Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIX
Voy a asomarme a un deleite. Permitidme hoy queridas Aglaya y Euphosine, queridos Donjuan y Hamlet practicar un antiguo divertimento que hacía cuando me dio por aprender a contar historias. Fue hace mucho, mucho tiempo. Ahora que ya lo años me obligan al retiro, voy perdiendo su cuenta, como si cada vez fuera siendo menos esclavo suyo. Cada vez me dedico menos al cómputo del tiempo. Incluso empiezo a dudar de su dimensionalidad pero por ahí me pierdo y no es ésa mi intención. Ahora sólo sé que fue hace muchos años. Probablemente a finales de los años cincuenta cuando ejercí el oficio de tasador de bibliotecas*. Recuerdo que por mor de mi profesión hube de abrir muchos libros. Casi ninguno pasó por mis manos sin pena ni gloria. En todos acababa encontrando algo; la mayoría de los casos imagino que serían figuras retóricas, encuentros felices con la lengua. Tengo un recuerdo que no sé si es de un sueño, de una gran biblioteca en un castillo del siglo XIII ubicado en la Bretaña francesa que tenía dos grandes torreones circulares coronados por tejados de pizarra. En uno de esos torreones -el de la izquierda según mirabas de frente el castillo desde la alameda que moría frente a la puerta principal- se encontraba la biblioteca. Las estanterías, circulares como el muro, ascendían hasta casi llegar al tejado; a sus baldas se accedía por medio de un ingenioso sistema de poleas que ponía en marcha una escalera que podía ascender hasta la galería que remataba las estanterías y daba acceso al tejado. Los muros medirían unos veinte metros de altura. No sé si el número de volúmenes ascendía a casi doscientos mil o son exageraciones propias de un recuerdo añejo.
Pues bien, fue allí -gatas queridas, perros amigos- donde me aficioné a no entender nada. No sé cuántos miles de volúmenes estaban escritos en alfabetos extraños, cuántos otros miles lo estaban en el alfabeto latino pero con letras arcaicas, cuántos más lo estaban en lenguas que yo ni siquiera sabía a qué familia de lenguas podrían pertenecer. Lo más sorprendente fue que empecé a sentir un placer muy exótico -para mí ese es el adjetivo que le puede dar un poco de color a lo que sentía-. Un día, por ejemplo, estuve leyendo el Kalevala en su idioma original sin saber en absoluto que estaba leyendo la epopeya finesa por antonomasia en la versión que de ella hizo Elias Lönnrot. Además el ejemplar en el que la estaba leyendo era la edición prínceps de 1849. Lo maravilloso de aquella experiencia es que cuando la baronesa de l'Estrade -viuda del barón de l'Estrade- me comentó el tema del libro reviví la sensación de heroicidad que había sentido mientras leía esos versos sin sentido ninguno para mí. ¿A qué lugar acudió mi mente para generar en mí la sensación de estar leyendo algo parecido a los cantos de antiquísimos rapsodas del Sur?
No quiero dejar de anotar un suceso. La segunda noche en el castillo, me quedé trabajando en la biblioteca. Ésta, en la planta de abajo, disponía de una gran mesa de madera bien iluminada para la lectura y con sillas tapizadas para que leer no resultase enojoso en las nalgas. Por una de las saeteras -por cuyos estrechos vanos entraba la única luz natural- vi durante unos minutos el filo recién nacido de la luna y en esa contemplación estaba cuando la veuve de l'Estrade entró trayéndome además de la transparencia de su camisón, un ponche calentito. No he decir cuánto de bueno hizo el ponche en mi cuerpo y cómo cuando observé los pezones como pitones de la viuda, mi verga se hizo a la mar y arribó entre sus piernas, aunque antes le rogué que se tumbara sobre la mesa, permitiera que le bajara las bragas y dejara que con largura lamiera su clítoris e introdujera levemente mi lengua en su vagina hasta que sus exhalaciones me invitaran a entrar en ella no ya con mi lengua sino con mi bergantina verga. A todo ello accedió gustosa la señora viuda baronesa de l'Estrade y he de decir que antes de que continuara con mis inclinaciones varoniles, ella me rogó si accedería a que me introdujera sus dedos por mi culo -con toda la cautela y todos los aceites necesarios para que la introducción fuera grata- mientras se entretenía reconociendo mi polla con su boca hasta que yo estuviera a punto de decir, ¡Basta, por Afrodita, basta o el chorro de semen saldrá con tanta fuerza que de seguro una gota reposará sobre la barandilla de la galería superior del torreón! Reí con ella de su hipérbole y nos pusimos a gozar hasta el alba. ¡Bendita literatura!
Dejadme, Aglaya, Donjuan, Euphosine y Hamlet, sumergirme en estos jeroglíficos del Imperio Medio, donde parece que alguien ha vencido en una singular batalla aunque también pudiera ser una cuenta de balas de paja o el tránsito de un alma al inframundo o la celebración de una fiesta de la primavera. Chi lo sa!
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* En esta revista que tanto me congratulo en dirigir, publiqué cuatro entradas en las que Isaac Alexander recuerda su época de tasador de bibliotecas. Si clicas sobre el nombre resaltado en verde accederás a la serie completa.
Pues bien, fue allí -gatas queridas, perros amigos- donde me aficioné a no entender nada. No sé cuántos miles de volúmenes estaban escritos en alfabetos extraños, cuántos otros miles lo estaban en el alfabeto latino pero con letras arcaicas, cuántos más lo estaban en lenguas que yo ni siquiera sabía a qué familia de lenguas podrían pertenecer. Lo más sorprendente fue que empecé a sentir un placer muy exótico -para mí ese es el adjetivo que le puede dar un poco de color a lo que sentía-. Un día, por ejemplo, estuve leyendo el Kalevala en su idioma original sin saber en absoluto que estaba leyendo la epopeya finesa por antonomasia en la versión que de ella hizo Elias Lönnrot. Además el ejemplar en el que la estaba leyendo era la edición prínceps de 1849. Lo maravilloso de aquella experiencia es que cuando la baronesa de l'Estrade -viuda del barón de l'Estrade- me comentó el tema del libro reviví la sensación de heroicidad que había sentido mientras leía esos versos sin sentido ninguno para mí. ¿A qué lugar acudió mi mente para generar en mí la sensación de estar leyendo algo parecido a los cantos de antiquísimos rapsodas del Sur?
No quiero dejar de anotar un suceso. La segunda noche en el castillo, me quedé trabajando en la biblioteca. Ésta, en la planta de abajo, disponía de una gran mesa de madera bien iluminada para la lectura y con sillas tapizadas para que leer no resultase enojoso en las nalgas. Por una de las saeteras -por cuyos estrechos vanos entraba la única luz natural- vi durante unos minutos el filo recién nacido de la luna y en esa contemplación estaba cuando la veuve de l'Estrade entró trayéndome además de la transparencia de su camisón, un ponche calentito. No he decir cuánto de bueno hizo el ponche en mi cuerpo y cómo cuando observé los pezones como pitones de la viuda, mi verga se hizo a la mar y arribó entre sus piernas, aunque antes le rogué que se tumbara sobre la mesa, permitiera que le bajara las bragas y dejara que con largura lamiera su clítoris e introdujera levemente mi lengua en su vagina hasta que sus exhalaciones me invitaran a entrar en ella no ya con mi lengua sino con mi bergantina verga. A todo ello accedió gustosa la señora viuda baronesa de l'Estrade y he de decir que antes de que continuara con mis inclinaciones varoniles, ella me rogó si accedería a que me introdujera sus dedos por mi culo -con toda la cautela y todos los aceites necesarios para que la introducción fuera grata- mientras se entretenía reconociendo mi polla con su boca hasta que yo estuviera a punto de decir, ¡Basta, por Afrodita, basta o el chorro de semen saldrá con tanta fuerza que de seguro una gota reposará sobre la barandilla de la galería superior del torreón! Reí con ella de su hipérbole y nos pusimos a gozar hasta el alba. ¡Bendita literatura!
Dejadme, Aglaya, Donjuan, Euphosine y Hamlet, sumergirme en estos jeroglíficos del Imperio Medio, donde parece que alguien ha vencido en una singular batalla aunque también pudiera ser una cuenta de balas de paja o el tránsito de un alma al inframundo o la celebración de una fiesta de la primavera. Chi lo sa!
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* En esta revista que tanto me congratulo en dirigir, publiqué cuatro entradas en las que Isaac Alexander recuerda su época de tasador de bibliotecas. Si clicas sobre el nombre resaltado en verde accederás a la serie completa.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXVIII
Siete menos cinco de la tarde
No hay movimiento... ningún movimiento...*
La lechuza no se asustó conmigo. Fue Aglaia, la más fiera de las gatas, quien le plantó cara y la lechuza se vio sorprendida de su audacia y enarcó una ceja como si dentro de ella Atenea nos observara.
Buscar palabras que me vuelvan loco.**
La lechuza no se asustó conmigo. Fue Aglaia, la más fiera de las gatas, quien le plantó cara y la lechuza se vio sorprendida de su audacia y enarcó una ceja como si dentro de ella Atenea nos observara.
Buscar palabras que me vuelvan loco.**
Seis menos veinte pasadas de la tarde
Me voy. Ya es tiempo. El penúltimo escalón he de pasarlo aun más adentro, aún más. Sólo para poder llegar a conocerme a mí mismo y saber si merezco el respeto que tanto he buscado. Y una vez hallada la respuesta (que será un sí o un no) me olvidaré para siempre de la pregunta y pasearé bajo las hayas de un bosque que habrá cerca de mi casa.
Me alejo aún más. Me gusta la vida. Me gusta hinchar mis pulmones de aire y saber que ese ligero aroma de flor es un dondiego de noche y que más allá, tras el recodo en el camino, cuando se inicia la Cuesta Fuerte, lo primero que me asalta es el perfume penetrante y dulzón de la jara. Me alejo aún más. Por el sendero que lleva a lo profundo del valle, donde dicen que aún viven los lobos y donde el oso se esconde para no hacernos daño.
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Me alejo aún más. Me gusta la vida. Me gusta hinchar mis pulmones de aire y saber que ese ligero aroma de flor es un dondiego de noche y que más allá, tras el recodo en el camino, cuando se inicia la Cuesta Fuerte, lo primero que me asalta es el perfume penetrante y dulzón de la jara. Me alejo aún más. Por el sendero que lleva a lo profundo del valle, donde dicen que aún viven los lobos y donde el oso se esconde para no hacernos daño.
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Notas
* A veces me digo: te estás dejando llevar por la tradición. Discurro si es lo mejor. Sé que he de poner un ejemplo: Clarissa. Por supuesto que Isaac jamás escribió la historia de Clarissa en el orden que yo la estoy transcribiendo en la revista. Los episodios de Clarissa están muy dispersos entre todos los cuadernos. Es un claro ejemplo de su estilo de escritura. Porque escribir, también yo lo sé, es de los actos más libres que pueda ejercer un ser humano (el acto de escribir, no el resultado de lo escrito. Cuando el escritor se sienta ante su hoja es el más libre de los hombres a la hora de pergeñar su idea). Insisto: Clarissa se encuentra en los cuadernos de memorias de Isaac. La memoria de Isaac es una memoria que se deja llevar por sí misma, como si continuamente estuviera meditando y dejara que los recuerdos saltaran de uno a otro sin solución de continuidad. Así es que yo, cuando me veo reuniendo los recuerdos dispersos, me pregunto si es lo correcto o si mejor sería esperar del lector el esfuerzo de buscar cuándo, dónde apareció este personaje o, sencillamente, leer lo escrito sin relacionarlo con nada. Hay algo, en todo caso, que demuestra bien a las claras la destreza con la pluma de Isaac: no aburre nunca.
Así es que hoy voy a seguir con textos de Isaac en los que no altero su orden. Por una vez lo hago así. Por si alguien... por si alguna vez...
** En una anotación escrita cinco años después, nos explica Isaac que cuando escribió buscar palabras que me vuelvan loco, lo dice como el ejemplo preclaro de la poesía. Para él, como para tantos pensadores intrusos, la poesía trata de lo inefable y la inspiración para poder acceder a una metáfora que logre iluminar lo inefable -entiende por metáfora la imagen de una idea- sólo puede acudir al alma del poeta cuando éste se deja imbuir del espíritu de Dionisos, el dios cabra que cuando nos sonríe y nos mira permite que por nuestra boca -si somos rapsodas- o por nuestra escritura -si lo que somos es poetas- surjan las palabras combinadas en fórmulas extrañas que parecen traspasar nuestra razón para llegar a lo más profundo de nuestro propio Hades a nuestro Tártaro, porque esas palabras locas son las únicas capaces de atravesar los muros de acero que rodean nuestro Tártaro y a los que el ingenuo Sigmund Freud llamó de forma delicada y falsa censura.
Así es que hoy voy a seguir con textos de Isaac en los que no altero su orden. Por una vez lo hago así. Por si alguien... por si alguna vez...
** En una anotación escrita cinco años después, nos explica Isaac que cuando escribió buscar palabras que me vuelvan loco, lo dice como el ejemplo preclaro de la poesía. Para él, como para tantos pensadores intrusos, la poesía trata de lo inefable y la inspiración para poder acceder a una metáfora que logre iluminar lo inefable -entiende por metáfora la imagen de una idea- sólo puede acudir al alma del poeta cuando éste se deja imbuir del espíritu de Dionisos, el dios cabra que cuando nos sonríe y nos mira permite que por nuestra boca -si somos rapsodas- o por nuestra escritura -si lo que somos es poetas- surjan las palabras combinadas en fórmulas extrañas que parecen traspasar nuestra razón para llegar a lo más profundo de nuestro propio Hades a nuestro Tártaro, porque esas palabras locas son las únicas capaces de atravesar los muros de acero que rodean nuestro Tártaro y a los que el ingenuo Sigmund Freud llamó de forma delicada y falsa censura.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2021 a las 18:53 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXVII
8 horas y 17 minutos
Me digo: aliento. Levanta. Los huesos. Es la mañana y el sol entra aún con un tono dorado y suave. Sé que el calor llegará y caminaremos bajo un sol de justicia. A los lejos podría ver las huestes enemigas.
Lo dejo ahí. En el ensueño. Alguna vez me creí con la capacidad para volver a los sueños. Creo que alguna vez lo conseguí. Desayuno un café solo. Hacía tiempo que no desayunaba un café solo. Sin azúcar. Sin leche. Sin tostadas con mantequilla. Las tostadas hechas con el pan del día anterior me recuerdan a la infancia*.
Lo dejo ahí. En el ensueño. Alguna vez me creí con la capacidad para volver a los sueños. Creo que alguna vez lo conseguí. Desayuno un café solo. Hacía tiempo que no desayunaba un café solo. Sin azúcar. Sin leche. Sin tostadas con mantequilla. Las tostadas hechas con el pan del día anterior me recuerdan a la infancia*.
10 horas y 17 minutos
Puntual Clarissa. Se sienta frente a mí. Está roja como un tomate. Le ofrezco un café. Me dice que todavía no toma café, añade que no sabe si tomará café nunca. Hay un momento de silencio. Ella me mira y baja la vista. Entonces dice, atropelladamente, Si quiere puedo empezar por la cocina. Es lo que suele estar más sucio. Los hombres lo dejan todo por ahí. Y luego los baños. Eso me parece a mí. Le pregunto a Clarissa si ha ido a la escuela. Me responde que poco. Me levanto. Miro por la ventana y le pregunto, Clarissa, ¿te gustaría aprender? ¿Saber, por ejemplo, cómo es el esqueleto de un pájaro o descubrir el sonido de las bramaderas, bueno, primero saber, si no lo sabes, lo que son las bramaderas? ¿Te gustaría que diéramos paseos por el bosque, a lo largo de todas las estaciones y varias veces y observáramos, tan sólo observáramos? ¿Te gustaría prepararte para no ser criada?
Clarissa se queda callada. No importa. Su mirada brilla tanto (lo intuía -la intuición es la antena que conecta a los seres afines-) que hasta tiene miedo. Le digo, Te pagaré tres horas diarias paras que aprendas lo que puedas de lo que yo te pueda enseñar.
Clarissa abre la boca, ¿Por qué? pregunta. ¿Quieres?, le respondo. Sí, dice ella. Pues entonces porque sí, ¿te parece? Vamos a empezar ya porque no sé si conoces ese dicho, por el camino de mañana se llega al de nunca. Lo primero que te quiero enseñar es algo, para mi gusto, esencial para bien vivir, que es no hacer nada, absolutamente nada.
También le hago una sugerencia: mejor que no le diga nada a nadie y sobre todo a su familia. Ella vuelve a bajar la mirada cuando contesta, Ya lo había pensado. Bien, pues manos a la nada.
Clarissa se queda callada. No importa. Su mirada brilla tanto (lo intuía -la intuición es la antena que conecta a los seres afines-) que hasta tiene miedo. Le digo, Te pagaré tres horas diarias paras que aprendas lo que puedas de lo que yo te pueda enseñar.
Clarissa abre la boca, ¿Por qué? pregunta. ¿Quieres?, le respondo. Sí, dice ella. Pues entonces porque sí, ¿te parece? Vamos a empezar ya porque no sé si conoces ese dicho, por el camino de mañana se llega al de nunca. Lo primero que te quiero enseñar es algo, para mi gusto, esencial para bien vivir, que es no hacer nada, absolutamente nada.
También le hago una sugerencia: mejor que no le diga nada a nadie y sobre todo a su familia. Ella vuelve a bajar la mirada cuando contesta, Ya lo había pensado. Bien, pues manos a la nada.
1 y media de la tarde
La nada es fértil. Tardará Clarissa en relajarse. Si es que alguna vez... alguna vez. Vendrá a casa los lunes, miércoles y viernes entre las diez y la una que es la hora en que más tranquilo está el bar. El sueldo se lo dará íntegro a sus tíos.
Mientras paseo por la montaña con Hamlet y Donjuan, me pregunto si mi interés por Clarissa es una especie de nostalgia de paternidad. No es la primera vez que tengo este pensamiento. Me pasa con M. En realidad me pasa siempre que estoy con una mujer mucho más joven que yo. Es cierto que el atractivo sexual es una fuerza poderosa, casi irresistible para mí pero también me he visto a veces disfrutando mucho más el momento de la confidencia o del descubrimiento junto a ella de algo que le ocurre por primera vez y que a mí, por simple diferencia de años, ya me ha ocurrido varias veces; ese momento, en ocasiones, es mucho más hermoso y duradero en mi memoria que el acto amoroso que había ocurrido antes o que ocurriría después. Y también pienso si late, de forma oculta, un deseo por un cuerpo joven, desvalido que me lleva al tema de las muchachas perseguidas de la novela romántica y por eso, el primer nombre que me surgió fue el de Clarissa, como también podrían haber surgido Julia o Justine. Intento, mientras la subida me hace romper en sudor, sincerarme conmigo mismo, ver en lo más hondo de un hombre que se encuentra en su último aliento, si lo que envuelve con un aura de filantropía no es más que el deseo de amar, una vez más, la inocencia. Y no hay inocencia más palpable que la de un cuerpo joven. Quizá convivan ambas pulsiones.
Mientras paseo por la montaña con Hamlet y Donjuan, me pregunto si mi interés por Clarissa es una especie de nostalgia de paternidad. No es la primera vez que tengo este pensamiento. Me pasa con M. En realidad me pasa siempre que estoy con una mujer mucho más joven que yo. Es cierto que el atractivo sexual es una fuerza poderosa, casi irresistible para mí pero también me he visto a veces disfrutando mucho más el momento de la confidencia o del descubrimiento junto a ella de algo que le ocurre por primera vez y que a mí, por simple diferencia de años, ya me ha ocurrido varias veces; ese momento, en ocasiones, es mucho más hermoso y duradero en mi memoria que el acto amoroso que había ocurrido antes o que ocurriría después. Y también pienso si late, de forma oculta, un deseo por un cuerpo joven, desvalido que me lleva al tema de las muchachas perseguidas de la novela romántica y por eso, el primer nombre que me surgió fue el de Clarissa, como también podrían haber surgido Julia o Justine. Intento, mientras la subida me hace romper en sudor, sincerarme conmigo mismo, ver en lo más hondo de un hombre que se encuentra en su último aliento, si lo que envuelve con un aura de filantropía no es más que el deseo de amar, una vez más, la inocencia. Y no hay inocencia más palpable que la de un cuerpo joven. Quizá convivan ambas pulsiones.
5 y 37 minutos de madrugada
Me ha despertado una lluvia muy fina que he asociado al sueño en el que M. deja caer su lluvia dorada sobre mi boca. Bebo su pis que sabe de forma muy tenue a aguacate. Respiro hondo el aire de la tierra recién mojada y antes de tomarme un café me acerco hasta la cerca que separa mi propiedad del mundo y me apoyo en ella y cierro los ojos y dejo que las imágenes del sueño vuelvan: M. me mira con ojos de serpiente y al abrir su boca su lengua bífida se pasea por mis pezones. M. me muerde, me muerde fuerte. Escucho, recuerdo el sonido en el sueño, un trueno agudo, largo en el tiempo. Ahora estoy solo. Llevo una bata de lino abierta. El vello de mi pecho se riza ante mi vista. Ahora es una risa lo que escucho. Entonces se acerca Hamlet y me devuelve a la vigilia. Tienes que volver al mundo, parece decirme con el movimiento de su cola. Vibra la lluvia. No tardará en reinar el lucero del alba.
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* Es curioso porque a mí me ocurre lo mismo. Lo escribía en el capítulo 9º, entrada 166 del libro Me Acuerdo (si haces un clic sobre el título resaltado en verde accedes a todos los capítulos) que acabo de publicar en Inventario.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/06/2021 a las 18:16 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXVI
Seis menos cuarto de la tarde
Picoteada por las flores silvestres -manzanilla, poleo, margarita, jara- el valle se encamina hacia el verano. Hamlet y Donjuán husmean el rastro de los conejos, se pierden a lo lejos, beben de cualquier charca y parece que las bacterias de sus intestinos están preparadas para el aluvión de huéspedes que deben de llegar con cada lametada porque no tienen diarreas y al volver a casa comen con apetito.
M. ha venido esta tarde. Es más alta que yo, mucho más alta. La comparo con la espiga del trigo y la aviso de que no logrará domesticarme como hizo el cereal con el hombre. M. mide un metro y noventa y dos centímetros. Yo mido un metro y setenta y tres centímetros. Me gusta que mis cabellos canos queden casi a la altura de sus pechos que son generosos y estoy convencido de que cuando sea madre serán unos pechos ubérrimos como se cantan de algunos en los viejos testamentos. M. viene para conocer a Clarissa. Sólo que ella no lo sabe.
Cuando cae la noche y hasta que cierra, la muchacha termina la jornada limpiando la taberna que regenta su tío en la plaza del Ayuntamiento. Antes de ir a la taberna hemos dado un paseo por el valle. Nos hemos detenido y nos hemos sentado en un promontorio que yo llamo La Piedra verde y allí, sentados y apoyados en un viejo y solitario tronco de roble, nos hemos besado y nos hemos acariciado las entrepiernas como si fuéramos un pastor y una pastora de la comedia bucólica de Tasso. Me gusta cómo huele el flujo de M. Ella me dice que le gusta la piel de mi escroto. Reímos. Nos saciamos. Volvemos con los perros moviendo las colas en señal de contento y las gatas persiguiendo ardillas por lo alto de los fresnos. Al llegar a la linde del pueblo y como si fuera una ocurrencia del momento, le propongo a M. tomar un buen vino de la Ribera del Duero con una buena cecina de caballo en la taberna de la Plaza. A M. el sexo le ha abierto el apetito. Me pide que espere un segundo. Me lleva tras unos matorrales y hace un par de pipas de marihuana. El cielo de la tarde se vuelve más azul tras la calada. La arrugas de las caras se han pronunciado: el mundo es viejo y vale la pena reír. M. y yo reímos. Nos cogemos por el talle. Atravesamos las calles del pueblo. Llegamos a la Plaza. Entramos con los perros en la taberna y al hacerlo siento como si fuéramos los señores de esas tierras y tuviéramos el derecho de entrar con nuestras fieras en cualquier casa de nuestros siervos. Viejas ensoñaciones literarias.
M. y yo nos sentamos en una mesa junto a un ventanuco. Al fondo la barra. Tras la barra limpia vasos Clarissa. La mirada baja. Durante el tiempo que estemos en la taberna veremos a la muchacha en esa actividad y también la veremos barriendo y colocando sillas y mesas y retirando platos y sirviendo copas y respirando hondo y mirando a la nada y respondiendo con servilismo a un donaire de su tío y la veremos aguantar un meneo de su primo mayor y al fin desaparecer en la cocina.
De vuelta a casa y mientras hacemos la cena: una tortilla de patatas con una ensalada de tomate y albahaca fresca, llevaré la conversación hacia la muchacha y sin preguntar nada intentaré saber si M. está de acuerdo en que Clarissa es la muchacha perfecta para que venga a trabajar como asistenta. Luego nos embriagaremos y follaremos fuerte como le gusta a ella que se pone brava cuando bebe un poco más de vino de la cuenta y se irá por la mañana antes de que yo me despierte porque a ella le gusta desayunar sola... a mí también... y tácitamente ambos lo sabemos.
Está bonita la serranía. Me gustan los azules y violetas que toma la piedra en el ocaso; me gusta contemplar cómo el sol se hunde tras el Pico de la Roca (a veces, al hacerlo, no sé por qué me viene a las mientes Prometeo). Pasa un ciclista. Escucho el canto del petirrojo. Se camufla el puercoespín.
M. ha venido esta tarde. Es más alta que yo, mucho más alta. La comparo con la espiga del trigo y la aviso de que no logrará domesticarme como hizo el cereal con el hombre. M. mide un metro y noventa y dos centímetros. Yo mido un metro y setenta y tres centímetros. Me gusta que mis cabellos canos queden casi a la altura de sus pechos que son generosos y estoy convencido de que cuando sea madre serán unos pechos ubérrimos como se cantan de algunos en los viejos testamentos. M. viene para conocer a Clarissa. Sólo que ella no lo sabe.
Cuando cae la noche y hasta que cierra, la muchacha termina la jornada limpiando la taberna que regenta su tío en la plaza del Ayuntamiento. Antes de ir a la taberna hemos dado un paseo por el valle. Nos hemos detenido y nos hemos sentado en un promontorio que yo llamo La Piedra verde y allí, sentados y apoyados en un viejo y solitario tronco de roble, nos hemos besado y nos hemos acariciado las entrepiernas como si fuéramos un pastor y una pastora de la comedia bucólica de Tasso. Me gusta cómo huele el flujo de M. Ella me dice que le gusta la piel de mi escroto. Reímos. Nos saciamos. Volvemos con los perros moviendo las colas en señal de contento y las gatas persiguiendo ardillas por lo alto de los fresnos. Al llegar a la linde del pueblo y como si fuera una ocurrencia del momento, le propongo a M. tomar un buen vino de la Ribera del Duero con una buena cecina de caballo en la taberna de la Plaza. A M. el sexo le ha abierto el apetito. Me pide que espere un segundo. Me lleva tras unos matorrales y hace un par de pipas de marihuana. El cielo de la tarde se vuelve más azul tras la calada. La arrugas de las caras se han pronunciado: el mundo es viejo y vale la pena reír. M. y yo reímos. Nos cogemos por el talle. Atravesamos las calles del pueblo. Llegamos a la Plaza. Entramos con los perros en la taberna y al hacerlo siento como si fuéramos los señores de esas tierras y tuviéramos el derecho de entrar con nuestras fieras en cualquier casa de nuestros siervos. Viejas ensoñaciones literarias.
M. y yo nos sentamos en una mesa junto a un ventanuco. Al fondo la barra. Tras la barra limpia vasos Clarissa. La mirada baja. Durante el tiempo que estemos en la taberna veremos a la muchacha en esa actividad y también la veremos barriendo y colocando sillas y mesas y retirando platos y sirviendo copas y respirando hondo y mirando a la nada y respondiendo con servilismo a un donaire de su tío y la veremos aguantar un meneo de su primo mayor y al fin desaparecer en la cocina.
De vuelta a casa y mientras hacemos la cena: una tortilla de patatas con una ensalada de tomate y albahaca fresca, llevaré la conversación hacia la muchacha y sin preguntar nada intentaré saber si M. está de acuerdo en que Clarissa es la muchacha perfecta para que venga a trabajar como asistenta. Luego nos embriagaremos y follaremos fuerte como le gusta a ella que se pone brava cuando bebe un poco más de vino de la cuenta y se irá por la mañana antes de que yo me despierte porque a ella le gusta desayunar sola... a mí también... y tácitamente ambos lo sabemos.
Está bonita la serranía. Me gustan los azules y violetas que toma la piedra en el ocaso; me gusta contemplar cómo el sol se hunde tras el Pico de la Roca (a veces, al hacerlo, no sé por qué me viene a las mientes Prometeo). Pasa un ciclista. Escucho el canto del petirrojo. Se camufla el puercoespín.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/05/2021 a las 17:43 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXV
14 horas 48 minutos
Sí, la primavera tiene un arrobo que me sugiere conceptos como salvaje, voluptuosidad, miel...
Vuelvo a mirar el pasado y ahora sé (lo que implica necesariamente que, si sigo con vida unos años más, al cabo de esos años de prórroga, tendré la seguridad de que cuando escribí hoy a las 14 horas y 52 minutos "ahora sé", seguía sin saber) que no puedo afirmar que mi recuerdo sea lo ocurrido. Porque si fuera cierto el mecanismo del recordar -el recuerdo no consiste en abrir un cajón cerebral donde se almacena ésta o aquella circunstancia de tu vida sino que cuando quieres traerlas al presente, el cerebro busca las sinapsis neuronales que pertenecen a ese fantasma y una vez establecida la conexión el espectro de tu vida, es decir el recuerdo, accede a tu memoria y recuerdas- ¿quién me asegura que esa conexión sea la justa? ¿quién me asegura que no se ha producido una mutación o una falla en el suministro de corriente eléctrica justo en el momento de la transmisión y que esa falla genere un recuerdo ligeramente irreal?
...que mi recuerdo sea lo ocurrido.
Hubo en algún lugar un vencejo caído en un jardín. Es un fantasma del pasado que acude a mi memoria cuando Euphosine trae entre sus dientes un vencejo. No es más que un polluelo, pienso. Debe de haber caído del nido. Cuando se lo quito a la gata de la boca, el pájaro aún vive. Euphosine apenas lo ha marcado con sus dientes. Una gota de sangre en un ala, un rasguño junto al ojo derecho. Poco más. Lo cuidaremos, me digo, hasta que pueda volver a volar.
Vuelvo a mirar el pasado y ahora sé (lo que implica necesariamente que, si sigo con vida unos años más, al cabo de esos años de prórroga, tendré la seguridad de que cuando escribí hoy a las 14 horas y 52 minutos "ahora sé", seguía sin saber) que no puedo afirmar que mi recuerdo sea lo ocurrido. Porque si fuera cierto el mecanismo del recordar -el recuerdo no consiste en abrir un cajón cerebral donde se almacena ésta o aquella circunstancia de tu vida sino que cuando quieres traerlas al presente, el cerebro busca las sinapsis neuronales que pertenecen a ese fantasma y una vez establecida la conexión el espectro de tu vida, es decir el recuerdo, accede a tu memoria y recuerdas- ¿quién me asegura que esa conexión sea la justa? ¿quién me asegura que no se ha producido una mutación o una falla en el suministro de corriente eléctrica justo en el momento de la transmisión y que esa falla genere un recuerdo ligeramente irreal?
...que mi recuerdo sea lo ocurrido.
Hubo en algún lugar un vencejo caído en un jardín. Es un fantasma del pasado que acude a mi memoria cuando Euphosine trae entre sus dientes un vencejo. No es más que un polluelo, pienso. Debe de haber caído del nido. Cuando se lo quito a la gata de la boca, el pájaro aún vive. Euphosine apenas lo ha marcado con sus dientes. Una gota de sangre en un ala, un rasguño junto al ojo derecho. Poco más. Lo cuidaremos, me digo, hasta que pueda volver a volar.
También: en la tahona del pueblo trabaja una muchacha a la que llamaré Clarissa. Sé que es una muchacha huérfana, de unos dieciséis años; tiene el pelo cortado a lo garçon, la cara feucha y como de tísica, el busto -siempre disimulado con blondas- parece hermoso; tiene vello en los brazos, un vello negro, espeso para una joven e incluso me fijé en que tiene algo de bocio, como si padeciera una imperfección leve de tiroides. Imagino que su monte de Venus debe ser lo más parecido a un monte de orégano. De sus piernas nada sé. Sí sé que sus pies son pequeños. Sus ojos son grandes, tristes y oscuros.
Siempre que entro me mira con la cabeza gacha mientras atiende a los hornos de pan. No despacha. Nunca la he oído hablar. Despacha su tía y ésa sí que habla. Su tío atiende un segundo negocio: un bar en la plaza del Ayuntamiento. La familia es de las más ricas del pueblo. Y lo hacen ver. Los tíos de Clarissa tienen tres hijos varones y cada uno de ellos regenta un negocio de la familia: uno la tienda de ultramarinos, otro una granja y el tercero una bodega.
Anoche me desperté al oírme pronunciar el nombre de Clarissa en sueños; su nombre real, el real...
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/05/2021 a las 14:47 | {0}
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Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2021 a las 19:37 | {0}