Dirigido por Benjamin Zander
Manuscrito de Chopin
Una noche de verano. Veraneábamos en Cullera y Julia estaba con nosotros. Julia estaba con nosotros. Julia es un hadabuela que tuve la suerte de conocer y que me quiso cuidar (cuando contrajimos la polio mi hermana y yo, en el año 1961, el día de San Juan, Julia llevaba dos años en casa como niñera. Una tarde mi padre la llamó y le dijo: Mire Julia -mi padre siempre trató de usted a Julia- los niños tienen la polio y aunque no muy probable sí cabe la posibilidad de que enferme usted así es que si quiere, hasta que estemos seguros de que ya no pueden contagiar, váyase a su casa y luego vuelva. Julia no hizo ni pausa y le respondió, Señorito -Julia siempre le llamó así- si no le importa me quedo y si me contagian no importa, ya he andado bien muchos años. Y se quedó y no se contagió). Era una noche de verano. Yo tenía diez años. Y nos fuimos a la cama. A mitad de la noche tuve una pesadilla terrible (la primera pesadilla que recuerdo): estoy en una azotea con mi madre. Hay mucho viento y muchas nubes negras. Empezamos a escuchar las aspas de un helicóptero. Es un sonido que nos perturba. Mi madre me acerca a ella y me rodea con sus brazos cuando vemos aparecer el helicóptero. Se abre la portezuela. Aparece una bruja con su sombrero puntiagudo, sus dientes salidos, su verruga en la cara afilada, su tosco traje pardo y su escoba de cerdas de cáñamo y palo de saúco. La bruja grita, Dame a tu madre, niño, vamos, suéltala. Yo tiro de mi madre pero la bruja logra cogerle de un brazo y empieza a tirar de ella también. Yo no quiero que se la lleve. Ella quiere llevársela. Tiro yo. Tira la bruja hasta que de tanto tirar le arranco el brazo y me quedo con él mientras mi madre grita de dolor y la bruja se la lleva volando en el helicóptero. Me desperté sudando. Lleno de terror. Temblaba mi cuerpo entero. Como pude me quité un aparato con el que tenía dormir todas las noches. Era un aparato que ejercía una presión sobre mi rodilla izquierda para que se mantuviera recta. Me levanté y llegué hasta donde Julia dormía. La desperté. Le conté mi sueño. Ella me dijo, ¡Anda, acuéstate conmigo. No pasa nada. Sólo ha sido un sueño! Me metí en su cama y aunque hacía mucho calor, ella me rodeó con sus brazos, me acercó a su cuerpo, me besó la frente y me dejó dormido.
Este ha sido mi recuerdo cuando Benjamin Zander ha hecho su propuesta de escuchar una pieza de Chopin recordando a un ser amado que ya no estuviera entre nosotros. No sabe cuánto se lo agradezco. Ha sido precioso.
Os recomiendo que hagáis un click en su verde nombre y disfrutéis de 20 minutos de emoción.
Este ha sido mi recuerdo cuando Benjamin Zander ha hecho su propuesta de escuchar una pieza de Chopin recordando a un ser amado que ya no estuviera entre nosotros. No sabe cuánto se lo agradezco. Ha sido precioso.
Os recomiendo que hagáis un click en su verde nombre y disfrutéis de 20 minutos de emoción.
A César
El hombre embrujado por John Tenniel
A veces ese veneno entra y llega hasta las palabras y quizá eso sea así porque tan sólo las palabras sean el antídoto contra el tósigo.
No lo sé (no puedo afirmar con contundencia).
El veneno es el daño. Podría escribir una larga serie de palabras que definirían este daño y sin embargo sólo la palabra daño es lo suficientemente inocente y lo suficientemente certera como para definirlo.
La analogía sería también buena (y entonces se podría escribir una novela o componer una partitura o pintar un cuadro).
Sólo siento que, en ocasiones, la única manera de destilar el tósigo es hablar. Hablar con quien te quiere. Hablar con quien te escucha. Hablar con quien, con todas las cautelas, confía en ti porque sabe de ti. Hablar con quien, si es necesario, opondrá buenas razones a las tuyas propias no con un afán de negar sino con la intención de aportar.
Las palabras -el antídoto- produce convulsiones, vómitos, fiebres, sudores fríos, desgarros y dolores y muy fuerte tiene que ser el amigo que junto a tu lecho te escucha para no dejarse invadir por los olores nauseabundos que el veneno expele y el antídoto elimina.
Envenenado. Sí. Tengo el antídoto y quien me permite suministrármelo.
Soy un hombre afortunado.
No lo sé (no puedo afirmar con contundencia).
El veneno es el daño. Podría escribir una larga serie de palabras que definirían este daño y sin embargo sólo la palabra daño es lo suficientemente inocente y lo suficientemente certera como para definirlo.
La analogía sería también buena (y entonces se podría escribir una novela o componer una partitura o pintar un cuadro).
Sólo siento que, en ocasiones, la única manera de destilar el tósigo es hablar. Hablar con quien te quiere. Hablar con quien te escucha. Hablar con quien, con todas las cautelas, confía en ti porque sabe de ti. Hablar con quien, si es necesario, opondrá buenas razones a las tuyas propias no con un afán de negar sino con la intención de aportar.
Las palabras -el antídoto- produce convulsiones, vómitos, fiebres, sudores fríos, desgarros y dolores y muy fuerte tiene que ser el amigo que junto a tu lecho te escucha para no dejarse invadir por los olores nauseabundos que el veneno expele y el antídoto elimina.
Envenenado. Sí. Tengo el antídoto y quien me permite suministrármelo.
Soy un hombre afortunado.
Rocky Marciano
Pobre iluminación. Aparatos extrañamente feos (no sé cuál es exactamente mi criterio estético con respecto a la belleza de los aparatos). Un argumento sobre la pista naïf y triste. Un sonido sucio. Unos números circenses imagino que complicados. La lectura posterior de unos de los asistentes al espectáculo, Habla sobre el peso de la carne. Sobre la dificultad de seguir con los números teniendo el cuerpo ya castigado por el paso de los años. Todo me parece una metáfora.
Entre los asistentes estaba una antigua amante. El tiempo que nos quisimos disfrutamos mucho. Hacía años que no la veía. La descubrí de una forma curiosa: había dejado apoyado el bastón en el murete de la barra de la cafetería del Teatro Circo Price. El bastón se escurrió y cayó. Una mujer que estaba de espaldas se giró y me lo dio. Yo le dije, Gracias Lidia y ella me respondió, De nada Fernando... como si nos hubiéramos visto ayer. Sonreímos, ella se giró y siguió hablando con su gente (no volvimos a cruzarnos la palabra en toda la noche. Sólo al final nos dimos un par de besos).
Me encontré con otros compañeros de profesión a los que hacía tiempo que no veía. A Roberto Cerdá con el que escribí una adaptación de una obra de Stanislav Lem (que ya no recuerdo cómo se llama) y un guión de cine que nunca llegó a rodarse; a Fernando Romo director y actor de Guadalajara al que dirigí en uno de mis programas de radio, Sabático, y con el que trabajé como adaptador y ayudante de dirección en La Leyenda del Santo Bebedor, dirigida por él. O Daniel Moreno actual regidor del Circo Price un hombre del que siempre me gustó su mirada. Y al salir estuvimos, Pilar y yo, hablando un rato con Javier Ocaña, el crítico de teatro de El País, al que conozco desde los años ochenta cuando ambos escribíamos para una revista llamada Teatra y del que siempre me gustan sus críticas por el cariño y respeto con que suele escribir de los montajes.
Pilar y yo nos fuimos solos. Nos sentamos en una terraza del barrio de Lavapies y charlamos sobre el circo y sus luces, con algo de nostalgia, sin ninguna esperanza.
La de anoche será una noche amada.
Entre los asistentes estaba una antigua amante. El tiempo que nos quisimos disfrutamos mucho. Hacía años que no la veía. La descubrí de una forma curiosa: había dejado apoyado el bastón en el murete de la barra de la cafetería del Teatro Circo Price. El bastón se escurrió y cayó. Una mujer que estaba de espaldas se giró y me lo dio. Yo le dije, Gracias Lidia y ella me respondió, De nada Fernando... como si nos hubiéramos visto ayer. Sonreímos, ella se giró y siguió hablando con su gente (no volvimos a cruzarnos la palabra en toda la noche. Sólo al final nos dimos un par de besos).
Me encontré con otros compañeros de profesión a los que hacía tiempo que no veía. A Roberto Cerdá con el que escribí una adaptación de una obra de Stanislav Lem (que ya no recuerdo cómo se llama) y un guión de cine que nunca llegó a rodarse; a Fernando Romo director y actor de Guadalajara al que dirigí en uno de mis programas de radio, Sabático, y con el que trabajé como adaptador y ayudante de dirección en La Leyenda del Santo Bebedor, dirigida por él. O Daniel Moreno actual regidor del Circo Price un hombre del que siempre me gustó su mirada. Y al salir estuvimos, Pilar y yo, hablando un rato con Javier Ocaña, el crítico de teatro de El País, al que conozco desde los años ochenta cuando ambos escribíamos para una revista llamada Teatra y del que siempre me gustan sus críticas por el cariño y respeto con que suele escribir de los montajes.
Pilar y yo nos fuimos solos. Nos sentamos en una terraza del barrio de Lavapies y charlamos sobre el circo y sus luces, con algo de nostalgia, sin ninguna esperanza.
La de anoche será una noche amada.
Marcha bien. Visión fugaz de un tiempo pasado. Sin saber por qué (sin venir a cuento, hermosa expresión que también podría querer significar: sin merecerse un cuento, es decir: sin avenirse a convertirse en cuento). Nostalgia. Se dice. Nostalgia que es un cuchillo y corta la respiración a la altura del diafragma e inunda el espacio del cerebro que, en el día de hoy, debía de haber estado calmado y listo para trabajar.
Se mantiene este estado hasta la caída de la tarde y pienso que en mis mundos el ocaso vespertino tiene algo de relajante, algo de medicinal y me veo, por fin, sonriendo mientras hago con Violeta unos problemas de geometría que en mi infancia suponían un quebradero para mi cabeza y hoy han supuesto un verdadero goce al ver que, por fin, tras tantos años, los entendía y sabía aplicar la fórmula (bueno, vale, he fallado en uno pero porque he leído mal, ¿eh?).
Le digo a P. que quizá pronto me vaya de su casa. Le alegra por mí. Me alegra por él. Ya está llegando el tiempo.
Se mantiene este estado hasta la caída de la tarde y pienso que en mis mundos el ocaso vespertino tiene algo de relajante, algo de medicinal y me veo, por fin, sonriendo mientras hago con Violeta unos problemas de geometría que en mi infancia suponían un quebradero para mi cabeza y hoy han supuesto un verdadero goce al ver que, por fin, tras tantos años, los entendía y sabía aplicar la fórmula (bueno, vale, he fallado en uno pero porque he leído mal, ¿eh?).
Le digo a P. que quizá pronto me vaya de su casa. Le alegra por mí. Me alegra por él. Ya está llegando el tiempo.
Me estaba esperando en la ducha. Había tomado la forma de una polilla. La vi. Abrí el grifo. Hice pis. Descorrí la cortina y seguía allí, moviendo sus antenas. La cogí. La saqué del plato de la ducha. La dejé en el suelo del cuarto de baño. Le dije, No puedo hacer más por ti. Me duché. Me lavé los dientes dentro de la ducha ( a veces me gusta hacerlo así. Sentir que me limpio la boca a medida que me cae el agua por el cuerpo). Salí. La polilla seguía allí. Apenas había avanzado. Tuve cuidado para no pisarla. Cuando me fui le dije, Ánimo.
Sensual anduvo el tiempo después. Sentí emoción. Canté. Bailé mientras me miraba en el espejo bailar. Delgado. Volví al cuarto de baño y la polilla no estaba.
La vejez siempre ha estado cerca. La reiteración de los sueños. La conjunción.
Leía ayer: las personas de los sueños no son exclusivamente expresión de nuestra psique: "Son imágenes de la sombra que asumen papeles arquetípicos; son personae, máscaras, en cuyo vacio hay un numen". La razón de que los dáimones no aparezcan como tales, sino disfrazados como los amigos de la tarde anterior, sigue Hillman, es que esas personas del sueño son necesarias para hacer el alma: "Son necesarias para el trabajo de descubrir, de desliteralizar. Sin los amigos de la tarde anterior, un sueño sería una comunicación directa con los espíritus. Sin embargo, un sueño no es una visión, como la psique no es el espíritu" (De El Fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur. Editorial Atalanta).
Se me renueva la piel de una quemadura.
Mi uña tarda unos dos meses y medio en ser enteramente nueva.
Espero que esté volando fuera de la atmósfera húmeda que hace más pesadas sus alas.
Sensual anduvo el tiempo después. Sentí emoción. Canté. Bailé mientras me miraba en el espejo bailar. Delgado. Volví al cuarto de baño y la polilla no estaba.
La vejez siempre ha estado cerca. La reiteración de los sueños. La conjunción.
Leía ayer: las personas de los sueños no son exclusivamente expresión de nuestra psique: "Son imágenes de la sombra que asumen papeles arquetípicos; son personae, máscaras, en cuyo vacio hay un numen". La razón de que los dáimones no aparezcan como tales, sino disfrazados como los amigos de la tarde anterior, sigue Hillman, es que esas personas del sueño son necesarias para hacer el alma: "Son necesarias para el trabajo de descubrir, de desliteralizar. Sin los amigos de la tarde anterior, un sueño sería una comunicación directa con los espíritus. Sin embargo, un sueño no es una visión, como la psique no es el espíritu" (De El Fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur. Editorial Atalanta).
Se me renueva la piel de una quemadura.
Mi uña tarda unos dos meses y medio en ser enteramente nueva.
Espero que esté volando fuera de la atmósfera húmeda que hace más pesadas sus alas.
Nabucodonosor pintado por William Blake
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/06/2010 a las 19:03 | {1}