Hay una máxima ignaciana, los jesuitas son muy de máximas, algunas excelentes, que dice, En tiempos de desolación no hacer mudanza. Este pensamiento está muy bien y lleno de sentido común (ya que estamos metidos en harina, digamos que el menos común de los sentidos) sólo que choca con un imponderable: ¿Y si -aunque los tiempos sean de desolación- hay que hacer mudanza? ¡Ahí te quiero ver San Ignacio! Esos brazos aguerridos, esas escaleras bajándolas cargado, esa espalda, Ignacio, esa espalda.
Hoy he comenzado mi mudanza y no estoy en tiempos de desolación, más bien estoy en un tiempo tormentoso, de finales de verano en Levante.
El problema no es la desolación sino la mudanza, es la mudanza en sí lo que desuela y desuela no tanto por el cambio sino por el peso, por el esfuerzo físico, lo cual me lleva a pensar que quizá San Ignacio hizo una vez una mudanza en Alcalá de Henares o cuando abandonó La Sorbonne y se quedó tan desolado que decidió no hacer más mudanzas.
También es cierto que mientras estoy metiendo los libros en sus cajas miro las paredes que fueron mi casa (no mi casa, jamás lo fue, más bien la casa que me albergaba) y siento al mismo tiempo cierta nostalgia y una gran liberación. Hubiera deseado haber hecho la mudanza de un sola vez. No ha podido ser.
Hoy he comenzado mi mudanza y no estoy en tiempos de desolación, más bien estoy en un tiempo tormentoso, de finales de verano en Levante.
El problema no es la desolación sino la mudanza, es la mudanza en sí lo que desuela y desuela no tanto por el cambio sino por el peso, por el esfuerzo físico, lo cual me lleva a pensar que quizá San Ignacio hizo una vez una mudanza en Alcalá de Henares o cuando abandonó La Sorbonne y se quedó tan desolado que decidió no hacer más mudanzas.
También es cierto que mientras estoy metiendo los libros en sus cajas miro las paredes que fueron mi casa (no mi casa, jamás lo fue, más bien la casa que me albergaba) y siento al mismo tiempo cierta nostalgia y una gran liberación. Hubiera deseado haber hecho la mudanza de un sola vez. No ha podido ser.
La voz y las imágenes de una disección.
También una sórdida historia que sale en las televisiones, insistente, en su sordidez. Ahora, en España, hay unos delincuentes a los que se les llama monstruos. No sé, no sé por qué ésos precisamente, debe de ser quizá por la mezcla entre lo largo de crimen y una cuestión sexual. Sí, salen mucho.
Hoy he escrito poco, lo he intentado en varias ocasiones, he tenido la intención. No, no me arrepiento. Me viene a la cabeza. Luego se olvida como tantas cosas.
He tenido ganas de utilizar mi pasaporte. Salir de la ciudad. Salir del país. Ir a Caen. Mirar la lluvia.
Ahora es de madrugada. Muy cerca aún de la medianoche y escucho a Jane Monhei, es la primera vez que la escucho en toda mi vida.
Así, dando rodeos, se divaga mejor.
Hace un rato me ha dado un golpe de calor, quizás esto haya sido emocionante.
La voz. La voz.
Navegaba. La mar estaba en la calma. No echaba de menos nada. Sabía que al día siguiente se entregaría. Pagaría su crimen. Sí, estaba dispuesta. Se sentó en la butaca de mimbre y se sirvió un trago de vino, blanco ambarino, muy frío. El cadáver de su marido estaba tendido en el suelo; se le había quedado en la comisura de los labios una mueca antipática y su mano había adquirido una postura antinatural. La vela, fuera, a fuerza de viento, hacía avanzar el barco; la quilla abría el agua y el agua chocaba, mansamente, contra el casco. Se entregaría, sí, eso pensaba hacer, ¿qué si no? ¿huir? ¿deshacerse del cadáver? ¿inventar una historia sencilla? ¿un golpe de mar? Siempre, se dijo, quedará una mancha de sangre. Y un poco más tarde ¿cuántos crímenes no son descubiertos?
Hay películas que veo varias veces. No son buenas. Pero las veo. Más tarde pienso la pérdida de tiempo. Tan sólo un momento. Solo. En la habitación, con un aire que corre por mis piernas. Ahora me haré un peta y seguiré escribiendo. Así es la noche cuando se escribe y acompaña Duke Ellington al piano. En el salón Pedro ve una película sobre la batalla de Waterloo, comerciantes y familias nobles inglesas. Me resulta anacrónico que la Revolución Francesa deviniera en Napoleón. Siempre he sentido que hubo en ese momento un salto espacio-temporal que ningún historiador ha sido capaz de captar. Quizá necesitara consultar a un físico teórico ¿Podría ser?
Hay días en que me gusta la buhardilla tan elegante en la que vivo, tan amplia y tan angosta al mismo tiempo, tan grande y tan vieja.
Me voy a la cama. Voy a leer L'art de la disection editado por la editorial Marguerite Waknine en su colección écrits sur l'art
Bueno, aún no, me gusta este tema que interpreta Jimmy Smith, tiene swing.
También una sórdida historia que sale en las televisiones, insistente, en su sordidez. Ahora, en España, hay unos delincuentes a los que se les llama monstruos. No sé, no sé por qué ésos precisamente, debe de ser quizá por la mezcla entre lo largo de crimen y una cuestión sexual. Sí, salen mucho.
Hoy he escrito poco, lo he intentado en varias ocasiones, he tenido la intención. No, no me arrepiento. Me viene a la cabeza. Luego se olvida como tantas cosas.
He tenido ganas de utilizar mi pasaporte. Salir de la ciudad. Salir del país. Ir a Caen. Mirar la lluvia.
Ahora es de madrugada. Muy cerca aún de la medianoche y escucho a Jane Monhei, es la primera vez que la escucho en toda mi vida.
Así, dando rodeos, se divaga mejor.
Hace un rato me ha dado un golpe de calor, quizás esto haya sido emocionante.
La voz. La voz.
Navegaba. La mar estaba en la calma. No echaba de menos nada. Sabía que al día siguiente se entregaría. Pagaría su crimen. Sí, estaba dispuesta. Se sentó en la butaca de mimbre y se sirvió un trago de vino, blanco ambarino, muy frío. El cadáver de su marido estaba tendido en el suelo; se le había quedado en la comisura de los labios una mueca antipática y su mano había adquirido una postura antinatural. La vela, fuera, a fuerza de viento, hacía avanzar el barco; la quilla abría el agua y el agua chocaba, mansamente, contra el casco. Se entregaría, sí, eso pensaba hacer, ¿qué si no? ¿huir? ¿deshacerse del cadáver? ¿inventar una historia sencilla? ¿un golpe de mar? Siempre, se dijo, quedará una mancha de sangre. Y un poco más tarde ¿cuántos crímenes no son descubiertos?
Hay películas que veo varias veces. No son buenas. Pero las veo. Más tarde pienso la pérdida de tiempo. Tan sólo un momento. Solo. En la habitación, con un aire que corre por mis piernas. Ahora me haré un peta y seguiré escribiendo. Así es la noche cuando se escribe y acompaña Duke Ellington al piano. En el salón Pedro ve una película sobre la batalla de Waterloo, comerciantes y familias nobles inglesas. Me resulta anacrónico que la Revolución Francesa deviniera en Napoleón. Siempre he sentido que hubo en ese momento un salto espacio-temporal que ningún historiador ha sido capaz de captar. Quizá necesitara consultar a un físico teórico ¿Podría ser?
Hay días en que me gusta la buhardilla tan elegante en la que vivo, tan amplia y tan angosta al mismo tiempo, tan grande y tan vieja.
Me voy a la cama. Voy a leer L'art de la disection editado por la editorial Marguerite Waknine en su colección écrits sur l'art
Bueno, aún no, me gusta este tema que interpreta Jimmy Smith, tiene swing.
A Elena
Recordaré el murmullo de tu pelo las manos que hacían las uñas de Julia los paseos por los campos alambrados las noches con fresco en la parte baja de la sierra los viajes que no hicimos y los que se fueron sucediendo pocos la verdad Recordaré tu mirada ante el fuego de la chimenea la nieve alfombrando la hierba del jardín y las manos entrelazadas Recordaré tu voz cuando tu voz estaba en la más alta madrugada y fuera un cielo con estrellas parecía no alumbrar nada Recordaré la risa que es siempre una amable compañera y esas frases que cuando se dicen suenan siempre a eternidad esas frases sobre la vejez en compañía esas frases sobre la belleza del otro esas frases sobre las gracias a la vida por habernos encontrado Recordaré una música o una música me hará recordar que un día no muy lejano nunca están lejanos los días que se recuerdan tú y yo nos quedamos ensimismados el uno con el otro y el tiempo eso que mata sin ser parecía detenido baja su guadaña sin nada que segar porque el presente es inmutable es lo único a lo que el tiempo no puede ni tan siquiera herir Recordaré los días señalados Recordaré el abrazo en la desnudez y la desnudez en sí Recordaré los largos en la piscina mientras en la calle contigua tú también nadabas Recordaré la complicidad ese arma tan poderosa de las parejas que se aman Recordaré que nos amamos Recordaré que en algún momento pensé que por fin todo estaba en su sitio y los inicios cuando después de comer mi dicha se traducía en una emoción que tenía como resultado el agua Recordaré no sé por cuánto tiempo el fin se parece mucho a la calma
El miércoles el calor en Madrid es asfixiante. También el lunes y también el martes. El miércoles, tras dejar a Caroline en la Estación del Sur, el sol en una acera me derrite el cerebro. Es un calor que abrasa. Es un calor mórbido. Sólo pensar la tarde en la habitación, la imposibilidad de trabajar a gusto, el sudor en los dedos. Todo eso. No entiendo el placer del calor, de este calor que quema y anula y bordea la sensación de desierto. Siempre pensé que África empieza en Zaragoza con el anticipo de los Monegros. Este calor de las ciudades que todo lo ensucia. Un calor artificial además, un calor añadido.
Llego por fin a la calle Mayor, subo a la casa y sin pensarlo hago un par de llamadas, cargo lo indispensable en una maleta, me doy una ducha y tras llegar al lugar donde estaba aparcado (lejos de la calle Mayor, en la calle Viriato, así es también mi vida. Hay trozos de mi vida desperdigados por demasiados sitios. Mi vida se esparce, lo que caracteriza el ser cada cual. Esos trozos, pienso, esas huellas, por todas partes. Es bueno, cuando todo se reúne te das cuenta de que has perdido muchas cosas, así surge el olvido, el desprendimiento, eso que nos lleva al morir) hago aprovisionamiento de agua y sandwiches y cigarrillos liados y tomo la A-6 en dirección a Tapia de Casariego, en el Principado de Asturias, al noroeste de la península. Pongo la radio y pienso que es la primera vez que voy a viajar solo tan largo trecho, unos 600 kilómetros. Para llegar hasta allí hay que atravesar la desolada meseta castellana, los pueblos de Olmedo, de Rueda. Y al atravesar esos pueblos viajo también en el recuerdo porque esa carretera también conduce a Palencia y en esa ciudad, cuna de la primera universidad española, donde se encuentra el Cristo de las Clarisas, un Cristo yacente al que le crecen los cabellos y las uñas y las monjas han de recortárselos cada tanto y sobre el cual escribió un hermoso texto don Miguel de Unamuno, esa ciudad forma parte de mi vida y sus gentes. A todos los sigo queriendo. A todos los llevo en mi corazón. Y cuando llego al norte de León y surgen las montañas y la tierra roja y los grados van descendiendo en el termómetro del salpicadero, mi alma se va serenando, como si hubiera salido del infierno. Cae la noche entre curvas y sigo conduciendo mientras escucho a la Shica y una canción me recuerda las tierras de Granada, camino del aeropuerto, al amanecer y no sé por qué ese recuerdo me anega los ojos de lágrimas pero no por pesar sino por ternura porque lo único que me hace llorar es la ternura. Y me viene a la cabeza Los 400 golpes de Truffaut y aparece un cartel en la autovía que anuncia Peñafita del Cebreiro y entro en Galicia y esa tierra verde, umbría y fresca me trae recuerdos de viejas batallas, de reinas orgullosas y obispos llenos de ambición a los cuales dediqué muchos años de mi vida y mucho esfuerzo de mi imaginación.
Y así, sin parar, voy engullendo kilómetros y siento el placer de conducir y atisbo en un lugar de mi corazón el rostro de mi hija, la ausencia de mis días, el corto horizonte del paisaje gallego y al fin abandono la autovía y entro en la N-634, camino de Ribadeo donde me esperan mis amigos y sus perros, me espera el recuerdo de mi juventud y sus paisajes, me espera el mar Cantábrico y la ría de Castropol.
Llego por fin a la calle Mayor, subo a la casa y sin pensarlo hago un par de llamadas, cargo lo indispensable en una maleta, me doy una ducha y tras llegar al lugar donde estaba aparcado (lejos de la calle Mayor, en la calle Viriato, así es también mi vida. Hay trozos de mi vida desperdigados por demasiados sitios. Mi vida se esparce, lo que caracteriza el ser cada cual. Esos trozos, pienso, esas huellas, por todas partes. Es bueno, cuando todo se reúne te das cuenta de que has perdido muchas cosas, así surge el olvido, el desprendimiento, eso que nos lleva al morir) hago aprovisionamiento de agua y sandwiches y cigarrillos liados y tomo la A-6 en dirección a Tapia de Casariego, en el Principado de Asturias, al noroeste de la península. Pongo la radio y pienso que es la primera vez que voy a viajar solo tan largo trecho, unos 600 kilómetros. Para llegar hasta allí hay que atravesar la desolada meseta castellana, los pueblos de Olmedo, de Rueda. Y al atravesar esos pueblos viajo también en el recuerdo porque esa carretera también conduce a Palencia y en esa ciudad, cuna de la primera universidad española, donde se encuentra el Cristo de las Clarisas, un Cristo yacente al que le crecen los cabellos y las uñas y las monjas han de recortárselos cada tanto y sobre el cual escribió un hermoso texto don Miguel de Unamuno, esa ciudad forma parte de mi vida y sus gentes. A todos los sigo queriendo. A todos los llevo en mi corazón. Y cuando llego al norte de León y surgen las montañas y la tierra roja y los grados van descendiendo en el termómetro del salpicadero, mi alma se va serenando, como si hubiera salido del infierno. Cae la noche entre curvas y sigo conduciendo mientras escucho a la Shica y una canción me recuerda las tierras de Granada, camino del aeropuerto, al amanecer y no sé por qué ese recuerdo me anega los ojos de lágrimas pero no por pesar sino por ternura porque lo único que me hace llorar es la ternura. Y me viene a la cabeza Los 400 golpes de Truffaut y aparece un cartel en la autovía que anuncia Peñafita del Cebreiro y entro en Galicia y esa tierra verde, umbría y fresca me trae recuerdos de viejas batallas, de reinas orgullosas y obispos llenos de ambición a los cuales dediqué muchos años de mi vida y mucho esfuerzo de mi imaginación.
Y así, sin parar, voy engullendo kilómetros y siento el placer de conducir y atisbo en un lugar de mi corazón el rostro de mi hija, la ausencia de mis días, el corto horizonte del paisaje gallego y al fin abandono la autovía y entro en la N-634, camino de Ribadeo donde me esperan mis amigos y sus perros, me espera el recuerdo de mi juventud y sus paisajes, me espera el mar Cantábrico y la ría de Castropol.
A veces cuando canto busco armonizar mi canto con el del que canta.
Las transiciones (todo es una transición querida niña, todo, todo, por mucho que parezca que los asuntos se han detenido, todo transita en un ir y venir de emociones y negocios y paseos y descubrimientos y encuentros y soledades y misterios y obviedades y luces y ese candor que parece eterno de la sombra también, al fin y al cabo, es tránsito).
No te desesperes. Tan sólo has de saber que tienes el pasaporte. Quizá se demore el funcionario de turno en estampar el sello de la nueva emoción, del asunto imprevisto o del país lejano. Pero si tu pasaporte está en regla más tarde o más temprano accederás.
A veces cuando canto empasto mi escala con la escala del cantante y creo que (quiero pensar que es así) mi quinta está en perfecta armonía con su dominante. Entonces siento un placer inmenso y me alargo en ese canto y lo repito. Cuando canto y busco la altura necesaria, el silencio justo, el ritmo acorde, el corazón se me llena de contento y dejo que la respiración fluya y el aliento establezca sus proporciones.
Pasaporte quiere decir tener derecho a atravesar. Nunca deberíamos dejar que caducara.
Las transiciones (todo es una transición querida niña, todo, todo, por mucho que parezca que los asuntos se han detenido, todo transita en un ir y venir de emociones y negocios y paseos y descubrimientos y encuentros y soledades y misterios y obviedades y luces y ese candor que parece eterno de la sombra también, al fin y al cabo, es tránsito).
No te desesperes. Tan sólo has de saber que tienes el pasaporte. Quizá se demore el funcionario de turno en estampar el sello de la nueva emoción, del asunto imprevisto o del país lejano. Pero si tu pasaporte está en regla más tarde o más temprano accederás.
A veces cuando canto empasto mi escala con la escala del cantante y creo que (quiero pensar que es así) mi quinta está en perfecta armonía con su dominante. Entonces siento un placer inmenso y me alargo en ese canto y lo repito. Cuando canto y busco la altura necesaria, el silencio justo, el ritmo acorde, el corazón se me llena de contento y dejo que la respiración fluya y el aliento establezca sus proporciones.
Pasaporte quiere decir tener derecho a atravesar. Nunca deberíamos dejar que caducara.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/09/2009 a las 20:53 | {0}