Querido amigo:
Es cierto que a veces las mixtificaciones están como traídas por los pelos. Disculpa, si en este caso, ha ocurrido así. Aunque sólo por el hecho de que hayas jugado con los términos mitificación y mixtificación, ya merece la pena no haber hecho una buena mezcla con los ingredientes Mito Individual/Rito Social.
Imagino a veces que los pensamientos laterales como Edward Bono nos enseñó, tienen mucho de libertad de asociación y yo quería escribir sobre la mitificación pero también quería escribir -porque lateralmente estaba presente, de hecho esa tarde cantamos una canción de Dylan- sobre el encuentro con los amigos y las conversaciones. Y en el fondo, quizá, subyacía un elogio a lo normal, al encuentro entre personas que han vivido una gran parte de su vida en contacto y que tienen unos recursos que permiten entrar muy rápido en una paisaje común.
Gracias por la crítica. Intentaré afinar en mis mixturas y si vuelven a no hilar como debieran, espero tener de nuevo el placer de recibir un comentario tuyo.
Es cierto que a veces las mixtificaciones están como traídas por los pelos. Disculpa, si en este caso, ha ocurrido así. Aunque sólo por el hecho de que hayas jugado con los términos mitificación y mixtificación, ya merece la pena no haber hecho una buena mezcla con los ingredientes Mito Individual/Rito Social.
Imagino a veces que los pensamientos laterales como Edward Bono nos enseñó, tienen mucho de libertad de asociación y yo quería escribir sobre la mitificación pero también quería escribir -porque lateralmente estaba presente, de hecho esa tarde cantamos una canción de Dylan- sobre el encuentro con los amigos y las conversaciones. Y en el fondo, quizá, subyacía un elogio a lo normal, al encuentro entre personas que han vivido una gran parte de su vida en contacto y que tienen unos recursos que permiten entrar muy rápido en una paisaje común.
Gracias por la crítica. Intentaré afinar en mis mixturas y si vuelven a no hilar como debieran, espero tener de nuevo el placer de recibir un comentario tuyo.
Escena de la flagelación y baile de la bacante desnuda (no sé por qué pongo esta imagen quizá por eso la pongo. Aunque ahora que la veo y lo pienso un poco más: flagelación y baile, tengan una relación inconsciente y clara con lo que he escrito)
A veces la idealización se convierte en una especie de recuerdo embalsamado.
No me acaban de convencer las imágenes como recuerdos ni las fotografías ni los videos. Ambos tienen un aroma de traición, un rasgo perverso que intenta anular la dimensión del tiempo y la selección de los espacios.
Fijaciones.
Me ocurrió hace unos días cuando vi a una persona a la que amé (y a la que amo; curiosamente estoy descubriendo que a todas las personas a las que he amado, las sigo amando. Que yo recuerde en este momento, de ninguna persona ha variado mi sentimiento aunque las circunstancias de la vida me hayan alejado de ella o yo, en mi relación, no haya sabido comportarme con amor) y a la que hacía mucho tiempo que no veía. Durante este tiempo, mi idea de ella se había ido sublimando sobre todo a partir de unos videos de la vida que vivimos juntos. De vez en cuando los ponía y me entraba una nostalgia extraña, una gana grande de llamarla y quedar. Lo perverso de esas imágenes es que están grabadas cuando el tiempo era feliz y por lo tanto lo que destilan es eso, felicidad. Normalmente cuando las cosas van mal dejamos de grabarlas. Lo mismo debiéramos hacer cuando van bien.
Las fotografías y las cámaras de video y cine sólo deberían utilizarse para fijar ficciones.
El tiempo vivido sólo hay que visitarlo con la fuerza de la memoria abstracta. Malos son para el corazón los inventos que congelan el tiempo. Buenos, eso sí, para los investigadores de la historia. Malos porque -al contrario que la memoria abstracta- crean una repetición del mismo hecho una y otra vez (es decir: si yo pongo un video siempre repetirá las mismas acciones) mientras que la memoria abstracta evoca y trae a primer plano cosas diferentes (es decir: si yo recuerdo una momento de mujer con pincel, en ocasiones realzaré el brillo del metal por efecto del sol y en otras el pie descalzo apoyado en la hierba).
Quizás la única excepción que propondría es la del crecimiento de los niños y no tanto para nosotros -que ya los vemos crecer y lo recordamos- sino para ellos que no se vieron creciendo y siempre les resulta sorprendente. A veces mi hija Violeta se ve a sí misma con dos años y exclama, ¡Qué mona es!
Me vino bien ver el otro día a esa persona a la que hacía tiempo que no veía y me hizo recordar que el tiempo pasa y los que fuimos ya no están aunque permanezcamos.
En enero de 2010, M. me invitó a que fuera a L. para que me leyera mi Carta Astral. En aquel momento mi vida atravesaba uno de esos periodos sublimes, llenos de una riqueza vacía, tras una serie de sacudidas y tormentas que hacían tambalearse un día sí y otro también todo el edificio sobre el que había ido construyendo, endeblemente, mi devenir. Creo que el funambulismo vital es promotor de vida, de lo cerca que te tiene siempre de la muerte. Esto me lo dijo un día mi amigo P., aplicándoselo a su propia existencia. Decía P.: "Como estamos [los artistas] siempre en la cuerda floja, no nos podemos permitir ni enfermar". En aquel mes de enero de 2010 la cuerda sobre la que mi equilibrio se balanceaba en exceso, estaba más floja que nunca. Recuerdo que el día que fui a visitar a L., el tiempo era frío y desapacible. Estuve haciendo tiempo en un bar. Fumé un cigarrillo. Anduve por una calle larga y desangelada y a la hora fijada entré en el despacho de L. y me leyó mi carta.
Creo que alguna vez he comentado en este blog una doble tendencia en mí: la de creer y la del escepticismo. Estuve más de una hora y media con L. y hablando, en otras cosas, me hizo la siguiente pregunta: ¿Tú crees que te vas a poder mantener a flote hasta mayo del año que viene? Quedaban en ese momento 17 meses. Yo la miré, reflexioné un rato y al final le contesté que sí, que podría. Fue una afirmación absolutamente dicha en el vacío. Fue afirmación basada en la fe de que podría.
Largo sería narrar estos 17 meses -aunque muchos de mis sentimientos, pensamientos, anhelos, realidades y sueños están descritos aquí-. Los asuntos que me podían permitir vivir se pusieron muy cuesta arriba y gracias a la ayuda de mi familia y de mis amigos pude ir llegando hasta este mes de mayo.
También desde hace años suelo echarme el I'Ching. Lo hago muy de vez en cuando, tan sólo cuando siento que la situación que vivo me desborda. Un momento así me ocurrió en Noviembre de 2010. Pregunté al viejo I'Ching y me contestó que el cielo estaba preñado de agua y que en muy poco la lluvia descargaría sobre la tierra seca y florecería. Me aconsejó que no hiciera nada. Me aconsejó que esperara. Mayo aún estaba lejos.
Ha llegado mayo y ha ocurrido lo que la Carta Astral, interpretada por L., anunciaba y lo que el I'Ching escribió para mí. El cielo ha descargado y empieza a rociar mi tierra de su bendita agua. Dentro de muy poco os hablaré de la empresa que la semana que viene, junto a Marina, constituyo. Lo escrito en el cielo, se lee en la tierra.
Creo que alguna vez he comentado en este blog una doble tendencia en mí: la de creer y la del escepticismo. Estuve más de una hora y media con L. y hablando, en otras cosas, me hizo la siguiente pregunta: ¿Tú crees que te vas a poder mantener a flote hasta mayo del año que viene? Quedaban en ese momento 17 meses. Yo la miré, reflexioné un rato y al final le contesté que sí, que podría. Fue una afirmación absolutamente dicha en el vacío. Fue afirmación basada en la fe de que podría.
Largo sería narrar estos 17 meses -aunque muchos de mis sentimientos, pensamientos, anhelos, realidades y sueños están descritos aquí-. Los asuntos que me podían permitir vivir se pusieron muy cuesta arriba y gracias a la ayuda de mi familia y de mis amigos pude ir llegando hasta este mes de mayo.
También desde hace años suelo echarme el I'Ching. Lo hago muy de vez en cuando, tan sólo cuando siento que la situación que vivo me desborda. Un momento así me ocurrió en Noviembre de 2010. Pregunté al viejo I'Ching y me contestó que el cielo estaba preñado de agua y que en muy poco la lluvia descargaría sobre la tierra seca y florecería. Me aconsejó que no hiciera nada. Me aconsejó que esperara. Mayo aún estaba lejos.
Ha llegado mayo y ha ocurrido lo que la Carta Astral, interpretada por L., anunciaba y lo que el I'Ching escribió para mí. El cielo ha descargado y empieza a rociar mi tierra de su bendita agua. Dentro de muy poco os hablaré de la empresa que la semana que viene, junto a Marina, constituyo. Lo escrito en el cielo, se lee en la tierra.
Rayos de sol y una pieza de Erik Satie. Azuladas bajo la piel pálida corren sus venas que parecen transportar una sangre con potencias de estrellas muy lejanas y aroma de almendras. Si se traslada de una lengua a otra, las variaciones de los sonidos suspenden en el aire gotitas de anís. Si escucho, en la noche, un gemido suyo (gemido de sueño inalcanzable, muselina su garganta, vaivén de recuerdos de la infancia, la luna llena, la barra del bar primero, su gesto embriagado en la azotea de un edificio frente al mar, su lento caminar que se encamina hacia la entrada de un cementerio bajo un cielo sereno como es la muerte de los muertos, su espalda junto a la estatua de Federico, una vuelta a sus cabellos lacios y rubios ricos en matices, rubios como el sonido de la playa de Ohma, su ropa interior delicada como el corazón de las gacelas, aquéllas evocadas en los lejanos cuentos orientales, su mirada perdida en una evocación trágica, la larga y hermosísima conversación edificada sobre la verdad sin reproches ni lamentos ni quejas sino como elevación de la vida verdadera la que se vive para ser amada y los silencios posteriores con algo de Martini rojo y clara con limón) aviva en mí la etérea conformación de la existencia en nada pasajera y siempre transitando. Un paseo, una acera, una sonrisa a la vera de una ilusión de monumentos con langosta, la ceñida ante los vientos enemigos, la deriva por un mar hondísimo hasta llegar a la calle Corrientes donde Madame L. será feliz y mirará las calles de Buenos Aires con su mirada entre verde y gris donde se dejará llevar por el acento porteño y una noche, entre tangos y halagos, sabrá por qué está allí y reirá con su risa más infantil la que le surge de la suavidad de su piel y la certeza de su fatum. O arriba de la escalera en la hermosa construcción de la T4 mientras se mantiene hasta que desaparezco y yo asiento con mi torpe caminar el seguro paso que entre los dos vamos dando.
Evoco su figura frente a un acantilado, el viento pega a su cuerpo su traje, sus cabellos -como rayos de sol- se expanden, su mirada fija en el horizonte busca la otra mitad de su mundo, sus brazos abrazan su vientre que dio el fruto amado de un hijo sagaz, sus piernas se mantienen firmes entre la violencia y el humor -secreto pasadizo por donde el dolor huye, transformación súbita del llanto en risa, comunión brutal entre el ansia de vivir y la obligación de morir-.
Evoco su figura frente a un acantilado, el viento pega a su cuerpo su traje, sus cabellos -como rayos de sol- se expanden, su mirada fija en el horizonte busca la otra mitad de su mundo, sus brazos abrazan su vientre que dio el fruto amado de un hijo sagaz, sus piernas se mantienen firmes entre la violencia y el humor -secreto pasadizo por donde el dolor huye, transformación súbita del llanto en risa, comunión brutal entre el ansia de vivir y la obligación de morir-.
En junio de 2000 vivía en la casa de los padres de César. Me acababa de separar y aún no tenía casa propia así es que César me dejó durante un tiempo vivir allí (sus padres ya habían fallecido). Esta casa tenía dos particularidades: la primera la maravillosa biblioteca que atesoraba y la segunda que las paredes estaban empapeladas a modo de collage. Una decoración que el padre de César, Luis, había ido haciendo a lo largo de los años. El collage consistía en retratos y retratos y retratos hechos por pintores y fotógrafos de personajes y personas famosos, de tal forma que un día sentí que en aquella casa miles de ojos te estaban observando desde las paredes en cualquiera de sus habitaciones. Mi imaginación, a veces, se desborda y reconozco que alguna noche me desperté con miedo como si sintiera que algunos de esos ojos habían tomado vida y me habían mirado mucho más cerca de la distancia que había entre la pared y mi cama.
Yo solía escribir en el escritorio que fue de Luis, autor teatral en los años cincuenta. Una mañana leí en un periódico una noticia que animó mi creatividad. Era la noticia de que un aerolito había caído sobre la ciudad de Móstoles. De inmediato me vino la imagen de un hombre que camina por una de sus calles y un trozo de ese aerolito se le clava en la frente. Me pareció una buena anécdota para empezar un cuento y así, con el primer café de la mañana, empecé a escribirlo. Se titulaba El Falso aerolito de Móstoles. Al llegar la noche de aquel primer día me di cuenta de que la historia que estaba escribiendo no era un cuento corto. Algo había crecido en ella -no en mí- que había abierto vías y vías de historias, así es que cuando me metí en la cama ni siquiera pensé en los ojos que, como todas las noches, me vigilaban sino en que, de nuevo, tenía entre mis manos una novela.
A la mañana siguiente decidí dejar de redactar y hacerme un esquema de la novela que iba a escribir. El esquema tenía unas ramificaciones harto extrañas y a mí aquello me gustó, me pareció un desafío y pensé que, de alguna forma, tenía cierta relación con el empapelado de las paredes: rostros y rostros, ojos y ojos de épocas y estilos diferentes y, porque creo muy poco en la casualidad y mucho en la sincronicidad, sonreí y les dije a los retratos de las paredes, Así es que queréis que os cuente, ¿eh? Vale. Y puse manos a la obra.
Calculé, en aquel verano de 2000, que tardaría un par de años en tener el primer borrador de la novela a la que pronto titulé Las Últimas. El destino de las historias es como el destino de los hombres, insondable, y aquellos dos años se convirtieron en nueve. Nueve años durante los cuales la novela ha estado día tras día en mi cabeza, con periodos de barbecho en donde tenía que ser paciente y dejar que el vacío fuera fértil, con otros donde un frenesí por contar hacía que mi mano fuera demasiado lenta -he escrito toda la novela a mano que es como, según comentaba Antonio Buero Vallejo, hay que escribir porque el fluido entre la idea y su plasmación en la hoja no se interrumpe cuando escribes con la pluma entre tus dedos y sí cuando, para plasmarlo, has de golpear cada letra en el teclado-, hubo otros periodos en los que descubrí que los narradores no funcionaban y hube de cambiarlos, otros en los que la vida se metía entre medias de la novela y yo y me alejaba de ella. Y así, poco a poco, llegué en diciembre de 2009 al final del primer borrador. Calculé entonces que la corrección no me llevaría más de cinco o seis meses y como siempre, mis cálculos, no han tenido nada que ver con la realidad.
He de reconocer que en muchos momentos de este largo proceso, he llegado a desesperar. Me he dicho, Pero en qué berenjenal te has metido. O, ¡Qué inconstante eres! O, No, no, no funciona. O, ¡Jamás terminarás esto! Hasta que de repente ayer, 22 de marzo de 2011, puse la palabra fin en la página 318. Y escribo de repente porque me pilló de sorpresa. No sabía que la iba a terminar ayer pero el personaje de Damián Sairer, al que espero que dentro de muy poco puedas conocer, me dio la clave del final y yo le miré, tras tantos años juntos, y le dije de viva voz, Gracias, Damián. Si ti no habría podido poner la palabra FIN.
Yo solía escribir en el escritorio que fue de Luis, autor teatral en los años cincuenta. Una mañana leí en un periódico una noticia que animó mi creatividad. Era la noticia de que un aerolito había caído sobre la ciudad de Móstoles. De inmediato me vino la imagen de un hombre que camina por una de sus calles y un trozo de ese aerolito se le clava en la frente. Me pareció una buena anécdota para empezar un cuento y así, con el primer café de la mañana, empecé a escribirlo. Se titulaba El Falso aerolito de Móstoles. Al llegar la noche de aquel primer día me di cuenta de que la historia que estaba escribiendo no era un cuento corto. Algo había crecido en ella -no en mí- que había abierto vías y vías de historias, así es que cuando me metí en la cama ni siquiera pensé en los ojos que, como todas las noches, me vigilaban sino en que, de nuevo, tenía entre mis manos una novela.
A la mañana siguiente decidí dejar de redactar y hacerme un esquema de la novela que iba a escribir. El esquema tenía unas ramificaciones harto extrañas y a mí aquello me gustó, me pareció un desafío y pensé que, de alguna forma, tenía cierta relación con el empapelado de las paredes: rostros y rostros, ojos y ojos de épocas y estilos diferentes y, porque creo muy poco en la casualidad y mucho en la sincronicidad, sonreí y les dije a los retratos de las paredes, Así es que queréis que os cuente, ¿eh? Vale. Y puse manos a la obra.
Calculé, en aquel verano de 2000, que tardaría un par de años en tener el primer borrador de la novela a la que pronto titulé Las Últimas. El destino de las historias es como el destino de los hombres, insondable, y aquellos dos años se convirtieron en nueve. Nueve años durante los cuales la novela ha estado día tras día en mi cabeza, con periodos de barbecho en donde tenía que ser paciente y dejar que el vacío fuera fértil, con otros donde un frenesí por contar hacía que mi mano fuera demasiado lenta -he escrito toda la novela a mano que es como, según comentaba Antonio Buero Vallejo, hay que escribir porque el fluido entre la idea y su plasmación en la hoja no se interrumpe cuando escribes con la pluma entre tus dedos y sí cuando, para plasmarlo, has de golpear cada letra en el teclado-, hubo otros periodos en los que descubrí que los narradores no funcionaban y hube de cambiarlos, otros en los que la vida se metía entre medias de la novela y yo y me alejaba de ella. Y así, poco a poco, llegué en diciembre de 2009 al final del primer borrador. Calculé entonces que la corrección no me llevaría más de cinco o seis meses y como siempre, mis cálculos, no han tenido nada que ver con la realidad.
He de reconocer que en muchos momentos de este largo proceso, he llegado a desesperar. Me he dicho, Pero en qué berenjenal te has metido. O, ¡Qué inconstante eres! O, No, no, no funciona. O, ¡Jamás terminarás esto! Hasta que de repente ayer, 22 de marzo de 2011, puse la palabra fin en la página 318. Y escribo de repente porque me pilló de sorpresa. No sabía que la iba a terminar ayer pero el personaje de Damián Sairer, al que espero que dentro de muy poco puedas conocer, me dio la clave del final y yo le miré, tras tantos años juntos, y le dije de viva voz, Gracias, Damián. Si ti no habría podido poner la palabra FIN.
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Diario
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/05/2011 a las 12:40 | {0}