Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XL
Me pregunta Clarissa sobre la vejez. La recuerdo el primer día que vino a mi casa. Tenía dieciséis años y parecía como si su destino estuviera encadenado a la suerte de sus tíos. Ahora, cuando me pregunta sobre la vejez, tiene treinta y uno y sonríe como si con esa sonrisa quisiera devolverme lo que ella cree que me debe. De hecho me lo dice, ¡Te debo tanto! Yo la miro muy fijamente a sus ojos de mujer hecha a sí misma y le respondo que no me debe nada, que no es una frase hecha que alivie la deuda que ella cree tener, le aseguro que nada sabemos de por qué ocurren las cosas, ¿por qué -le pregunto- colocas el inicio de tu destino en el día en que me conociste y no en los días en que se fue forjando tu carácter y que fue justo esa conformación la que me atrajo, la que me llamó a mí hacia ti como si yo fuera un mozalbete al que la rueda de la Vida conduce donde debe? Afirmo que quizá más agradecimiento le debo yo a ella porque en los largos años del estudio yo rejuvenecí y es más llegué a a desearla y ensoñé en las noches de frío, encuentros cálidos que me conducían suavemente al sueño. Sonríe Clarissa y me confiesa que ella también soñó y al principio temió. Me cuenta que las primeras semanas estaba convencida de que la tocaría o alguna cosa así, algo sucio, algo perverso que, me confiesa, no dejaba de aterrorizarla hasta que pasados unos meses se fue calmando y de repente un día se dio cuenta de que llevaba tiempo sin sentir que yo fuera una amenaza.
Le aseguro que tengo un temperamento lúbrico* y que ensoñé encuentros con ella, una joven tan rubicunda y tan temerosa pero yo sabía que eran ensueños librescos, sueños de un romántico cuyo cenit se encontraba justo en jamás traspasar el mundo de la imaginación. Porque imaginar es libre y en el imaginar caben todas las posibilidades de ser. Todas. Todas. Sólo que hay que tener la audacia de saber que son imaginaciones y amarlas en sí, sin atisbo alguno de juicio. En mi imaginación he matado a mi madre espachurrándole el cráneo con mi mano izquierda, yo que amaba a mi madre más allá de la vida. Desde mi imaginación he sido argonauta, carcelero, héroe romántico en lo alto de un peñasco escupiendo mi furia a una tormenta de mil diablos; he sido asesino, he sido contable, he sido monje amanuense y he sido don juan de vía estrecha y de vía ancha; en mi imaginación te he poseído, Clarissa, y he gozado de tu carne como si ésta no fuera transubstanciación de mis ideas sino pura carne tuya, puros huesos tuyos; en mi imaginación he arrancado la cabellera a Hitler, le he metido un pepino por el culo a Franco y he asado las criadillas de Stalin a las que acompañé con una mano frita de Churchill; he viajado en mi imaginación al Annapurna y he escrito endecasílabos que fueron copiados una noche por Shakespeare para uno de sus sonetos. Nada rehúye la imaginación. Debemos dejarla libre porque es ella la auténtica loca de la casa (Teresa de Ávila la llamaba alma).
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* En las próximas entradas de este Libro de las soledades voy a transcribir una serie de fragmentos en los que el elemento erótico o claramente pornográfico van a adquirir cierta relevancia. Lo hago de este modo porque he logrado reunir lo que considero que son unos ejercicios que el propio Isaac me dijo que estaba escribiendo. Eran, decía, unos apuntes de literatura escrita al modo decimonónico a partir del estudio clásico de Mario Praz y añadía que en este caso se daba la circunstancia de que en su vida real había una mujer que se deleitaba leyendo este tipo de literatura; así es que ese viejo adagio literario de cherchez la femme, se cumplía en esta ocasión a rajatabla. La femme, me dijo sonriendo, se llama Angélica.
Le aseguro que tengo un temperamento lúbrico* y que ensoñé encuentros con ella, una joven tan rubicunda y tan temerosa pero yo sabía que eran ensueños librescos, sueños de un romántico cuyo cenit se encontraba justo en jamás traspasar el mundo de la imaginación. Porque imaginar es libre y en el imaginar caben todas las posibilidades de ser. Todas. Todas. Sólo que hay que tener la audacia de saber que son imaginaciones y amarlas en sí, sin atisbo alguno de juicio. En mi imaginación he matado a mi madre espachurrándole el cráneo con mi mano izquierda, yo que amaba a mi madre más allá de la vida. Desde mi imaginación he sido argonauta, carcelero, héroe romántico en lo alto de un peñasco escupiendo mi furia a una tormenta de mil diablos; he sido asesino, he sido contable, he sido monje amanuense y he sido don juan de vía estrecha y de vía ancha; en mi imaginación te he poseído, Clarissa, y he gozado de tu carne como si ésta no fuera transubstanciación de mis ideas sino pura carne tuya, puros huesos tuyos; en mi imaginación he arrancado la cabellera a Hitler, le he metido un pepino por el culo a Franco y he asado las criadillas de Stalin a las que acompañé con una mano frita de Churchill; he viajado en mi imaginación al Annapurna y he escrito endecasílabos que fueron copiados una noche por Shakespeare para uno de sus sonetos. Nada rehúye la imaginación. Debemos dejarla libre porque es ella la auténtica loca de la casa (Teresa de Ávila la llamaba alma).
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* En las próximas entradas de este Libro de las soledades voy a transcribir una serie de fragmentos en los que el elemento erótico o claramente pornográfico van a adquirir cierta relevancia. Lo hago de este modo porque he logrado reunir lo que considero que son unos ejercicios que el propio Isaac me dijo que estaba escribiendo. Eran, decía, unos apuntes de literatura escrita al modo decimonónico a partir del estudio clásico de Mario Praz y añadía que en este caso se daba la circunstancia de que en su vida real había una mujer que se deleitaba leyendo este tipo de literatura; así es que ese viejo adagio literario de cherchez la femme, se cumplía en esta ocasión a rajatabla. La femme, me dijo sonriendo, se llama Angélica.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2021 a las 19:14 | {0}