Hablaba así: ¡Dejadme quieto, en esta esquina,/ a que la muerte venga cual asesina! Dejadme quieto, sin amarguras, sé que está ahí, escondido, mirándome, con descaro, sin temor. Dejadme cuando caiga la noche y venga el viento del invierno, el Bóreas lo llamaban, aquel que del norte llegaba y helaba con su soplo hasta un corazón enamorado. Dejadme frente al frío. Dejadme despacio, sin grandes aspavientos y llevaos la espada con la que luché tanto, dejadla a los pies de un altar, como ofrenda a un dios sanguinario. Dejadme dulcemente. Dejadme sin consuelo. Idos como los idus de marzo llegaron para acabar con la vida de uno que mató a tantos. Dejadme sin reproches. Nada hay mejor que hacer que dejar en sus esquinas parlantes a los que quisieron callarse y no lo consiguieron. Dejadme soñar que un día dejaré de hablar. Dejadme soñar con la emoción propia del que ha desertado hasta de sí mismo. Llevaos también mis ropas y si así fuera tan sólo os rogaría que me dejarais otras a cambio, no importa de a qué identidad sexual pertenezcan mientras cubran mis vergüenzas y me den una poquina de caló. Dejadme en la estacada. Dejadme con soltura. Yo os veré alejaros y sentiré la nostalgia de la primavera y me quedaré estático como las amapolas cuando inhalan su propia destilación. Subido en un pedestal, sin nadie alrededor, dejaré que la noche me llegue hasta el cuello. ¿Os imagináis que el hielo me cubriera por completo? Pensadlo: las primeras luces del alba, un cuerpo en pie, sobre un pedestal de piedra, helado desde los pies hasta la cabeza, con los brazos extendidos en actitud declamatoria y la cabeza elevada hacia el cielo gracias a un cuello prodigioso.
Leonora y el húsar
Todo había ocurrido tan rápido y todo iba a terminar tan rápido. Tumbada en la cama, bocabajo, con el traje de paseo puesto y sin ni siquiera haberse quitado las botas, Leonora -el rostro pegado a la almohada- lloraba desdichas de amor. Muchos años más tarde un poeta escribiría, Es tan corto el amor y es tan largo el olvido pero en Leonora los recuerdos estaban aún frescos porque todo había comenzado quince días atrás, tan solo quince días atrás...; aquella mañana del veintinueve de octubre de 1812, Leonora se despertó desesperada. Esa era la fecha en la que ella, como un reloj, entraba en la melancolía del otoño ruso; a más a más siendo ella como era de clima meridional, hija de un terrateniente italiano arruinado, Marcello, que por salir de pobre se casó con una rica hacendada rusa, Olga Safarieva, y se trasladó a vivir a esta ciudad llamada Smolensko, trayendo con él a su hija Leonora, a Madame O. -la nurse- y a dos criados de los que no quiso desprenderse para poder seguir hablando con alguien en italiano. De esto hacía ya siete años. Al poco de llegar nacía su hermanastra Claudine. Leonora no se sentía a disgusto en esa nueva vida durante más o menos, ocho meses al año, los que corren de marzo a octubre -ambos incluidos- pero al llegar el fatídico día 29 y desde el primer año, Leonora sentía una tristeza, una desgana, una melancolía de luz que poco a poco, como si se fuera muriendo, se iba marchitando y cuando justo parecía que iba a expirar -a finales de febrero-, la luz, el aire y el canto de las primeras aves le insuflaban poco a poco vida nueva, renovada y se podría decir -sin temor a equivocarse- que era Leonora la personificación de la primavera. Es más, nos atreveríamos a afirmar que Leonora era la primavera.
Madame O. conocía perfectamente lo que iba a ocurrir aquella mañana. De hecho toda la casa estaba preparada ya para la melancolía estacional de Leonora. Hay que añadir algo más: no va a ser ésta la historia de un matrimonio por conveniencia, de una madrastra envidiosa, una hermanastra cruel y un padre entregado al vodka en cualquier taberna de la ciudad. No, esta familia era una familia burguesa comme il faut. Por decirlo con frase que resume una forma de estar en el mundo, en aquella casa se aplicaba el aforismo: soportar para que te soporten es la mejor forma de vivir en comunidad. Olga Safarieva se tomaba muy en serio los tónicos que habían de administrársele a Leonora a lo largo de su decaimiento estacional y las dosis adecuadas para cada momento del proceso porque está claro que no era lo mismo el estado de ánimo de la niña -cuando iniciamos nuestra historia Leonora tiene dieciséis años- los primeros días del otoño, que un día de invierno, con ventisca y cubiertos los caminos de una capa de nieve que a un espíritu sensible le podría evocar la mortaja que cubre al difunto. Para esa mañana Madame O. mandaba a la cocinera que hiciera un chocolate muy caliente con picatostes para Leonora, un desayuno que conocía madame O. de su infancia en Vizcaya porque ella nació allí, en un pueblecito llamado Lekeitio y lo había tomado muchas veces y sabía de su valor tonificante. Madame O. sabía también que la mirada de Leonora andaría como vagabunda esa mañana, que empezaría a distraerse con naderías y que en algún momento, casi seguro que después de comer, suspiraría sin motivo, como suspiraban las viudas de los marinos que habían muerto en la mar cuando escuchaban en la voz de un visitante las bondades de esas masas de agua formidables cuya traición había costado la vida a tantos.
Todo esto es lo que hubiera pasado si no hubiera sido porque a la una y diez del mediodía de aquel 29 de octubre, por el camino que bordea la dacha, apareció un Regimiento de Húsares de la Grande Armée que se batía, aunque lento, en retirada. En ese regimiento estaba Frederick, como ya se ha dicho, y ese mismo día 29 Leonora se fijó en él por primera vez.
Cuento
Tags : Cuentecillos Leonora y el húsar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/12/2024 a las 18:50 | {0}Principio de un relato
Herido por la belleza del atardecer -el sol dorado de otoño, los lejanos bosques de arces con sus hojas que apenas podrían soportar unos pocos días más sus colores bermellones y naranjas antes de caer al suelo y alfombrar los senderos con su melancólica tendencia a convertirse en tierra; la silueta de la cordillera mordiendo el cielo que al este estaba verde como si no pudiera soportar la belleza áurea de lo que ocurría en su extremo opuesto; las primeras estrellas que titilaban frente a él y que le recordaban el brillo que había visto en la pupila de su amada Leonora justo antes de despedirse hasta la mañana siguiente...- ¡Oh, si fuera cierto! Si fuera cierto que existía ese mañana. No se había atrevido a decirle que esa misma noche, antes del amanecer, su Regimiento de Húsares levantaba el campamento para encaminarse hacia Krasnoi y proseguir así la retirada de la Grande Armée de suelo ruso; tan sólo la había mirado y había callado con su mano entre las suyas. Como no la soltaba, Leonora se sintió incómoda -iba acompañada por madame de O. y por su hermana Claudine, mucho más pequeña que ella y con un extraño parecido en la forma que ambas tenían de sonreír alterando levemente la comisura derecha de sus labios- e intentó con cierta delicadeza liberarse. Frederick -que así se llamaba el húsar enamorado- reparó en lo inconveniente de su actitud, soltó su mano y enrojeció. Tras tomar aliento le dijo, Lo siento, me había quedado prendado del brillo de sus ojos. Fue ella entonces la que enrojeció y parecieron sus mejillas nubes encendidas por los últimos rayos del sol. Fue entonces cuando ella le dijo, Hasta mañana, mi querido húsar. No deje de venir a visitarnos. Frederick se inclinó graciosamente y Leonora tomó de la mano a su hermana y precedidas por madame O. se dirigieron hacia la dacha. ¡Qué divino le pareció el contraluz que dibujó la silueta de las tres mujeres! ¡Qué leve le pareció el cuerpo de Leonora! y ¡qué hermoso su gesto cuando -justo antes de de confundirse con el horizonte- ella se giró y le sonrió esa sonrisa mínima producida por la apenas perceptible alteración en la comisura derecha de su boca! Frederick quería morir pero no en el camino hacia Krasnoi, no en el fragor de una batalla entre enemigos sino que quería morir entre los brazos de Leonora, quería morir en el fragor de la batalla amorosa. Desesperado, con los ojos arrasados en lágrimas, el húsar se encaminó a su regimiento con la seguridad de que no hacía falta batalla alguna para saber que ya era hombre muerto.
Cuento
Tags : Cuentecillos Leonora y el húsar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/11/2024 a las 19:03 | {0}Con toda la decisión. Así sería. No se aturdiría más. Estaba dispuesta. La sonrisa un poco más abierta. ¿Más abierta? Con estos días todo debería de ser fácil. La luz podría explotar o las nubes teñirse de gris. De eso, sí, de eso podría hablarle. Luego callaría. Miraría a lo lejos con la sonrisa más abierta. Esperaría a ver si él... si él. ¿Cómo sería? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar? ¿Es cierto que existe la posibilidad? ¿Pero no es ya una mujer adulta, con una niña y dos divorcios a cuestas? ¿Por qué espera con esta ilusión de mayo los sucesos de noviembre? Se pondrá un ligero colorete. No, mejor el color de la piel nacido bajo los aires de las sierras. El color de la tez de las alturas. Se pondrá un jersey grueso que disimule el contorno de su pecho. Se pondrá unos pantalones de marcha. Calzará botas. Tendrán barro. Llevará el pelo a su ser y será su voz la voz de Audrey Hepburn cuando cantaba Moon river. No tan delgada. Casi igual de elegante. Luego tendrá que llegar el día en el que él se decida a invitarla a una cerveza en el jardín de su casa. Él le dirá que si quiere esa misma tarde, que el jardín mira al oeste y si las nubes corren por el cielo cuando el sol decae, éstas adquieren tal pasión que se diría el cielo espacio de la lujuria, manto bajo el que cubrirnos los dos. No, ella sabe. Eso lo callará.
Ahí viene. Me ha visto. ¡Qué hermoso podría ser hoy el crepúsculo!
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/11/2024 a las 19:46 | {0}No hubo el más mínimo esfuerzo. Era sólo volver a mirar y hacerlo. Tenía ese impulso. Yo también era literatura. Sin ambición. Sin estridencia. Sin Parnasos. Sentarse. Urdir una palabra que puede casar con aquella otra. Dejar que el mundo siga en su deriva. Derivando en él también. Con la certeza de que tengo un cabo Bojador y de que en mi alma marinera se aposenta la frustración de no haber aprendido a nadar y al mismo tiempo sentir que es condición natural del marino hundirse con su nao así como el caracol muere amarrado a su concha con las primeras lluvias del invierno.
No hay el más mínimo esfuerzo. Estoy dispuesto a soportar el peso de la armadura y abrirnos paso en la intrincada selva a base de mandobles. Estoy dispuesto a llegar hasta los naturales de esas tierras y abrirme en canal antes que sucumbir al curare y el dolor. Pero si no fuera necesario, si entre nuestros pueblos se pudiera abrir una corriente cordial entonces yo me ofrecería como notario y en largas y agotadoras jornadas nocturnas escribiría La Crónica.
Así me declaro bajo la luz de la primera luna llena en esta nueva tierra: escriba de encuentros. Mi nombre, Pablo de Molviedro e Ichaso.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/11/2024 a las 20:29 | {0}
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/12/2024 a las 20:33 | {0}