A A.
Pensaba escribir en latín el título (por cierto temor a las palabras) pero cuando lo he visto en español, he sentido que así debía ser escrito: claro, conciso.
También podría haber puesto ese otro verbo que tantas veces se asocia a la curación del cáncer, el verbo vencer pero el cáncer, desde mi sentir, no es enemigo, ni es guerra la que contra él se entabla sino que más bien es un diálogo cuyos interlocutores son la enfermedad y la enferma. Es un diálogo, ya lo sé -con A. lo he aprendido- largo, doloroso, lleno de temores en el que los tonos y los estados de ánimo son su esencia. Porque el cáncer, metafóricamente hablando si se quiere, es un endiosamiento de células y las células de nuestro cuerpo nada saben de nosotros por eso el enfermo ha de dialogar con ellas en un largo diálogo lleno de dudas e intriga. Curarse del cáncer tiene algo que ver con curarse de las células de sí mismo.
A. ha necesitado un año para convencer a sus células de que la vida es un sendero por el que desea seguir paseando y para ello se ha sometido a los efectos de los tósigos (que serían en el diálogo los maestros antiguos que con sus varas impedían el uso de la retórica); ¡Ay, los tósigos! ¡Ay, la retórica qué inútil en esta enfermedad! El cáncer obliga a la verdad. El cáncer te muestra su cara frente al espejo. Sólo si se mira de frente, sólo si se siente una infinita compasión por el propio cuerpo -sea ésta consciente o no lo sea- se puede llegar al fin de esta larga conversación con uno mismo abrazándose y asumiendo que vivir es un misterio tan insondable que las propias células que nos conforman pueden convertirse en las mismas que nos destruyan.
Querida A. admiro tu diálogo. Has sido para mí un ejemplo del buen decir y cuando en los peores momentos del drama parecía que monologabas con algo de desesperanza, siempre veía en tus ojos, tus ojos verdes, verde esperanza, la chispa de quien sabe que va a aguantar un día más, sí, un día más.
No soy nadie para aconsejarte nada por eso no tomes como consejo estas últimas palabras sino más bien como recordatorio de una cualidad que has tenido a raudales en estos largos y peligrosos meses: se paciente con tus células, deja que vayan asumiendo que tú tenías razón a su ritmo y así, como la primavera que eres, verás como florecen tus cabellos y son rosas tus mejillas y el tallo de tu cuerpo se yergue fresco y la raíces de tu ser se asientan en tu suelo. A mí me gustará verte, hablaremos de la vida, nos quedaremos callados, quizá nos cojamos de las manos mientras a lo lejos el ocaso nos avisa de que la noche viene y con ella el tiempo del alma del mundo se levanta mientras nosotros, animales diurnos, dormitamos.
También podría haber puesto ese otro verbo que tantas veces se asocia a la curación del cáncer, el verbo vencer pero el cáncer, desde mi sentir, no es enemigo, ni es guerra la que contra él se entabla sino que más bien es un diálogo cuyos interlocutores son la enfermedad y la enferma. Es un diálogo, ya lo sé -con A. lo he aprendido- largo, doloroso, lleno de temores en el que los tonos y los estados de ánimo son su esencia. Porque el cáncer, metafóricamente hablando si se quiere, es un endiosamiento de células y las células de nuestro cuerpo nada saben de nosotros por eso el enfermo ha de dialogar con ellas en un largo diálogo lleno de dudas e intriga. Curarse del cáncer tiene algo que ver con curarse de las células de sí mismo.
A. ha necesitado un año para convencer a sus células de que la vida es un sendero por el que desea seguir paseando y para ello se ha sometido a los efectos de los tósigos (que serían en el diálogo los maestros antiguos que con sus varas impedían el uso de la retórica); ¡Ay, los tósigos! ¡Ay, la retórica qué inútil en esta enfermedad! El cáncer obliga a la verdad. El cáncer te muestra su cara frente al espejo. Sólo si se mira de frente, sólo si se siente una infinita compasión por el propio cuerpo -sea ésta consciente o no lo sea- se puede llegar al fin de esta larga conversación con uno mismo abrazándose y asumiendo que vivir es un misterio tan insondable que las propias células que nos conforman pueden convertirse en las mismas que nos destruyan.
Querida A. admiro tu diálogo. Has sido para mí un ejemplo del buen decir y cuando en los peores momentos del drama parecía que monologabas con algo de desesperanza, siempre veía en tus ojos, tus ojos verdes, verde esperanza, la chispa de quien sabe que va a aguantar un día más, sí, un día más.
No soy nadie para aconsejarte nada por eso no tomes como consejo estas últimas palabras sino más bien como recordatorio de una cualidad que has tenido a raudales en estos largos y peligrosos meses: se paciente con tus células, deja que vayan asumiendo que tú tenías razón a su ritmo y así, como la primavera que eres, verás como florecen tus cabellos y son rosas tus mejillas y el tallo de tu cuerpo se yergue fresco y la raíces de tu ser se asientan en tu suelo. A mí me gustará verte, hablaremos de la vida, nos quedaremos callados, quizá nos cojamos de las manos mientras a lo lejos el ocaso nos avisa de que la noche viene y con ella el tiempo del alma del mundo se levanta mientras nosotros, animales diurnos, dormitamos.
No me olvido.
Sólo que estoy en otros mundos.
Vuelvo a otros mundos. Pienso si son garbeos, cosas sin importancia. Pienso más: pequeñas distracciones. Sólo eso.
No me olvido.
Claro que no me olvido.
Soy Fernando Loygorri, escritor que ha triunfado y que ahora quiere apartarse, dueño de su vida.
O: soy Fernando Loygorri, escritor que ha triunfado porque ha logrado sobrevivir con su oficio y ahora, en la última recta, quisiera descansar más lejos de sus orígenes de lo que se encuentra ahora.
No me olvido.
La vida no es más que voluntad y representación.
No hay una sola verdad absoluta (ni tan siquiera ésa).
Probablemente entonces la mente no sea el cerebro.
No, no me olvido.
Garabateo cuando camino al caer la tarde por el sendero que he recorrido a lo largo de los últimos años. Garabateo ideas en mi cabeza. Sueño con ser un hombre metódico. No soy un hombre metódico. No tan metódico como pienso a veces que se debe ser o como lo pienso debido a una impronta que no sé de dónde viene y que se fue generando en mis circuitos neuronales la cual marcó ese límite ideal de método a partir del cual ya se es metódico perfecto. No sé si alguna vez he logrado girarme lo suficiente como para ver la realidad que la sombra proyecta en la pared del fondo de la cueva. Mi cueva. Cada ser humano y su cueva. Me atrevería a afirmar: cada ser vivo y su cueva.
Aquí estoy un 28 de agosto más en el que escribí alguna línea. Hoy he escrito muchas. Me siento hasta cierto punto satisfecho con la cantidad de líneas que he escrito hoy. Un 28 de agosto más.
May cumplió hace tres días 90 años. Son muchos años. Para nosotros, digo.
No, no me olvido sólo que cuando me llaman desde otros lugares de mi mente he de acudir a la llamada. Sentarme y comenzar a impregnarme de nuevo del aire de aquellas historias que parecían haber quedado atrás. Vuelvo a ellas con un doble motivo: ambición y gozo. Vuelvo a ellas a pluma (hoy ocurrió que el émbolo de una de mis plumas favoritas -tengo tres- se rompió tras más de quince años de uso. Quiero escribir con esa pluma la novela que empecé hace ya dos años, así es que he vertido tinta en un tintero de porcelana que me trajo Violeta de Portugal, y he seguido escribiendo la novela mojando el plumín a cada rato. Sensación de otros tiempos. Sensación de Flaubert o de Galdós. Escribo la novela en tres soportes: el primero, como acabo de decir, a pluma, el segundo a máquina de escribir -y esa es la segunda corrección porque en el manuscrito ya empiezo a corregir- y el tercero -donde realizo la tercera corrección- en la computadora y de ahí supongo que quedará el primer texto definitivo. No sé para qué quedará ese texto. No sé si lo terminaré. Sólo que en estos días de agosto me ha atraído con mucha fuerza y he vuelto a la novela que tiene por título Amor. Título provisional aunque no tanto.
No me olvido no. Sólo que ha hecho mucho calor y escribir cansa.
Querida Julia, disculpa que me haya retrasado un día en escribirte. Desde que moriste solía escribirte el día de ese aniversario pero este año decidí que es mucho más hermoso escribirte en el aniversario del día que naciste. Si vivieras habrías cumplido 106 años y te sorprendería ver cómo el mundo ha dado los consabidos dos pasos atrás. A parte, por supuesto, la epidemia que asola a este mundo globalizado y que nos obliga a ir por las calles desconfiando de los otros, con unas mascarillas que cubren la mitad de nuestros gestos y unos confinamientos en nuestros municipios e incluso en nuestras casas que a ti te habrían recordado los toques de queda de la Guerra Civil española.
Los pobres de nuevo vuelven a ser más pobres y -vasos comunicantes- los ricos vuelven a ser más ricos. De hecho en los últimos años la riqueza se concentra. Cada vez tienen más menos. Yo me vuelvo realista con el ser humano -son los años. Ya tú me lo decías. Ya tú lo eras cuando fuiste mi tata-y acepto que somos una especie temible y poco inteligente. Esta epidemia también ha mostrado la desnudez de los habitantes de este país y lo que se ve de ellos es su general falta de civismo, su ausencia casi absoluta de fraternidad. Y si lo pongo en tercera persona es porque gracias a ti y quizás al tío Carlos, yo me siento cívico e intento cuidar al de enfrente. Conozco a otros que también lo hacen pero son muchos más a los que les importa una higa lo que le pase al prójimo. ¡Qué terrible hubo de ser la Guerra en España con semejante población!
Por una vez pienso que estás mejor muerta porque tú habrías sido de las ancianas recluidas en una Residencia; tú habrías sido una de las ancianas a las que se les cortó todo vínculo con el exterior y quizás habrías sido una de las ancianas que murieron ahogadas, sin consuelo y sin terapia, en la soledad de sus habitaciones. En ti las recuerdo y me conduelo.
Querida Julia de mí poco tengo que decirte. Voy envejeciendo. Disfruto de los dones que la vida me ha otorgado. Te añoro. Me siguen sirviendo tus viejos consejos de campesina manchega y de vez en cuando escucho las cintas que grabamos y en las que tú tuviste la generosidad -una más de tantas y tantas generosidades- de contarme tu vida. Una vida que tiene el aire de las vidas humildes y algo pícaras de los pobres españoles y que a ti te llevó desde tu pueblo de Argamasilla de Calatrava, provincia de Ciudad Real, hasta Madrid y en Madrid te acogió un barrio que antaño fue pueblo: Vallecas.
Un beso mi querida socialista obrera española. Levanto mi puño izquierdo. Te quiero.
Los pobres de nuevo vuelven a ser más pobres y -vasos comunicantes- los ricos vuelven a ser más ricos. De hecho en los últimos años la riqueza se concentra. Cada vez tienen más menos. Yo me vuelvo realista con el ser humano -son los años. Ya tú me lo decías. Ya tú lo eras cuando fuiste mi tata-y acepto que somos una especie temible y poco inteligente. Esta epidemia también ha mostrado la desnudez de los habitantes de este país y lo que se ve de ellos es su general falta de civismo, su ausencia casi absoluta de fraternidad. Y si lo pongo en tercera persona es porque gracias a ti y quizás al tío Carlos, yo me siento cívico e intento cuidar al de enfrente. Conozco a otros que también lo hacen pero son muchos más a los que les importa una higa lo que le pase al prójimo. ¡Qué terrible hubo de ser la Guerra en España con semejante población!
Por una vez pienso que estás mejor muerta porque tú habrías sido de las ancianas recluidas en una Residencia; tú habrías sido una de las ancianas a las que se les cortó todo vínculo con el exterior y quizás habrías sido una de las ancianas que murieron ahogadas, sin consuelo y sin terapia, en la soledad de sus habitaciones. En ti las recuerdo y me conduelo.
Querida Julia de mí poco tengo que decirte. Voy envejeciendo. Disfruto de los dones que la vida me ha otorgado. Te añoro. Me siguen sirviendo tus viejos consejos de campesina manchega y de vez en cuando escucho las cintas que grabamos y en las que tú tuviste la generosidad -una más de tantas y tantas generosidades- de contarme tu vida. Una vida que tiene el aire de las vidas humildes y algo pícaras de los pobres españoles y que a ti te llevó desde tu pueblo de Argamasilla de Calatrava, provincia de Ciudad Real, hasta Madrid y en Madrid te acogió un barrio que antaño fue pueblo: Vallecas.
Un beso mi querida socialista obrera española. Levanto mi puño izquierdo. Te quiero.
Quisiera decirte algo pero tiemblo porque me parece que ya no tengo edad. Sigo un camino tortuoso y difícil -difícil para mí, no quiero decir que sea objetivamente difícil-. Y cuando escribo el verbo seguir quiero con ello dejar claro que yo no creo voluntariamente ese camino sino que lo transito como si un dios incomprensible para mí hubiera decidido que éste debía ser y no otro. También querría decirte que no creo en el Yo como un ser individual, con libre albedrío y esas cosas que se fueron incrementando a medida que fueron construyéndose habitaciones individuales para los niños. Y no quiero con esto exculparme de cuantas responsabilidades tenga conmigo mismo y con los demás. No es una forma de justificar lo tortuoso, lo difícil de esta existencia que me vive. Porque esa sería quizás una buena manera de expresarlo: hay una existencia que vive en el cuerpo que habito.
Hoy por ejemplo ha sido un día desolador por la falta de control en la que me he visto desde por la mañana. No ha ocurrido nada definitivo. Tan sólo consistía en saber que mi intención no se correspondía con la de la existencia que me vive. Esa existencia ha querido desde por la mañana desvincularse de mis decisiones y así me he visto jugando horas al ajedrez y perdiendo un problema tras otro. Eso que podría ser algo que se llamara Yo, quería leer El Otro -curiosamente acabo de empezarla, es una obra de Miguel de Unamuno. Me gusta mucho cómo piensa y plasma sus pensamientos en la escritura ese ente llamado Miguel de Unamuno. Recuerdo ahora una idea sobre Antígona verdaderamente brillante y expresada de una forma que me llegaba a emocionar-; la existencia en cambio quería desolarme haciéndome utilizar el tiempo de una forma agonística, casi delirante. Luego ha habido un interregno de paz y cuando estaba haciendo una guía en la Fundación Amyc para catorce mujeres burguesas algunas de ellas muy hermosas, he sentido que existencia y vida se juntaban y todo parecía fluir en algo que podría llamar normalidad. Sólo que ese término en la sensación del vivir que el camino no elegido y que sigo me enseña, es un término anormal. Casi te diría que es extravagante. Pronto ha vuelto una sensación de incomodidad. Ha ocurrido cuando estaba comentando un dibujo de Opisso -el único dibujo conocido en el que se encuentran juntos Carlos Casagemas y Pablo Picasso y que tiene un interés anecdótico que ahora no viene al caso-; al hablar me he escuchado y me he sentido muy lejos de allí y entre el discurso que estaba pronunciando ante las catorce mujeres burguesas he pensado que tenía que volver, que tenía que seguir, que ya quedaba poco, que no lo iba a estropear en ese momento. En el coche, de vuelta a casa, sentía que había un peligro latente en la carretera y al mismo tiempo sabía que no me podía dejar llevar por él, que si me dejaba llevar por él, yo me convertiría en ese peligro, yo sería ese peligro, así es que he aminorado la velocidad, me he colocado en el carril derecho y me he concentrado lo máximo posible en todo lo que me circundaba. Ausencias. Disociaciones lo llamaría un alienista moderno. Los niños gritaban como todas las tardes en el patio de la casa. El perro que vive conmigo me esperaba y aunque llevaba casi dos horas de pie, me lo he llevado al monte. Por él y por mí. Porque sólo caminando y nadando consigo unificar la existencia que me vive y la vida en la que existo. Son los colores de la tarde. Son los cantos de los pájaros y el planeo de las aves rapaces. Es el amigo perro con el que vivo y su rastreo. Es la copa del fresno que siempre se mueve cuando me ve. Es el esfuerzo de la subida constante y en algunos tramos empinada que me obliga a un esfuerzo de respiración que acompaño con la repetición de un mantra. Llega la noche. Estoy en esta casa alquilada de un pueblo de la sierra de Madrid.
El otro día me vino al pensamiento la frase: Me gustaría ver a mi padre. Me gustaría verte papá. Sentarme contigo y preguntarte si tú sabes por qué sigo este camino. Si tú intuiste algo de todo esto cuando enfermé de muerte siendo muy niño. Si hay alguna manera de saber algo a ciencia cierta. Me gustaría preguntarte por qué he elegido la ausencia, por qué ya no me atrevo a encontrarme con nadie y todo es desde lejos como si no existiera la materia. Me gustaría mirarte, papá, porque tú me querías y yo te quería y mirar tus manos delicadas, unas manos dignas de Giacomo Casanova o de algún otro truhán del último tercio del XVIII francés. Mirarte, papá. Hablar un rato y que calmaras esta existencia que me vive y consiguieras, a ser posible, que me dejara vivir en paz aunque sólo fuera un rato.
Hoy por ejemplo ha sido un día desolador por la falta de control en la que me he visto desde por la mañana. No ha ocurrido nada definitivo. Tan sólo consistía en saber que mi intención no se correspondía con la de la existencia que me vive. Esa existencia ha querido desde por la mañana desvincularse de mis decisiones y así me he visto jugando horas al ajedrez y perdiendo un problema tras otro. Eso que podría ser algo que se llamara Yo, quería leer El Otro -curiosamente acabo de empezarla, es una obra de Miguel de Unamuno. Me gusta mucho cómo piensa y plasma sus pensamientos en la escritura ese ente llamado Miguel de Unamuno. Recuerdo ahora una idea sobre Antígona verdaderamente brillante y expresada de una forma que me llegaba a emocionar-; la existencia en cambio quería desolarme haciéndome utilizar el tiempo de una forma agonística, casi delirante. Luego ha habido un interregno de paz y cuando estaba haciendo una guía en la Fundación Amyc para catorce mujeres burguesas algunas de ellas muy hermosas, he sentido que existencia y vida se juntaban y todo parecía fluir en algo que podría llamar normalidad. Sólo que ese término en la sensación del vivir que el camino no elegido y que sigo me enseña, es un término anormal. Casi te diría que es extravagante. Pronto ha vuelto una sensación de incomodidad. Ha ocurrido cuando estaba comentando un dibujo de Opisso -el único dibujo conocido en el que se encuentran juntos Carlos Casagemas y Pablo Picasso y que tiene un interés anecdótico que ahora no viene al caso-; al hablar me he escuchado y me he sentido muy lejos de allí y entre el discurso que estaba pronunciando ante las catorce mujeres burguesas he pensado que tenía que volver, que tenía que seguir, que ya quedaba poco, que no lo iba a estropear en ese momento. En el coche, de vuelta a casa, sentía que había un peligro latente en la carretera y al mismo tiempo sabía que no me podía dejar llevar por él, que si me dejaba llevar por él, yo me convertiría en ese peligro, yo sería ese peligro, así es que he aminorado la velocidad, me he colocado en el carril derecho y me he concentrado lo máximo posible en todo lo que me circundaba. Ausencias. Disociaciones lo llamaría un alienista moderno. Los niños gritaban como todas las tardes en el patio de la casa. El perro que vive conmigo me esperaba y aunque llevaba casi dos horas de pie, me lo he llevado al monte. Por él y por mí. Porque sólo caminando y nadando consigo unificar la existencia que me vive y la vida en la que existo. Son los colores de la tarde. Son los cantos de los pájaros y el planeo de las aves rapaces. Es el amigo perro con el que vivo y su rastreo. Es la copa del fresno que siempre se mueve cuando me ve. Es el esfuerzo de la subida constante y en algunos tramos empinada que me obliga a un esfuerzo de respiración que acompaño con la repetición de un mantra. Llega la noche. Estoy en esta casa alquilada de un pueblo de la sierra de Madrid.
El otro día me vino al pensamiento la frase: Me gustaría ver a mi padre. Me gustaría verte papá. Sentarme contigo y preguntarte si tú sabes por qué sigo este camino. Si tú intuiste algo de todo esto cuando enfermé de muerte siendo muy niño. Si hay alguna manera de saber algo a ciencia cierta. Me gustaría preguntarte por qué he elegido la ausencia, por qué ya no me atrevo a encontrarme con nadie y todo es desde lejos como si no existiera la materia. Me gustaría mirarte, papá, porque tú me querías y yo te quería y mirar tus manos delicadas, unas manos dignas de Giacomo Casanova o de algún otro truhán del último tercio del XVIII francés. Mirarte, papá. Hablar un rato y que calmaras esta existencia que me vive y consiguieras, a ser posible, que me dejara vivir en paz aunque sólo fuera un rato.
Te quiere tu hijo Fernando
Mi querido Juan:
Moriste hace tres días. Me enteré ayer. Tenías 71 años. Te conocí cuando tú tenías 36 y yo 23 y he de decirte que ya eras viejo. Creo que fuiste viejo desde los trece años cuando te arrolló el carro allá en tu pueblo de Palencia, lindero con Burgos, Espinosa de Cerrato y te quedaste cojo para siempre y empezaste, creo yo, en ese mismo momento a ser viejo y a ser sabio. Jamás conocí a un hombre tan sabio como tú y digo sabio porque la sabiduría no contiene crueldad y tú nunca fuiste cruel (bueno quizá lo fueras. No lo puedo asegurar. Sí puedo asegurar en cambio que conmigo no lo fuiste jamás y sí fuiste el hombre más generoso).
Descansa en paz, maestro mío, mi amigo, mi viejo
En enero de 2011 y en este mismo espacio le dediqué este artículo Juan Cejudo o Xoan Cejudo mi maestro. Si te interesa no tienes más que clicar en él.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/10/2021 a las 18:03 | {0}