Escena única
Doctor Helvius:
Siéntese, quiero contarle
Miss Halway:
¿Me contará la rabia? ¿El arañazo que se le ha quedado oculto en la uña?
Doctor Helvius:
Miss Halway, siéntese.
Miss Halway:
No abriré las piernas.
Doctor Helvius:
No.
Miss Halway:
No pasearé mi lengua por mi labio.
Doctor Helvius:
No.
Miss Halway:
Ni dejaré que mi corazón se acelere y traduzca sus asistolias en la contracción de mis pezones.
Doctor Helvius:
Me parece muy razonable, miss Halway. Ahora escúcheme: anoche cuando abandonó usted la consulta, repasé las medias que se había dejado en el diván. Reconozco que las olí y luego la tiré para que la enfermera no las descubriera por la mañana.
Miss Halway:
Es usted muy atento.
Doctor Helvius:
Voy a internarla. Voy a mantenerla apartada del mundo. Voy a ordenar que le sean administradas diversos tipos de drogas. Voy a detener su corazón. Voy a detener sus pasiones. Va a dormir usted días y días y más días. Y yo iré a verla y usted estará dormida.
Miss Halway:
Venga a verme en presencia de mi abogado, doctor Helvius.
Doctor Helvius:
Me gusta cuando pronuncia el final de mi apellido.
Miss Halway:
Calle. Intérneme. Pero calle.
Doctor Helvius:
Miss Halway.
Miss Halway:
Doctor Helvius.
Doctor Helvius:
Una cosa más... sus medias... tenían manchas de sangre... podría saber si esa sangre... esa sangre... procede, pertenece, es...
Miss Halway:
¿Menstruación?
Doctor Helvius:
Menstruación, sí.
Miss Halway:
Lo es.
Doctor Helvius:
¿Por qué miss Halway?
Miss Halway:
Porque soy mujer fértil.
Doctor Helvius:
Fértil.
Miss Halway:
Como lodo del Nilo.
Doctor Helvius:
Sus comparaciones me obligan a internarla. Lo sabe usted y lo sé yo. Escuche algunas de las que ha pronunciado en este despacho: como el ayuno del cerdo; como la mandrágora que nacería de la lefa de su polla una vez fuera usted ahorcado; como fresa argentina; como desmemoria de sabio; como adrenalina de burra en la coronación de la Santa Virgen María; como aleluya la noche de la muerte de Juan Sebastian Bach; como prepucio de niño con fimosis; como ausencia de materia; como lentitud de espina; como Babel comprendida...
Miss Halway:
Calle. Miente. Jamás dije como Babel comprendida.
Doctor Helvius:
Lo dijo y lloraba.
Miss Halway:
Lloraba pero no lo dije. Lo recuerdo, fue en la tercera consulta, hace veintidós años; usted llevaba barba y yo lo detestaba -que llevara barba y a usted en general-. Comprendí pronto que mis comparaciones eran objeto de estudio para usted y supe que un día encontraría las razones para internarme. Nunca me pudo engañar doctor Helvius.
Doctor Helvius:
Compartirá habitación, no se preocupe.
Miss Halway:
Me parece bien. Que sean mujeres fértiles.
Doctor Helvius:
Como usted.
Miss Halway:
Como lodo del Nilo.
Monólogo de un hombre que desea
HOMBRE QUE DESEA:
Eso haré: nada. Ni siquiera recordaré. Ni eso. Ni buscaré en un cuello que pase cerca de mí, el aroma de su aroma cuando la abracé. Cuando nos abrazamos por única vez. Ya no escribiré los poemas que nunca le escribí. Ni esperaré hasta la madrugada su llamada. No se iniciará el amor. No se iniciará el encuentro porque no debo hacer nada. Y aunque escuche la música que ahora me emociona y al escucharla recuerde el único día que estuve con ella, su primera aparición a mis espaldas -era alta, llevaba el pelo suelto y un abrigo verde de pana fina; calzaba botas camperas; cubría sus piernas con medias negras y bajo el abrigo llevaba un vestido gris azulado con un escote tan generoso, ribeteado en rojo, que su pecho dibujaba en mi mano su relieve; alrededor de su cuello un foulard morado-, el deseo que sentí en el corazón cuando la flecha atravesó mi carne y derramó su dulce tósigo por mi sangre, los primeros pasos por las calles de una ciudad con alcázar, el café donde nos sentamos y por primera vez nos miramos. Ya digo, aunque todo eso ocurre y pasa, no voy a hacer nada. ¿Qué haré con el paseo que dimos en busca de un restaurante? ¿qué haré con la dificultad que sentí al subir unos escalones demasiado altos para mis piernas? ¿qué haré con mi mirada en su dorso al subir los escalones? ¿qué haré con la convulsión que sufrí mientras comíamos -bueno, en realidad, no comíamos. Yo no pude comer. Todo mi estómago estaba en mi corazón y en mis sentidos y éstos no tenían hambre de brocheta de salmón o cochinillo, sino hambre de su boca, de sus mejillas, de su cuello, de sus manos, de su piel y de su escorzo- y que ella vio y me preguntó qué me ocurría y yo, tras mirar con vergüenza al mantel, no pude por menos que decirle la verdad? ¿por qué no puedo sino decir la verdad? ¿qué interés tiene la verdad? ¿por qué me preguntó lo que era obvio? ¿por qué se necesita confirmar con palabras lo que planea, vuela, se muestra sin recato? No haré nada. No, no haré nada con el paseo que dimos tras comer por la ciudad fría con alcázar. Yo le pedí cogerla del brazo. Ella me lo permitió. Anduvimos tomados por el brazo bajo un cielo gris que realzaba los reflejos rojizos de su pelo y llegamos hasta un café desangelado. Ella tenía frío. ¿Qué voy a hacer con el frío que ella tenía? Yo me quité mi abrigo y se lo puse encima de las piernas. Tomamos un té. Nos sentamos uno al lado del otro. Ella dijo algo así como, Ya está bien de estar sentados frente a frente ¿Qué voy a hacer con esa frase? ¿Cuántas interpretaciones distintas le daré? ¿Qué voy a hacer sabiendo que nunca cantaré junto a ella? A ella que tanto le gusta cantar y a mí también. ¿Qué voy a hacer con el viaje que nunca haré a la ciudad donde ella vive? ¿Qué voy a hacer con el recuerdo que nunca será del momento en que entre en su casa? ¿Qué voy a hacer con su mirada que, al pasar de los días, se va diluyendo y conformando en una mirada nueva creada por mí? ¿Cómo resolverá el tiempo la frase que dijo al hablar de mí, Estás en el límite de todo lo que deseo en un hombre? ¿Por qué no le dije entonces que deseo viene del latín desiderare y que traducido literalmente vendría a ser echar de menos un astro en tu firmamento y que al echarlo de menos, al no conocerlo, no puedes conocer sus límites ni su contorno? ¿por qué no le dije que lo hermoso de amar quizá sea dibujar esos contornos y esos límites en el astro añorado, el cual al surgir en el firmamento es todavía difuso, hermosamente desconocido, abierto a ser descubierto, flexible como junco en la ribera del Nilo, maleable como metal en la fragua? ¿Qué voy a hacer con todo lo que no le dije ni le diré jamás? No haré nada. No, no haré nada. Porque todo lo que tenía que hacer ya está hecho. No haré nada con el último trecho que recorrimos juntos en nuestras vidas hasta el parking donde había dejado su coche seis horas antes. No haré nada con el abrazo que nos dimos. Ese abrazo juro que no lo voy ni a tocar. No haré nada con el giro que di y su imagen bajando las escaleras y el deseo que tuve de que se girara como en las películas con final feliz. Y si me sobreviene el recuerdo de mi pasos ya sin ella por la calle principal de la ciudad con alcázar y el sentimiento que tenía de haber conocido a la mujer amada, no haré nada; y si vuelve el camino de vuelta a mi ciudad, ya en la noche, en plena meseta castellana con mi pensamiento muy lejos de los faros rojos del coche que me precedía, no haré nada; y si me acuerdo de ella un día y otro día, no haré nada, no haré nada, no haré nada.
Escena única
ELLA tumbada en una hamaca.
EL riega el césped.
LOS GATOS dormitan en lo alto del tapial.
LOS PERROS siestean.
ELLA: (Con los ojos cerrados)
Bésame.
EL deja la manguera abierta sobre el césped. Se acerca a ELLA. La besa en la boca.
ELLA: (Con los ojos cerrados)
Bésame otra vez.
EL la besa de nuevo.
Se levanta el AIRE del final del día.
Canta un MIRLO macho. Responde cerca la HEMBRA.
ELLA abre los ojos.
EL sonríe y le acaricia la mejilla derecha. Se separa de ella. Coge de nuevo la manguera. Se acerca a una encina.
ELLA:
Dime cuánto dura esta dicha. Dime cuánto dura esta brisa. Cuánto dura tu espalda, recta, mientras riegas. Dime cuánto dura el canto del mirlo. Si tardará mucho en llegar la noche. Si me mirarás mientras me desnudo y luego, cuando me meta en la cama, me abrazarás hasta dolerme. Dime si vas a apretarme hasta dolerme.
EL frente a la encina, de espaldas a ella, escucha sus palabras.
Un GATO se despereza.
Un PERRO, el menor, termina de siestear y busca un juego.
ELLA: (Cierra los ojos de nuevo. Se recuesta)
Estamos solos.
EL termina de regar la encina. Cierra el grifo de la manguera.
La tarde se serena.
EL riega el césped.
LOS GATOS dormitan en lo alto del tapial.
LOS PERROS siestean.
ELLA: (Con los ojos cerrados)
Bésame.
EL deja la manguera abierta sobre el césped. Se acerca a ELLA. La besa en la boca.
ELLA: (Con los ojos cerrados)
Bésame otra vez.
EL la besa de nuevo.
Se levanta el AIRE del final del día.
Canta un MIRLO macho. Responde cerca la HEMBRA.
ELLA abre los ojos.
EL sonríe y le acaricia la mejilla derecha. Se separa de ella. Coge de nuevo la manguera. Se acerca a una encina.
ELLA:
Dime cuánto dura esta dicha. Dime cuánto dura esta brisa. Cuánto dura tu espalda, recta, mientras riegas. Dime cuánto dura el canto del mirlo. Si tardará mucho en llegar la noche. Si me mirarás mientras me desnudo y luego, cuando me meta en la cama, me abrazarás hasta dolerme. Dime si vas a apretarme hasta dolerme.
EL frente a la encina, de espaldas a ella, escucha sus palabras.
Un GATO se despereza.
Un PERRO, el menor, termina de siestear y busca un juego.
ELLA: (Cierra los ojos de nuevo. Se recuesta)
Estamos solos.
EL termina de regar la encina. Cierra el grifo de la manguera.
La tarde se serena.
Obra en una sola escena
ESCENA 1: SALÓN DE UN PEQUEÑO CHALET (Int/noche)
La cristalera que da a un pequeño jardín, está abierta. Fuera se escucha el sonido de la noche: búhos, grillos y carreras rápidas y cortas.
Elena, una mujer de edad indefinida, intenta no encender un cigarrillo. Se acerca a la cristalera. Vuelve a la mesa donde se encuentra el tabaco. Mira a Fernando, un hombre de edad indefinida, que se encuentra sentado en un sofá rojo mientras intenta concentrarse en una partida de snooker que ponen por la televisión.
Fernando se enciende un cigarrillo y da un trago a una botella de cerveza.
Elena se abrocha el cordón de la bata. Se acerca y sale, un momento, al jardín. Vuelve rápido, como asustada. Llega hasta la mesa. Enciende un cigarrillo. Da una calada honda.
Elena:
Te dije que estaba aquí.
Fernando sigue atento el desarrollo de la partida.
Elena:
Deberías salir. Con una linterna. Deberías ir hasta la esquina de la derecha. Hurgar en el hueco. Echar zotal. No sé. O lejía. Yo así no puedo dormir. No, no voy a poder dormir. Estaré escuchando toda la noche esa maldita carrera. Me volveré loca.
Fernando:
Soy incapaz de hacer lo que me pides.
Elena:
Cobarde.
Fernando:
Sí, lo soy, soy un puto cobarde.
Elena:
Todo contigo ha sido un tiempo perdido. No sé que haces aquí.
Fernando:
No vuelvas a reconocer que todo fue un tiempo perdido.
Elena:
¿Por qué?
Fernando:
No lo sé. Sólo te lo pido. Como tú me pides algo que sabes que no puedo hacer.
Elena:
Y yo seguiré escuchando esas carreras en la hierba.
Fernando:
Así será.
Elena:
Vamos a la cama.
Fernando:
Sube tú. Yo quiero ver el final de la partida.
Elena: (Se levanta. Apaga con furia el cigarrillo en el cenicero. Se dirige a la puerta del salón)
Todo es humo.
Se va
Fernando: (Sin dejar de mirar a la pantalla de la televisión)
Y agujeros.
La cristalera que da a un pequeño jardín, está abierta. Fuera se escucha el sonido de la noche: búhos, grillos y carreras rápidas y cortas.
Elena, una mujer de edad indefinida, intenta no encender un cigarrillo. Se acerca a la cristalera. Vuelve a la mesa donde se encuentra el tabaco. Mira a Fernando, un hombre de edad indefinida, que se encuentra sentado en un sofá rojo mientras intenta concentrarse en una partida de snooker que ponen por la televisión.
Fernando se enciende un cigarrillo y da un trago a una botella de cerveza.
Elena se abrocha el cordón de la bata. Se acerca y sale, un momento, al jardín. Vuelve rápido, como asustada. Llega hasta la mesa. Enciende un cigarrillo. Da una calada honda.
Elena:
Te dije que estaba aquí.
Fernando sigue atento el desarrollo de la partida.
Elena:
Deberías salir. Con una linterna. Deberías ir hasta la esquina de la derecha. Hurgar en el hueco. Echar zotal. No sé. O lejía. Yo así no puedo dormir. No, no voy a poder dormir. Estaré escuchando toda la noche esa maldita carrera. Me volveré loca.
Fernando:
Soy incapaz de hacer lo que me pides.
Elena:
Cobarde.
Fernando:
Sí, lo soy, soy un puto cobarde.
Elena:
Todo contigo ha sido un tiempo perdido. No sé que haces aquí.
Fernando:
No vuelvas a reconocer que todo fue un tiempo perdido.
Elena:
¿Por qué?
Fernando:
No lo sé. Sólo te lo pido. Como tú me pides algo que sabes que no puedo hacer.
Elena:
Y yo seguiré escuchando esas carreras en la hierba.
Fernando:
Así será.
Elena:
Vamos a la cama.
Fernando:
Sube tú. Yo quiero ver el final de la partida.
Elena: (Se levanta. Apaga con furia el cigarrillo en el cenicero. Se dirige a la puerta del salón)
Todo es humo.
Se va
Fernando: (Sin dejar de mirar a la pantalla de la televisión)
Y agujeros.
Escrita por Isaac Alexander entre el 31 diciembre de 2010 y el 1 de enero de 2011.
El autor la subtitula: Comedia escrita para cuatro actos caníbales
ESCENA IV.
Ha dejado de llover y por la ventana abierta de par en par se escuchan los sonidos de la ciudad en la madrugada (un tren, los coches, un lejano murmullo de carretera de circunvalación).
Una inmensa luna llena tiñe de blanco azul la estancia. Las luces están apagadas.
Sobre los cuerpos de Él y Ella, sentados en el suelo, cae la luz más directa de la luna.
Se miran y se muerden los hombros derechos y al saciarse de ellos, separarse y respirar, observamos que los hombros han desaparecido.
Se muerden los costados y al dejar de morderlos y separarse vemos que han desaparecido los costados.
Y así se van mordiendo todas las partes del cuerpo. Y todas van desapareciendo.
Lo último que se muerden son las bocas. Y al mordérselas desaparecen ellos por completo.
Tan sólo queda, como presencia, la luz de la luna sobre el suelo, las ruedas girando sobre el asfalto aún húmedo, el paso de un tren, las campanadas de las seis en un reloj de pared en la casa frontera y tras ellas los gorjeos de un bebé.
fin del cuarto acto
fin
Ha dejado de llover y por la ventana abierta de par en par se escuchan los sonidos de la ciudad en la madrugada (un tren, los coches, un lejano murmullo de carretera de circunvalación).
Una inmensa luna llena tiñe de blanco azul la estancia. Las luces están apagadas.
Sobre los cuerpos de Él y Ella, sentados en el suelo, cae la luz más directa de la luna.
Se miran y se muerden los hombros derechos y al saciarse de ellos, separarse y respirar, observamos que los hombros han desaparecido.
Se muerden los costados y al dejar de morderlos y separarse vemos que han desaparecido los costados.
Y así se van mordiendo todas las partes del cuerpo. Y todas van desapareciendo.
Lo último que se muerden son las bocas. Y al mordérselas desaparecen ellos por completo.
Tan sólo queda, como presencia, la luz de la luna sobre el suelo, las ruedas girando sobre el asfalto aún húmedo, el paso de un tren, las campanadas de las seis en un reloj de pared en la casa frontera y tras ellas los gorjeos de un bebé.
fin del cuarto acto
fin
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
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La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones para antes de morir
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
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El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
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Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
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Teatro
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/03/2014 a las 16:57 | {2}