Todavía con los ecos en mi cabeza de la fiesta.
Cómo llovía.
Llegar primero. Luego ir entrando poco a poco en las caras de hace tanto tiempo. Tanto tiempo.
En la fiesta suena la música y corre el alcohol. Tan español. El alcohol, digo.
Seguía lloviendo (esta España tan húmeda que parece Francia y Francia parece España que aclama al equipo español de fútbol como si fuera francés en el Estadio...) e iban llegando los invitados.
Remarquemos los nombres y que no se olvide ninguno: Inma, Bárbara, César, Luis, María, Mónica, Pepito, Javier, Nacho, Ana, Lourdes y Tomás.
La fiesta llevaba como título Antiguos Alumnos del Parquecillo.
El Parquecillo.
El niño la mira mira, el niño la está mirando.
El Parquecillo en la calle Puerto Rico de la ciudad de Madrid. Finales de los setenta, inicios de los años ochenta del pasado siglo (me hace espuma lo del pasado siglo)
El Parquecillo de mañana y de tarde y de noche.
Sin ser todavía mayores de edad. Aquellos años llenos de pastillas, sustancias, acuerdos, peligros, descubrimientos, luego todo eso pasa y queda un recuerdo y una etapa y un temor para los que vienen detrás. Hablaban. Hablábamos. Yo no querría que mi hija viviera cómo yo he vivido y ese pensamiento como dijo Luis es pequeño burgués. Es cierto. Y al mismo tiempo siento que no lo quiero porque creo que hemos tenido suerte, suerte de seguir aquí (si es que eso es una suerte) y no nos hemos quedado en el camino, tirados, muertos, en fin...
La fiesta, ¡qué hermosa!
Y ¡qué lluvia!
Ahora ya es la tarde del sábado. He bebido una cerveza para equilibrar los desajustes del ron con limón, un chín de limón, un poquito de ron, otro chín de limón.
Brindo una vez más por vosotros.
Vivir tiene de bueno estas fiestas.
Cómo llovía.
Llegar primero. Luego ir entrando poco a poco en las caras de hace tanto tiempo. Tanto tiempo.
En la fiesta suena la música y corre el alcohol. Tan español. El alcohol, digo.
Seguía lloviendo (esta España tan húmeda que parece Francia y Francia parece España que aclama al equipo español de fútbol como si fuera francés en el Estadio...) e iban llegando los invitados.
Remarquemos los nombres y que no se olvide ninguno: Inma, Bárbara, César, Luis, María, Mónica, Pepito, Javier, Nacho, Ana, Lourdes y Tomás.
La fiesta llevaba como título Antiguos Alumnos del Parquecillo.
El Parquecillo.
El niño la mira mira, el niño la está mirando.
El Parquecillo en la calle Puerto Rico de la ciudad de Madrid. Finales de los setenta, inicios de los años ochenta del pasado siglo (me hace espuma lo del pasado siglo)
El Parquecillo de mañana y de tarde y de noche.
Sin ser todavía mayores de edad. Aquellos años llenos de pastillas, sustancias, acuerdos, peligros, descubrimientos, luego todo eso pasa y queda un recuerdo y una etapa y un temor para los que vienen detrás. Hablaban. Hablábamos. Yo no querría que mi hija viviera cómo yo he vivido y ese pensamiento como dijo Luis es pequeño burgués. Es cierto. Y al mismo tiempo siento que no lo quiero porque creo que hemos tenido suerte, suerte de seguir aquí (si es que eso es una suerte) y no nos hemos quedado en el camino, tirados, muertos, en fin...
La fiesta, ¡qué hermosa!
Y ¡qué lluvia!
Ahora ya es la tarde del sábado. He bebido una cerveza para equilibrar los desajustes del ron con limón, un chín de limón, un poquito de ron, otro chín de limón.
Brindo una vez más por vosotros.
Vivir tiene de bueno estas fiestas.
Quizá me tome un pequeño descanso.
Utamaro (1788)
Es casi nada. Del sueño debe de venir. Es una suerte de flotación en el pasado. Tiene algo de tango y algo de ranchera. Atraviesa la mañana. Llega hasta la tarde. Invade la noche. Se parece tanto a amar que quizá sea tan sólo eso. Todo vino al sentir una agujita de pino clavada en mi emoción. Una aguja recién nacida, con su verde fresco, ajeno aún al oscuro verde de una aguja de pino adulta. Eso siento. Nostalgia de haber amado, de haber amado tanto. Dos detalles mientras transitaba por las calles: el encuentro entre un hombre negro y un hombre árabe que de nada se conocían y pronto se han puesto a hablar acodados en la barra del Naviero, (un bar de la calle Mayor de Madrid al que recomiendo que se vaya. Es un bar de los de antes. Con camareros de antes y tapas de antes), y luego la mirada de una mujer en un escaparate que observaba una braga muy hermosa de satén y bordados blancos. Esos dos detalles me han hecho recordar el tiempo que nos amamos. Muy ligero todo. Sin llegar a la obsesión. Sin llegar a la excitación cuando he imaginado la tarde en que nos contemplamos y nos tocamos mientras el cielo era atravesado por una inmensa bandada de patos y el lejano ladrido de un perro nos advertía de la soledad de ese momento.
La sutileza de esta emoción me permite pasar de puntillas sobre ella. No quisiera que nada alterara su intensidad. Está bien así, melodía en escala menor de un hermoso concierto, sin sus armonías, sin casi ritmo. De alguna forma, en algún recóndito lugar de mis asociaciones libres, recuerdo la relación del King Kong de Peter Jackson con Anne. Ese amor condenado a destruir a los amantes. Ese amor despojado de geografía. Ese amor sin futuro. Todo amor anhela futuro.
Brisa de amor antiguo.
La sutileza de esta emoción me permite pasar de puntillas sobre ella. No quisiera que nada alterara su intensidad. Está bien así, melodía en escala menor de un hermoso concierto, sin sus armonías, sin casi ritmo. De alguna forma, en algún recóndito lugar de mis asociaciones libres, recuerdo la relación del King Kong de Peter Jackson con Anne. Ese amor condenado a destruir a los amantes. Ese amor despojado de geografía. Ese amor sin futuro. Todo amor anhela futuro.
Brisa de amor antiguo.
Autorretrato
Estoy sudando. No hace calor. La noche habrá sido espesa como un remordimiento. Preveo y no es bueno. Anhelo y tampoco lo es. Ya sé que no debo juzgar (no sé por qué lo sé, estoy en uno de esos momentos en los que la rebeldía contra lo correcto me empuja a desbocarme y lanzar ideas vanas o ideas bárbaras. No sé). Últimamente me debato. Últimamente me equivoco (no es ninguna novedad) en mis evocaciones, en mis formas de expresión. Camus se empeñó en hacer claro su lenguaje por lo confuso que era el lenguaje en sí. El lenguaje de los hombres. Es cierto que a Camus nadie le discute hoy. Como dice Fernando Savater quizás esa sea su mayor derrota.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
Me amparo en especulaciones de café. Me sumerjo en nuevas descripciones sobre el origen de la vida (hay entre ellas una muy hermosa que establece el inicio de la vida en los cristales de la pirita. Hermosa por lo lejos que se ha ido su instigador -G. Wächtershäuser- para encontrar los rudimentos de este ser vivo. Según esta teoría la síntesis y la polimerización de compuestos orgánicos tendría lugar sobre la superficie de cristales de pirita, en entornos volcánicos extremadamente reductores como las fuentes termales del fondo de los océanos. Los compuestos orgánicos formados a partir de la reducción del CO2, habrían evolucionado autoorganizándose en un sistema metabólico autocatalítico, bidimensional y quimiolitotrófico alimentado por la pirita, carente de aparato genético). La vida entonces surgió de un caldo de hierro y azufre. Hierro y Azufre.
Siento el azufre en mis venas. Escribo y pienso con tensión de hierro. Aún así no estoy deprimido, tan sólo me miro en el espejo de mí mismo y me siento estúpido e incongruente. Nada más. No sé si alzar la voz. No sé si quedarme callado (esto último es más improbable. Dicen que el sentimiento de inferioridad hace que uno mismo se valore en exceso ante los demás. Según esto todos los artistas debemos de albergar tal sentimiento -es que ahora no se le puede llamar complejo. Todo lo que sea minimizar el ser de una persona está prohibido en el lenguaje actual. No sé qué pensaría Adler de todo esto- y nuestra obra no consistiría más que en mostrarlo una vez y otra). No sé si gritar cuando la estupidez ajena me asalta como una amiga hizo conmigo no hace mucho. Le escribí una suerte de jeroglífico y me contestó enfadada reprochándome mi indignidad, mi estupidez. Es cierto que el jeroglífico era estúpido. Es cierto. Quizá también era indigno. No saber callar pues. No saber esperar. No saber...
Estoy sudando. Toso. Me rasco la cabeza. Tengo, eso sí, las uñas limpias. Tengo unas uñas extrañas, de ave rapaz.
Burj Dubai
Es este invierno inclemente. Tras cada esquina acecha un viento que corta el cutis. Relajado el cuerpo, tras la tensión de los últimos meses, me constipo. El amor. La angustia. La generosidad. La sorpresa. La justicia. La clemencia. La historia. Pasan los años y en muchos de ellos me acodo en el balcón de las circunstancias humanas y las observo. En otras ocasiones soy yo el observado y ese hecho, como ya demostró Heissenberg, me altera. La fotografía de una muchacha sola cuya foto se titula Sola. En blanco y negro. Encontrada mientras navegaba. La ayuda. La certeza. La batalla. El conflicto. La duda. La noche. Y esta nieve al mismo tiempo, esta circunstancia que muestra hasta que punto seguimos siendo primitivos. Hablamos del Tiempo como si él fuera cosa sagrada, ajena por lo tanto a nuestros deseos. Respirar. Respirar. Y ver la mañana lluviosa. Salir. El brillo de las calles. La soledad de algunos tejados. La sonrisa de Kelly. Respiro gracias a mi hermano. La sierra donde una niebla se disipa y los faros de los coches destellan y en los árcenes tiembla el hielo y los quitamiedos apenas asustan. El puerto llegó a su cenit. Luego se inició el descenso. La gratitud. La quimera. La mujer amada. El amigo ¿Quién observa? ¿A quién altera? Por el ventanuco asomará la primavera. Sé que bajo las tejas están los petirrojos. Y que más lejos hay un límite verde. Y más allá de ese límite se llega y se queda. Es duro este invierno. Maravillosamente cruel. Maravilloso saber que dentro de no mucho el Burj Dubai será una ruina visitada a oleadas los veranos. El Tiempo en sus dos acepciones es sagrado ¿Lo surcamos? ¿Nos surca? ¿Es un ser inteligente? Y las manos que teclean, ¿son tiempo articulado? Ese escuchar en ese espacio que también atraviesa el tiempo ¿es tiempo escuchado? Giro lentamente. Todos vamos más despacio. Apenas nos adelantamos. El suelo estaba cubierto de hielo. Cada paso era una victoria. Un muchacho a mis espaldas dijo, Alguno se ha matado de un resbalón. Y fuimos más despacio. Por miedo a llegar antes de tiempo al límite verde tras el cual uno se queda. Dios proveerá. Dios El Bueno, El Clemente, El Misericordioso. Atroz el invierno. Lo incomprensible. Lo inexplicable. Lo incongruente. Tan sólo si cambiara la expresión, si me acercara más a la Tierra y dejara los vientos para sus nombres. Toca Bebo Valdés y yo tecleo. Cada uno crea su música. Ruedan los coches. Navegan los navíos. Vuelan los aviones. Giran las galaxias. Cuelgan los lémures. Avanzan perezosos los osos. Se descubre una nueva y viejísima antigüedad. El paraíso.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/03/2010 a las 14:36 | {0}