Extracto de Delta de Venus escrito por Anaïs Nin, recogido, a su vez, de Erotismo. Antología universal de arte y literatura eróticos. Edición a cargo de Charlotte Hill y William Walace
Era imposible excitarlo, excepto mirándolo y Marianne se hallaba poseída de un frenético deseo de él. El dibujo estaba terminándose. Conocía todos los rincones de su cuerpo, el color de su piel, tan dorada y clara, cada una de las formas de sus músculos y, por encima de todo, el sexo en constante erección, suave, pulido, firme, tentador.
Se aproximó a su cliente para colocar a su lado una cartulina blanca que proyectara un reflejo más blanco o bien más sombras sobre su cuerpo. Y entonces perdió el control sobre sí misma y cayó de rodillas ante el sexo erecto. No lo tocó; se limitó a mirarlo y murmuró:
- ¡Qué hermoso es!
Aquello le afectó visiblemente. Todo su sexo se tornó más rígido a causa del placer. Ella estaba arrodillada muy cerca, lo tenía casi al alcance de la boca, pero sólo pudo repetir:
- ¡Qué hermoso es!
Como él no se movía, Marianne se acercó aún más, sus labios se abrieron un poco y su lengua tocó con delicadeza, con mucha delicadeza, la punta del sexo. Él no se apartó; continuaba mirando el rostro de la artista y la forma en que su lengua acariciaba su sexo.
Lo lamió con suavidad, con la delicadeza de un gato y a continuación se introdujo una parte en la boca y cerró los labios alrededor. El miembro se estremecía.
Se contuvo, por miedo a encontrar resistencia, y él no la animó a continuar. Parecía contento. Marianne sintió que eso sería todo cuanto podría pedirle. Se puso en pie y volvió a su trabajo. Estaba sumida en la confusión. Violentas imágenes pasaban ante sus ojos. Recordaba una película que había visto una vez en París, con figuras revolcándose en la hierba, manos sobando, pantalones abiertos por diligentes manos, caricias, más caricias y el placer que hacía que los cuerpos se retorcieran y ondularan; el placer que recorría la piel como si fuera agua y provocaba estremecimientos cuando la oleada se apoderaba de los vientres o las caderas de los personajes, o cuando ascendía por sus espaldas o descendía por sus piernas.
Pero se controló, con el conocimiento intuitivo que una mujer posee de los gustos del hombre al que desea. En cuanto a él, permaneció extasiado, con el sexo en erección y el cuerpo estremeciéndose débilmente, como si le recorriera el placer al recordar la boca de Marianne que se abría para entrar en contacto con el suave pene.
Al día siguiente de este episodio, Marianne repitió su actitud de exaltada adoración, su éxtasis ante la belleza de aquel sexo. De nuevo se arrodilló y oró ante aquel extraño falo que sólo reclamaba admiración. Otra vez lo lamió, haciendo llegar estremecimientos de placer al cuerpo desde el sexo; volvió a besarlo, encerrándolo entre sus labios como un maravilloso fruto, y de nuevo él tembló. Entonces, para sorpresa de Marianne, una minúscula gota de una sustancia blanca, lechosa y salada, la precursora del deseo, se disolvió en su boca, por lo que acrecentó la presión y aceleró los movimientos de la lengua.
Cuando vio que él se derretía de placer, se detuvo, intuyendo que, tal vez, si ahora se apartaba, él podría hacer algún gesto para consumar el acto. Al principio, no hizo ningún movimiento. Su sexo se estremecía y se le veía atormentado por el deseo. Pero luego, para sorpresa de Marianne, se llevó la mano al sexo, como si fuera a satisfacerse a sí mismo.
Marianne cayó en la desesperación. Apartó la mano del hombre, tomó su sexo en la boca otra vez, con sus dos manos rodeó sus órganos y le acarició y succionó hasta provocarle el orgasmo.
Él se inclinó, agradecido y tierno, y murmuró:
- Eres la primera mujer, la primera mujer, la primera mujer...
Se aproximó a su cliente para colocar a su lado una cartulina blanca que proyectara un reflejo más blanco o bien más sombras sobre su cuerpo. Y entonces perdió el control sobre sí misma y cayó de rodillas ante el sexo erecto. No lo tocó; se limitó a mirarlo y murmuró:
- ¡Qué hermoso es!
Aquello le afectó visiblemente. Todo su sexo se tornó más rígido a causa del placer. Ella estaba arrodillada muy cerca, lo tenía casi al alcance de la boca, pero sólo pudo repetir:
- ¡Qué hermoso es!
Como él no se movía, Marianne se acercó aún más, sus labios se abrieron un poco y su lengua tocó con delicadeza, con mucha delicadeza, la punta del sexo. Él no se apartó; continuaba mirando el rostro de la artista y la forma en que su lengua acariciaba su sexo.
Lo lamió con suavidad, con la delicadeza de un gato y a continuación se introdujo una parte en la boca y cerró los labios alrededor. El miembro se estremecía.
Se contuvo, por miedo a encontrar resistencia, y él no la animó a continuar. Parecía contento. Marianne sintió que eso sería todo cuanto podría pedirle. Se puso en pie y volvió a su trabajo. Estaba sumida en la confusión. Violentas imágenes pasaban ante sus ojos. Recordaba una película que había visto una vez en París, con figuras revolcándose en la hierba, manos sobando, pantalones abiertos por diligentes manos, caricias, más caricias y el placer que hacía que los cuerpos se retorcieran y ondularan; el placer que recorría la piel como si fuera agua y provocaba estremecimientos cuando la oleada se apoderaba de los vientres o las caderas de los personajes, o cuando ascendía por sus espaldas o descendía por sus piernas.
Pero se controló, con el conocimiento intuitivo que una mujer posee de los gustos del hombre al que desea. En cuanto a él, permaneció extasiado, con el sexo en erección y el cuerpo estremeciéndose débilmente, como si le recorriera el placer al recordar la boca de Marianne que se abría para entrar en contacto con el suave pene.
Al día siguiente de este episodio, Marianne repitió su actitud de exaltada adoración, su éxtasis ante la belleza de aquel sexo. De nuevo se arrodilló y oró ante aquel extraño falo que sólo reclamaba admiración. Otra vez lo lamió, haciendo llegar estremecimientos de placer al cuerpo desde el sexo; volvió a besarlo, encerrándolo entre sus labios como un maravilloso fruto, y de nuevo él tembló. Entonces, para sorpresa de Marianne, una minúscula gota de una sustancia blanca, lechosa y salada, la precursora del deseo, se disolvió en su boca, por lo que acrecentó la presión y aceleró los movimientos de la lengua.
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Él se inclinó, agradecido y tierno, y murmuró:
- Eres la primera mujer, la primera mujer, la primera mujer...
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/04/2011 a las 12:58 | {0}