Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

E.H. Gombrich. La historia del arte. Editado por Debate.
Extracto del capítulo XV. La consecución de la armonía. Toscana y Roma, primera mitad del siglo XVI


La última cena (restaurada) realizada entre 1495-1498
La última cena (restaurada) realizada entre 1495-1498
[...] Por singular desventura, las pocas obras que Leonardo [da Vinci] terminó en sus años de madurez han llegado a nosotros en muy mal estado de conservación. Así, cuando contemplamos lo que queda de la famosa pintura mural de Leonardo La última cena, tenemos que esforzarnos en imaginar cómo pudo aparecer a los ojos de los monjes para los cuales fue realizada. La pintura cubre una de las paredes de un recinto oblongo, empleado como refectorio por los monjes del monasterio de Santa María delle Grazie de Milán. Hay que imaginarse el momento en que la pintura era descubierta y cuando, junto a las largas mesas de los monjes, aparecieron las imágenes del Cristo y sus apóstoles. Nunca se había mostrado con tanta fidelidad y tan lleno de vida el episodio sagrado. Era como si se hubiera añadido otro comedor al de ellos, en el cual La última cena había alcanzado forma tangible. ¡Con cuánta precisión caía la luz sobre la mesa confiriendo cuerpo y solidez a las figuras! Acaso lo primero que maravilló a los monjes fue el verismo de todos los detalles, los platos sobre el mantel y los pliegues de los ropajes. Entonces, como ahora, las obras de arte eran juzgadas a menudo por la gente culta en razón de su naturalismo. Pero ésta pudo haber sido tan sólo la reacción primera. Una vez que admiraron suficientemente su extraordinaria ilusión de realidad, los monjes considerarían de qué modo había presentado Leonardo el tema bíblico. No había nada en esta obra que se asemejase a las viejas representaciones del mismo asunto. En estas versiones tradicionales, se veía a los apóstoles sentados sosegadamente en torno a la mesa -solamente Judas quedaba separado del resto-, mientras el Cristo administraba serenamente el sacramento. La nueva representación era muy diferente de cualquiera de esos cuadros. Había algo dramático y angustioso en ella. Leonardo, como Giotto antes que él, había retornado al texto de las Escrituras, y se había esforzado en hacer visible el momento en el que el Cristo pronuncia las palabras: "Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará", y muy entristecidos, cada uno de los apóstoles le dice: "¿Acaso soy yo, Señor?" (Mateo 26, 21-22). El evangelio de san Juan añade que: "Uno de sus discípulos, el que el Cristo amaba, estaba a la mesa al lado del Cristo. Simón Pedro le hace una seña y le dice: 'Pregúntale de quién está hablando'. Él, recostándose sobre el pecho del Cristo, le dice: 'Señor, ¿quién es?'" (Juan 13, 23-25). Es este preguntar y señalar el que introduce el movimiento en la escena. El Cristo acaba de pronunciar las trágicas palabras, y los que están a su lado retroceden asustados al escuchar la revelación. Algunos parecen hacer protestas de su inocencia y amor; otros, discutir gravemente acerca de lo que el Cristo puede haber dado a entender; y otros más, parecen mirarle ansiando una explicación de las palabras que acaba de pronunciar. San Pedro, el más impetuoso de todos, se precipita hacia san Juan, que está sentado a la derecha del Cristo. Como si murmurase algo al oído de san Juan, inadvertidamente empuja hacia delante a Judas. Éste no se halla separado del resto, y sin embargo parece aislado. Él es el único que no gesticula ni pregunta; inclinado hacia delante inquiere con la mirada algún indicio de sospecha o de ira, en contraste dramático con la figura del Cristo, serena y resignada en medio de la agitación. Nos gustaría saber cuánto tardarían los primeros espectadores en darse cuenta del arte consumado con que se ordenó todo este movimiento dramático. A pesar de la agitación causada por las palabras del Cristo, no hay nada caótico en el cuadro. Los doce apóstoles parecen formar con toda naturalidad cuatro grupos de tres, relacionados unos con otros mediante gesto y movimientos. Hay tanto orden en esta variedad, y tanta variedad en este orden, que no se acaba nunca de admirar el juego armónico y la correspondencia entre unos movimientos y otros. Tal vez sólo podamos apreciar el logro de Leonardo en esta composición si consideramos de nuevo el problema estudiado al describir el San Sebastián de Pollaiuolo [trata este problema sobre cómo distribuir las figuras de modo que formaran un diseño armónico]. Recordemos cómo lucharon los artistas de aquella generación por conciliar las exigencias del realismo con las del esquema del dibujo. Recordemos cuán rígida y artificiosa nos pareció la solución de Pollaiuolo a este problema. Leonardo, que era un poco más joven que Pollaiuolo, lo resolvió con aparente facilidad. Si se olvida por un momento lo que la escena representa, se puede disfrutar con la contemplación del hermoso esquema formado por las figuras. La composición parece poseer la armonía y el natural equilibrio que caracterizó las pinturas góticas, y que artistas como Rogier van der Weyden y Botticelli, cada uno a su manera, trataron de recuperar para el arte. Pero Leonardo no juzgó necesario sacrificar la corrección del dibujo, o la exacta observación, a las exigencias de un esquema satisfactorio. Si se olvida la belleza de la composición, nos sentimos enfrentados de pronto con un trozo de realidad tan palpitante y sorprendente como los que hemos visto en las obras de Masaccio o Donatello. Y ni siquiera este acierto agota la verdadera grandeza de la obra, pues más allá de aspectos técnicos, como la composición y el dibujo, tenemos que admirar la profunda penetración de Leonardo en lo que respecta a la conducta y las reacciones humanas, así como la poderosa imaginación que le permitió situar la escena ante nuestros ojos. Un testigo ocular nos refiere que vio a menudo a Leonardo trabajando en La última cena; afirma que se subía al andamio y podía pasarse días enteros con los brazos cruzados, sin hacer otra cosa que examinar lo que había hecho, antes de dar otra pincelada. Es el fruto de este pensar lo que nos ha legado, y aún en su estado ruinoso, La última cena sigue siendo uno de los grandes milagros debidos al genio del hombre.

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/04/2011 a las 20:31 | Comentarios {0}


Extracto de Delta de Venus escrito por Anaïs Nin, recogido, a su vez, de Erotismo. Antología universal de arte y literatura eróticos. Edición a cargo de Charlotte Hill y William Walace


Felación
Era imposible excitarlo, excepto mirándolo y Marianne se hallaba poseída de un frenético deseo de él. El dibujo estaba terminándose. Conocía todos los rincones de su cuerpo, el color de su piel, tan dorada y clara, cada una de las formas de sus músculos y, por encima de todo, el sexo en constante erección, suave, pulido, firme, tentador.
Se aproximó a su cliente para colocar a su lado una cartulina blanca que proyectara un reflejo más blanco o bien más sombras sobre su cuerpo. Y entonces perdió el control sobre sí misma y cayó de rodillas ante el sexo erecto. No lo tocó; se limitó a mirarlo y murmuró:
- ¡Qué hermoso es!
Aquello le afectó visiblemente. Todo su sexo se tornó más rígido a causa del placer. Ella estaba arrodillada muy cerca, lo tenía casi al alcance de la boca, pero sólo pudo repetir:
- ¡Qué hermoso es!
Como él no se movía, Marianne se acercó aún más, sus labios se abrieron un poco y su lengua tocó con delicadeza, con mucha delicadeza, la punta del sexo. Él no se apartó; continuaba mirando el rostro de la artista y la forma en que su lengua acariciaba su sexo.
Lo lamió con suavidad, con la delicadeza de un gato y a continuación se introdujo una parte en la boca y cerró los labios alrededor. El miembro se estremecía.
Se contuvo, por miedo a encontrar resistencia, y él no la animó a continuar. Parecía contento. Marianne sintió que eso sería todo cuanto podría pedirle. Se puso en pie y volvió a su trabajo. Estaba sumida en la confusión. Violentas imágenes pasaban ante sus ojos. Recordaba una película que había visto una vez en París, con figuras revolcándose en la hierba, manos sobando, pantalones abiertos por diligentes manos, caricias, más caricias y el placer que hacía que los cuerpos se retorcieran y ondularan; el placer que recorría la piel como si fuera agua y provocaba estremecimientos cuando la oleada se apoderaba de los vientres o las caderas de los personajes, o cuando ascendía por sus espaldas o descendía por sus piernas.
Pero se controló, con el conocimiento intuitivo que una mujer posee de los gustos del hombre al que desea. En cuanto a él, permaneció extasiado, con el sexo en erección y el cuerpo estremeciéndose débilmente, como si le recorriera el placer al recordar la boca de Marianne que se abría para entrar en contacto con el suave pene.
Al día siguiente de este episodio, Marianne repitió su actitud de exaltada adoración, su éxtasis ante la belleza de aquel sexo. De nuevo se arrodilló y oró ante aquel extraño falo que sólo reclamaba admiración. Otra vez lo lamió, haciendo llegar estremecimientos de placer al cuerpo desde el sexo; volvió a besarlo, encerrándolo entre sus labios como un maravilloso fruto, y de nuevo él tembló. Entonces, para sorpresa de Marianne, una minúscula gota de una sustancia blanca, lechosa y salada, la precursora del deseo, se disolvió en su boca, por lo que acrecentó la presión y aceleró los movimientos de la lengua.
Cuando vio que él se derretía de placer, se detuvo, intuyendo que, tal vez, si ahora se apartaba, él podría hacer algún gesto para consumar el acto. Al principio, no hizo ningún movimiento. Su sexo se estremecía y se le veía atormentado por el deseo. Pero luego, para sorpresa de Marianne, se llevó la mano al sexo, como si fuera a satisfacerse a sí mismo.
Marianne cayó en la desesperación. Apartó la mano del hombre, tomó su sexo en la boca otra vez, con sus dos manos rodeó sus órganos y le acarició y succionó hasta provocarle el orgasmo.
Él se inclinó, agradecido y tierno, y murmuró:
- Eres la primera mujer, la primera mujer, la primera mujer...

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/04/2011 a las 12:58 | Comentarios {0}


Ommar Khayyam (nacido en 1040 y muerto en 1125 después de Cristo)


IV Cuarteto

Procede en forma tal que tu prójimo no se sienta humillado con tu sabiduría. Domínate, domínate. Jamás te abandones a la ira. Si quieres conquistar la paz definitiva, sonríe al Destino que se ensaña contigo y nunca te ensañes con nadie..


V Cuarteto

Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy. Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna y bebe pensando en que mañana quizá la luna te busque inútilmente.


Dos cuartetos de Khayyam

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/03/2011 a las 14:03 | Comentarios {0}


Ramón Menéndez Pidal. Editado por Austral. Primera edición 1942.


Poesía juglaresca y juglares. Orígenes de las literaturas románicas
Primitivos juglares. Tipos afines en otros tiempos y países.

Los escritores eclesiásticos desde la más remota Edad Media no cesan de usar los términos de la antigüedad clásica: mimi, histriones, thymelici para indicar gentes de la época actual que practicaban espectáculos indecorosos y condenables. Los tres nombres designan tipos procedentes del teatro romano que luego extendieron su acción por las plazas, calles y casas para divertir a un público más reducido, o se establecieron en los palacios de los reyes como hombres de placer. No sabemos concretamente en qué medida estos tipos continuaban las artes declamatorias y mímicas de la escena antigua, ni en qué grado practicaban otros ejercicios muy diversos; y ateniéndonos a su aspecto literario, no sabemos, si acaso cantaban, nada de aquello que cantaban. Tenemos, referente al siglo VI, noticia de un muchacho, mimo del rey suevo de Galicia, Mirón, que por una burla irrespetuosa para con san Martín recibió un castigo del cielo; y este mimo, acaso más que artes literarias, ejercería las de mero truhán o bufón [...]
Desde el siglo VII aparece en la Europa central, mezclado a los nombres anteriores, algún raro ejemplo de esa denominación: jocularis o joculator para designar persona que divertía al rey o al pueblo. [...]
P. Meyer y con él Gautier y Faral creen que los juglares son simplemente herederos de los mimos romanos. Mas para P. Rajna y G. Paris, los variadísimos ejercicios del juglar debieron tener orígenes múltiples, derivándose, en parte, de los que practicaban los músicos y escamoteadores ambulantes de la sociedad romana, y en parte, de los hábitos propios de los scopas o cantores bárbaros.[...]
El poeta árabe era también en muchos aspectos semejante al juglar; viaja como los juglares; sirve, como éstos, de mensajero, y recibe oro y vestidos en don. Las influencias recíprocas entre este tipo y el análogo cristiano debieron ejercerse desde muy antiguo, desde la época misma de orígenes de la poesía española, cuando un cantor andaluz, el ciego Mocamed ben Moafa, de Cabra, inventa, a fines del siglo XI, sus muwaxahas, fundadas en cantos románicos andaluces, y a su vez estas muwaxahas debieron de influir en las literaturas románicas; más tarde, en el siglo XIII, no sólo en las cortes de España, sino en la del emperador Federico II y en la de Manfredo, en Palermo y en Nápoles, los juglares sarracenos, eran muy estimados al lado de los cristianos; en el siglo XIV las cortes cristianas continuaban teniendo a su servicio juglares moros. [...]

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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/03/2011 a las 14:30 | Comentarios {0}


Séneca. Carta 1ª Valor y aprovechamiento del tiempo. Traducción: Ismael Roca Meliá. Editado por Gredos


Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo, y el tiempo que hasta ahora se te arrebataba, se te sustraía o se te escapaba, recupéralo y consérvalo. Persuádete de que esto es así tal como escribo: unos tiempos se nos arrebatan, otros se nos sustraen y otros se nos escapan. Sin embargo, la más reprensible es la pérdida que se produce por la negligencia. Y, si quieres poner atención, te darás cuenta de que una gran parte de la existencia se nos escapa obrando mal, la mayor parte estando inactivos, toda ella obrando cosas distintas de las que debemos.
¿A quién me nombrarás que conceda algún valor al tiempo, que ponga precio al día, que comprenda que va muriendo cada momento? Realmente nos engañamos en esto: que consideramos lejana la muerte, siendo así que gran parte de ella ya ha pasado. Todo de cuanto nuestra vida queda atrás, la muerte lo posee.
Por lo tanto, querido Lucilio, haz lo que me dices que estás haciendo: acapara todas las horas. Así sucederá que estés menos pendiente del mañana, si te has aplicado al día de hoy. Mientras aplazamos la vida, la vida transcurre.
Todo, Lucilio, es ajeno a nosotros, tan sólo el tiempo es nuestro: la naturaleza nos ha dado la posesión de ese único bien fugaz y deleznable, del cual nos despoja cualquiera que lo desea.
Y es tan grande la necedad de los mortales, que permiten que se les carguen a su cuenta las cosas más insignificantes y viles, en todo caso sustituibles, cuando las han recibido; en cambio, nadie que dispone del tiempo se considera deudor de nada, siendo así que éste es el único crédito que ni siquiera el más agradecido puede restituir.
Quizá me preguntes qué conducta observo yo, que te doy estos consejos. Te lo confesaré sinceramente: como le acontece a un hombre pródigo, pero cuidadoso, tengo en orden la cuenta de mis gastos. No podría afirmar que no derroche nada, pero te podría decir qué es lo que derrocho, por qué y cómo: te expondré las causas de mi pobreza.
Pero me acontece a mí lo que a muchos de los que, sin culpa suya, han caído en la indigencia: todos les disculpan, nadie les auxilia.
En conclusión ¿qué siginifica esto? Que no considero pobre a quien le satisface cuanto le queda, por poco que sea. Con todo, prefiero que tú conserves tus bienes y así comenzarás en el tiempo justo. Pues, según el aforismo de nuestros mayores, "es ahorro demasiado tardío el que se consigue en el fondo del vaso": en el sedimento no sólo queda una parte insignificante, sino la peor.

Invitados

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/03/2011 a las 13:15 | Comentarios {0}


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