Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Pujo


El Diccionario de Autoridades aporta tres definiciones para la palabra Pujo

PUJO: Enfermedad muy penosa que consiste en la gana continua de hacer cámara, con gran dificultad de lograrlo lo cual causa mui graves dolores en el siesso. Procede de algunas porciónes de humór acre, dentro del intestino recto, que maltrata y hiere el esphínter. Úsase regularmente en plural. Puede traher su origen la voz del verbo Pujar, por la fuerza que se hace para expeler el humór o las heces. Lat. Tenasmus, i. LAG. Diosc. lib. 2 cap. 63. Restriñe los fluxos del vientre acompañados de llagas y semejantemente los pujos.

PUJO: Por extensión se toma por la gana violenta de prorrumpir en algún afecto exterior: como risa o llanto. Lat. Pruritus

PUJO: Por metáphora se toma por el deseo eficaz, o ansia de lograr algún fin. Lat. Anxietas. PIC. JUST. f. 177. Llevaba un pujo de decir necedades, como si huviera tomado alguna purga confeccionada con hojas de calepino. A pujos. Modo adverb. que vale poco a poco, ù con dificultad. Lat. Intercadenter. Difficulter.

El nervio propio de las pujas.

El deseo irrefrenable de relinchar al salir a la calle.

La salvaguarda de los principios.

El amor por una palabra. Una sola palabra. Una ventura. Una aproximación.

Un deseo se arremolinaba. La noche lo incluía en su dominio. Al despertar sentía el regusto de su fuerza. Y los nervios habían de calmarse a base de silencios. Había -se decía- que permanecer callado.

La atención -por puja- se dirigió hacia otro lado.

¿El matrimonio entre el cielo y el infierno daba como resultado la Tierra?

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/11/2009 a las 10:42 | Comentarios {0}


No entiendo los andenes de la línea 1 en la estación de Sol. Sí los entiendo. Pero no los entiendo.
La entrada a las Cercanías.
De repente una frase muestra su subtexto.
Me he fijado (digo me he fijado porque me parece del todo improbable que la característica de la enfermedad en la mirada fuera común a todos los usuarios del metro de Madrid hoy) en miradas enfermas o de gran cansancio o de gran hastío. Quizá sea la entrada en el otoño. A mí me gusta el otoño. Me gusta el frío. O mejor dicho no me gusta el calor.
También había silencio en los vagones. He ido en un vagón repleto. Otros días (quizás en septiembre) había un bullicio, una risa, unas voces.
Una mujer clama ayuda a su familia en el vagón. Su familia -clama ella- somos nosotros. Y llora (o parece que llora) y pide.
Al subir en Pacífico la voz sonera de un cubano suena cansina.
Nado.
He de aprender a nadar de este modo. Nado.
Una mujer se cruza conmigo, sus ojeras son profundas. Sus ojos castaños. Una mujer deja sitio a una anciana en el metro. La anciana no da las gracias.
Camino por la calle Mayor y veo a un hombre mayor vestido como un joven. Se tambalea mientras busca una llave.
Las imágenes. Las que he buscado.
La noche termina. De nuevo veo El Apartamento de Billie Wilder.
La entrada a Cercanías (quizá fuera un final:

Sec.- 117. Exterior Estación Cercanías (ext/día)
La entrada a Cercanías. El hombre llega. Pasa el umbral. Se pierde en las escaleras mecánicas, descendiendo.
Se sobreimpresiona la palabra
FIN)

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/10/2009 a las 01:09 | Comentarios {0}


Sin aviso
Lleno de dulzura. A lo largo de las horas va llegando. Nada más despertar es una inspiración de más, sólo eso. El café bulle. El vaso está listo. Se vierte. Reposa encima de la mesa de trabajo. Cuando voy a dar un trago avisa de nuevo, en esta ocasión es la fuerza con que la mano agarra el vaso y quizá la primera presión en el estómago. Ahí me detengo, miro la pared. Mis ojos se desvían hacia no sé dónde, quiero decir que se desvían solos como si hubieran visto algo que ha atraído su atención. Entonces respiro hondo, me digo, Vamos, empieza, trabaja todo el día. Aunque hoy no salgas. No pienses y empieza. Sigo pensando, sin darme cuenta. Dulcemente va llegando. Me tomo un ansiolítico por intuición y vuelvo a la mesa de trabajo. Aunque ya no vuelvo yo. Lo sé ahora. En el momento que describo no lo sé. Ya estás ejercitando los dedos como si fueras a interpretar una pieza para órgano de Messiaen. Has fruncido el ceño. Has sentido un golpe de rabia y has comenzado a teclear con fuerza. Te has detenido, ¿cuánto, tres minutos después? y has hecho un segundo gesto de rabia. Has dejado de teclear. Has cerrado el libro. El mundo ha dejado de importarte. Ya no es nadie el mundo. Decides dejar de trabajar y seguir con un absurdo diario de imágenes en blanco y negro. Tomas la cámara y te grabas el aseo. Luego vuelcas la grabación y te admiras. Buscas un instante con algo de magia, que te haga sentir bien, que te haga sentir alguien. No ocurre. El plano fijo que has cogido corta tu cuerpo a la altura del cuello. No importa. No importa, te dices y sientes inquietud. Comes y bebes. Dueño de tu vida. Antes de echarte una siesta que bien podrías haber evitado, te sientes narcisista, perezoso y te das un poco de asco. Te quedas dormido. Poco tiempo, muy poco, el justo en todo caso para que en vez de se levante él. Lo primero que hace, como si no pasara nada, es encender el ordenador. Al mirar el correo lee uno que le altera, le ofende y le da miedo. Sobre todo miedo. Y comienza a hacer una serie de acciones encaminadas a estropear. A estropear lo que no estaba roto, lo que funcionaba. Una vez terminadas toda esa serie de acciones se detiene. Y tiembla. Pero ese temblor ya es mío aunque vuelva él y a lo largo de tres horas -las que van desde el inicio del ocaso hasta la noche- se muestre implacable y camine por la casa como un animal enjaulado y huya del escritorio y huya de la respiración hasta que consciente ya de la situación me enfrento a él, me enfrento de veras y con la ayuda de una conversación y una respuesta -gracias amiga mía- consigo volver. Ya estoy en mí. Lo sé, lo sé, los otros son también. Somos nosotros.

Nota: "La clave de las progresiones irónicas está en la certeza y la precisión: los protagonistas saben con certeza qué deben hacer y cuentan con un plan muy preciso sobre cómo hacerlo. Creen que la vida es A, B, C, D y E. En ese preciso momento la vida cambia, les da una patada en el culo y con una sonrisa irónica les dice, Hoy no, amigo. Hoy será E, D, C, B y A. Lo siento". (El guión escrito por Robert McKee y editado por Alba)

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/10/2009 a las 09:52 | Comentarios {0}


Defensa domingo ataque
La ciudad, las personas en la ciudad, las gentes. Todas las gentes. Los refugios. Las casas. Deseo. La mañana. El pan. Las colas. Los turistas aún en octubre. El sol. El sol. Camino con una mochila verde de mi hija por la calle Mayor. Cruzo algunas miradas. Las gentes. Las multitudes. Como putas ovejas todas en el mismo sitio. Mansedumbre y muchedumbre se parecen en exceso en su significante como para no rozarse en su significado (Ferdinand de Saussure). El metro. Un suelo que resbala. Me parece absurdo solar con un material resbaladizo los vestíbulos y pasillos del metro. Las escaleras mecánicas luego. El calor. Las estaciones. El olor de la gente. Nuevas miradas. Yo con mi mochila verde. Es entonces cuando se me cruza por primera vez la impresión de viscosidad. Como una premonición quizá. Hace días estoy sincronizado con diez segundos por delante de mi tiempo. La calle con su cuesta empinada. Una mujer huele mal y le dice a otra que no piensa ducharse. Me debato. Con mi mochila verde. El olor, la sensación del olor, lo cultural de todos nuestros sentidos. Un perro, claro, huele sin problemas la mierda de otro perro. El asco. No sé por qué. Estoy contento. Estoy bien. No es un día de esos en los que el mundo atormenta y yo me atormento. No, en absoluto. La noche anterior ha sido divertida. Voy a comer a casa de mi hermana. Clara la mañana de domingo. Comemos. Nos vamos Violeta y yo. Cogemos el autobús 26. Nos sentamos. Con la mochila verde. Ella está en la ventanilla. Y así empieza. A nuestras espaldas unos carteristas han sido descubiertos. Son dos mujeres y un hombre. Un señor lo ha descubierto, ha agarrado el bolso de una de ellas, ha cogido su cartera, alrededor han comenzado a alzarse las voces y la carterista ha empezado a insultar, Hijos de mala madre, cabrones, yo no he hecho nada y mientras lo decía la otra ha intentado robar a una mujer japonesa, justo detrás de nosotros. La mujer japonesa se ha puesto a gritar a la ladrona. Las ladronas se han puesto a insultar a todo el mundo y entonces lleno de una viscosidad extrema, asqueado de este mundo y de estas gentes, no queriendo que mi hija escuchara semejante violencia, me he dado la vuelta y he dicho, Se acabó. Ni un insulto más. Ni un grito más. Está claro. Nadie. Todos se han quedado callados. Los tres carteristas me miran. Me mira la mujer japonesa. El autobús 26 se para y sólo cuando bajan una de las carteristas lanza un último insulto. Miro a mi hija, agarrada a su mochila verde. Está tranquila. Es una niña con temple. Quisiera hablarle, decirle no sé qué justificación sobre la existencia de estos miserables, con vidas miserables, de este mundo miserable, de acciones miserables. Me callo. Llega nuestra parada. Nos dirigimos a la puerta y le digo a la señora japonesa que tenía razón en llamar la atención. Ella intenta explicarse de nuevo. Bajamos. Dejo a Violeta en casa de su madre. Cojo el metro. No quiero mirar caras. No quiero registrar sucesos. Me doy cuenta entonces de que es domingo y la sensación del domingo me está invadiendo (esa mezcla entre melancolía y aturdimiento). Quisiera llegar a mi casa. Pienso en mi casa futura. No sé por qué. Camino y pienso y digo en alto, Sí, dentro de nada tendrás tu casa, dentro de nada, sí, vamos, ánimo, dentro de nada. Llego al portal. El cielo se ha cubierto con un velo de nubes inofensivo. Mi hija estará en su casa. Estoy seguro que algún día... sí algún día y entonces pienso, ¡No, no, no es verdad, la mejor defensa no es siempre un buen ataque! Y quizás aún menos en domingo.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 04/10/2009 a las 20:59 | Comentarios {0}


Someramente el atasco es una forma más de vida. Sumergido en un lugar de asfaltos y horizontes muy verticales, mi él apagó la radio del automóvil y subió las ventanillas. No se hizo el silencio, de fuera, claro, llegaba el bramido del Mar de los Motores. Los espejos retrovisores le mostraban lo que ya había pasado con la distorsión propia de todo espejo. Ese hecho laceraba a mi él: saber que nunca podría verse tal cual es sino sometido a la imperfección del pulido.

Existen en las grandes ciudades zonas que parecen ajenas a la propia ciudad como de improviso ocurre cuando en un momento determinado una música nos evoca otro momento distinto.

La lentitud en la investigación. La calma. Tocar documentos (la palabra documento en sí provoca en mí una suerte de dulzura, algo llamativo e intrigante que me empuja a vivir. La palabra documento tiene la fuerza de la ley y la suavidad del descubrimiento) sobre una mesa, ver a las archiveras archivando en un silencio de oficina o de templo, todo eso en una zona de la gran ciudad ajena a ella.

Con una naturalidad pasmosa tomo la carretera para poder nadar solo. Sé que he de acostumbrarme a esta nueva piscina. Es hermosa. Su arquitectura. Parece como si nadara en una estación de tren. Sin embargo (enemigo de las adversativas, he de ponerla) esta nueva piscina está llena de personas, en cada calle nadamos cuatro o cinco a la vez. Como todos los que me rodean, estoy seguro, disfruto más nadando solo.

He tomado la carretera que lleva hasta el pueblo de la sierra. He entrado en la piscina donde nadé cinco años. De las ocho calles sólo una estaba ocupada. He nadado solo y he reconocido, traviesa a traviesa, el techo de madera. Me han llamado por mi nombre. No me han cobrado. Y cuando me vestía tras el nado he hablado con un hombre al cual ya conocía. Luego he descubierto que me he dejado olvidado en el vestuario el traje de baño.

La tarde ha sido la infancia. La última infancia. Me he sentido por un momento como si yo fuera mi tío Carlos y Violeta fuera Fernando con diez años. Mi hija y yo hemos vuelto caminando desde la Calle Mayor hasta la calle Ortega y Gasset. En un semáforo me ha abrazado con muchísimo cariño. Hemos entrado en la iglesia que hace esquina en las calles Lagasca y Alcalá, una iglesia que siempre me ha gustado mucho, no recuerdo si es la iglesia de San Agustín. Le he dicho que si quería podía tomar agua bendita y me ha preguntado, ¿Y qué hago? y le he dicho, Te persignas y le he hecho el gesto. Ella se ha persignado y le he dicho, Ya estás bendita por Dios. Ella, sorprendida, ha contestado, ¿Ah, sí? Y nos hemos reído (de buena fe).

He vuelto a pensar que desde hace días, desde que entró septiembre, el metro funciona más lento. Tras dejar a Violeta, en la estación de Manuel Becerra. Había mucha gente en el andén. Y era tarde.


Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/09/2009 a las 11:09 | Comentarios {0}


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