Fue al inicio del otoño de hace ya unos años. Muchos días conduje hacia su Residencia. Ya conducía. Hacía poco. Me gusta conducir. Me gustan las actividades que te permiten hacer otras. Me gusta ir de un sitio para otro. Y además me gustaba sentir que estaba haciendo un bien de ida y vuelta: al hacer yo una acción a la que podríamos llamar buena, me sentía bien sólo por el mero hecho de hacerla. Al inicio del otoño, en cambio, la dirección a la que empecé a ir a visitarla fue otra. Fue al Hospital de La Paz. La llevaron a una sala donde habría unas cincuenta o sesenta personas. Eso recuerdo cuando menos. ¡Qué consumida estaba! Julia -así se llamaba- se lo había dicho en alguna ocasión, Yo no aguanto ni seis meses si me llevan a una Residencia. No aguantó. Muchas veces me pregunté por qué, esos últimos años, no se fue a vivir con mi madre y con su hija, que vivían solas en una casa grande, en el centro de la ciudad; la casa, además, donde ella había trabajado más de cuarenta años. ¡Por qué no se la llevaron a vivir con ellas? ¿Por qué ni siquiera se lo propusieron?
Una mañana de aquellos primeros días del otoño aquél, fui a verla muy de mañana, probablemente porque tendría que ir a trabajar o por alguna cuestión burocrática. Era tan temprano que cuando llegué aún no se habían encendido las luces de la gran sala donde agonizaba; de hecho tuve que esperar unos minutos hasta que abrieron la puerta y cuando lo hicieron, entré y nada más entrar olí una vaharada de las inmundicias sin recoger de cincuenta agonizantes, la mayoría de ellos viejos, alguno de ellos muerto. Aquel olor no me dio asco, me encogió el corazón y con el corazón encogido llegué hasta la cama donde Julia, a sus noventa y tres años, agonizaba consumida por la Parca, encogida y pequeña como hacemos los mamíferos cuando nos queremos ocultar. Tomé su mano, tan huesuda y nervuda como la del último Don Quijote; ella me miró desde casi el umbral. Lloré cuando cerró los ojos y me dijo, ¡Vete, hijo, vete!
Fue en aquellos primeros días del otoño aquél cuando dejé de verla viva. La siguiente vez que la vi ya estaba en el tanatorio, en la sala de duelo, expuesta en el ataúd, tan pequeñita, tan poquita cosa, tan poco Julia...
Fue un sábado, en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme. Era a principios del otoño del año 2024. Me gustaría decir que tuve una premonición o que luego recordé un sueño o cualquier tipo de presagio que me llevara a él... mentiría. Nada me tenía sobre aviso. Hacía años que había dejado de saber de P., mi mejor amigo, el hombre del que más cerca me sentí. Un buen tipo. Se lo aseguro. Un buen tipo. De él diría que era un superviviente. Creí que lograría serlo hasta el final. Que se mantendría entero a pesar de los embates -permítaseme la metáfora fácil- del océano tempestuoso que es el vivir.
Justo cuando se nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, el año bisiesto de 2020, a causa de eso que se llamó coronavirus, P. desapareció. Luego, más tarde, reflexioné que era la única de todas las personas que conocía que iba a tener que pasar sola semejante encierro. En todo caso, como siempre, confié en su fortaleza forjada a base de palos para superar el trance.
El 14 de marzo, el día en el que se promulgó el Estado de Alarma y el confinamiento en nuestras casas (quien tuviera casa), fue la última vez que hablé con él y nada me hizo sospechar lo que iba a pasar. Habló con su natural seguridad sobre lo que estaba ocurriendo; me aseguró que se armaría de valor y que había que ir de día en día; sonrió en varias ocasiones y se despidió con un mañana hablamos. Nunca más volví a saber de él. Nunca más nadie de nuestro entorno volvió a saber de él hasta aquel día de inicios del otoño del año 2024, en la ciudad a cuyo nombre no voy a hacer mención. Lo vi en la esquina de una plaza importante de la ciudad. No hacía mucho frío. El viento zumbaba de lo lindo y rachas de lluvia arreciaban y nos dejaban calados hasta los huesos. Fue entre una cortina de agua cuando aquella figura sedente en el suelo con los pantalones arremangados por encima de las rodillas y con una pequeña caja ante él, llamó mi atención. Mis acompañantes iban a meterse en un restaurante donde habíamos reservado para comer. Les dije que se adelantaran, que en un minuto me unía a ellos. Cuando me quedé solo me dirigí hacia el hombre sentado en el suelo, calado hasta los huesos, con la cabeza gacha y vestido con harapos. Reconocí a P. por las partes de las piernas que mostraba al público; unas piernas poliomielíticas, cosidas a cicatrices. Le llamé por su nombre. Él no levantó la cabeza, tan sólo murmuró: una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le dije, ¡P., soy yo C.! P. ni se inmutó, siguió con la cabeza gacha, quizás hundió un poco más el mentón contra el cuello. El agua corría por sus largas guedejas y por sus barbas. Las manos seguían pareciendo las manos de un hombre que jamás trabajó con ellas. Aseguraría, si no fuera porque podría ser un recurso sensiblero, que mantenía cierta dignidad antigua. Volví a llamarle por su nombre. Siguió sin reaccionar. No pude evitar llamarle de nuevo poniendo una mano en su hombro. Respondió, Una limosna, señor, para este pobre que tiene la debilidad de quererse vivo. Le di todo lo que tenía en billetes y monedas. Una ráfaga de lluvia atravesó la plaza y la dejó vacía. Sólo estábamos él y yo en aquella esquina. Antes de irme le dije, Sigo viviendo en el mismo sitio. Si me necesitas te espero.
A C. le costó separarse de P. Cuando empezó a alejarse, P. levantó la vista y lo miró. ¿Eran lágrimas o gotas de lluvia las que corrían a raudales por sus mejillas? Recogió el dinero. Lo guardó en uno de los bolsillos de sus pantalones y dejó que el tiempo siguiera erosionando su cuerpo así el acantilado se erosiona con los golpes de la mar.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/10/2024 a las 14:25 | {0}He de despedirme
Soy un impostor
La noche me lo ha dicho
El aullido del perro que vive mis traiciones me ha avisado
Si yo hubiera sabido que mi destino era éste
No quise ser un falso
No busqué, desde la conciencia, traicionar a nadie
pero mis pies son de barro
mi conciencia escasa
mi conocimiento nulo
mi culpa absoluta
por no haberme formado
por haberme entregado a la estrellas y a unas contemplaciones estúpidas que nada me enseñaron.
¡Manos, cómo pudisteis estar tan sucias! ¡Corazón, cómo no clamaste más alto! ¡Erial es mi cerebro! A nada alcanzo yo que hasta ayer hubiera podido defender la existencia del átomo o con pasión habría hablado de la nueva especie que nace en mis entrañas, una bacteria plateada y larga casi con alas. Sí, hasta ayer me habría defendido de los ataques, habría gritado mi inocencia, me habría puesto en manos de los justos, de aquellos que se llaman justos, de aquellos que se quedaron quietos bajo la higuera o bajo la palmera o a pleno sol o en mitad de una luz azul de luna. Hoy ya no. Hoy no podría plantarme ante la asamblea de los acarnas para defender mi postura porque sé que todos sabrían dónde mirar y ahí, en ese centro justo de mi impostura, lanzarían como flechas sus acusaciones y yo me vendría abajo y caería de bruces y besaría la tierra rogando perdón. Porque no soy de fiar. Porque he traicionado la confianza de mis pares. Porque he ocultado en vasto amor el angosto pasaje del deseo. Porque mis lágrimas eran de sal y mar. Porque mi abrazo destilaba olor a sudor. Porque se me crearon llagas en la lengua. Porque sembré el mal allí por donde pasé.
Si me lapidarais
Si me evitarais el veneno.
Si dejarais de mirarme con desprecio entonces la noche sería mi compañera, un último viaje emprendería este narrador que ya ni sabe expresarse, este falso amante, este niño viejo, este baboso viejo. Os ruego que no tengáis piedad. A pedradas expulsadme. Con insultos acunadme. Arrancadme las tetillas con tenazas de hierro al rojo vivo. Azotadme las espaldas. Quemadme vivo. Me he descubierto. Me habéis descubierto. Sicofanta soy. Lo merezco.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/09/2024 a las 12:11 | {4}Vamos caminando por la calle. Nos llama un amigo común y nos dice que el Rey nos dará audiencia. Ninguno habíamos pedido audiencia al rey. Es un rey, además, que ya no es rey; es un rey abdicado, un rey muy viejo y muy alto. Aceptamos. Entramos en el zaguán de un edificio de la calle Ortega y Gasset en el barrio de Salamanca de la ciudad de Madrid en España. La casa parece estar distribuida alrededor de un patio central -al verla me recuerda a una casa de mi infancia, la casa del torero Antonio Bienvenida, a la que fuimos un día mi madre y yo con nuestra perra Pocholita, una pekinesa negra, a la que la madre del torero quería cruzar con su pekinés negro- . Al entrar nos topamos con el viejo rey apoyado en la baranda que rodea el patio. Nos encontramos en un primer piso, en una especie de galería; el patio abajo tiene ecos de un jardín francés en miniatura. El rey nos saluda. Nosotros -como si fuéramos cortesanos de toda la vida- inclinamos la cabeza en señal de respeto. Él nos ofrece la mano y al estrechármela la siento flácida y sudorosa. Desaparece el Rey. Nos dicen que en un momento seremos recibidos, parece que su majestad va a hacer un anuncio importante. Me doy cuenta de que mi amigo ha desaparecido. Me doy cuenta de que la aparente sencillez de la distribución de la casa alrededor de un patio central, no era tanta. Me he perdido. Deambulo por habitaciones, pasillos, gabinetes, estancias que no sé a qué están destinadas; la casa se empieza a llenar de gente, cientos y cientos de personas que vagan de un sitio para otro seguramente buscando lo mismo que yo; hay un momento en el que buscando a mi amigo y la sala de audiencias acabo en la cocina y allí veo un ejército de cocineros y pinches y una cantidad pantagruélica de comida. Alguien comenta que el rey renuncia a ser emérito. Por fin veo al rey a través de la rendija de una puerta, está inclinado sobre una mesa iluminada por una lámpara y parece estar absorto en la lectura de un documento mientras en su mano izquierda tiembla, trémula, una pluma.
Es un pueblo hermoso y pequeño, de casas blancas. Estoy acompañando a una muchacha a su casa. Yo también soy un muchacho. Estoy nervioso. Siento que le gusto. A mí ella me gusta mucho. Llegamos a la puerta de su casa. Me dice, Ya hemos llegado. Le pregunto si no podemos estar un poco más juntos. Me dice que sí pero que no haga ruido que su madre está en casa. Entramos. Vamos a su habitación. Me encanta esa muchacha. Tengo unos deseos ardientes de besarla, de tocarla. Entramos en su habitación. Nos sentamos en su cama. Es la habitación de una chica que no ha llegado a los veinte años. Nos besamos. Nos acaloramos. Nos acariciamos. Cuando toco sus senos siento una erección como nunca jamás la había sentido, es la pura flecha de Cupido entre mis piernas. Suavemente, como si me matara con una canción, acerco mi mano al botón de su pantalón; ella detiene mi mano cuando la punta de mi dedo corazón empieza a sentir el vello de su pubis. Me dice, No hasta que no conozcas a mi madre. Saco la mano. Le pregunto si no sería posible conocerla ahora y por un motivo que no acierto a recordar pero que hila esa pregunta con lo que sigue a continuación, me responde que sí pero que ese pueblo fue durante muchos años como el cortijo de una familia llamada Puertas. A mí me sorprende, porque yo conozco a esa familia, le digo, de hecho esa familia es la familia de una novia que tuve (en realidad le digo que yo fui yerno en esa familia. Que estuve casado con la hija de uno de los miembros de esa familia). Entonces ella me enseña una fotografía de esa familia y, en efecto, resultan ser ellos. Me llama la atención en la foto sus dentaduras, las de todos, unos dientes grandes, blancos, casi agresivos en su risotada (parece que en la foto se carcajean). Me presenta la muchacha a su madre que resulta ser A. -la madre real de la mujer con la que estuve casado- y comenta, mirando la fotografía que me había enseñado su hija, que en efecto esa es la familia que durante años se creyó la dueña del pueblo. La madre me devuelve la foto. Me mira con una mirada terrible y dice, Pero hace muchos años que ya no viven.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/06/2024 a las 12:52 | {0}Era la última hora de la tarde. Tras las montañas el cielo había adquirido unos tonos bermellones que parecían, de tan bellos, abrirse a los infiernos. Estaba sentado en lo alto de su jardín, en una silla de madera con un cojín que hacía más cómodo el asiento. No bebía nada. No fumaba nada. Respiraba, miraba, escuchaba, sentía en su piel el final del día, la caída en la noche de la tarde. Dejaba que su mente vagara. Había vivido muchos más años de los que él mismo siempre había creído. Desde niño, sí, pensó que moriría pronto, no más allá de los cuarenta, no mucho más allá. Si hubiera muerto a los treinta y ocho no habría tenido la hija. Pensó su nombre una vez más. Recordó la película Testament del director canadiense Denys Arcand. En ella la directora de una residencia de ancianos cuenta que desde hace catorce años no sabe nada de su única hija. Él no sabe nada desde hace cuatro años de la suya. ¡Qué abismo se ha abierto en su vida! ¡Qué agujero negro que absorbe casi toda su energía! Ahora, por lo menos, puede volver a sentir los bermellones del atardecer tras las montañas y cree que quizá llegue a asumir esa idea de los aborígenes australianos que entienden la educación como un acompañamiento y no como un lazo eterno, si no dogal, si no collar. Aún así la echa de menos y recuerda su nombre cada día y siente ese prurito de culpa y luego lo desdeña, lo aparta, como si tuviera materia, con un gesto de la mano, se levanta de la silla con cojín, entra en su casa, va hasta la cocina, se hace una cena, recuerda el rostro de su hija cuando apenas levanta un palmo del suelo y le desea desde lo más sincero de su ser que la vida le sea intensa y le dice en voz muy baja, muy, muy baja, porque ésa es la única manera de que se pueda oír en cualquier parte, que nunca, nunca, aunque su ausencia lo arrase, la dejará de querer.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2024 a las 16:59 | {0}
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Colección
Cuentecillos
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Reflexiones para antes de morir
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/10/2024 a las 19:32 | {0}