E.H. Gombrich. La historia del arte. Editado por Debate.
Extracto del capítulo XV. La consecución de la armonía. Toscana y Roma, primera mitad del siglo XVI
La última cena (restaurada) realizada entre 1495-1498
[...] Por singular desventura, las pocas obras que Leonardo [da Vinci] terminó en sus años de madurez han llegado a nosotros en muy mal estado de conservación. Así, cuando contemplamos lo que queda de la famosa pintura mural de Leonardo La última cena, tenemos que esforzarnos en imaginar cómo pudo aparecer a los ojos de los monjes para los cuales fue realizada. La pintura cubre una de las paredes de un recinto oblongo, empleado como refectorio por los monjes del monasterio de Santa María delle Grazie de Milán. Hay que imaginarse el momento en que la pintura era descubierta y cuando, junto a las largas mesas de los monjes, aparecieron las imágenes del Cristo y sus apóstoles. Nunca se había mostrado con tanta fidelidad y tan lleno de vida el episodio sagrado. Era como si se hubiera añadido otro comedor al de ellos, en el cual La última cena había alcanzado forma tangible. ¡Con cuánta precisión caía la luz sobre la mesa confiriendo cuerpo y solidez a las figuras! Acaso lo primero que maravilló a los monjes fue el verismo de todos los detalles, los platos sobre el mantel y los pliegues de los ropajes. Entonces, como ahora, las obras de arte eran juzgadas a menudo por la gente culta en razón de su naturalismo. Pero ésta pudo haber sido tan sólo la reacción primera. Una vez que admiraron suficientemente su extraordinaria ilusión de realidad, los monjes considerarían de qué modo había presentado Leonardo el tema bíblico. No había nada en esta obra que se asemejase a las viejas representaciones del mismo asunto. En estas versiones tradicionales, se veía a los apóstoles sentados sosegadamente en torno a la mesa -solamente Judas quedaba separado del resto-, mientras el Cristo administraba serenamente el sacramento. La nueva representación era muy diferente de cualquiera de esos cuadros. Había algo dramático y angustioso en ella. Leonardo, como Giotto antes que él, había retornado al texto de las Escrituras, y se había esforzado en hacer visible el momento en el que el Cristo pronuncia las palabras: "Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará", y muy entristecidos, cada uno de los apóstoles le dice: "¿Acaso soy yo, Señor?" (Mateo 26, 21-22). El evangelio de san Juan añade que: "Uno de sus discípulos, el que el Cristo amaba, estaba a la mesa al lado del Cristo. Simón Pedro le hace una seña y le dice: 'Pregúntale de quién está hablando'. Él, recostándose sobre el pecho del Cristo, le dice: 'Señor, ¿quién es?'" (Juan 13, 23-25). Es este preguntar y señalar el que introduce el movimiento en la escena. El Cristo acaba de pronunciar las trágicas palabras, y los que están a su lado retroceden asustados al escuchar la revelación. Algunos parecen hacer protestas de su inocencia y amor; otros, discutir gravemente acerca de lo que el Cristo puede haber dado a entender; y otros más, parecen mirarle ansiando una explicación de las palabras que acaba de pronunciar. San Pedro, el más impetuoso de todos, se precipita hacia san Juan, que está sentado a la derecha del Cristo. Como si murmurase algo al oído de san Juan, inadvertidamente empuja hacia delante a Judas. Éste no se halla separado del resto, y sin embargo parece aislado. Él es el único que no gesticula ni pregunta; inclinado hacia delante inquiere con la mirada algún indicio de sospecha o de ira, en contraste dramático con la figura del Cristo, serena y resignada en medio de la agitación. Nos gustaría saber cuánto tardarían los primeros espectadores en darse cuenta del arte consumado con que se ordenó todo este movimiento dramático. A pesar de la agitación causada por las palabras del Cristo, no hay nada caótico en el cuadro. Los doce apóstoles parecen formar con toda naturalidad cuatro grupos de tres, relacionados unos con otros mediante gesto y movimientos. Hay tanto orden en esta variedad, y tanta variedad en este orden, que no se acaba nunca de admirar el juego armónico y la correspondencia entre unos movimientos y otros. Tal vez sólo podamos apreciar el logro de Leonardo en esta composición si consideramos de nuevo el problema estudiado al describir el San Sebastián de Pollaiuolo [trata este problema sobre cómo distribuir las figuras de modo que formaran un diseño armónico]. Recordemos cómo lucharon los artistas de aquella generación por conciliar las exigencias del realismo con las del esquema del dibujo. Recordemos cuán rígida y artificiosa nos pareció la solución de Pollaiuolo a este problema. Leonardo, que era un poco más joven que Pollaiuolo, lo resolvió con aparente facilidad. Si se olvida por un momento lo que la escena representa, se puede disfrutar con la contemplación del hermoso esquema formado por las figuras. La composición parece poseer la armonía y el natural equilibrio que caracterizó las pinturas góticas, y que artistas como Rogier van der Weyden y Botticelli, cada uno a su manera, trataron de recuperar para el arte. Pero Leonardo no juzgó necesario sacrificar la corrección del dibujo, o la exacta observación, a las exigencias de un esquema satisfactorio. Si se olvida la belleza de la composición, nos sentimos enfrentados de pronto con un trozo de realidad tan palpitante y sorprendente como los que hemos visto en las obras de Masaccio o Donatello. Y ni siquiera este acierto agota la verdadera grandeza de la obra, pues más allá de aspectos técnicos, como la composición y el dibujo, tenemos que admirar la profunda penetración de Leonardo en lo que respecta a la conducta y las reacciones humanas, así como la poderosa imaginación que le permitió situar la escena ante nuestros ojos. Un testigo ocular nos refiere que vio a menudo a Leonardo trabajando en La última cena; afirma que se subía al andamio y podía pasarse días enteros con los brazos cruzados, sin hacer otra cosa que examinar lo que había hecho, antes de dar otra pincelada. Es el fruto de este pensar lo que nos ha legado, y aún en su estado ruinoso, La última cena sigue siendo uno de los grandes milagros debidos al genio del hombre.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/04/2011 a las 20:31 | {0}