No, verte desnuda no es recordar la tierra. Ya tu desnudez no me recuerda a nada, pérfida. Que te has ido. Que ya no me hueles ni yo podré oler tu celo -fuerte olor a sangre de hembra- en los plenilunios. ¡Ah, lasciva, cómo aspiraba el aire cuando la luna estaba preñada y los cielos andaban descubiertos y se abrían de piernas las aguas sin restos de amoniaco en mis venas! ¡Cómo te mordí la boca! ¡Cómo apreté con mis dientes tus pezones! ¡Cómo ordeñé tu pecho una noche vieja en la que todo era nuevo! Ya nada me recuerda a ti excepto mi memoria al despertar cada mañana o una hoja de otoño que cayó desde no sé qué árbol hacia mí ayer cuando volvía o el color del azúcar moreno o el pis según lo que haya comido o un zapateado lento que escuché no sé si en la vida o en los sueños o cuando maniobro en el garaje con el coche o si me detengo en un paso de cebra o si compro leche semidesnatada y unas habas para hacerlas con jamón o si suena el teléfono, perra, a las nueve y media de la noche. Porque en la mesa reposa un libro titulado Aimer l'amour, l'écrire, en la mesa de cristal, en la mesa en la que una tarde, al poco de conocernos, te apoyaste, te bajaste las bragas y me dijiste, ¡Cómemelo! y yo te lo comí y me deshice en elogios de tu coño y balbuceé no sé cuántas expresiones estúpidas sobre tu flujo y manoseé con nerviosidad tus muslos. Y tú y tus ojos, tus grandes ojos, tu boca grande, tus orejas grandes, tus manos grandes, loba, loba, loba que me engulles entero, que me dejas en los huesos para festín de las carroñeras. Sí, arrasaste mi tierra que era fértil y llena de versos; sí, empozoñaste mis manantiales. Mi semen, desde que te fuiste, ya no sabe a almendra y limón sino a vainilla y lubricante artificial. Sí, desnudo de cintura para abajo me has dejado; al aire mis vergüenzas en este día gris, ya el otoño, puta gata de mierda, ¿por qué esta lluvia? ¿por qué me he duchado? ¿por qué lo he dejado todo en silencio? ¿por qué arrastro mis palabras como si fuera un viajero muy cansado en una noche de invierno y tú fueras la única candela que podría calentar mi cuerpo? No te odio y quisiera odiarte para poder insultarte los más pavorosos insultos de amor. ¿Te estás mirando en el espejo de tu cuarto de baño? ¿Has entrado en el salón y has recordado nuestros arrebatos en el sofá de la abuela? ¿Alguna vez te asalta mi mirada? ¿O mi boca? No ronronees. Ya no te escucho excepto si cae la lluvia o viene el matarife con su capapuercos o un fuego artificial estalla de repente o si cruje el árbol en el monte o si rasca un poco el cambio de marcha o cuando hierve el agua, justo antes de poner la pasta o si en la madrugada el trueno me recuerda tu explosión sonora en el orgasmo. ¡Córrete! ¡Córrete! Grita tu placer en mi oído y descansa después, gata muerta, entre mis brazos que yo te dejaré que te pudras sin moverte ni una miajita.
OLMO:
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2020 a las 16:33 |