Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIV
Si me retiro es porque pertenezco, por edad y por pensamiento, a la penúltima mutación.
Los últimos antiguos, solía decir, me solía sentir. Ahora ya sé nombrarlo con mayor precisión: mutaciones. Las mutaciones niegan a Augusto Comte y sus prosélitos -que aún hoy siguen siendo legión- y su filosofía positiva cuya máxima es: el hombre avanza (evoluciona) constantemente. El progreso es, por lo tanto, infinito e imparable.
No voy a escribir ahora un tratado sobre escuelas filosóficas, ni es mi intención adoctrinar. Tan sólo es que me apacigua el hecho de que he comprendido que rechazo lo que vivo no por reaccionario sino por ser otra mutación. Prefiero quedarme en casa con los perros y las gatas. Prefiero recibir de vez en cuando la visita de M. o de mi sobrino y charlar sobre asuntos banales con los dueños del restaurante o con un lechero con el que estoy forjando una amistad. No hablamos de desastres, ni de juventud, ni de política; hablamos de recuerdos fundamentalmente. Los suyos y los míos. Yo, a veces, dejo caer una referencia libresca pero en seguida me disculpo y él -al que pondré de iniciales J. A.- me suele hablar de los tiempos del frío o de algunas de sus ovejas más queridas. También me habla de lobos. Historias suyas contaré. Vaya si lo haré.
Las nieblas de enero se han metido bajo mi piel y andan vagando por mi interior.
Sí, alguna vez sentí placer en el esfuerzo, es decir: alguna vez fui burgués. Creí que ese esfuerzo no podía sino llevar aparejada la conquista de lo que perseguía (no quiero escribir qué era aquello que perseguía con tanto esfuerzo) pues esa idea, metida a fuego y a palos en mi forma de pensar ejerció en su momento su influjo. Déjame decirte, pseudo Lucilo* que es falso. La vida tiene un componente que escapa a la ciencia y a la religión -dos de las formas fetichistas de entender el mundo-: el azar. Quiero decirte algo: no pudieron los dos siglos anteriores domesticarlo. De este no puedo hablar porque no lo viviré.
Me deslizo por los montes que me rodean y sé que quisiera volver a ver el mar. Hay más silencio a mi alrededor. ¡Cuánto duermen los animales! Viven mejor porque se aburren más.
No sé, no sé...
......................................................
* Isaac Alexander escribió algunas cartas morales a su sobrino al que apodó pseudo Lucilo en honor a las famosas epístolas morales de Séneca. Algunas de estas cartas están reproducidas en esta revista. Por ejemplo la titulada Veneno y que fue escrita en Port de la Selva en agosto de 1946. Si desea leerla no tiene más que hacer un doble click sobre su nombre resaltado en verde. También en el Serial o, como modernamente se llama, Tag, Escritos de Isaac Alexander, se pueden encontrar algunas más.
Los últimos antiguos, solía decir, me solía sentir. Ahora ya sé nombrarlo con mayor precisión: mutaciones. Las mutaciones niegan a Augusto Comte y sus prosélitos -que aún hoy siguen siendo legión- y su filosofía positiva cuya máxima es: el hombre avanza (evoluciona) constantemente. El progreso es, por lo tanto, infinito e imparable.
No voy a escribir ahora un tratado sobre escuelas filosóficas, ni es mi intención adoctrinar. Tan sólo es que me apacigua el hecho de que he comprendido que rechazo lo que vivo no por reaccionario sino por ser otra mutación. Prefiero quedarme en casa con los perros y las gatas. Prefiero recibir de vez en cuando la visita de M. o de mi sobrino y charlar sobre asuntos banales con los dueños del restaurante o con un lechero con el que estoy forjando una amistad. No hablamos de desastres, ni de juventud, ni de política; hablamos de recuerdos fundamentalmente. Los suyos y los míos. Yo, a veces, dejo caer una referencia libresca pero en seguida me disculpo y él -al que pondré de iniciales J. A.- me suele hablar de los tiempos del frío o de algunas de sus ovejas más queridas. También me habla de lobos. Historias suyas contaré. Vaya si lo haré.
Las nieblas de enero se han metido bajo mi piel y andan vagando por mi interior.
Sí, alguna vez sentí placer en el esfuerzo, es decir: alguna vez fui burgués. Creí que ese esfuerzo no podía sino llevar aparejada la conquista de lo que perseguía (no quiero escribir qué era aquello que perseguía con tanto esfuerzo) pues esa idea, metida a fuego y a palos en mi forma de pensar ejerció en su momento su influjo. Déjame decirte, pseudo Lucilo* que es falso. La vida tiene un componente que escapa a la ciencia y a la religión -dos de las formas fetichistas de entender el mundo-: el azar. Quiero decirte algo: no pudieron los dos siglos anteriores domesticarlo. De este no puedo hablar porque no lo viviré.
Me deslizo por los montes que me rodean y sé que quisiera volver a ver el mar. Hay más silencio a mi alrededor. ¡Cuánto duermen los animales! Viven mejor porque se aburren más.
No sé, no sé...
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* Isaac Alexander escribió algunas cartas morales a su sobrino al que apodó pseudo Lucilo en honor a las famosas epístolas morales de Séneca. Algunas de estas cartas están reproducidas en esta revista. Por ejemplo la titulada Veneno y que fue escrita en Port de la Selva en agosto de 1946. Si desea leerla no tiene más que hacer un doble click sobre su nombre resaltado en verde. También en el Serial o, como modernamente se llama, Tag, Escritos de Isaac Alexander, se pueden encontrar algunas más.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXIII
Esta mañana en medio de las grandes nevadas -ya me dijeron los lugareños que en estas mesetas los inviernos eran fríos y nevosos y me recomendaban que hiciera acopio de leña porque podía llegar el día en el que no pudiera ni salir a pasear. Los lugareños luego suelen reír, me miran de reojo como si ocultaran algo, como si no me hubieran dado toda la información. Yo lo achaco a ese afán que tienen las comunidades por mantener algún tipo de rito iniciático que les una a sus ancestros (a nuestros ancestros) y uno de esos tipos de rito de iniciación es la novatada, así es que no insisto, me quedo con esa intriga y cumplo mi parte de la tradición albergando algo de temor- con la nieve blanquísima y esos brillos como de cuarzo, una especie de puntos de brillo si se me permite la descripción, que atraen la mirada y parecen hipnotizar al que los mira, pues bien quizás hayan sido esos puntos de brillo los que me han llevado a recordar a Catherine Evans, aquella viuda que vivía en una mansión en el pueblo de Mimizan en la costa atlántica francesa*. Me recordaba esta blancura brillante, este ataque a las pupilas, estos fulgores casi agresivos, esta limpidez del aire, este hundir los pies en honduras que no se sabe donde van a terminar, estos silencios maravillosos, esta pureza asesina, esta soledad blanquísima, todo ellos me recordaba, me ha recordado la piel alabastrina de Catherine que contrastaba de forma cordial con el hermoso y abundante vello azabache de su monte de Venus. Sujeto a un fresno centenario, cegado por el reflejo de la luz del sol sobre la nieve, con los ojos entrecerrados he visto acercarse a Catherine Evans. Donjuan ha aullado, Hamlet se ha relamido y yo he cerrado los ojos presa de la fatiga y el frío y al poco he sentido la mano cálida de Catherine que acariciaba mi rostro curtido; luego ha acercado sus labios a los míos y los ha besado hasta darles vida la viuda porque mis labios andaban ya morados y apenas podían cerrarse para provocar el silbo con el que avisar a los perros para que callasen. Luego Catherine, la Viuda de Mimizan, más blanca que la nieve y menos pura que ella, me ha guiado mi mano por su cuerpo y ese contacto me ha ido calentando por dentro hasta que mi polla de sangre -así la llamó su maravillosa criada Madeleine Ngunga- ha ido cobrando vigor y nuestros arrebatos han provocado que al terminar hayamos conformado un calvero de hierba verde, verde como la mar, verde como las ganas de vivir, verde como sus manos verdes porque Caherine Evans, tras el acto amoroso, ha ido adquiriendo propiedades leñosas. Primero sus pies se han multiplicado en raíces que se han hundido en la tierra y a medida que se hundían sus piernas se juntaban a sí mismas creando un solo tronco de madera oscura, casi de ébano, que desafiaba la blancura de su derredor; madera de ébano que ha cubierto sus caderas, su cintura, su cuello, su rostro y de sus brazos, fractales hermosísimos, han surgido brazos y más brazos que eran ramas y más ramas y más ramas que se mezclaban con cada uno de sus cabellos y cada cabello producía otra rama y así, en poco tiempo, me encontraba bajo un árbol frondosísimo cuyo olor era el de nuestro acto sexual.
¡Vigor al despertar esta mañana! ¡Una mujer vasca -pueblo que habita el norte de España- hace un jersey de punto para mí! ¡Qué hermosas son las luces del día tras haber amado mucho! ¡Cómo parece que nada puede torcerse! ¡El mundo señala una dirección que es la virtud voluptuosa de esa mujer que me mira mientras tricota! ¡Que la nieve permanezca! ¡Que no me digan los aldeanos el último peligro que me acecha! ¡Quiero vivirlo todo, hasta el último aliento!
.........................................................
* De nuevo aparece un personaje de una serie de cuatro entregas que escribió Isaac acerca de su labor como tasador de bibliotecas. Si quiere leer las cuatro entregas no tiene más que hacer un doble click en el texto resaltado en verde.
¡Vigor al despertar esta mañana! ¡Una mujer vasca -pueblo que habita el norte de España- hace un jersey de punto para mí! ¡Qué hermosas son las luces del día tras haber amado mucho! ¡Cómo parece que nada puede torcerse! ¡El mundo señala una dirección que es la virtud voluptuosa de esa mujer que me mira mientras tricota! ¡Que la nieve permanezca! ¡Que no me digan los aldeanos el último peligro que me acecha! ¡Quiero vivirlo todo, hasta el último aliento!
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* De nuevo aparece un personaje de una serie de cuatro entregas que escribió Isaac acerca de su labor como tasador de bibliotecas. Si quiere leer las cuatro entregas no tiene más que hacer un doble click en el texto resaltado en verde.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/01/2021 a las 19:52 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXII
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
¿Recoge el prisma las emanaciones tóxicas de los aparatos eléctricos? ¿Es cierto que anoche Euphosine corrió por la pared de una habitación hasta casi llegar al techo para cazar -como hizo- una mariposa que era como un pájaro con ojos de mosca? ¿Pensé entonces en Las Metamorfosis? ¿Cuánto importan las heridas no cerradas? ¿Debería llamar a las personas con las que me siento ingrato? ¿Importará la ingratitud?
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
¿Cuál es la huella de Dios en la historia de la humanidad? ¿Cuántas perplejidades me seguirán acosando hasta el día del adiós? ¿Nunca sabremos lo que hay tras la puerta? ¿Es realmente cierto que si se atrofian los lóbulos frontales se atrofia la personalidad del individuo o más bien es que la apariencia de esa personalidad, en efecto, desaparece pero hay un lugar -en la rodilla, en la corva, en una muela- donde anidará por siempre nuestro ser?
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Hoy he contemplado más allá de una habitación y una cantante conocida ha alabado la personalidad de una muchacha que podría haber sido mi hija. Más tarde un hombre ingrato me comunicaba que una de las habitaciones de su casa llevaría el nombre de esa muchacha que podría haber sido mi hija. Ese hombre era un no-amigo pero tenía el rostro de un tío carnal al que siempre quise.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Existir se resuelve en última instancia en poder cobijarse, en poder comer algo caliente, en poder beber. Por esas tres acciones la mayoría de las personas esclavizan su vida y su pensamiento.
Al deambular por las calles de una ciudad que ya no me pertenece siento el impulso de lanzarme contra un escaparate tras el cual se muestran diversas mercaderías apropiadas para el disfrute de la escritura. Luego pienso que querría quemar la ciudad entera, algo así como el incendio de Lisboa. O quisiera ser Thor y con mi martillo divino golpear sobre la falla de Granada para que la península se convirtiera en isla, esa isla que iba a la deriva, la isla de San Barandán.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Hamlet duda de cuál ha de ser la vuelta precisa en la que ha de detenerse para tumbarse y dormir. Aglaya con la mirada fija en un espectro no pestañea. Si hubiera sido mujer, ¿habría dado mi sangre por mis hijos como hacen las hembras de los pelicanos? Ahora he de abandonarme. Dicen que se aproximan grandes nevadas. Los del lugar me avisan de que estaremos varias semanas incomunicados y me recomiendan que haga acopio de leña y víveres.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
¿Cuál es la huella de Dios en la historia de la humanidad? ¿Cuántas perplejidades me seguirán acosando hasta el día del adiós? ¿Nunca sabremos lo que hay tras la puerta? ¿Es realmente cierto que si se atrofian los lóbulos frontales se atrofia la personalidad del individuo o más bien es que la apariencia de esa personalidad, en efecto, desaparece pero hay un lugar -en la rodilla, en la corva, en una muela- donde anidará por siempre nuestro ser?
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Hoy he contemplado más allá de una habitación y una cantante conocida ha alabado la personalidad de una muchacha que podría haber sido mi hija. Más tarde un hombre ingrato me comunicaba que una de las habitaciones de su casa llevaría el nombre de esa muchacha que podría haber sido mi hija. Ese hombre era un no-amigo pero tenía el rostro de un tío carnal al que siempre quise.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Existir se resuelve en última instancia en poder cobijarse, en poder comer algo caliente, en poder beber. Por esas tres acciones la mayoría de las personas esclavizan su vida y su pensamiento.
Al deambular por las calles de una ciudad que ya no me pertenece siento el impulso de lanzarme contra un escaparate tras el cual se muestran diversas mercaderías apropiadas para el disfrute de la escritura. Luego pienso que querría quemar la ciudad entera, algo así como el incendio de Lisboa. O quisiera ser Thor y con mi martillo divino golpear sobre la falla de Granada para que la península se convirtiera en isla, esa isla que iba a la deriva, la isla de San Barandán.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Hamlet duda de cuál ha de ser la vuelta precisa en la que ha de detenerse para tumbarse y dormir. Aglaya con la mirada fija en un espectro no pestañea. Si hubiera sido mujer, ¿habría dado mi sangre por mis hijos como hacen las hembras de los pelicanos? Ahora he de abandonarme. Dicen que se aproximan grandes nevadas. Los del lugar me avisan de que estaremos varias semanas incomunicados y me recomiendan que haga acopio de leña y víveres.
Oh, Lord won't you buy me a Mercedes Benz?
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/01/2021 a las 19:10 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXXI
Recuerdo vagamente a N. Sólo los muertos aparecen vívidos cuando se los sueña. Hoy he soñado a mi prima P. Llama a la puerta de una casa soleada. La casa es un piso en el centro de la ciudad de F. Estoy acompañado por varias personas de las que sólo veo a otro primo mío, en este caso por parte de padre, mi primo N. De algún lugar (quizás una habitación contigua o es una música que entra por la ventana y que viene desde la casa de algún vecino o que se escucha desde la Piazza Signoria o es una música que suena tan sólo en mi cabeza y que hace que apenas atienda a la conversación) viene el sonido de la guitarra de Kenny Burrell con Stanley Turrentine al saxo, Major Holly al contrabajo y Ray Barretto a la batería. Creo que tocan Mule.
Relaciono a mi prima P. con los ciervos. Quizá sea ése el motivo por el que me sorprende verla en el umbral de la puerta. Viste un traje estampado de hortensias. Va sin sostén y sus pezones se muestran en relieve bajo la tela del leve vestido. Se ha cortado el pelo a lo garçon y tiene una sonrisa de dientes limpísimos como si acabara de hacerse una limpieza dental en el mejor dentista de F. y viniera directa desde su consulta. Blancura de los dientes que contrasta con su tez morena. No sé por qué al verla siento un intenso deseo de oler sus axilas como si en ellas pudiera descubrir un origen salvaje de mí, de nuestra familia; siento como si ese ardor por oler el sobaco de mi prima estuviera relacionado con las ebriedades de mi madre y con su muerte (me niego ahora a relatarla).
Acabamos de estar en una cala del Levante español. Somos jóvenes nudistas. Seremos once. Para volver debemos subir un monte. Uno de los mayores escollos es una pared lisa de unos tres metros de altura que sólo podemos salvar haciendo rápel. Alguien dejó la cuerda para uso de los demás. Yo subo tras P. Nos hemos vestido pero ni ella ni ninguno llevamos ropa interior. Mientras subo veo su pubis y me parece que todo el monte es el suyo. Cuando termina de escalar, se gira y vuelve a reír mientras me mira y me invita a que le dé la mano. Lo hago. Llego hasta arriba Me pegó a ella. Me muerde el labio inferior. Corre.
Mi prima P. desapareció de mi vida hace muchos años. Si no recuerdo mal -y es seguro que recuerdo mal- ese día en la cala del Levante español -cerca de M., en A.- fue la última vez que la vi. Hace poco supe de ella por unos azares que no vienen al caso. Vive con su marido en una casa cercana a la cala aunque tierra adentro, en una serranía famosa. Desde que supe de ella la sueño. Sus sueños tienen algo de atávico, de hereditario. Es como si en ella se me figurara la posibilidad de una fusión íntima con mi pasado (de ahí -interpreto- el deseo de oler su sobaco).
De N. -el cual murió de un tumor cerebral- tan sólo recuerdo la mutua antipatía que nos teníamos. Y así ocurre en el sueño. Hay un momento en el que me salgo de él e intento borrarlo. No lo consigo. Mi primo N. se queda con su cara fea, su amargura que aumenta con el amargor del alcohol y su ceguera (simbólica).
Relaciono a mi prima P. con los ciervos. Quizá sea ése el motivo por el que me sorprende verla en el umbral de la puerta. Viste un traje estampado de hortensias. Va sin sostén y sus pezones se muestran en relieve bajo la tela del leve vestido. Se ha cortado el pelo a lo garçon y tiene una sonrisa de dientes limpísimos como si acabara de hacerse una limpieza dental en el mejor dentista de F. y viniera directa desde su consulta. Blancura de los dientes que contrasta con su tez morena. No sé por qué al verla siento un intenso deseo de oler sus axilas como si en ellas pudiera descubrir un origen salvaje de mí, de nuestra familia; siento como si ese ardor por oler el sobaco de mi prima estuviera relacionado con las ebriedades de mi madre y con su muerte (me niego ahora a relatarla).
Acabamos de estar en una cala del Levante español. Somos jóvenes nudistas. Seremos once. Para volver debemos subir un monte. Uno de los mayores escollos es una pared lisa de unos tres metros de altura que sólo podemos salvar haciendo rápel. Alguien dejó la cuerda para uso de los demás. Yo subo tras P. Nos hemos vestido pero ni ella ni ninguno llevamos ropa interior. Mientras subo veo su pubis y me parece que todo el monte es el suyo. Cuando termina de escalar, se gira y vuelve a reír mientras me mira y me invita a que le dé la mano. Lo hago. Llego hasta arriba Me pegó a ella. Me muerde el labio inferior. Corre.
Mi prima P. desapareció de mi vida hace muchos años. Si no recuerdo mal -y es seguro que recuerdo mal- ese día en la cala del Levante español -cerca de M., en A.- fue la última vez que la vi. Hace poco supe de ella por unos azares que no vienen al caso. Vive con su marido en una casa cercana a la cala aunque tierra adentro, en una serranía famosa. Desde que supe de ella la sueño. Sus sueños tienen algo de atávico, de hereditario. Es como si en ella se me figurara la posibilidad de una fusión íntima con mi pasado (de ahí -interpreto- el deseo de oler su sobaco).
De N. -el cual murió de un tumor cerebral- tan sólo recuerdo la mutua antipatía que nos teníamos. Y así ocurre en el sueño. Hay un momento en el que me salgo de él e intento borrarlo. No lo consigo. Mi primo N. se queda con su cara fea, su amargura que aumenta con el amargor del alcohol y su ceguera (simbólica).
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/01/2021 a las 17:42 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XXX
La acción misma es torpe. Ese ha sido mi primer pensamiento al despertar. He tardado en ubicarme. Me suele pasar con el opio. Fui fumador de opio en los años 50. Luego lo dejé. Y ahora, de vez en cuando, lo fumo. Ya no fumo. Me da energía no fumar. Me hace sentir poderoso. Yo que soy adicto. Por eso: vencer un día y luego otro y más tarde un mes y luego, claro, un año. Es un mantra. Es una decisión parecida a tener una habitación propia. Sólo de vez en cuando, por pura nostalgia, aspiro humo de opio.
La torpeza de mis movimientos cuando estoy erguido. La ducha caliente ahora que es invierno y el mundo parece desarmarse hasta quedar sepultado en sí mismo, presto o lento en renacer. No me dejo vencer en estas soledades tan grandes. La estepa debe de ser infinitamente más. Renos. Blancura. El zorro blanco salta sobre el ratón.
No hay vuelta atrás. Ayer conversé por teléfono con un viejo amigo y recordó, prodigiosamente, una poema triste de Gil de Biedma.
Los... los... más tarde. Me he vestido de invierno: botas para la nieve, pantalones impermeables, anorak de plumas, guantes de cuero, gorra caliente. Los perros a cuerpo gentil. Las gatas no quieren salir. Se quedan guardando la casa, junto al hogar, donde los leños dejan sus fragancias. La ventisca nos asalta. Apenas se ve. Parece el mundo miniatura en cada copo de nieve. En piezas el mundo. El mundo flota y como si algodón. Algodón frío. Ráfaga de una acción torpe. Avanzamos. Tengo como horizonte un matiz amarillo en el gris general que se encuentra frente a mí. No sé calcular la distancia. No sé si lo amarillo se diluirá a medida que me vaya acercando hasta quedar convertido en un matiz más del gris. ¡Cuán silenciosa debe ser la estepa siberiana!
Marchamos. Mis perros. Su humano. Esos somos.
La torpeza de mis movimientos cuando estoy erguido. La ducha caliente ahora que es invierno y el mundo parece desarmarse hasta quedar sepultado en sí mismo, presto o lento en renacer. No me dejo vencer en estas soledades tan grandes. La estepa debe de ser infinitamente más. Renos. Blancura. El zorro blanco salta sobre el ratón.
No hay vuelta atrás. Ayer conversé por teléfono con un viejo amigo y recordó, prodigiosamente, una poema triste de Gil de Biedma.
Los... los... más tarde. Me he vestido de invierno: botas para la nieve, pantalones impermeables, anorak de plumas, guantes de cuero, gorra caliente. Los perros a cuerpo gentil. Las gatas no quieren salir. Se quedan guardando la casa, junto al hogar, donde los leños dejan sus fragancias. La ventisca nos asalta. Apenas se ve. Parece el mundo miniatura en cada copo de nieve. En piezas el mundo. El mundo flota y como si algodón. Algodón frío. Ráfaga de una acción torpe. Avanzamos. Tengo como horizonte un matiz amarillo en el gris general que se encuentra frente a mí. No sé calcular la distancia. No sé si lo amarillo se diluirá a medida que me vaya acercando hasta quedar convertido en un matiz más del gris. ¡Cuán silenciosa debe ser la estepa siberiana!
Marchamos. Mis perros. Su humano. Esos somos.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/12/2020 a las 19:40 | {0}
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/01/2021 a las 18:33 | {0}