Desierto de Somalia
La palabra secreta no sale de mis labios. En el alba, cuando los vencejos vuelan y comen, la palabra secreta digiere contenidos y sonríe a este mundo bellísimo e infame donde cuerdas y alambradas, segmentos y longanizas, lombardas y estrellas, manos y espaldas se entrecruzan a un ritmo frenético y luego, lentamente, en la noche -metáfora en este caso de descanso y silencio- se desligan y vagan por los alrededores de los encuentros y las alamedas.
La palabra secreta, La que no se pronuncia, adquiere el tono de los colores de la tarde, aquéllos del otoño cuando es verano o aquéllos del invierno cuando dos galaxias, en los bordes del Universo, se encuentran y crean un agujero negro supermasivo. La palabra secreta alienta los dones de los hombres sin ser jamás pronunciada. Hay algo en ella de ancestral, de tiempo de caverna, de bajo que marca la pauta de un ritmo africano, de seda en la calma del gusano, de aire en los vientos australes, de rapsoda en los desiertos más solitarios.
Nunca sometida. Siempre libre. Siempre jocosa. Puerto. Casa. Refugio.
En la invocación libre. Cuando el quehacer de un hombre desrritualiza lo que en sí, realmente, no trasciende. Sobre la mar de los pensamientos libres. Agua clara. Fuego limpio. Aire envuelto en densidades. Tierra fértil. ¡Verde, verde, verde, verde! Madera en el bosque virgen.
Música sin elaboración. Musgo sin sol. Camino que se cierra y se abre a merced de un ritmo sin medida. Eléboro. Madreselva. Jipi-japa. Caftán. Soliloquio. Faro.
La palabra secreta no guarda ningún misterio.
Ni es ningún arcano.
Ni se somete a arquetipo alguno.
Ni es propiedad de los iniciados.
No es dominada por soberbios sacerdotes.
Ni casta alguna la atesora.
Ni viento la levanta, ni ola la cubre, ni fuego la quema, ni tierra la germina.
La palabra secreta, La que no se pronuncia, adquiere el tono de los colores de la tarde, aquéllos del otoño cuando es verano o aquéllos del invierno cuando dos galaxias, en los bordes del Universo, se encuentran y crean un agujero negro supermasivo. La palabra secreta alienta los dones de los hombres sin ser jamás pronunciada. Hay algo en ella de ancestral, de tiempo de caverna, de bajo que marca la pauta de un ritmo africano, de seda en la calma del gusano, de aire en los vientos australes, de rapsoda en los desiertos más solitarios.
Nunca sometida. Siempre libre. Siempre jocosa. Puerto. Casa. Refugio.
En la invocación libre. Cuando el quehacer de un hombre desrritualiza lo que en sí, realmente, no trasciende. Sobre la mar de los pensamientos libres. Agua clara. Fuego limpio. Aire envuelto en densidades. Tierra fértil. ¡Verde, verde, verde, verde! Madera en el bosque virgen.
Música sin elaboración. Musgo sin sol. Camino que se cierra y se abre a merced de un ritmo sin medida. Eléboro. Madreselva. Jipi-japa. Caftán. Soliloquio. Faro.
La palabra secreta no guarda ningún misterio.
Ni es ningún arcano.
Ni se somete a arquetipo alguno.
Ni es propiedad de los iniciados.
No es dominada por soberbios sacerdotes.
Ni casta alguna la atesora.
Ni viento la levanta, ni ola la cubre, ni fuego la quema, ni tierra la germina.
Cuentan los científicos efectos y causas. No será cuestión de desdecirlos. Sólo que el método científico es un método de análisis del mundo no el método.
Cuando escuchas con la mente abierta otras indagaciones, resulta que te puedes llegar a plantear cuál es el sentido de la comprensión del mundo y creo que ese sentido último sería: vivir sin miedo.
¿Por qué indagamos? ¿Por qué buscamos explicaciones? ¿Por qué nos arrimamos a una y normalmente nos anclamos a ella? ¿Por qué nos cuesta tanto desapegarnos?
Si el sentido último del conocimiento no es el conocimiento en sí (y esta condicional en realidad no tendría por qué ser tal, dado que, si analizamos el camino del conocimiento del hombre, veremos que conocer significa en muchas ocasiones negar el conocimiento anterior) sino la recta comprensión del orden del Mundo, la mejor forma de conocer será estar siempre abierto a las nuevas vías.
Durante muchos años pensé que la vida era un cuento contado por un idiota que no significa absolutamente nada (William Shakespeare) y esa idea me castró la posibilidad contraria y al mismo tiempo justificó los infortunios (palabra que emite ya un juicio de valor y que por lo tanto califica lo que, en puridad, no se puede calificar si no es por comparación) que, como a todo ser humano, me ocurrían. Con los años, con las experiencias, escuchando y leyendo a otros esa idea nihilista/destructiva del vivir ha ido girando hacia una forma de comprensión más despojada de juicio. La primera piedra de toque para ir eliminando esta sensación de hondo pozo, de fatum incontrolable, fue el descubrimiento de la ausencia de culpa o, por mejor decirlo, la sospecha de que en un lugar muy recondito del propio ser, el juicio moral de culpa estaba lastrando toda mi existencia.
Otro concepto que juega a favor del miedo, es el de la suerte o fortuna porque, en verdad, nunca sabemos si es suerte o no, si son afortunadas o no, las cosas que nos ocurren. El ejemplo más palmario, por repetido, es el de la persona agraciada con el gordo de la lotería y que al cabo de poco tiempo ve cómo su vida se ha roto en pedazos (no afirmo que ocurra siempre así, sino que ha ocurrido muchas veces). La manía mental de calificarlo todo sin dejar tiempo al tiempo, nos atrapa y marca nuestro devenir; el esfuerzo de no analizar sino dejar ser es ímprobo y desde luego no nos lo enseñan en las escuelas.
A medida que podemos aceptar la inferencia de fuerzas invisibles en nuestras propias fuerzas; a medida que miramos el paso de los días como una forma natural de aprendizaje; a medida que nos vamos despojando de los términos: esfuerzo, trabajo, sufrimiento y los vamos cambiando a los términos: constancia, gozo y placer, el ritmo de la vida cambia el paso y se instala un cierto laissez faire, laissez passer vital que alivia la penosa obligación de estar vivo por la mucha más luminosa de estar vivo sin más.
Cuentas las últimas investigaciones científicas que la clave del amor (la necesidad de fundirse con otro) se encuentra en unos determinados genes. Esta declaración la realizaron las científicas Adriana Villela, Barbara J. Taylor y Margit Foss de tres universidades de los Estados Unidos, las de Stanford, Brandeis y Oregon las cuales se centraron en el estudio de un gen de la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) llamado fruitless (sin fruto, estéril) que es uno de los trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto que ese gen es el que controla el elaborado rito del cortejo. Parece ser que si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el apareamiento específico del sexo opuesto. La explicación anterior está extraída del libro de Eduardo Punset El viaje al amor. A mí me surgen unas preguntas ante semejante explicación mecanicista del sexo/amor entre moscas: Inactivada la elaboración del cortejo en los machos o activada en las hembras, ¿cómo se sienten? ¿qué piensan al ser incapaces de amar ? Es más ¿si no lo muestran, no lo sienten? Y en el caso de las hembras que realizan el ritual del macho, no se preguntarán, ¿pero qué coño estoy haciendo? ¿Qué nos indica realmente la aberración que se consigue al mutilar o alterar el orden físico de un animal?
El conocimiento es como las moscas: da vueltas y vueltas sobre lo mismo, una vez y otra, y en ocasiones acaba atrapado por un ser que lo desmembra y lo deja sin alas.
Cuando escuchas con la mente abierta otras indagaciones, resulta que te puedes llegar a plantear cuál es el sentido de la comprensión del mundo y creo que ese sentido último sería: vivir sin miedo.
¿Por qué indagamos? ¿Por qué buscamos explicaciones? ¿Por qué nos arrimamos a una y normalmente nos anclamos a ella? ¿Por qué nos cuesta tanto desapegarnos?
Si el sentido último del conocimiento no es el conocimiento en sí (y esta condicional en realidad no tendría por qué ser tal, dado que, si analizamos el camino del conocimiento del hombre, veremos que conocer significa en muchas ocasiones negar el conocimiento anterior) sino la recta comprensión del orden del Mundo, la mejor forma de conocer será estar siempre abierto a las nuevas vías.
Durante muchos años pensé que la vida era un cuento contado por un idiota que no significa absolutamente nada (William Shakespeare) y esa idea me castró la posibilidad contraria y al mismo tiempo justificó los infortunios (palabra que emite ya un juicio de valor y que por lo tanto califica lo que, en puridad, no se puede calificar si no es por comparación) que, como a todo ser humano, me ocurrían. Con los años, con las experiencias, escuchando y leyendo a otros esa idea nihilista/destructiva del vivir ha ido girando hacia una forma de comprensión más despojada de juicio. La primera piedra de toque para ir eliminando esta sensación de hondo pozo, de fatum incontrolable, fue el descubrimiento de la ausencia de culpa o, por mejor decirlo, la sospecha de que en un lugar muy recondito del propio ser, el juicio moral de culpa estaba lastrando toda mi existencia.
Otro concepto que juega a favor del miedo, es el de la suerte o fortuna porque, en verdad, nunca sabemos si es suerte o no, si son afortunadas o no, las cosas que nos ocurren. El ejemplo más palmario, por repetido, es el de la persona agraciada con el gordo de la lotería y que al cabo de poco tiempo ve cómo su vida se ha roto en pedazos (no afirmo que ocurra siempre así, sino que ha ocurrido muchas veces). La manía mental de calificarlo todo sin dejar tiempo al tiempo, nos atrapa y marca nuestro devenir; el esfuerzo de no analizar sino dejar ser es ímprobo y desde luego no nos lo enseñan en las escuelas.
A medida que podemos aceptar la inferencia de fuerzas invisibles en nuestras propias fuerzas; a medida que miramos el paso de los días como una forma natural de aprendizaje; a medida que nos vamos despojando de los términos: esfuerzo, trabajo, sufrimiento y los vamos cambiando a los términos: constancia, gozo y placer, el ritmo de la vida cambia el paso y se instala un cierto laissez faire, laissez passer vital que alivia la penosa obligación de estar vivo por la mucha más luminosa de estar vivo sin más.
Cuentas las últimas investigaciones científicas que la clave del amor (la necesidad de fundirse con otro) se encuentra en unos determinados genes. Esta declaración la realizaron las científicas Adriana Villela, Barbara J. Taylor y Margit Foss de tres universidades de los Estados Unidos, las de Stanford, Brandeis y Oregon las cuales se centraron en el estudio de un gen de la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) llamado fruitless (sin fruto, estéril) que es uno de los trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto que ese gen es el que controla el elaborado rito del cortejo. Parece ser que si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el apareamiento específico del sexo opuesto. La explicación anterior está extraída del libro de Eduardo Punset El viaje al amor. A mí me surgen unas preguntas ante semejante explicación mecanicista del sexo/amor entre moscas: Inactivada la elaboración del cortejo en los machos o activada en las hembras, ¿cómo se sienten? ¿qué piensan al ser incapaces de amar ? Es más ¿si no lo muestran, no lo sienten? Y en el caso de las hembras que realizan el ritual del macho, no se preguntarán, ¿pero qué coño estoy haciendo? ¿Qué nos indica realmente la aberración que se consigue al mutilar o alterar el orden físico de un animal?
El conocimiento es como las moscas: da vueltas y vueltas sobre lo mismo, una vez y otra, y en ocasiones acaba atrapado por un ser que lo desmembra y lo deja sin alas.
El cortejo de las moscas del vinagre
Veo ayer un documental sobre Bob Dylan y escucho a muchas personas -músicos, escritores, críticos, fans y fons- alimentando la noción de mito.
Supongo la desolación de un hombre -si ese hombre es un hombre- al que las personas han subido a un pedestal, cualquier pedestal. El ansia de soledad que debe sentir.
Nunca fui mitómano. No entiendo muy bien cómo a nadie se le puede elevar a la categoría de semidios. Lo entiendo mejor en gentes que no han intentando lo que adoran de su mito. Me cuesta más entenderlo de quienes sí realizan una labor parecida. Porque tengo la impresión de que si alguien se dedica, por ejemplo, a escribir canciones sabrá en qué consiste ese trabajo. Se puede admirar el genio de un creador en particular pero no entiendo la elevación a ningún altar (o trono).
Como me ocurre con todo tipo de ritos o iniciaciones por muy democráticas que sean. Por ejemplo el mito del voto y la negación a admitir que la abstención en una votación no implica un rechazo del sistema -puesto que la abstención forma parte de la estadística de ese sistema- y sí puede implicar una estrategia tan válida como cualquier otra. Por ejemplo: ayer mantuve una discusión bien interesante y divertida -cosa que suele estar en contradicción- sobre este tema y aunque no pude decir todo lo que pensaba por la cascada de comentarios que se argüían, sí tengo la impresión de que si yo he concluido que el partido al que suelo votar, ha perdido su poder frente a otro (en este caso el poder económico) y se ha movido en los últimos años como una marioneta cuyos hilos ha movido este poder económico, una buena forma de hacérselo ver será no dándole de nuevo mi voto sino negándoselo hasta que vuelva a conquistar lo que, a mi parecer, ha perdido y le ha debilitado. ¡Cómo voy a entregar yo mi voto a un Poder que no es tal!
Quizás el librepensamiento -en su antigua acepción- tenga estas soledades en las que se cae al no tener siempre un pensamiento constante sobre nada y provocando, por lo tanto, cara a los demás, dudas y regaños.
Me pasa igual con Bob Dylan o con otros artistas muy queridos por mí: Julio Cortázar, William Shakespeare, Ramón María del Valle-Inclán, Miguel de Cervantes o Fernando Pessoa, en este caso escritores a los que admiro y cuya admiración parte más de su condición de saberlos hombres como cualquiera y que sin embargo han logrado hacer de cada ser humano un ser particular cuando los leen.
Supongo la desolación de un hombre -si ese hombre es un hombre- al que las personas han subido a un pedestal, cualquier pedestal. El ansia de soledad que debe sentir.
Nunca fui mitómano. No entiendo muy bien cómo a nadie se le puede elevar a la categoría de semidios. Lo entiendo mejor en gentes que no han intentando lo que adoran de su mito. Me cuesta más entenderlo de quienes sí realizan una labor parecida. Porque tengo la impresión de que si alguien se dedica, por ejemplo, a escribir canciones sabrá en qué consiste ese trabajo. Se puede admirar el genio de un creador en particular pero no entiendo la elevación a ningún altar (o trono).
Como me ocurre con todo tipo de ritos o iniciaciones por muy democráticas que sean. Por ejemplo el mito del voto y la negación a admitir que la abstención en una votación no implica un rechazo del sistema -puesto que la abstención forma parte de la estadística de ese sistema- y sí puede implicar una estrategia tan válida como cualquier otra. Por ejemplo: ayer mantuve una discusión bien interesante y divertida -cosa que suele estar en contradicción- sobre este tema y aunque no pude decir todo lo que pensaba por la cascada de comentarios que se argüían, sí tengo la impresión de que si yo he concluido que el partido al que suelo votar, ha perdido su poder frente a otro (en este caso el poder económico) y se ha movido en los últimos años como una marioneta cuyos hilos ha movido este poder económico, una buena forma de hacérselo ver será no dándole de nuevo mi voto sino negándoselo hasta que vuelva a conquistar lo que, a mi parecer, ha perdido y le ha debilitado. ¡Cómo voy a entregar yo mi voto a un Poder que no es tal!
Quizás el librepensamiento -en su antigua acepción- tenga estas soledades en las que se cae al no tener siempre un pensamiento constante sobre nada y provocando, por lo tanto, cara a los demás, dudas y regaños.
Me pasa igual con Bob Dylan o con otros artistas muy queridos por mí: Julio Cortázar, William Shakespeare, Ramón María del Valle-Inclán, Miguel de Cervantes o Fernando Pessoa, en este caso escritores a los que admiro y cuya admiración parte más de su condición de saberlos hombres como cualquiera y que sin embargo han logrado hacer de cada ser humano un ser particular cuando los leen.
Peter Watson. Ideas. Historia intelectual de la Humanidad.
Capítulo 32. Nuevas ideas acerca del orden humano: los orígenes de las ciencias sociales y la estadística.
Editado por Crítica.
Las personas venimos y vamos. Hay una canción muy hermosa de Mercedes Sosa que se llama Todo cambia. Y también es cierto que algunos asuntos se resuelven siempre de la misma forma. Los Mossos d'Esquadra (policía autonómica del País Catalán) han arremetido contra los concentrados del movimiento 15-M en la Plaça de Catalunya. A uno de los concentrados le han reventado un pulmón y le han perforado el bazo. Las imágenes no merecen ni ser vistas. El País Catalán está gobernado por CiU, partido nacionalista y de derechas.
Sin solución de continuidad (siempre me gustó esta expresión que viene a significar: sin interrupción) leo lo siguiente:
Joseph-Ignace Guillotin nació en Saintes al oeste de Francia el 28 de mayo de 1738 y era el noveno de doce hijos. Por una curiosa ironía del destino su nacimiento fue prematuro, consecuencia de que su madre presenciara por casualidad una angustiosa ejecución pública. Quizá por esto, Joseph-Ignace siempre fue muy consciente de que en Francia, así como en otros lugares, las técnicas de ejecución variaban muchísimo en función del estatus social del condenado. En general, los miembros de la aristocracia disfrutaban de una muerte rápida, mientras que los criminales procedentes de los estratos más bajos de la sociedad a menudo se los ajusticiaba de forma lenta y atroz. En la Francia del siglo XVIII, existían más de un centenar de delitos castigados con la pena de muerte, la peor de las cuales se reservó a François Damiens (1714-1757), el desgraciado que atacó a Luis XV con una navaja y consiguió arañar el brazo del monarca. A Damiens se le arrancó la piel del pecho, de los brazos y de los muslos con tenazas al rojo vivo, su mano derecha (la que había sostenido la navaja) fue quemada con sulfuro; sobre la carne expuesta allí donde se había arrancado la piel se vertió plomo fundido y aceite hirviendo, y por último su cuerpo fue descuartizado utilizando cuatro caballos que tiraban en direcciones diferentes. El verdugo mostró su simpatía por la víctima cortando con un cuchillo los tendones de las articulaciones para que los caballos pudieran desmembrarlo con más facilidad.
Para la época de la revolución, Joseph-Ignace era ya una figura importante, un médico distinguido, destacaba también como profesor de anatomía y consejero de la Facultad de Medicina de la Universidad de París, y se convirtió en diputado de la Asamblea Nacional. Guillotin era un pacifista y, motivado por sus preocupaciones humanitarias, en diciembre de 1789 presentó a la Asamblea seis proposiciones con el fin de crear un código penal nuevo y mucho más humano, en el que todos los hombres fueran considerados iguales y las penas impuestas no hicieran ningún tipo de distinción entre los diferentes estratos. El segundo artículo de este nuevo código recomendaba que la pena capital fuera de ahora en adelante la decapitación y que se la aplicara mediante un mecanismo simple y novedoso. La Asamblea dedicó algún tiempo a examinar las recomendaciones del doctor Guillotin antes de adoptarlas, y durante los debates que tuvieron lugar entonces, un periodista preguntó a propósito del nuevo mecanismo si éste había de llevar el nombre de Guillotin o el de Mirabeau, una pregunta sarcástica y retórica, pues el nuevo mecanismo no había sido todavía diseñado y menos aún construido.
Guillotin no diseñó ni construyó el instrumento que terminaría llevando su nombre. El diseñador fue otro médico, el doctor Antoine Louis (en algún momento se planeó llamar al nuevo dispositivo "Louisette"), mientras que el hombre que de verdad construyó la máquina de ejecución fue un tal monsieur Guedon o Guidon, el carpintero que normalmente se había encargado de proporcionar patíbulos al Estado. El nuevo artilugio se probó el 17 de abril de 1792. Tras unos cuantos ajustes se celebró un banquete para dar la bienvenida a la hija del doctor Guillotin y se brindó por la igualdad que traería consigo el insigne proyecto.
Hasta aquí la cita de Peter Watson. Y yo me pregunto: ¿por qué a unos ciudadanos que están en sus calles debatiendo democráticamente ideas que luego elevar a quien corresponda, se los desaloja con porras con pinchos, balas de goma, puñetazos e insultos y a tipos como Carlos Fabra -un corrupto inclemente- no sólo no se le desaloja sino que se le otorga un sueldo de 90.000 € anuales por parte de la Cámara de Comercio de Castellón y aunque deja la Diputación mantiene sueldo, coche oficial, chófer y guardaespaldas?
Si realmente estuviéramos en una democracia habría que dar un sueldo a los ciudadanos de la Plaza de Catalunya (y de tantas otras plazas) -que están haciendo el trabajo del Congreso de los Diputados- y desalojar, a la fuerza si fuera necesario, a indeseables como el señor de Castellón antes citado.
Guillotina para igualar la muerte. ¿Qué instrumento inventamos para igualar la vida?
Sin solución de continuidad (siempre me gustó esta expresión que viene a significar: sin interrupción) leo lo siguiente:
Joseph-Ignace Guillotin nació en Saintes al oeste de Francia el 28 de mayo de 1738 y era el noveno de doce hijos. Por una curiosa ironía del destino su nacimiento fue prematuro, consecuencia de que su madre presenciara por casualidad una angustiosa ejecución pública. Quizá por esto, Joseph-Ignace siempre fue muy consciente de que en Francia, así como en otros lugares, las técnicas de ejecución variaban muchísimo en función del estatus social del condenado. En general, los miembros de la aristocracia disfrutaban de una muerte rápida, mientras que los criminales procedentes de los estratos más bajos de la sociedad a menudo se los ajusticiaba de forma lenta y atroz. En la Francia del siglo XVIII, existían más de un centenar de delitos castigados con la pena de muerte, la peor de las cuales se reservó a François Damiens (1714-1757), el desgraciado que atacó a Luis XV con una navaja y consiguió arañar el brazo del monarca. A Damiens se le arrancó la piel del pecho, de los brazos y de los muslos con tenazas al rojo vivo, su mano derecha (la que había sostenido la navaja) fue quemada con sulfuro; sobre la carne expuesta allí donde se había arrancado la piel se vertió plomo fundido y aceite hirviendo, y por último su cuerpo fue descuartizado utilizando cuatro caballos que tiraban en direcciones diferentes. El verdugo mostró su simpatía por la víctima cortando con un cuchillo los tendones de las articulaciones para que los caballos pudieran desmembrarlo con más facilidad.
Para la época de la revolución, Joseph-Ignace era ya una figura importante, un médico distinguido, destacaba también como profesor de anatomía y consejero de la Facultad de Medicina de la Universidad de París, y se convirtió en diputado de la Asamblea Nacional. Guillotin era un pacifista y, motivado por sus preocupaciones humanitarias, en diciembre de 1789 presentó a la Asamblea seis proposiciones con el fin de crear un código penal nuevo y mucho más humano, en el que todos los hombres fueran considerados iguales y las penas impuestas no hicieran ningún tipo de distinción entre los diferentes estratos. El segundo artículo de este nuevo código recomendaba que la pena capital fuera de ahora en adelante la decapitación y que se la aplicara mediante un mecanismo simple y novedoso. La Asamblea dedicó algún tiempo a examinar las recomendaciones del doctor Guillotin antes de adoptarlas, y durante los debates que tuvieron lugar entonces, un periodista preguntó a propósito del nuevo mecanismo si éste había de llevar el nombre de Guillotin o el de Mirabeau, una pregunta sarcástica y retórica, pues el nuevo mecanismo no había sido todavía diseñado y menos aún construido.
Guillotin no diseñó ni construyó el instrumento que terminaría llevando su nombre. El diseñador fue otro médico, el doctor Antoine Louis (en algún momento se planeó llamar al nuevo dispositivo "Louisette"), mientras que el hombre que de verdad construyó la máquina de ejecución fue un tal monsieur Guedon o Guidon, el carpintero que normalmente se había encargado de proporcionar patíbulos al Estado. El nuevo artilugio se probó el 17 de abril de 1792. Tras unos cuantos ajustes se celebró un banquete para dar la bienvenida a la hija del doctor Guillotin y se brindó por la igualdad que traería consigo el insigne proyecto.
Hasta aquí la cita de Peter Watson. Y yo me pregunto: ¿por qué a unos ciudadanos que están en sus calles debatiendo democráticamente ideas que luego elevar a quien corresponda, se los desaloja con porras con pinchos, balas de goma, puñetazos e insultos y a tipos como Carlos Fabra -un corrupto inclemente- no sólo no se le desaloja sino que se le otorga un sueldo de 90.000 € anuales por parte de la Cámara de Comercio de Castellón y aunque deja la Diputación mantiene sueldo, coche oficial, chófer y guardaespaldas?
Si realmente estuviéramos en una democracia habría que dar un sueldo a los ciudadanos de la Plaza de Catalunya (y de tantas otras plazas) -que están haciendo el trabajo del Congreso de los Diputados- y desalojar, a la fuerza si fuera necesario, a indeseables como el señor de Castellón antes citado.
Guillotina para igualar la muerte. ¿Qué instrumento inventamos para igualar la vida?
01 Todo Cambia.mp3 (10.96 Mb)
Vía Caen, gracias a Lidia y teniendo como mensajera a Caroline, me llega este enlace sólo tienes que cliquear sobre él y escucharás a José Luis Sampedro y a las gentes en las calles. Parece como si el fantasma del que hablaba hace unos días se fuera poco a poco corporeizando.
Seguimos en el ágora.
Seguimos en el ágora.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/07/2011 a las 10:51 | {1}