En la noche. Nilo detrás se ha tumbado. Acabamos de salir del puerto. Enfilamos la autovía. Reconozco los lugares por los que paso. Me he acicalado. Voy a dormir con mi mujer. Tomo el desvío para entrar en la A-6. No hay mucho tráfico. Entro en el carril de aceleración. Un coche marca con el intermitente que se desvía al carril central para dejarme libre el carril de incorporación. 110 kilómetros hora. Para ahorrar algo de combustible. Fulgor de ojos verdes. La carretera brilla con los faros delanteros y los faros traseros. Poco a poco todo va entrando en un perfecto equilibrio. Un equilibrio universal. Y lo siento. Siento que estoy vivo. La vida como cúmulo de sensaciones. Sistema nervioso que está enviando sus señales a todos los rincones de mi cuerpo y gracias al cual sé que estoy vivo. Es una necesidad de agradecimiento. Es la certeza de lo vivo. Es la suerte de haberse introducido cierto espermatozoide en cierto óvulo. Es una historia mil millonaria. Es la triste y sublime capacidad de los seres humanos de ser conscientes en un instante de que ese instante sólo es en tanto en cuanto estoy en él. Formar parte. Con los ojos muy abiertos. A lo lejos ya se asoma la ciudad. Aparcaré. Pasearemos mi perro y yo por el Madrid que tanto me vio ser. Subiré a la casa de mi mujer. La abrazaré. Beberemos un buen vino por su cuadragésimo segundo cumpleaños. Jugarán los perros. Nos quedaremos dormidos y si el sistema nervioso lo promueve despertaremos y volveremos a la vigilia.
Podríamos desembarazarnos de esas viejas palabras que agotan los discursos. Escuchamos por ejemplo: la violencia que subyace en la estructura mental de la sociedades dañadas en sus intersticios vitales y semejante discurso nos recuerda, ¡ingratos! a aquel otro de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua que comentaba Juan de Mairena a sus alumnos.
Semejanzas.
O: ¡hasta los cojones de jerigonzas y vacíos!
Sudorosa admiro (porque no las veo. Las admiro. Están allí. Justo al entrar. Bajo luces de neón blancas. Refulgen con la cera. Que no será de abejas. Será una cera sintética.) el montón de mandarinas en la zona de frutas y verduras del supermercado, el que está cerca de mi casa, cuando la noche y el frío exhalan vaho y prisas. Esas mandarinas. Ese mundo naranja y carnal. Unas encima de otras. Todas tan exactas, todas tan geométricas, todas tan fractales. No añoro cuando las miro. Sólo querría correr un poco más. O dejarme suelta la coleta en este mundo que ahora me atrapa, al que rechazo, al que repudio, con tanto motivao por las aceras. Tan sólo los perros y las mandarinas me dan la paz y las series que logro ver en mi ordenador nuevo cuando ya estoy en la cama y estoy a salvo.
Observo a la anciana que va a buscar a la nieta.
Observo al hombre que empieza a perder la cabeza y quienes lo rodean lo apartan -suavemente, es cierto, pero lo apartan- de los demás como si su demencia fuera contagiosa.
Observo lo que me espera mientras veo cómo una mujer descuidada no escoge las mandarinas sino que las coge al azar como si ese azar le fuera a dar por algún motivo misterioso la razón. Le diría (si me importara algo), No, escoge de una en una, escucha el pálpito de su pulpa, el movimiento de su jugo tras su piel porque un gajo de una mandarina es una explosión y hay que comerlo despacito, mientras abres el grifo de la ducha y se empieza a caldear el baño.
Observo al amigo que besa a la amiga. Ante ellos, en la mesa, mondas de mandarinas que antes hemos comido mientras discutíamos si el sueño de una muchacha desnuda en el instituto es un sueño que soñamos todas.
Observo la jauría.
Sé que desde que tuve a mi perro jamás podré volver a comer carne. No quiero comer carne. Me aporrean lo sesos las imágenes del sacrificio de los animales.
Observo el prado. Juegan los perros. Corren. Se persiguen. Estoy cansada pero voy a estudiar. Estoy cansada y me duele una muela. Pero voy a aguantar y me voy a lavar más los dientes y voy a correr más, más, hasta donde lleguen mis fuerzas y luego me arroparé bien porque fuera hace el frío que corresponde a esta época del año. Y no voy a ceder ni un milímetro. No es tiempo éste de ceder.
¡Qué hermoso montón de mandarinas! y de mandarina me voy a ir hornacina y de ésta a bocina y de bocina a hemoglobina y de hemoglobina a vaina y de vaina a columbina y de columbina a segorbina y de segorbina a concubina y de concubina a polaina y de polaina a cabina y de cabina a lubina y de lubina a cochina y de cochina a mohína y de mohína a lanolina y de lanolina a fina y de fina, claro, a mandarina.
Quiero saber si mañana, cuando vuelva del gimnasio, junto a mi amiga Kandela y pasemos delante del supermecado iluminado con luces blancas, volveré al arrebato mandarina y su estallido de mundo naranja; quiero saberlo ahora que me duermo y la pesadillas acechan tras mis párpados o quizás esta noche en la que el viento ruge y parece el mundo a punto de volar por los aires, soñaré pardo con perros, mandarino reventón y cielo verde con algo de violeta que me lleva a segueta y de segueta a alcahueta y de alcahueta a secreta y de secreta a bayoneta y de bayoneta a luneta y de luneta a cometa...
Observo a la anciana que va a buscar a la nieta.
Observo al hombre que empieza a perder la cabeza y quienes lo rodean lo apartan -suavemente, es cierto, pero lo apartan- de los demás como si su demencia fuera contagiosa.
Observo lo que me espera mientras veo cómo una mujer descuidada no escoge las mandarinas sino que las coge al azar como si ese azar le fuera a dar por algún motivo misterioso la razón. Le diría (si me importara algo), No, escoge de una en una, escucha el pálpito de su pulpa, el movimiento de su jugo tras su piel porque un gajo de una mandarina es una explosión y hay que comerlo despacito, mientras abres el grifo de la ducha y se empieza a caldear el baño.
Observo al amigo que besa a la amiga. Ante ellos, en la mesa, mondas de mandarinas que antes hemos comido mientras discutíamos si el sueño de una muchacha desnuda en el instituto es un sueño que soñamos todas.
Observo la jauría.
Sé que desde que tuve a mi perro jamás podré volver a comer carne. No quiero comer carne. Me aporrean lo sesos las imágenes del sacrificio de los animales.
Observo el prado. Juegan los perros. Corren. Se persiguen. Estoy cansada pero voy a estudiar. Estoy cansada y me duele una muela. Pero voy a aguantar y me voy a lavar más los dientes y voy a correr más, más, hasta donde lleguen mis fuerzas y luego me arroparé bien porque fuera hace el frío que corresponde a esta época del año. Y no voy a ceder ni un milímetro. No es tiempo éste de ceder.
¡Qué hermoso montón de mandarinas! y de mandarina me voy a ir hornacina y de ésta a bocina y de bocina a hemoglobina y de hemoglobina a vaina y de vaina a columbina y de columbina a segorbina y de segorbina a concubina y de concubina a polaina y de polaina a cabina y de cabina a lubina y de lubina a cochina y de cochina a mohína y de mohína a lanolina y de lanolina a fina y de fina, claro, a mandarina.
Quiero saber si mañana, cuando vuelva del gimnasio, junto a mi amiga Kandela y pasemos delante del supermecado iluminado con luces blancas, volveré al arrebato mandarina y su estallido de mundo naranja; quiero saberlo ahora que me duermo y la pesadillas acechan tras mis párpados o quizás esta noche en la que el viento ruge y parece el mundo a punto de volar por los aires, soñaré pardo con perros, mandarino reventón y cielo verde con algo de violeta que me lleva a segueta y de segueta a alcahueta y de alcahueta a secreta y de secreta a bayoneta y de bayoneta a luneta y de luneta a cometa...
Nostalgia es un compuesto culto formado con el griego νόστος 'regreso' y άλγος 'dolor'. Dice Corominas que el primer documento data del diccionario de Autoridades en su edición de 1884 y especifica que no en la de 1843 y a continuación añade que hay un ejemplo de 1869 en Campoamor. Quizás antes de introducir la nostalgia en el mundo de las palabras españolas, se dijera para ese sentimiento el término (o autoridad) añoranza 'recordar con pena la ausencia de persona o cosa querida' que proviene del catalán enyorar y éste del latín ignorare en el sentido de 'no saber (donde está alguien)' 'no tener noticias (de un ausente)'.
Νόστος άλγος, me ocurre. Es una cuestión de la edad. Los adolescentes y los jóvenes reniegan de su pasado. No lo quieren ni ver. Recuerdo cuando mi hija iba a pasar del colegio al instituto que renegaba del instituto, ella quería quedarse en el colegio... hasta que meses después no quería oír hablar del colegio, no entendía cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo allí. También ahora le pasa con todo aquello que ya haya ocurrido. También a mí me pasaba. A pocos no les habrá ocurrido. Dejemos a algunos por mor de que todo lo que es posible decirse, es posible.
Yo siento la nostalgia desde hace unos años. Y siento la nostalgia de lo muy lejano. Regresar a los años 60, 70 y 80 me duele y me duele cuando me asalta un recuerdo de entonces (ahora por ejemplo: un día de 1968 que cruzaba la calle Juan Bravo con Lagasca camino del colegio e iba con las katiuskas blancas pisando la nieve y los charcos de hielo; mi hermano Antonio va por delante con su amigo Nacho) o cuando escucho músicas de entonces Jarcha, por ejemplo, o Quilapayun o Raimon o Victor Jara o cuando veo la serie Cuéntame me duele, suelo acabar (porque vivo solo y me lo puedo permitir) con los ojos llenos de lágrimas, no por lo que me cuentan (que suele ser flojo y mal urdido) sino por lo que me evoca y me dejo llevar por ese regreso que duele y me sirvo un vaso de vino mientras me duele el recuerdo de Elena Francis en la radio mientras Julia termina de planchar (me duele mucho el olor de la ropa recién planchada) y escucho sus comentarios a las cartas que las mujeres desdichadas le escriben a la consejera mientras yo termino mi merienda que es un bocadillo; regreso y me duele a la casa del Paseo de los Melancólicos, me veo en mi estrecha habitación, ante un tablero de formica blanca que hacía las veces de mesa cuando corregía un diccionario de esoterismo y hacía mucho frío y luego sabía que iba a salir y me iba a ir a La Rosa en la plaza del Dos de Mayo donde pasarían las horas bebiendo, riendo, fumando y mirando a la camarera de mis amores con la que quizás me iría a dormir... y a amar. Ayer mismo me pasó con Jarcha y hoy los he escuchado y he sentido la nostalgia y me he dado cuenta de que voy entrando, poco a poco, en el final de la madurez y que la vejez -para mí, desde siempre, ser viejo ha sido un anhelo- ya asoma con una sonrisa cariñosa, invitándome a entrar en ella y enseñándome con esta nostalgia que la última etapa ya llega y hay que hacerse fuerte en los cuarteles del invierno.
Νόστος άλγος, me ocurre. Es una cuestión de la edad. Los adolescentes y los jóvenes reniegan de su pasado. No lo quieren ni ver. Recuerdo cuando mi hija iba a pasar del colegio al instituto que renegaba del instituto, ella quería quedarse en el colegio... hasta que meses después no quería oír hablar del colegio, no entendía cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo allí. También ahora le pasa con todo aquello que ya haya ocurrido. También a mí me pasaba. A pocos no les habrá ocurrido. Dejemos a algunos por mor de que todo lo que es posible decirse, es posible.
Yo siento la nostalgia desde hace unos años. Y siento la nostalgia de lo muy lejano. Regresar a los años 60, 70 y 80 me duele y me duele cuando me asalta un recuerdo de entonces (ahora por ejemplo: un día de 1968 que cruzaba la calle Juan Bravo con Lagasca camino del colegio e iba con las katiuskas blancas pisando la nieve y los charcos de hielo; mi hermano Antonio va por delante con su amigo Nacho) o cuando escucho músicas de entonces Jarcha, por ejemplo, o Quilapayun o Raimon o Victor Jara o cuando veo la serie Cuéntame me duele, suelo acabar (porque vivo solo y me lo puedo permitir) con los ojos llenos de lágrimas, no por lo que me cuentan (que suele ser flojo y mal urdido) sino por lo que me evoca y me dejo llevar por ese regreso que duele y me sirvo un vaso de vino mientras me duele el recuerdo de Elena Francis en la radio mientras Julia termina de planchar (me duele mucho el olor de la ropa recién planchada) y escucho sus comentarios a las cartas que las mujeres desdichadas le escriben a la consejera mientras yo termino mi merienda que es un bocadillo; regreso y me duele a la casa del Paseo de los Melancólicos, me veo en mi estrecha habitación, ante un tablero de formica blanca que hacía las veces de mesa cuando corregía un diccionario de esoterismo y hacía mucho frío y luego sabía que iba a salir y me iba a ir a La Rosa en la plaza del Dos de Mayo donde pasarían las horas bebiendo, riendo, fumando y mirando a la camarera de mis amores con la que quizás me iría a dormir... y a amar. Ayer mismo me pasó con Jarcha y hoy los he escuchado y he sentido la nostalgia y me he dado cuenta de que voy entrando, poco a poco, en el final de la madurez y que la vejez -para mí, desde siempre, ser viejo ha sido un anhelo- ya asoma con una sonrisa cariñosa, invitándome a entrar en ella y enseñándome con esta nostalgia que la última etapa ya llega y hay que hacerse fuerte en los cuarteles del invierno.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/02/2015 a las 09:59 | {0}