OLMO:
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
Voy a intentarlo una vez más. Voy a dejar la navaja encima de la repisa del lavabo. Voy a mirarme en el espejo y voy a meditar sobre mi ser demonio. Voy a animarme. Voy a lavarme la cara. Voy a sonreír con la mueca del que se esfuerza. Voy a transgredir alguna norma como si fuera joven como si tuviera la fuerza que ya me falta. Voy a intentarlo sí. Estoy desnudo y no tengo aire. Imagino el bosque y el viento frío en mi cara. Un perro corre entre árboles y matorral. Mueve el rabo con una fuerza que es empuje de alegría, afán de vivir. Así lo voy a intentar. Estoy en el bosque entonces. No estoy frente al espejo con la navaja abierta, desnudo y con ganas de irme al otro barrio. No me censuro mi soledad ni la gana de sentirme amado. No me esfuerzo en nada y lucho por repetirme la canción de Celia Cruz, la vida es un carnaval sólo que aquí, frente al espejo, yo me siento doña Cuaresma. No lo haré mientras sepa que puedo irme al bosque y mientras descubra, yo también, que la nieve no es potestad del planeta tierra y crea a pies juntillas que también nieva en Marte. He visto la nieve en Marte. Quizás allí -si también me puedo trasladar a Marte y sentir la nieve en mi rostro justo antes de tocar tierra y convertirse de nuevo en gas-... Así, sí, así no lo haré. Así no cogeré la navaja y dejaré el baño hecho una porquería porque pienso en los próximos inquilinos, incluso pienso en el dueño de ésta que no es mi casa y el horror de aceptar la verdad de que el anterior inquilino se cortó el cuello, Sí es cierto, el pobre, se cortó el cuello, pero lo dejamos todo limpio, no queda rastro de aquello, son cosas que pasan. No lo haré mientras el quejigo se mantenga en el rincón del bosque y sepa que el enebro dará sus frutos y me quede un poquito de ganas de avanzar en el libro o de escuchar la sonata para piano nº 32 de Beethoven y sienta que quizás algún día ocurra que una mujer se me quede mirando en el andén de una estación de tren. Ambos esperamos el mismo tren. Ambos vamos a Marsella. El viaje será largo. Ambos nos encontramos en el vagón restaurante y entablamos una conversación. Pasan los años y una tarde, frente a un bosque, recordamos el día que nos encontramos en el andén de un tren con destino a Marsella. Por esa ilusión también. Yo sé que esta mañana... yo lo sé. Yo sé que he tenido que hacer el esfuerzo. Decirme: ¿Y qué importa si tú no eres un hombre bueno? ¿Qué importa si no ayudas a los demás? ¿Qué importa si fuiste un niño sin amor? ¿Qué importa si eso explica algo? ¿Dónde quieres ir a parar? También esta mañana me decía: cobarde, cobarde, cobarde, cobarde, cobarde. Y luego ha sido, por una iluminación, hacerme la comida y los olores de los pimientos y del atún me han devuelto la gana de pasar una tarde más, intentarlo una tarde más, en este silencio que me aterra, en esta soledad de piel, sin abrazo, sin beso, sin aire, sin boca, sin manta, sin luz. Por eso... o sin consecuencia me venía a la cabeza la imagen de Virginia Woolf y esa deseperación que no es fruto de ninguna enfermedad mental sino de una visión del mundo desprovista de esperanza, de anhelos, de encuentros... un cigarrillo como mucho... unas palabras. Y ahí he tenido esa sensación fantástica. Ahí, junto a la imagen de la escritora convertida en Ofelia, he sentido en mis bolsillos las piedras y su peso. He buscado un río por los alrededores. Un lugar por donde despeñarme también. Y así he acabado en el baño, desnudo, con la navaja abierta en la repisa del lavabo, mirándome como si fuera un paisaje de Leonardo da Vinci el cual ha fundido los límites entre las cosas con un delicado sfumato y al verme sin límites claros no he sabido muy bien qué objeto se desangraría frente al espejo y he vuelto a ser cobarde. Porque soy cobarde vivo. Porque eres cobarde vives, le he susurrado a la imagen que de mí me devolvía el espejo y la imagen, sonriendo, ha cogido el reflejo de la navaja y se ha rajado de lado a lado su cuello.
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/11/2015 a las 17:43 | {0}