Sudorosa admiro (porque no las veo. Las admiro. Están allí. Justo al entrar. Bajo luces de neón blancas. Refulgen con la cera. Que no será de abejas. Será una cera sintética.) el montón de mandarinas en la zona de frutas y verduras del supermercado, el que está cerca de mi casa, cuando la noche y el frío exhalan vaho y prisas. Esas mandarinas. Ese mundo naranja y carnal. Unas encima de otras. Todas tan exactas, todas tan geométricas, todas tan fractales. No añoro cuando las miro. Sólo querría correr un poco más. O dejarme suelta la coleta en este mundo que ahora me atrapa, al que rechazo, al que repudio, con tanto motivao por las aceras. Tan sólo los perros y las mandarinas me dan la paz y las series que logro ver en mi ordenador nuevo cuando ya estoy en la cama y estoy a salvo.
Observo a la anciana que va a buscar a la nieta.
Observo al hombre que empieza a perder la cabeza y quienes lo rodean lo apartan -suavemente, es cierto, pero lo apartan- de los demás como si su demencia fuera contagiosa.
Observo lo que me espera mientras veo cómo una mujer descuidada no escoge las mandarinas sino que las coge al azar como si ese azar le fuera a dar por algún motivo misterioso la razón. Le diría (si me importara algo), No, escoge de una en una, escucha el pálpito de su pulpa, el movimiento de su jugo tras su piel porque un gajo de una mandarina es una explosión y hay que comerlo despacito, mientras abres el grifo de la ducha y se empieza a caldear el baño.
Observo al amigo que besa a la amiga. Ante ellos, en la mesa, mondas de mandarinas que antes hemos comido mientras discutíamos si el sueño de una muchacha desnuda en el instituto es un sueño que soñamos todas.
Observo la jauría.
Sé que desde que tuve a mi perro jamás podré volver a comer carne. No quiero comer carne. Me aporrean lo sesos las imágenes del sacrificio de los animales.
Observo el prado. Juegan los perros. Corren. Se persiguen. Estoy cansada pero voy a estudiar. Estoy cansada y me duele una muela. Pero voy a aguantar y me voy a lavar más los dientes y voy a correr más, más, hasta donde lleguen mis fuerzas y luego me arroparé bien porque fuera hace el frío que corresponde a esta época del año. Y no voy a ceder ni un milímetro. No es tiempo éste de ceder.
¡Qué hermoso montón de mandarinas! y de mandarina me voy a ir hornacina y de ésta a bocina y de bocina a hemoglobina y de hemoglobina a vaina y de vaina a columbina y de columbina a segorbina y de segorbina a concubina y de concubina a polaina y de polaina a cabina y de cabina a lubina y de lubina a cochina y de cochina a mohína y de mohína a lanolina y de lanolina a fina y de fina, claro, a mandarina.
Quiero saber si mañana, cuando vuelva del gimnasio, junto a mi amiga Kandela y pasemos delante del supermecado iluminado con luces blancas, volveré al arrebato mandarina y su estallido de mundo naranja; quiero saberlo ahora que me duermo y la pesadillas acechan tras mis párpados o quizás esta noche en la que el viento ruge y parece el mundo a punto de volar por los aires, soñaré pardo con perros, mandarino reventón y cielo verde con algo de violeta que me lleva a segueta y de segueta a alcahueta y de alcahueta a secreta y de secreta a bayoneta y de bayoneta a luneta y de luneta a cometa...
Observo a la anciana que va a buscar a la nieta.
Observo al hombre que empieza a perder la cabeza y quienes lo rodean lo apartan -suavemente, es cierto, pero lo apartan- de los demás como si su demencia fuera contagiosa.
Observo lo que me espera mientras veo cómo una mujer descuidada no escoge las mandarinas sino que las coge al azar como si ese azar le fuera a dar por algún motivo misterioso la razón. Le diría (si me importara algo), No, escoge de una en una, escucha el pálpito de su pulpa, el movimiento de su jugo tras su piel porque un gajo de una mandarina es una explosión y hay que comerlo despacito, mientras abres el grifo de la ducha y se empieza a caldear el baño.
Observo al amigo que besa a la amiga. Ante ellos, en la mesa, mondas de mandarinas que antes hemos comido mientras discutíamos si el sueño de una muchacha desnuda en el instituto es un sueño que soñamos todas.
Observo la jauría.
Sé que desde que tuve a mi perro jamás podré volver a comer carne. No quiero comer carne. Me aporrean lo sesos las imágenes del sacrificio de los animales.
Observo el prado. Juegan los perros. Corren. Se persiguen. Estoy cansada pero voy a estudiar. Estoy cansada y me duele una muela. Pero voy a aguantar y me voy a lavar más los dientes y voy a correr más, más, hasta donde lleguen mis fuerzas y luego me arroparé bien porque fuera hace el frío que corresponde a esta época del año. Y no voy a ceder ni un milímetro. No es tiempo éste de ceder.
¡Qué hermoso montón de mandarinas! y de mandarina me voy a ir hornacina y de ésta a bocina y de bocina a hemoglobina y de hemoglobina a vaina y de vaina a columbina y de columbina a segorbina y de segorbina a concubina y de concubina a polaina y de polaina a cabina y de cabina a lubina y de lubina a cochina y de cochina a mohína y de mohína a lanolina y de lanolina a fina y de fina, claro, a mandarina.
Quiero saber si mañana, cuando vuelva del gimnasio, junto a mi amiga Kandela y pasemos delante del supermecado iluminado con luces blancas, volveré al arrebato mandarina y su estallido de mundo naranja; quiero saberlo ahora que me duermo y la pesadillas acechan tras mis párpados o quizás esta noche en la que el viento ruge y parece el mundo a punto de volar por los aires, soñaré pardo con perros, mandarino reventón y cielo verde con algo de violeta que me lleva a segueta y de segueta a alcahueta y de alcahueta a secreta y de secreta a bayoneta y de bayoneta a luneta y de luneta a cometa...
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/02/2015 a las 12:10 | {0}