La bailarina Anita Berber pintada por Otto Dix (1925)
Ya es la segunda vez en este mes que rechazo un texto. Los dos han sido del diario. No sé por qué los leo y algo me dice que no está bien. Será por una necesidad nueva de cubrirme. Será por una evolución. Pero el descarnamiento cada vez me gusta menos. Me recuerdo, en el paso del tiempo, al pintor alemán Otto Dix que fue uno de los mejores expresionistas alemanes y acabó pintando cuadros religiosos de suaves tonos pastel. A lo mejor es un buen camino. Callar, pensar, hacer analogías y guardar el diario para la pluma de tinta verde y el cuaderno marrón.
Dos de las intenciones de esta página eran mostrarme -como escritor y como persona- en todas mis facetas y evitar escribir sólo lo que sé escribir bien o lo que sé sentir bien. Y aunque lo he intentado bastante, hay por lo menos dos facetas en el ámbito de la escritura que no he desarrollado tanto como las vivo: la faceta de la sexualidad y la faceta de la rabia. Tengo muchos textos de una obscenidad sobresaliente y tengo muchos textos donde rezuma la rabia en cada letra. Y ahí me veo, sencillamente humano, con que el pudor sí ha sometido a esos dos temas al casi silencio. En algún lugar han surgido pero me he cuidado muy mucho de escribir con asiduidad sobre ellos. Y ahora pienso que debe de estar bien. Aunque no alcance a entender por qué. Me voy a hacer caso. Es domingo por la tarde.
Dos de las intenciones de esta página eran mostrarme -como escritor y como persona- en todas mis facetas y evitar escribir sólo lo que sé escribir bien o lo que sé sentir bien. Y aunque lo he intentado bastante, hay por lo menos dos facetas en el ámbito de la escritura que no he desarrollado tanto como las vivo: la faceta de la sexualidad y la faceta de la rabia. Tengo muchos textos de una obscenidad sobresaliente y tengo muchos textos donde rezuma la rabia en cada letra. Y ahí me veo, sencillamente humano, con que el pudor sí ha sometido a esos dos temas al casi silencio. En algún lugar han surgido pero me he cuidado muy mucho de escribir con asiduidad sobre ellos. Y ahora pienso que debe de estar bien. Aunque no alcance a entender por qué. Me voy a hacer caso. Es domingo por la tarde.
A veces se pone tanta emoción en lo que se escribe que, cuando se vuelve a leer, se recuerda el subtexto, de dónde viene todo aquello.
A veces el aliento de un ser muerto llena tanto el espacio que parece abrazarte y vuelve a ti y te acompaña.
A veces quisiera que Julia no hubiera vivido esos últimos días.
A veces es martes por la tarde, en un mes de febrero. Ha lucido el sol y he dado un paseo.
A veces el viento helado de la sierra, las largas praderas de un Kentucky inventado, las sabias palabras de Ojos de Gris, el chamán de los knowees, y la melancolía de Muso, me llevan a Julia, a su indefensión los últimos días de su vida, a la tarde que lloraba porque la habían duchado contra su voluntad.
A veces los días saltan de año. Este martes de hoy ha sido un martes de hace casi cuatro años. He ido a visitar a Julia a la residencia de ancianos. Al llegar me ha dicho, ¡Ay, hijo, cuánto te estaba esperando! Y yo le he contestado, Pues ya estoy aquí y he besado su frente. Luego nos hemos dado la mano. Ella la tiene muy fria. Tras un silencio, ha dicho, Bueno, ya estás aquí. Y yo le he contestado, Sí, ya estoy aquí. Perdóname por no haber venido ayer. Tendrías cosas que hacer, ha dicho y yo he pensado, No, no tenía nada que hacer. Es que me duele mucho venir. Me duele tanto.
A veces pasan estas cosas. Este martes de hoy he estado con ella hasta la hora de la cena. Acabo de llegar a casa. En el trayecto han pasado casi cuatro años.
A veces el aliento de un ser muerto llena tanto el espacio que parece abrazarte y vuelve a ti y te acompaña.
A veces quisiera que Julia no hubiera vivido esos últimos días.
A veces es martes por la tarde, en un mes de febrero. Ha lucido el sol y he dado un paseo.
A veces el viento helado de la sierra, las largas praderas de un Kentucky inventado, las sabias palabras de Ojos de Gris, el chamán de los knowees, y la melancolía de Muso, me llevan a Julia, a su indefensión los últimos días de su vida, a la tarde que lloraba porque la habían duchado contra su voluntad.
A veces los días saltan de año. Este martes de hoy ha sido un martes de hace casi cuatro años. He ido a visitar a Julia a la residencia de ancianos. Al llegar me ha dicho, ¡Ay, hijo, cuánto te estaba esperando! Y yo le he contestado, Pues ya estoy aquí y he besado su frente. Luego nos hemos dado la mano. Ella la tiene muy fria. Tras un silencio, ha dicho, Bueno, ya estás aquí. Y yo le he contestado, Sí, ya estoy aquí. Perdóname por no haber venido ayer. Tendrías cosas que hacer, ha dicho y yo he pensado, No, no tenía nada que hacer. Es que me duele mucho venir. Me duele tanto.
A veces pasan estas cosas. Este martes de hoy he estado con ella hasta la hora de la cena. Acabo de llegar a casa. En el trayecto han pasado casi cuatro años.
No estaba previsto en este viaje que estuviera junto a mi hija todos los días. Desde que tenía un año me separé de su madre y desde entonces, cual reloj marcado por la justicia y las necesidades, la veo y nos vivimos cada tanto.
Al principio, yo no sabía muy bien qué hacer con ella (no me dejaron de niño jugar con muñecas) y sentía el peso de la inutilidad. Con el tiempo fui aprendiendo que lo único que un padre debe de hacer con su hija es estar junto a ella. Lo demás es secundario. Y cuando digo que un padre ha de estar con su hija es ESTAR y añadir -para eso tenemos este valioso idioma español- SER. Ser como uno es y estar con quien estás.
Han pasado los años. Violeta tiene ya doce y siempre que la tengo conmigo siento que los problemas junto a ella son menos, el miedo junto a ella se disuelve como un azucarillo y el tiempo pasa entre deberes y bromas, entre miradas y emociones. Y no quiero que se me olvide. No, no lo quiero. Porque es impresionante si escucho un piano en escala menor junto a ella y si leo una escena que ha escrito (muy bien por cierto) siento un deseo brutal de que la vida le enseñe a vivir y de que yo, en la medida de mis posibilidades, le ayude a ello y sobre todo que sepa, sin necesidad de decirlo, que cuando vengan mal dadas, estaré aquí para ponernos serios los dos y hablar cara a cara de lo terrible de vivir, de lo frágiles que somos, de lo mucho que debemos aprender a perdonarnos para poder así perdonar. A mis años estoy aprendiendo, por fin, lo que es el perdón. Yo, que nunca había creído en él.
Ahora está en la habitación de al lado. Está estudiando. Hace un trabajo sobre las Aventuras de Tom Sawyer y a partir de la semana que viene va a ser mi profesora de inglés. Su habitación. Sus grandes ojos almendrados. Su voz. Su pasión por la lectura y su poquito de mal humor.
¡Qué hermoso es este sábado! No quiero que se me olvide.
Al principio, yo no sabía muy bien qué hacer con ella (no me dejaron de niño jugar con muñecas) y sentía el peso de la inutilidad. Con el tiempo fui aprendiendo que lo único que un padre debe de hacer con su hija es estar junto a ella. Lo demás es secundario. Y cuando digo que un padre ha de estar con su hija es ESTAR y añadir -para eso tenemos este valioso idioma español- SER. Ser como uno es y estar con quien estás.
Han pasado los años. Violeta tiene ya doce y siempre que la tengo conmigo siento que los problemas junto a ella son menos, el miedo junto a ella se disuelve como un azucarillo y el tiempo pasa entre deberes y bromas, entre miradas y emociones. Y no quiero que se me olvide. No, no lo quiero. Porque es impresionante si escucho un piano en escala menor junto a ella y si leo una escena que ha escrito (muy bien por cierto) siento un deseo brutal de que la vida le enseñe a vivir y de que yo, en la medida de mis posibilidades, le ayude a ello y sobre todo que sepa, sin necesidad de decirlo, que cuando vengan mal dadas, estaré aquí para ponernos serios los dos y hablar cara a cara de lo terrible de vivir, de lo frágiles que somos, de lo mucho que debemos aprender a perdonarnos para poder así perdonar. A mis años estoy aprendiendo, por fin, lo que es el perdón. Yo, que nunca había creído en él.
Ahora está en la habitación de al lado. Está estudiando. Hace un trabajo sobre las Aventuras de Tom Sawyer y a partir de la semana que viene va a ser mi profesora de inglés. Su habitación. Sus grandes ojos almendrados. Su voz. Su pasión por la lectura y su poquito de mal humor.
¡Qué hermoso es este sábado! No quiero que se me olvide.
Xoan Cejudo
Hace muchos, muchos años, caminábamos muy borrachos Juan Cejudo y yo por las calles de Madrid. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. En un momento yo cogí la mano de Juan y se la besé y mientras lloraba, le daba las gracias por haber sido mi maestro. Juan, indignado, quitó la mano y exclamó, Nunca beses la mano de un hombre. No seas gilipollas. Venga, suénate esos mocos.
Juan Cejudo es un actor maravilloso y un pedagogo a la altura de Gianni Rodari. Nos conocimos gracias a mi primera mujer, Naya González, actriz y gran persona. Cuando nos fuimos a vivir juntos ella tenía veintiocho años y yo veintitrés. Al poco conocí a Juan -que era muy amigo de Naya- y junto a él y al director y titiritero Luis Carreño comencé a escribir mi primera obra de teatro larga. Se llamaba Me persigue un misil. Los protagonistas eran Naya y Juan. Aquello acabó como el rosario de la aurora pero Juan y yo continuamos con nuestra amistad. Al poco tiempo se me ocurrió mi primer programa de radio y conseguí gracias a Miguel Gato -y a Naya que era su amiga y fue quien me lo presentó- que en aquellos momentos era director de la recién inaugurada Onda Madrid, hacer el programa piloto.
La tarde anterior llamé a Juan por si me echaba una mano en los últimos retoques al guión. El programa se llama Sinalámbrico y consistía en dramatizar la historia de la radio en España desde el año 1924 hasta nuestros días. Para ello había pensado en contar con actores, efectos de sonido y música. Porque la idea era que el programa fuera una recreación, en directo, de todos aquellos años. Juan vino, lo leyó, me miró y me dijo: La idea es muy interesante pero la forma en que lo cuentas es un puto coñazo. Yo me quedé desolado y Juan, tras una pausa bien dramática, continuó: ¿Te apetece aprender a jugar? Y entonces me di cuenta de que yo no había jugado en mi vida y le respondí que sí, que cómo no iba a querer aprender. Juan y yo estuvimos hasta la siete de la mañana rehaciendo el guión y aquellas 12 horas fueron para mí la mayor lección que me han dado jamás y no tanto por lo que aprendí sino por la generosidad de quien me abrió ese mundo. Nada se quedó para sí. Todo me lo dio. Hicimos el programa piloto sin haber dormido (él y Naya trabajaron como actores) y un mes después empezamos a emitirlo por Onda Madrid. Llegamos hasta el año 1934.
No he vuelto a tener maestro más generoso, más hermoso, más maestro. Gracias, Juan (sin besarte la mano), te recuerdo siempre y te agradezco siempre tu sabiduría.
Juan Cejudo es un actor maravilloso y un pedagogo a la altura de Gianni Rodari. Nos conocimos gracias a mi primera mujer, Naya González, actriz y gran persona. Cuando nos fuimos a vivir juntos ella tenía veintiocho años y yo veintitrés. Al poco conocí a Juan -que era muy amigo de Naya- y junto a él y al director y titiritero Luis Carreño comencé a escribir mi primera obra de teatro larga. Se llamaba Me persigue un misil. Los protagonistas eran Naya y Juan. Aquello acabó como el rosario de la aurora pero Juan y yo continuamos con nuestra amistad. Al poco tiempo se me ocurrió mi primer programa de radio y conseguí gracias a Miguel Gato -y a Naya que era su amiga y fue quien me lo presentó- que en aquellos momentos era director de la recién inaugurada Onda Madrid, hacer el programa piloto.
La tarde anterior llamé a Juan por si me echaba una mano en los últimos retoques al guión. El programa se llama Sinalámbrico y consistía en dramatizar la historia de la radio en España desde el año 1924 hasta nuestros días. Para ello había pensado en contar con actores, efectos de sonido y música. Porque la idea era que el programa fuera una recreación, en directo, de todos aquellos años. Juan vino, lo leyó, me miró y me dijo: La idea es muy interesante pero la forma en que lo cuentas es un puto coñazo. Yo me quedé desolado y Juan, tras una pausa bien dramática, continuó: ¿Te apetece aprender a jugar? Y entonces me di cuenta de que yo no había jugado en mi vida y le respondí que sí, que cómo no iba a querer aprender. Juan y yo estuvimos hasta la siete de la mañana rehaciendo el guión y aquellas 12 horas fueron para mí la mayor lección que me han dado jamás y no tanto por lo que aprendí sino por la generosidad de quien me abrió ese mundo. Nada se quedó para sí. Todo me lo dio. Hicimos el programa piloto sin haber dormido (él y Naya trabajaron como actores) y un mes después empezamos a emitirlo por Onda Madrid. Llegamos hasta el año 1934.
No he vuelto a tener maestro más generoso, más hermoso, más maestro. Gracias, Juan (sin besarte la mano), te recuerdo siempre y te agradezco siempre tu sabiduría.
¡Qué poco he aprendido! El tiempo endurece. Y ni tan siquiera voy a querer explicarme. Sería desnudarse en exceso. He escrito tantas frases. Han pasado tantas cosas. Me pesan tanto las decisiones que he ido tomando a lo largo de la vida. Podría esforzarme en hacer caso a los maestros budistas y hacer consciente en mí que nada me concierne, que mi samsara -la mente loca que nos ocupa el tiempo en pensamientos estúpidos- se empeña en hacerme responsable de todos y cada uno de mis actos; pero suelo hacer un examen de conciencia duro y radical de ese ser que no soy yo (porque yo no existe) y cuando llegan los momentos de la vista atrás siento una vaga sensación de estupidez, soberbia y melancolía.
Quise agradecer y me superó una de las respuestas posibles. Hubiera bailado. Hubiera cantado también.
Estas noches frías.
Desde aquí, entonces, gracias.
Quise agradecer y me superó una de las respuestas posibles. Hubiera bailado. Hubiera cantado también.
Estas noches frías.
Desde aquí, entonces, gracias.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/02/2011 a las 19:43 | {0}