Con toda la decisión. Así sería. No se aturdiría más. Estaba dispuesta. La sonrisa un poco más abierta. ¿Más abierta? Con estos días todo debería de ser fácil. La luz podría explotar o las nubes teñirse de gris. De eso, sí, de eso podría hablarle. Luego callaría. Miraría a lo lejos con la sonrisa más abierta. Esperaría a ver si él... si él. ¿Cómo sería? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar? ¿Es cierto que existe la posibilidad? ¿Pero no es ya una mujer adulta, con una niña y dos divorcios a cuestas? ¿Por qué espera con esta ilusión de mayo los sucesos de noviembre? Se pondrá un ligero colorete. No, mejor el color de la piel nacido bajo los aires de las sierras. El color de la tez de las alturas. Se pondrá un jersey grueso que disimule el contorno de su pecho. Se pondrá unos pantalones de marcha. Calzará botas. Tendrán barro. Llevará el pelo a su ser y será su voz la voz de Audrey Hepburn cuando cantaba Moon river. No tan delgada. Casi igual de elegante. Luego tendrá que llegar el día en el que él se decida a invitarla a una cerveza en el jardín de su casa. Él le dirá que si quiere esa misma tarde, que el jardín mira al oeste y si las nubes corren por el cielo cuando el sol decae, éstas adquieren tal pasión que se diría el cielo espacio de la lujuria, manto bajo el que cubrirnos los dos. No, ella sabe. Eso lo callará.
Ahí viene. Me ha visto. ¡Qué hermoso podría ser hoy el crepúsculo!
No hubo el más mínimo esfuerzo. Era sólo volver a mirar y hacerlo. Tenía ese impulso. Yo también era literatura. Sin ambición. Sin estridencia. Sin Parnasos. Sentarse. Urdir una palabra que puede casar con aquella otra. Dejar que el mundo siga en su deriva. Derivando en él también. Con la certeza de que tengo un cabo Bojador y de que en mi alma marinera se aposenta la frustración de no haber aprendido a nadar y al mismo tiempo sentir que es condición natural del marino hundirse con su nao así como el caracol muere amarrado a su concha con las primeras lluvias del invierno.
No hay el más mínimo esfuerzo. Estoy dispuesto a soportar el peso de la armadura y abrirnos paso en la intrincada selva a base de mandobles. Estoy dispuesto a llegar hasta los naturales de esas tierras y abrirme en canal antes que sucumbir al curare y el dolor. Pero si no fuera necesario, si entre nuestros pueblos se pudiera abrir una corriente cordial entonces yo me ofrecería como notario y en largas y agotadoras jornadas nocturnas escribiría La Crónica.
Así me declaro bajo la luz de la primera luna llena en esta nueva tierra: escriba de encuentros. Mi nombre, Pablo de Molviedro e Ichaso.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/11/2024 a las 20:29 | {0}Fue al inicio del otoño de hace ya unos años. Muchos días conduje hacia su Residencia. Ya conducía. Hacía poco. Me gusta conducir. Me gustan las actividades que te permiten hacer otras. Me gusta ir de un sitio para otro. Y además me gustaba sentir que estaba haciendo un bien de ida y vuelta: al hacer yo una acción a la que podríamos llamar buena, me sentía bien sólo por el mero hecho de hacerla. Al inicio del otoño, en cambio, la dirección a la que empecé a ir a visitarla fue otra. Fue al Hospital de La Paz. La llevaron a una sala donde habría unas cincuenta o sesenta personas. Eso recuerdo cuando menos. ¡Qué consumida estaba! Julia -así se llamaba- se lo había dicho en alguna ocasión, Yo no aguanto ni seis meses si me llevan a una Residencia. No aguantó. Muchas veces me pregunté por qué, esos últimos años, no se fue a vivir con mi madre y con su hija, que vivían solas en una casa grande, en el centro de la ciudad; la casa, además, donde ella había trabajado más de cuarenta años. ¡Por qué no se la llevaron a vivir con ellas? ¿Por qué ni siquiera se lo propusieron?
Una mañana de aquellos primeros días del otoño aquél, fui a verla muy de mañana, probablemente porque tendría que ir a trabajar o por alguna cuestión burocrática. Era tan temprano que cuando llegué aún no se habían encendido las luces de la gran sala donde agonizaba; de hecho tuve que esperar unos minutos hasta que abrieron la puerta y cuando lo hicieron, entré y nada más entrar olí una vaharada de las inmundicias sin recoger de cincuenta agonizantes, la mayoría de ellos viejos, alguno de ellos muerto. Aquel olor no me dio asco, me encogió el corazón y con el corazón encogido llegué hasta la cama donde Julia, a sus noventa y tres años, agonizaba consumida por la Parca, encogida y pequeña como hacemos los mamíferos cuando nos queremos ocultar. Tomé su mano, tan huesuda y nervuda como la del último Don Quijote; ella me miró desde casi el umbral. Lloré cuando cerró los ojos y me dijo, ¡Vete, hijo, vete!
Fue en aquellos primeros días del otoño aquél cuando dejé de verla viva. La siguiente vez que la vi ya estaba en el tanatorio, en la sala de duelo, expuesta en el ataúd, tan pequeñita, tan poquita cosa, tan poco Julia...
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/10/2024 a las 19:32 | {0}Fue un sábado, en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme. Era a principios del otoño del año 2024. Me gustaría decir que tuve una premonición o que luego recordé un sueño o cualquier tipo de presagio que me llevara a él... mentiría. Nada me tenía sobre aviso. Hacía años que había dejado de saber de P., mi mejor amigo, el hombre del que más cerca me sentí. Un buen tipo. Se lo aseguro. Un buen tipo. De él diría que era un superviviente. Creí que lograría serlo hasta el final. Que se mantendría entero a pesar de los embates -permítaseme la metáfora fácil- del océano tempestuoso que es el vivir.
Justo cuando se nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, el año bisiesto de 2020, a causa de eso que se llamó coronavirus, P. desapareció. Luego, más tarde, reflexioné que era la única de todas las personas que conocía que iba a tener que pasar sola semejante encierro. En todo caso, como siempre, confié en su fortaleza forjada a base de palos para superar el trance.
El 14 de marzo, el día en el que se promulgó el Estado de Alarma y el confinamiento en nuestras casas (quien tuviera casa), fue la última vez que hablé con él y nada me hizo sospechar lo que iba a pasar. Habló con su natural seguridad sobre lo que estaba ocurriendo; me aseguró que se armaría de valor y que había que ir de día en día; sonrió en varias ocasiones y se despidió con un mañana hablamos. Nunca más volví a saber de él. Nunca más nadie de nuestro entorno volvió a saber de él hasta aquel día de inicios del otoño del año 2024, en la ciudad a cuyo nombre no voy a hacer mención. Lo vi en la esquina de una plaza importante de la ciudad. No hacía mucho frío. El viento zumbaba de lo lindo y rachas de lluvia arreciaban y nos dejaban calados hasta los huesos. Fue entre una cortina de agua cuando aquella figura sedente en el suelo con los pantalones arremangados por encima de las rodillas y con una pequeña caja ante él, llamó mi atención. Mis acompañantes iban a meterse en un restaurante donde habíamos reservado para comer. Les dije que se adelantaran, que en un minuto me unía a ellos. Cuando me quedé solo me dirigí hacia el hombre sentado en el suelo, calado hasta los huesos, con la cabeza gacha y vestido con harapos. Reconocí a P. por las partes de las piernas que mostraba al público; unas piernas poliomielíticas, cosidas a cicatrices. Le llamé por su nombre. Él no levantó la cabeza, tan sólo murmuró: una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le dije, ¡P., soy yo C.! P. ni se inmutó, siguió con la cabeza gacha, quizás hundió un poco más el mentón contra el cuello. El agua corría por sus largas guedejas y por sus barbas. Las manos seguían pareciendo las manos de un hombre que jamás trabajó con ellas. Aseguraría, si no fuera porque podría ser un recurso sensiblero, que mantenía cierta dignidad antigua. Volví a llamarle por su nombre. Siguió sin reaccionar. No pude evitar llamarle de nuevo poniendo una mano en su hombro. Respondió, Una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le di todo lo que tenía en billetes y monedas. Una ráfaga de lluvia atravesó la plaza y la dejó vacía. Sólo estábamos él y yo en aquella esquina. Antes de irme le dije, Sigo viviendo en el mismo sitio. Si me necesitas te espero.
A C. le costó separarse de P. Cuando empezó a alejarse, P. levantó la vista y lo miró. ¿Eran lágrimas o gotas de lluvia las que corrían a raudales por sus mejillas? Recogió el dinero. Lo guardó en uno de los bolsillos de sus pantalones y dejó que el tiempo siguiera erosionando su cuerpo así el acantilado se erosiona con los golpes de la mar.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/10/2024 a las 14:25 | {0}He de despedirme
Soy un impostor
La noche me lo ha dicho
El aullido del perro que vive mis traiciones me ha avisado
Si yo hubiera sabido que mi destino era éste
No quise ser un falso
No busqué, desde la conciencia, traicionar a nadie
pero mis pies son de barro
mi conciencia escasa
mi conocimiento nulo
mi culpa absoluta
por no haberme formado
por haberme entregado a la estrellas y a unas contemplaciones estúpidas que nada me enseñaron.
¡Manos, cómo pudisteis estar tan sucias! ¡Corazón, cómo no clamaste más alto! ¡Erial es mi cerebro! A nada alcanzo yo que hasta ayer hubiera podido defender la existencia del átomo o con pasión habría hablado de la nueva especie que nace en mis entrañas, una bacteria plateada y larga casi con alas. Sí, hasta ayer me habría defendido de los ataques, habría gritado mi inocencia, me habría puesto en manos de los justos, de aquellos que se llaman justos, de aquellos que se quedaron quietos bajo la higuera o bajo la palmera o a pleno sol o en mitad de una luz azul de luna. Hoy ya no. Hoy no podría plantarme ante la asamblea de los acarnas para defender mi postura porque sé que todos sabrían dónde mirar y ahí, en ese centro justo de mi impostura, lanzarían como flechas sus acusaciones y yo me vendría abajo y caería de bruces y besaría la tierra rogando perdón. Porque no soy de fiar. Porque he traicionado la confianza de mis pares. Porque he ocultado en vasto amor el angosto pasaje del deseo. Porque mis lágrimas eran de sal y mar. Porque mi abrazo destilaba olor a sudor. Porque se me crearon llagas en la lengua. Porque sembré el mal allí por donde pasé.
Si me lapidarais
Si me evitarais el veneno.
Si dejarais de mirarme con desprecio entonces la noche sería mi compañera, un último viaje emprendería este narrador que ya ni sabe expresarse, este falso amante, este niño viejo, este baboso viejo. Os ruego que no tengáis piedad. A pedradas expulsadme. Con insultos acunadme. Arrancadme las tetillas con tenazas de hierro al rojo vivo. Azotadme las espaldas. Quemadme vivo. Me he descubierto. Me habéis descubierto. Sicofanta soy. Lo merezco.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/09/2024 a las 12:11 | {4}
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Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/11/2024 a las 19:46 | {0}