La maldición de la sociedad moderna se ha cebado conmigo. Ayer me levanté, conecté mi ordenador, cliqueé en Mozilla y, ¡Oh, Dioses! internet no funcionaba. El ADSL se había quedado kaputt. Mi encuentro con el mundo se había venido abajo. Llamé a la compañía (a punto estuve de llamar a la policía, al cuerpo de bomberos o al CESID) con la que estoy contratado y tras muchas, muchas medias horas de conversación, la compra de un cable que resultó inútil, el traslado del router hasta otra habitación, sin resultado positivo, la vuelta a colocar todos los cables en su sitio y la espera de un técnico que llamaría, sentí la inmensa soledad de un burgués español en el año 2011 al que le han arrebatado, por mor de deficiencias técnicas, su ventana abierta al mundo y su velocidad para acceder a él además de no poder escuchar música en Spotify y tantos otros desastres sobrevenidos. Tal fue el caudal de mi desesperación que se me cayó un vaso de vino que, ¡Oh Dioses!, salpicó toda la pared y parte del techo de la cocina con lo cual hube de pasar varias medias horas, limpiando y limpiando y maldiciendo y maldiciendo. La tarde se me hacía larga y aburrida y para más inri cuando fui a llamar con el teléfono fijo a un amigo, caí en la cuenta de que también la línea telefónica estaba inservible, ¡Oh, no, no, no! me dije varias veces. Me vinieron entonces varias preguntas metafísicas del tipo, ¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Por qué me encuentro en esta situación? No pude leer; eso sí, aproveché para hacer una lavadora y barrer todo el suelo de la casa. A media tarde la noticia no pudo ser peor: un técnico llamó primero para decirme que vendría a mi casa hoy a las 11 y media de la mañana y al poco volvió a llamar para decirme que no venía porque él no podía arreglarlo; se trataba de un problema con una regleta que tan sólo los técnicos de mi compañía podían arreglar (resultó que este técnico es de una de la competencia con la cual la mía debe de tener algún tipo de convenio). Mi gozo en un pozo. Mi ventana tapiada. Mi nervios destrozados. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir. Por fin pude hablar con mi amigo y él me dio la clave para lo que ocurrió después. Me dijo, Típico estrés contemporáneo. Al colgar se había producido un giro en mi percepción del mundo (es cierto, soy tan simple que una palabra, una simple palabra -bueno en este caso dos- sirve para que mi mente se coloqué en otro sitio); miré en rededor y me dije, Pero ¿qué te pasa? ¿Estás tonto o qué? Pues muy bien, no tienes internet. Ya está. Relájate. ¿Puedes hacer algo? ¿Puedes tú solucionarlo? ¿Entonces? Vamos, vamos. Y respiré hondo por fin y dejé de mirar de continuo el icono que, en el router, indica la señal de conexión (si parpadea mucho es que la cosa va mal. Si se mantiene fijo bien). Me fui tarde a dormir. Eso es cierto. Y he soñado mucho.
Esta mañana al levantarme no he mirado el icono ni he encendido el ordenador. He limpiado los cristales de las ventanas. He recogido la ropa. He barrido. He hablado con mi amiga Pilar. He llamado a mi compañía para saber cómo van las cosas (por cierto que siguen como estaban). Puedo utilizar un USB que me permite conectarme a velocidad lenta con el mundo. Animales de costumbres ya me estoy acostumbrando a la lentitud. Pero sobre todo no quiero sólo acostumbrarme. Quiero amarla. Despacio, me digo. Nada importa. Y aunque me esperen mis lectores de Inventario, ellos sabrán darme la chance de unos días sin escribir. Sólo que ahora que la velocidad aunque lenta, es suficiente, no puedo evitar abrir de nuevo la ventana y contar, a modo de anécdota personal, lo esencialmente animal de costumbres que soy.
Y como no hay mal que por bien no venga, cómo disfrute anoche con Annie Hall. ¡Qué bueno es Woody Allen! y que bien está él y Diane Keaton. Tremendos. Fue una lección de estrés y amor. No sé si fue el mismo Woody o Billi Wilder quien dijo aquello de que La comedia es tragedia más tiempo. Y esto es to-todo amigos.
Esta mañana al levantarme no he mirado el icono ni he encendido el ordenador. He limpiado los cristales de las ventanas. He recogido la ropa. He barrido. He hablado con mi amiga Pilar. He llamado a mi compañía para saber cómo van las cosas (por cierto que siguen como estaban). Puedo utilizar un USB que me permite conectarme a velocidad lenta con el mundo. Animales de costumbres ya me estoy acostumbrando a la lentitud. Pero sobre todo no quiero sólo acostumbrarme. Quiero amarla. Despacio, me digo. Nada importa. Y aunque me esperen mis lectores de Inventario, ellos sabrán darme la chance de unos días sin escribir. Sólo que ahora que la velocidad aunque lenta, es suficiente, no puedo evitar abrir de nuevo la ventana y contar, a modo de anécdota personal, lo esencialmente animal de costumbres que soy.
Y como no hay mal que por bien no venga, cómo disfrute anoche con Annie Hall. ¡Qué bueno es Woody Allen! y que bien está él y Diane Keaton. Tremendos. Fue una lección de estrés y amor. No sé si fue el mismo Woody o Billi Wilder quien dijo aquello de que La comedia es tragedia más tiempo. Y esto es to-todo amigos.
Iba a invitar a Noam Chomsky en su libro Poder y terror. Reflexiones posteriores al 11/09/2001 editado por RBA. Lo curioso es que al final lo que más me llamaba la atención era una reflexión sobre por qué se dedica a la lingüística. Todo lo demás (no lo he terminado, si hay alguna reflexión que realmente me impacte la pondré) de tan conocido me aburre. No lo que dice Chomsky, intelectual al que admiro, sino de lo que habla, es decir de cómo el poder -los poderosos- utiliza el terror para sus fines.
Al mismo tiempo se me incrusta en la memoria una fotografía de una niña negra muerta tras un acto de esos que tanto gustan de fotografiar los reporteros -porque saben que esas imágenes son las que les comprarán los periódicos y las que gustan de ver los lectores (imagino que para darse cuenta de lo bien que ellos están y que mejor no moverse)-. La niña está tumbada. Sangra su cara. Esta foto fue premiada. Lo curioso es que otro fotógrafo abrió el cuadro y lo que se ve es cómo frente a la niña más de quince fotógrafos, todos de raza blanca, están haciendo la misma foto. No la voy a colocar. Ni voy a poner un link para quien la quiera ver. No me interesa la imagen. Me interesa el hecho.
Al mismo tiempo siento todo lo que me ha costado nadar hoy. Hasta el largo 44 ha sido una tortura. No encontraba la respiración. Me dolían los brazos. No acompasaba el pateo. Entonces ha ocurrido que una mujer se ha puesto a nadar a mi lado y me ha prestado su cadencia. No sé decirlo de otra manera. Sólo la veía cuando giraba para iniciar un nuevo largo. Hemos hecho los últimos 16 con el mismo ritmo. La sentía a mi lado. Sentía su presencia en el movimiento agitado del agua. Ella me ha ido acelerando y al ir más rápido, ha logrado hacerme nadar más ligero.
Recuerdo la imagen de una mujer que sonríe. Está muy hermosa. Parece que tenemos toda la vida por delante. Frente a nosotros aparece un puente colgante (creo que se llama puente atirantado); tras él llegarán unas montañas. Siento también el calor de su cuerpo. Y la destrucción también la siento. Será porque ayer vi una película en la que se trataba el tema de las separaciones (aunque no lo creo. La película era forzada y su resolución demasiado fácil. En vez de verla estuve trabajando en sus errores. Muchos. No, no fue por la película). La recuerdo a menudo. Y no sé por qué (no puedo saber por qué). El recuerdo que asoma es de baja intensidad pero constante. No me lleva a locuras ni tampoco a nostalgia. Quizá se acerque más a la saudade. Y a una sensación de oscuridad que no logra romper la clara luz que el estar a su lado me produjo muchos días.
Al mismo tiempo recuerdo la historia de Hércules que Tito Livio cuenta en su primer libro de La historia de Roma desde su fundación. Cuando -tras haber robado el rebaño de bueyes a Gerión, el monstruo de tres cabezas, el cual reinaba en Iberia, al que hubo de matar y que fue el décimo de sus trabajos- llegó hasta las orillas del Tíber y tras tan fatigoso trabajo y larguísima caminata, decidió descansar sobre la mullida hierba y dar de comer a los bueyes de tan rico pasto para que también ellos se recuperasen. Cuenta el cronista que Hércules se quedó dormido y que Caco, pastor de aquella comarca, altanero de su fuerza y seducido por la hermosura de los bueyes, decidió llevarse a los mejores de ellos y para que Hércules no supiera dónde estaban los hizo caminar de espaldas, tirando de sus rabos y los escondió en una cueva. A la mañana siguiente, Hércules descubre el robo y cae en el engaño, así es que decide continuar camino y cuando se pone en marcha, algunas reses mugen al echar de menos, como suelen, a las que faltan, y lo mugidos de respuesta de las que estaban escondidas en la cueva hacen dar la vuelta a Hércules. Caco intenta cerrarle el paso a la fuerza pero cae muerto a golpe de maza.
¿Por qué Agustín de Hipona tenía tanta inquina a la imaginación de los paganos? Sí, conozco la respuesta, pero no es menos cierto que la imaginación de Agustín era también prodigiosa.
Pienso la lentitud en las maniobras. Siento mi cuerpo renovado. Alzo mi copa de vino y brindo.
Al mismo tiempo se me incrusta en la memoria una fotografía de una niña negra muerta tras un acto de esos que tanto gustan de fotografiar los reporteros -porque saben que esas imágenes son las que les comprarán los periódicos y las que gustan de ver los lectores (imagino que para darse cuenta de lo bien que ellos están y que mejor no moverse)-. La niña está tumbada. Sangra su cara. Esta foto fue premiada. Lo curioso es que otro fotógrafo abrió el cuadro y lo que se ve es cómo frente a la niña más de quince fotógrafos, todos de raza blanca, están haciendo la misma foto. No la voy a colocar. Ni voy a poner un link para quien la quiera ver. No me interesa la imagen. Me interesa el hecho.
Al mismo tiempo siento todo lo que me ha costado nadar hoy. Hasta el largo 44 ha sido una tortura. No encontraba la respiración. Me dolían los brazos. No acompasaba el pateo. Entonces ha ocurrido que una mujer se ha puesto a nadar a mi lado y me ha prestado su cadencia. No sé decirlo de otra manera. Sólo la veía cuando giraba para iniciar un nuevo largo. Hemos hecho los últimos 16 con el mismo ritmo. La sentía a mi lado. Sentía su presencia en el movimiento agitado del agua. Ella me ha ido acelerando y al ir más rápido, ha logrado hacerme nadar más ligero.
Recuerdo la imagen de una mujer que sonríe. Está muy hermosa. Parece que tenemos toda la vida por delante. Frente a nosotros aparece un puente colgante (creo que se llama puente atirantado); tras él llegarán unas montañas. Siento también el calor de su cuerpo. Y la destrucción también la siento. Será porque ayer vi una película en la que se trataba el tema de las separaciones (aunque no lo creo. La película era forzada y su resolución demasiado fácil. En vez de verla estuve trabajando en sus errores. Muchos. No, no fue por la película). La recuerdo a menudo. Y no sé por qué (no puedo saber por qué). El recuerdo que asoma es de baja intensidad pero constante. No me lleva a locuras ni tampoco a nostalgia. Quizá se acerque más a la saudade. Y a una sensación de oscuridad que no logra romper la clara luz que el estar a su lado me produjo muchos días.
Al mismo tiempo recuerdo la historia de Hércules que Tito Livio cuenta en su primer libro de La historia de Roma desde su fundación. Cuando -tras haber robado el rebaño de bueyes a Gerión, el monstruo de tres cabezas, el cual reinaba en Iberia, al que hubo de matar y que fue el décimo de sus trabajos- llegó hasta las orillas del Tíber y tras tan fatigoso trabajo y larguísima caminata, decidió descansar sobre la mullida hierba y dar de comer a los bueyes de tan rico pasto para que también ellos se recuperasen. Cuenta el cronista que Hércules se quedó dormido y que Caco, pastor de aquella comarca, altanero de su fuerza y seducido por la hermosura de los bueyes, decidió llevarse a los mejores de ellos y para que Hércules no supiera dónde estaban los hizo caminar de espaldas, tirando de sus rabos y los escondió en una cueva. A la mañana siguiente, Hércules descubre el robo y cae en el engaño, así es que decide continuar camino y cuando se pone en marcha, algunas reses mugen al echar de menos, como suelen, a las que faltan, y lo mugidos de respuesta de las que estaban escondidas en la cueva hacen dar la vuelta a Hércules. Caco intenta cerrarle el paso a la fuerza pero cae muerto a golpe de maza.
¿Por qué Agustín de Hipona tenía tanta inquina a la imaginación de los paganos? Sí, conozco la respuesta, pero no es menos cierto que la imaginación de Agustín era también prodigiosa.
Pienso la lentitud en las maniobras. Siento mi cuerpo renovado. Alzo mi copa de vino y brindo.
Ese surco tendrá nombre. Lo llamaré: Números.
Nombrar es conocer, atreverse a decir, pedir letras al pozo sin fondo de las asuntos innombrables.
Desayunar, por ejemplo// o adquirir una ESPUELA, un rosario de cuentas sin castigo.
Julia, querida, Julia. Tus frases: estar a la cuarta pregunta// Ser más vago que la chaqueta de un guardia// Hacer de un duro seis pesetas// Ver, oír y callar.
Los poderosos llevan ejerciendo el terrorismo sobre los débiles desde el principio de la historia. Por eso fue tan llamativo el 11-S porque el poderoso Estados Unidos era de repente el objeto del terror que él mismo había propagado por todo el mundo. Por ejemplo en Corea lugar en el que destruyó a base de bombas todas las represas, quedando anegadas las tierras y las personas.
Como se habló mucho del delirio nazi pero apenas del delirio aliado y su brutal destrucción de las ciudades alemanas con sus ciudadanos dentro.
Los surcos con nombre se despojan del miedo. Uno de los nombres de Satán es el Innombrable.
La letanía de los nombres.
La construcción de las palabras.
La belleza del cambio.
La respiración.
La cadencia.
No quiero más estolas en el mundo.
Nunca me pareció el sexo tan veraz, tan sagrado, tan hermoso como cuando imagino coño o lo digo.
Nombrar la belleza.
Desparramar por las hendiduras y por las aceras, flujos de ideas, ¡Las ideas! ¡Las ideas!
No hay que llegar a
No hay que conseguir nada
No hay culpa
No hay error
No hay espadas
Ni desengaños
Ni perlas dañadas por un golpe de mar
NI lamentos
Ni amuletos
Porque podemos nombrarlos y al nombrarlos los despojamos de su poder y los convertimos en aire, tan sólo ondas.
La mañana estaba clara.
Pude maniobrar.
El puerto olía a jara.
Podía nombrar, una a una, mis emociones.
Flageolets avec clovisses ou avec d'agneau rôti.
Flageolets se dice en español verdinas.
Al nombrar todo se vuelve posible. Lo que no se puede nombrar es imposible. A veces no podemos nombrar porque sufrimos. Nombrar es conjurar el miedo.
Lo obsceno comparte con lo sagrado lo sublime, lo que se puede (o debe) alzanzar.
Al pronunciar palabras obscenas (o ideas) en realidad se está mucho más cerca del Salmo más hermoso o de la aleya más pura o de cualquier otro tipo de párrafo místico que del Infierno.
Seamos obscenos y seremos sagrados (viene a decir lo antedicho).
Nombremos.
Nombrar es conocer, atreverse a decir, pedir letras al pozo sin fondo de las asuntos innombrables.
Desayunar, por ejemplo// o adquirir una ESPUELA, un rosario de cuentas sin castigo.
Julia, querida, Julia. Tus frases: estar a la cuarta pregunta// Ser más vago que la chaqueta de un guardia// Hacer de un duro seis pesetas// Ver, oír y callar.
Los poderosos llevan ejerciendo el terrorismo sobre los débiles desde el principio de la historia. Por eso fue tan llamativo el 11-S porque el poderoso Estados Unidos era de repente el objeto del terror que él mismo había propagado por todo el mundo. Por ejemplo en Corea lugar en el que destruyó a base de bombas todas las represas, quedando anegadas las tierras y las personas.
Como se habló mucho del delirio nazi pero apenas del delirio aliado y su brutal destrucción de las ciudades alemanas con sus ciudadanos dentro.
Los surcos con nombre se despojan del miedo. Uno de los nombres de Satán es el Innombrable.
La letanía de los nombres.
La construcción de las palabras.
La belleza del cambio.
La respiración.
La cadencia.
No quiero más estolas en el mundo.
Nunca me pareció el sexo tan veraz, tan sagrado, tan hermoso como cuando imagino coño o lo digo.
Nombrar la belleza.
Desparramar por las hendiduras y por las aceras, flujos de ideas, ¡Las ideas! ¡Las ideas!
No hay que llegar a
No hay que conseguir nada
No hay culpa
No hay error
No hay espadas
Ni desengaños
Ni perlas dañadas por un golpe de mar
NI lamentos
Ni amuletos
Porque podemos nombrarlos y al nombrarlos los despojamos de su poder y los convertimos en aire, tan sólo ondas.
La mañana estaba clara.
Pude maniobrar.
El puerto olía a jara.
Podía nombrar, una a una, mis emociones.
Flageolets avec clovisses ou avec d'agneau rôti.
Flageolets se dice en español verdinas.
Al nombrar todo se vuelve posible. Lo que no se puede nombrar es imposible. A veces no podemos nombrar porque sufrimos. Nombrar es conjurar el miedo.
Lo obsceno comparte con lo sagrado lo sublime, lo que se puede (o debe) alzanzar.
Al pronunciar palabras obscenas (o ideas) en realidad se está mucho más cerca del Salmo más hermoso o de la aleya más pura o de cualquier otro tipo de párrafo místico que del Infierno.
Seamos obscenos y seremos sagrados (viene a decir lo antedicho).
Nombremos.
Recogidos por Agustín de Hipona en el libro XXI capítulo 5º de su Ciudad de Dios y por mí al aire de los días
Asbesto significa en griego "inextinguible" y es piedra. Es en todo semejante al amianto, o alumbre de pluma, formada por unas hebras inextinguibles.
Se habla de una sal en Agrigento, en Sicilia, que se diluye en presencia del fuego como si éste fuera agua.
Hay en la región de los garamantas una fuente que de día está tan fría que no se puede beber, y de noche tan hirviente que no se la puede tocar. En el Epiro hay otra fuente en la que las antorchas encendidas -como ocurre con las otras fuentes- se apagan; pero las apagadas -esto ya no ocurre con las demás fuentes- las enciende.
En Egipto se da una higuera cuyo tronco, en lugar de flotar como los demás troncos, se sumerge; pero aún hay más: después de llevar algún tiempo en el fondo del agua, sube a la superficie, cuando debería haber aumentado de peso al empaparse.
En Persia se da la piedra llamada selenita, cuya blancura interior crece y mengua al compás de la luna.
En Capadocia las yeguas son preñadas por el viento y sus crías no viven más de tres años (suspiros sus vidas son).
Ocurre en Hispania que los mesetanos echan de menos a sus mujeres muertas cuando están aún vivas.
Los habitantes de Capera celebran la llegada del invierno cociendo a fuego lento, en una gran olla de barro, a la pareja más vieja del lugar para que la oscuridad no los deje helados.
En la actualidad, en el pueblo serrano de Galapagar, se dice que un hombre de más de cincuenta años se aparece en las noches de luna nueva bajo la ventana de una mujer querida y la guarda del asalto de las miasmas. Cuando llega la primera luz aulla, como lobo viejo, despliega unas alas de búho y se diluye en la niebla que se crea cerca del pantano de Valmayor convirtiéndose, con el primer rayo directo del sol, en mejillón tigre .
Hay un templo dedicado a Venus con un candelabro que tiene una lámpara que arde al aire libre y no la apagan ni los vientos ni las lluvias y por eso se la llama la lámpara inextinguible.
Se habla de una sal en Agrigento, en Sicilia, que se diluye en presencia del fuego como si éste fuera agua.
Hay en la región de los garamantas una fuente que de día está tan fría que no se puede beber, y de noche tan hirviente que no se la puede tocar. En el Epiro hay otra fuente en la que las antorchas encendidas -como ocurre con las otras fuentes- se apagan; pero las apagadas -esto ya no ocurre con las demás fuentes- las enciende.
En Egipto se da una higuera cuyo tronco, en lugar de flotar como los demás troncos, se sumerge; pero aún hay más: después de llevar algún tiempo en el fondo del agua, sube a la superficie, cuando debería haber aumentado de peso al empaparse.
En Persia se da la piedra llamada selenita, cuya blancura interior crece y mengua al compás de la luna.
En Capadocia las yeguas son preñadas por el viento y sus crías no viven más de tres años (suspiros sus vidas son).
Ocurre en Hispania que los mesetanos echan de menos a sus mujeres muertas cuando están aún vivas.
Los habitantes de Capera celebran la llegada del invierno cociendo a fuego lento, en una gran olla de barro, a la pareja más vieja del lugar para que la oscuridad no los deje helados.
En la actualidad, en el pueblo serrano de Galapagar, se dice que un hombre de más de cincuenta años se aparece en las noches de luna nueva bajo la ventana de una mujer querida y la guarda del asalto de las miasmas. Cuando llega la primera luz aulla, como lobo viejo, despliega unas alas de búho y se diluye en la niebla que se crea cerca del pantano de Valmayor convirtiéndose, con el primer rayo directo del sol, en mejillón tigre .
Hay un templo dedicado a Venus con un candelabro que tiene una lámpara que arde al aire libre y no la apagan ni los vientos ni las lluvias y por eso se la llama la lámpara inextinguible.
Estoy en un lugar detenido en el tiempo. El mismo tipo de relación. Las mismas plantas. La misma luz. Se repite una misma situación que me lleva a una misma emoción. Inevitablemente.
Me duele la cabeza. Duermo inquieto esa noche. La emoción es violenta. Al intentar localizarla en algún lugar de mi cuerpo, me ha dolido el pie derecho. He intentado respirar por ese pie. Me ha sido difícil.
Voy a trabajar. Nada más llegar veo un gesto melancólico y una gran belleza y cansancio. Siento a lo largo de toda la tarde ausencia. Me he quedado vacío. Me cuesta la concentración. Recuerdo una promesa. Salgo a la plaza al final del día.
Conduzco por una ciudad incómoda. Han cortado una de las arterias principales y se ha formado un gran atasco. Estoy en mitad de ese atasco. Siento impaciencia y agresividad. Me siento solo en el centro de la multitud de coches, bocinas, calles estrechas, noche que cae.
Aparco lejos del lugar a donde voy. Llego. Ceno. Siento, por la conversación, una intensa tristeza y una palabra, que expresa una idea, dicha por mí, me hace sonrojar. He descubierto algo. Siento agradecimiento. Me voy. Camino el trecho hasta donde he dejado el coche. Me encuentro con un actor, amigo, y comentamos sobre el mundo. Siento más tristeza. Oigo mis pasos en la calle. Subo una cuesta. Llevo en mi mano derecha una bolsa con una batidora. Pienso en los gazpachos y los purés que ya voy a poder hacer.
Conduzco por la carretera desierta. Me embarga el pensamiento de la cena. El descubrimiento. Siento que no sé si tendré fuerzas. Conduzco hipnotizado. No oigo lo que suena en la radio. La carretera se ha vuelto muy oscura. No quiero poner las luces largas. Prefiero acostumbrarme a que la luz termine cerca de mí. Aparco y la tristeza no se queda en el coche.
No logro dormir. Avanza la noche entre la esperanza y la oscuridad. He de calmarme. Logro dormirme.
Pongo en marcha un proyecto nuevo. Un solo paso. Pero ya es uno. Me espera una montaña y una gran responsabilidad. Dudo. Nado. Libero. Se me saltan las lágrimas cuando voy conduciendo hacia Madrid y escucho a una muchacha cómo defiende con uñas y dolor sus ideas.
Hablo poco con Violeta de vuelta a casa. Luego sí. Luego hablamos. Me cuesta reconocerla. De tan poco que nos vemos.
Me ha sorprendido, realmente, que el lugar donde me dolía la emoción fuera el pie derecho.
Es casi milagroso.
Me duele la cabeza. Duermo inquieto esa noche. La emoción es violenta. Al intentar localizarla en algún lugar de mi cuerpo, me ha dolido el pie derecho. He intentado respirar por ese pie. Me ha sido difícil.
Voy a trabajar. Nada más llegar veo un gesto melancólico y una gran belleza y cansancio. Siento a lo largo de toda la tarde ausencia. Me he quedado vacío. Me cuesta la concentración. Recuerdo una promesa. Salgo a la plaza al final del día.
Conduzco por una ciudad incómoda. Han cortado una de las arterias principales y se ha formado un gran atasco. Estoy en mitad de ese atasco. Siento impaciencia y agresividad. Me siento solo en el centro de la multitud de coches, bocinas, calles estrechas, noche que cae.
Aparco lejos del lugar a donde voy. Llego. Ceno. Siento, por la conversación, una intensa tristeza y una palabra, que expresa una idea, dicha por mí, me hace sonrojar. He descubierto algo. Siento agradecimiento. Me voy. Camino el trecho hasta donde he dejado el coche. Me encuentro con un actor, amigo, y comentamos sobre el mundo. Siento más tristeza. Oigo mis pasos en la calle. Subo una cuesta. Llevo en mi mano derecha una bolsa con una batidora. Pienso en los gazpachos y los purés que ya voy a poder hacer.
Conduzco por la carretera desierta. Me embarga el pensamiento de la cena. El descubrimiento. Siento que no sé si tendré fuerzas. Conduzco hipnotizado. No oigo lo que suena en la radio. La carretera se ha vuelto muy oscura. No quiero poner las luces largas. Prefiero acostumbrarme a que la luz termine cerca de mí. Aparco y la tristeza no se queda en el coche.
No logro dormir. Avanza la noche entre la esperanza y la oscuridad. He de calmarme. Logro dormirme.
Pongo en marcha un proyecto nuevo. Un solo paso. Pero ya es uno. Me espera una montaña y una gran responsabilidad. Dudo. Nado. Libero. Se me saltan las lágrimas cuando voy conduciendo hacia Madrid y escucho a una muchacha cómo defiende con uñas y dolor sus ideas.
Hablo poco con Violeta de vuelta a casa. Luego sí. Luego hablamos. Me cuesta reconocerla. De tan poco que nos vemos.
Me ha sorprendido, realmente, que el lugar donde me dolía la emoción fuera el pie derecho.
Es casi milagroso.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/04/2011 a las 13:01 | {0}