Te diría palabras. Aire. Movimiento. Llovería mientras te hablara. Mantendría el gesto serio y urdiría alguna estrategia. El tiempo no sobraría. Bien lo sabes tú. Más lo sabrás cuando hayas avanzado un poco. La tarde ya no sería fría. La luna andaría desvanecida. Las estrellas apenas serían nada en la vasta oscuridad de un universo sin ti. Palabras. Sonidos por el aire. Aleteo de las cigüeñas que han vuelto a Castilla y siguen siendo una hermosura. Lo demás se escaparía como ocurre cuando la carta se va convirtiendo en monólogo y queda al final el rescoldo de algo que -el que la escribe es consciente- abarcaba mucho más. ¿Cuándo callaría? No lo sé. ¿Desaparecería la emoción que nació de una ausencia demasiado larga? No lo sé. ¿Sabría definir semejante emoción? Sí, exclamaría; sí, sabría, te lo sabría expresar mientras la seriedad de su gesto derivaba. Cuando se hubiera calmado el maremoto; cuando se hubieran retirado las aguas de ese cuerpo que hasta entonces había sido tierra; cuando las voces empezaran a significar algo; sobre una ola ya mansa; en las lindes de la espuma y sus días; a punto de escupir un alacrán te diría algunas cosas buenas para callar desde entonces hasta el final y bajaría los parpados y adoptarían su cuerpo y sus miembros la posición del loto y permanecería quieto durante aquello que no se puede medir, durante aquello inefable, durante los largos tránsitos entre una inspiración y la siguiente, durante el recorrido del ámbar por el mundo, esa faz, esos nombres, esas nadas. Quizá pronunciara palabras pero como quien avienta paja por un campo sin dueño; quizá moviera la boca (o sufriera en el dedo anular izquierdo un movimiento reflejo, ligera contracción que nada supone, sin acción entonces). Eso sería todo. Habrías de ser tú quien interpretara sus expresiones corporales; nombrarlas incluso como si con ello provocaras el sortilegio que libera la posibilidad de entender. Eso sería todo antes de que siguieras tu camino, convencida de que el monolito que dejas atrás era realmente de piedra.
La primera luz la recibió en diciembre y quedó ciego (dicen que años más tarde, poco antes de morir, creyó entrever lo que él entendió gris una tarde en la que se produjo una gran tormenta de nieve. Recordamos que nos decía que aquello ocurrió un mes de abril. Temía el mes de abril. Decía junto con el otro que era, en efecto, el mes más cruel. Nosotros cuando marzo terminaba, le animábamos con algún vino de la Ribera del Duero y algún queso viejo de oveja). Nunca se quejó de aquella fatalidad sobre todo porque -según nos confesaba- aquella luz primera salió del pezón de su madre y lo deslumbró para siempre. (Eso nos lo decía, muy serio, hasta tal punto serio que no sonreía ni un poquito, no fuera a ser que una medio sonrisa produjera en alguno de nosotros la más leve sospecha de un doble sentido en la frase: aquella luz cegadora salió del pezón de mi madre -esa es la literalidad de la expresión que usaba para evocar aquel momento deslumbrante-). También reconocía en los últimos años de su azarosa y vagabunda existencia que la ceguera trajo consigo la oscuridad y que a ella -la ceguera- achaca mucho de los desaires que la vida le procuró y fueron esos desaires los que le convirtieron en un hombre taciturno, muy hosco con los demás, que albergaba -nos decía ya en el lecho mortuorio- una ira tal contra el género humano que sabía que cualquier cosa que dijera sobre el mismo habría de estar teñido de cierta malignidad porque él, insistía, con los desengaños, los engaños, las desorientaciones, las traiciones, los sinsentidos, los sinsabores, las grandes soledades, el abandono de su progenie, la callada por respuesta de una ex-mujer que tuvo cuando un día quiso saber por qué alguna como ella le quiso (o le aseguro querer), las trampas en los pesos, las risas por su torpeza y por tantas otras cosas que le vinieron pasando a lo largo de su vida (como si de alguna manera, concluimos, se sintiera un poco como el buscón del gran Quevedo) habían acabado convirtiéndole en un ser malhumorado, poco compasivo, lleno de rencor, un rencor, nos aseguraba, que le pudría las entrañas de la mente, un rencor, nos aseguraba, al que había combatido con todas sus fuerzas, en mitad de las tinieblas, sin un atisbo de luz, el cual, aseguraba, había terminado, también él, por vencerle y así no podía negar ante nosotros que era un acomplejado de mierda, lleno de bilis, con unas terribles ganas de matar y agradecía el don de la ceguera porque si no, nos juraba, se habría convertido en asesino cruel y constante. El pobre ciego, entonces, bajaba la voz y musitaba algo parecido a lo que sigue: pero el buen ángel caído se apiadó de mí y me quemó los ojos con la luz que salió despedida de los pezones de mi madre y de esta manera evitó que mis manos se pusieran al servicio de la muerte. Perdonadme lo demás. Perdonad lo que haya podido salir de mi boca. Tenéis mi permiso para cortarme la lengua si fuera preciso. Eso decía el viejo, sentado en una butaca junto a la ventana, en la sala de la residencia para ancianos donde lo conocimos. Nos dijeron las empleadas que lo encontraron a la puerta de la residencia, cuando llegaron las del turno de la mañana; nos contaron que tardó un buen rato en entrar en calor porque parece ser que llevaba allí tirado desde las tres de la madrugada. El viejo murió a las tres semanas de llegar. Nadie lo vino a visitar. Quizás hablara más de la cuenta pero le dejábamos, para lo que iba a durar...
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/02/2025 a las 19:04 |
Leonora y el húsar
I
Cuento
Tags : Leonora y el húsar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2025 a las 17:57 |
Hablaba así: ¡Dejadme quieto, en esta esquina,/ a que la muerte venga cual asesina! Dejadme quieto, sin amarguras, sé que está ahí, escondido, mirándome, con descaro, sin temor. Dejadme cuando caiga la noche y venga el viento del invierno, el Bóreas lo llamaban, aquel que del norte llegaba y helaba con su soplo hasta un corazón enamorado. Dejadme frente al frío. Dejadme despacio, sin grandes aspavientos y llevaos la espada con la que luché tanto, dejadla a los pies de un altar, como ofrenda a un dios sanguinario. Dejadme dulcemente. Dejadme sin consuelo. Idos como los idus de marzo llegaron para acabar con la vida de uno que mató a tantos. Dejadme sin reproches. Nada hay mejor que hacer que dejar en sus esquinas parlantes a los que quisieron callarse y no lo consiguieron. Dejadme soñar que un día dejaré de hablar. Dejadme soñar con la emoción propia del que ha desertado hasta de sí mismo. Llevaos también mis ropas y si así fuera tan sólo os rogaría que me dejarais otras a cambio, no importa de a qué identidad sexual pertenezcan mientras cubran mis vergüenzas y me den una poquina de caló. Dejadme en la estacada. Dejadme con soltura. Yo os veré alejaros y sentiré la nostalgia de la primavera y me quedaré estático como las amapolas cuando inhalan su propia destilación. Subido en un pedestal, sin nadie alrededor, dejaré que la noche me llegue hasta el cuello. ¿Os imagináis que el hielo me cubriera por completo? Pensadlo: las primeras luces del alba, un cuerpo en pie, sobre un pedestal de piedra, helado desde los pies hasta la cabeza, con los brazos extendidos en actitud declamatoria y la cabeza elevada hacia el cielo gracias a un cuello prodigioso.
Cuento
Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/12/2024 a las 20:33 |
Leonora y el húsar
Todo había ocurrido tan rápido y todo iba a terminar tan rápido. Tumbada en la cama, bocabajo, con el traje de paseo puesto y sin ni siquiera haberse quitado las botas, Leonora -el rostro pegado a la almohada- lloraba desdichas de amor. Muchos años más tarde un poeta escribiría, Es tan corto el amor y es tan largo el olvido pero en Leonora los recuerdos estaban aún frescos porque todo había comenzado quince días atrás, tan solo quince días atrás...; aquella mañana del veintinueve de octubre de 1812, Leonora se despertó desesperada. Esa era la fecha en la que ella, como un reloj, entraba en la melancolía del otoño ruso; a más a más siendo ella como era de clima meridional, hija de un terrateniente italiano arruinado, Marcello, que por salir de pobre se casó con una rica hacendada rusa, Olga Safarieva, y se trasladó a vivir a esta ciudad llamada Smolensko, trayendo con él a su hija Leonora, a Madame O. -la nurse- y a dos criados de los que no quiso desprenderse para poder seguir hablando con alguien en italiano. De esto hacía ya siete años. Al poco de llegar nacía su hermanastra Claudine. Leonora no se sentía a disgusto en esa nueva vida durante más o menos, ocho meses al año, los que corren de marzo a octubre -ambos incluidos- pero al llegar el fatídico día 29 y desde el primer año, Leonora sentía una tristeza, una desgana, una melancolía de luz que poco a poco, como si se fuera muriendo, se iba marchitando y cuando justo parecía que iba a expirar -a finales de febrero-, la luz, el aire y el canto de las primeras aves le insuflaban poco a poco vida nueva, renovada y se podría decir -sin temor a equivocarse- que era Leonora la personificación de la primavera. Es más, nos atreveríamos a afirmar que Leonora era la primavera.
Madame O. conocía perfectamente lo que iba a ocurrir aquella mañana. De hecho toda la casa estaba preparada ya para la melancolía estacional de Leonora. Hay que añadir algo más: no va a ser ésta la historia de un matrimonio por conveniencia, de una madrastra envidiosa, una hermanastra cruel y un padre entregado al vodka en cualquier taberna de la ciudad. No, esta familia era una familia burguesa comme il faut. Por decirlo con frase que resume una forma de estar en el mundo, en aquella casa se aplicaba el aforismo: soportar para que te soporten es la mejor forma de vivir en comunidad. Olga Safarieva se tomaba muy en serio los tónicos que habían de administrársele a Leonora a lo largo de su decaimiento estacional y las dosis adecuadas para cada momento del proceso porque está claro que no era lo mismo el estado de ánimo de la niña -cuando iniciamos nuestra historia Leonora tiene dieciséis años- los primeros días del otoño, que un día de invierno, con ventisca y cubiertos los caminos de una capa de nieve que a un espíritu sensible le podría evocar la mortaja que cubre al difunto. Para esa mañana Madame O. mandaba a la cocinera que hiciera un chocolate muy caliente con picatostes para Leonora, un desayuno que conocía madame O. de su infancia en Vizcaya porque ella nació allí, en un pueblecito llamado Lekeitio y lo había tomado muchas veces y sabía de su valor tonificante. Madame O. sabía también que la mirada de Leonora andaría como vagabunda esa mañana, que empezaría a distraerse con naderías y que en algún momento, casi seguro que después de comer, suspiraría sin motivo, como suspiraban las viudas de los marinos que habían muerto en la mar cuando escuchaban en la voz de un visitante las bondades de esas masas de agua formidables cuya traición había costado la vida a tantos.
Todo esto es lo que hubiera pasado si no hubiera sido porque a la una y diez del mediodía de aquel 29 de octubre, por el camino que bordea la dacha, apareció un Regimiento de Húsares de la Grande Armée que se batía, aunque lento, en retirada. En ese regimiento estaba Frederick, como ya se ha dicho, y ese mismo día 29 Leonora se fijó en él por primera vez.
Cuento
Tags : Leonora y el húsar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/12/2024 a las 18:50 |
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2025 a las 18:44 |