Tenemos que cuidar a los niños. Este es un ruego, un ruego a mí el primero. Tenemos que amar a los niños, no dejar que la vida les asuste, no dejar que sientan miedo de ser ellos mismos. Lo importante no es llevarles al cine, ni darles caprichos, ni exigirles imposibles, lo importante es que se sientan queridos; lo importante es sonreírles y abrazarles y hacerles sentir que estar aquí es un extraño privilegio que el Universo ha urdido para él, para que descubra, para que ame la vida, lo que quiera que eso sea.
Tenemos que enseñarles a los niños nuestras sonrisas y nuestras preocupaciones y nuestras ansiedades y nuestras desdichas con todo el amor del mundo. Porque también con amor se pueden enseñar todas estas cosas. Porque amar no es engañar. Porque vivir no es un dulce de leche. Pero no hay mayor dolor para un niño que no saber qué está pasando. Porque el niño siente de una forma tan pura que percibe los disturbios y siente -al ocultárselos- que él es causante de ellos. No hay que estar continuamente con ellos. No tienen que ser el centro de vida alguna. Tienen que estar en el lugar que les corresponde que no es otro que la más sincera muestra de que su presencia es un regalo de la vida entera o de La Vida con mayúscula.
Cuidemos a los niños porque se convertirán en personas de bien, seguras, tranquilas, llenas de ganar de dar, sin vergüenzas que ocultar, sin temores que bloquear. Porque es imposible bloquear los miedos. Los miedos salen todos los días, por todos los poros de la piel si fue el miedo lo que aprendiste en la niñez. No ofrezcamos miedo a los niños, tan sólo hagámoslo en el lugar donde lo pueden aprender a salvo de su sombra: en los cuentos. Porque deben saber que existe para que puedan atacarlo si aparece, pero no deben sentirlo en su propia piel y entre todos los miedos jamás dejéis que se sientan culpables, no dejéis jamás que lo sientan. Porque la culpa es un vicio que los canallas inoculan a los inocentes, o una epidemia que se contagia sin saberlo y ambas formas de transmisión tiene un remedio terrible que se llama sufrir, sufrir y quizá sufriendo se logré aprender que la culpa no existe aunque nadie te asegurará que ese único remedio llegue a ser eficaz.
Y si se consigue a base de sufrimiento ir quitándose el miedo, primero hay que desaprenderlo todo; desmontar la vida entera, llegar a conclusiones tan simples que casi da sonrojo descubrirlas cuando ya, a veces, se es tan mayor.
Ama a ese niño que cruza la acera, a la chiquilla que pasa tantas horas sola en un patio; al bebé que te mira desde su silla cuando su madre lo saca a pasear al parque, lánzale un beso y guíñale el ojo; a tu hijo díle la verdad, a su amiga recíbela con los brazos abiertos. Porque sólo así podremos ir desterrando del mundo la sombra alargada del miedo.
Tenemos que enseñarles a los niños nuestras sonrisas y nuestras preocupaciones y nuestras ansiedades y nuestras desdichas con todo el amor del mundo. Porque también con amor se pueden enseñar todas estas cosas. Porque amar no es engañar. Porque vivir no es un dulce de leche. Pero no hay mayor dolor para un niño que no saber qué está pasando. Porque el niño siente de una forma tan pura que percibe los disturbios y siente -al ocultárselos- que él es causante de ellos. No hay que estar continuamente con ellos. No tienen que ser el centro de vida alguna. Tienen que estar en el lugar que les corresponde que no es otro que la más sincera muestra de que su presencia es un regalo de la vida entera o de La Vida con mayúscula.
Cuidemos a los niños porque se convertirán en personas de bien, seguras, tranquilas, llenas de ganar de dar, sin vergüenzas que ocultar, sin temores que bloquear. Porque es imposible bloquear los miedos. Los miedos salen todos los días, por todos los poros de la piel si fue el miedo lo que aprendiste en la niñez. No ofrezcamos miedo a los niños, tan sólo hagámoslo en el lugar donde lo pueden aprender a salvo de su sombra: en los cuentos. Porque deben saber que existe para que puedan atacarlo si aparece, pero no deben sentirlo en su propia piel y entre todos los miedos jamás dejéis que se sientan culpables, no dejéis jamás que lo sientan. Porque la culpa es un vicio que los canallas inoculan a los inocentes, o una epidemia que se contagia sin saberlo y ambas formas de transmisión tiene un remedio terrible que se llama sufrir, sufrir y quizá sufriendo se logré aprender que la culpa no existe aunque nadie te asegurará que ese único remedio llegue a ser eficaz.
Y si se consigue a base de sufrimiento ir quitándose el miedo, primero hay que desaprenderlo todo; desmontar la vida entera, llegar a conclusiones tan simples que casi da sonrojo descubrirlas cuando ya, a veces, se es tan mayor.
Ama a ese niño que cruza la acera, a la chiquilla que pasa tantas horas sola en un patio; al bebé que te mira desde su silla cuando su madre lo saca a pasear al parque, lánzale un beso y guíñale el ojo; a tu hijo díle la verdad, a su amiga recíbela con los brazos abiertos. Porque sólo así podremos ir desterrando del mundo la sombra alargada del miedo.
Siento a menudo la sensación de que a medida que paso por la vida, me van pareciendo peligrosas muchas actitudes que antes me parecían veniales. Me intento criticar y decirme, Estás perdiendo el sentido del humor o La vida te está amargando o Vuelve a razonar lo que estás pensando. Y cuando establezco un nuevo filtro a mis pensamientos, me doy cuenta de que sigo siendo un hombre al que le gusta reír, al que le gusta hacer reír y que valora, en mucho, el sentido del humor. Intento no ser dogmático y así, por ejemplo, si alguien hace una comparación entre cojear y ser imperfecto, no pongo el grito en el cielo y le suelto a la persona que lo ha hecho que ya podía ser un poco más cuidadoso, que está hablando con un cojo. A lo más que llegaré -alguna vez lo hago- será a ironizar sobre la expresión coloquial en cuestión; por ejemplo alguien comenta: Ese texto cojea, y yo le puedo responder ¡Caray, no sabía que los textos andaran! Pero si es así, que se aleje cuanto antes de ti.
Carlos Carnicero, periodista español de los más inteligentes e informados que yo conozco, es mucho más drástico al respecto. Según le he escuchado decir varias veces, él no permite ningún tipo de chiste ya sea sobre minusválidos (menuda palabrita), mujeres o razas. A mí esa corrección me parece algo excesiva y no del todo censurable. Son opciones y en el caso de Carnicero con la intención de dignificar a cualquier ser humano. Lo que no sé es hasta qué punto esa falta de flexibilidad no puede conllevar cierta rigidez moral, cierto estado policial de las conductas.
El domingo leí el artículo de Javier Marías en el Semanal de El País en el que disertaba, a partir de la anécdota de John Galliano -el cual una noche, borracho en un bar, increpó a unos judíos y echó de menos a Hitler-, sobre la falta de privacidad en la que estamos inmersos, en la falta de flexibilidad a la hora de juzgar un comentario -evidentemente brutal- realizado en un lugar y unas circunstancias digamos que, cuando menos, atenuantes. Se lamentaba de que en la sociedad actual cualquiera es, en potencia, un paparazzo, dispuesto a poner en manos de los medios de comunicación cualquier acto privado.
Al día siguiente, un amigo me comentó un cotilleo que otra persona le había comentado a él. El cotilleo en cuestión le podría haber dolido -versaba sobre personas de su ámbito- por más que la persona que cotilleaba decía hacerlo con la mejor intención.
El castellano que es una lengua muy matizadora, define navaja en una de sus viejas acepciones (de hecho es una definición del Diccionario de Autoridades) como: metaphóricamente se llama la lengua de los maldicientes y murmuradores, porque con ella cortan y hieren la honra y el crédito. Y sin ir más lejos tenemos también la expresión: Eso ha sido un navajazo trapero, cuando a alguien le dicen algo que le raja el ánimo.
Desde hace un tiempo cuando alguien me sonríe y dice, ¿Quieres que te cuente un cotilleo? le digo que no porque realmente -conveníamos ayer mi amigo y yo- el cotilleo es una forma de violencia, una forma de agresión tanto para el que es cotilleado como para el receptor del cotilleo. La violencia sobre este último radica en que de repente dispone de una información que genera daño, que hiere la honra y el crédito de un tercero que por obligación, claro, no está presente.
El conocimiento de la virtud por medio de la razón se encuentra aún muy lejos de nuestro corpus moral.
¡Qué poco camino hemos recorrido!
Carlos Carnicero, periodista español de los más inteligentes e informados que yo conozco, es mucho más drástico al respecto. Según le he escuchado decir varias veces, él no permite ningún tipo de chiste ya sea sobre minusválidos (menuda palabrita), mujeres o razas. A mí esa corrección me parece algo excesiva y no del todo censurable. Son opciones y en el caso de Carnicero con la intención de dignificar a cualquier ser humano. Lo que no sé es hasta qué punto esa falta de flexibilidad no puede conllevar cierta rigidez moral, cierto estado policial de las conductas.
El domingo leí el artículo de Javier Marías en el Semanal de El País en el que disertaba, a partir de la anécdota de John Galliano -el cual una noche, borracho en un bar, increpó a unos judíos y echó de menos a Hitler-, sobre la falta de privacidad en la que estamos inmersos, en la falta de flexibilidad a la hora de juzgar un comentario -evidentemente brutal- realizado en un lugar y unas circunstancias digamos que, cuando menos, atenuantes. Se lamentaba de que en la sociedad actual cualquiera es, en potencia, un paparazzo, dispuesto a poner en manos de los medios de comunicación cualquier acto privado.
Al día siguiente, un amigo me comentó un cotilleo que otra persona le había comentado a él. El cotilleo en cuestión le podría haber dolido -versaba sobre personas de su ámbito- por más que la persona que cotilleaba decía hacerlo con la mejor intención.
El castellano que es una lengua muy matizadora, define navaja en una de sus viejas acepciones (de hecho es una definición del Diccionario de Autoridades) como: metaphóricamente se llama la lengua de los maldicientes y murmuradores, porque con ella cortan y hieren la honra y el crédito. Y sin ir más lejos tenemos también la expresión: Eso ha sido un navajazo trapero, cuando a alguien le dicen algo que le raja el ánimo.
Desde hace un tiempo cuando alguien me sonríe y dice, ¿Quieres que te cuente un cotilleo? le digo que no porque realmente -conveníamos ayer mi amigo y yo- el cotilleo es una forma de violencia, una forma de agresión tanto para el que es cotilleado como para el receptor del cotilleo. La violencia sobre este último radica en que de repente dispone de una información que genera daño, que hiere la honra y el crédito de un tercero que por obligación, claro, no está presente.
El conocimiento de la virtud por medio de la razón se encuentra aún muy lejos de nuestro corpus moral.
¡Qué poco camino hemos recorrido!
La ironía no ha de confundirse con la jactancia. El irónico no se siente superior -necesariamente- a su interlocutor y aunque es cierto que la ironía emparenta con la ocultación, el doble sentido y, en última instancia, con conceptos morales, esta cualidad humana guarda esencias más puras que la única trampa retórica.
La ironía -ocultación del verdadero sentido de un pensamiento el cual, acompañado de cierta gestualidad y cierta entonación, permite vislumbrar lo que quiere ocultar- juega en su misma explicación con su propio concepto (doblemente irónico por lo tanto) y este doble -o triple- juego conlleva en sus propias reglas su belleza.
Podemos afirmar de cualquier cosa todo lo que se pueda afirmar de ella pero lo que nunca podremos afirmar de determinada cosa es lo que no se puede decir de ella. Un hombre sin sentido del humor, y sin conocimiento de la ironía, calificó lo dicho anteriormente (pensamiento de Wittgenstein) como una idiotez que hizo famoso a su enunciador. ¡Qué fácil es llamar idiota al que expresa de forma sencillísima un pensamiento tan, tan irónico...!
La ironía se manifiesta en la vida diaria: tú sabes que hiciste bien en abandonar tu vida anterior y al mismo tiempo sufres profundamente esa decisión que es buena.
No debes comer jamón serrano y no puedes evitar comerlo y aunque sepas que te va a sentar mal, volveras a él y lo morderás y disfrutarás el bien del mal que te produce.
Sabes que no es bueno esperar nada de nadie y aún así, en el inicio del día, esperas.
Alexander Nehamas en su libro El Arte de vivir, en el que analiza las claves de la ironía en Socrates/Platón, Montaigne, Nietzsche y Foucault, avanza que en los Diálogos de Platón se produce una cuadruple ironía a partir de las cuatro posiciones en las que el autor coloca a los protagonistas: primero quien se enfrenta a Sócrates, Eutifrón, por ejemplo, luego Sócrates que le somete a su elenchós -el devastador método de preguntas y respuestas por medio del cual Sócrates intenta desinflar la confianza que en sí mismos tienen sus interlocutores-, tras él, nosotros los lectores, que -arrogantes e ignorantes- creemos estar más cerca de Sócrates que de Eutifrón y tras de nosotros, el propio Platón que nos hace ver que si realmente estuviéramos más cerca de Sócrates, habríamos de vivir como él vivía -es decir, buscar a través de la razón el conocimiento de la virtud- y sin embargo vivimos mucho más a la manera de Eutifrón.
La ironía no es un salto al vacío, ni un desdeñar al contrario sino más bien un forma humorística de acercarse a una verdad porque cuando el receptor de una ironía la descubre, siente a un mismo tiempo la satisfacción del descubrimiento y la gracia del artilugio.
Una ironía cruel, no es exactamente una ironía, es más bien un sarcasmo. Por eso los matices son tan importantes a la hora de llamar a las ideas. La ironía no contiene necesariamente crueldad ni jactancia aunque sí suela ser jactanciosa. La ironía sí contiene, necesariamente, giro y vuelta.
Lo hermoso de todo esto es que desde la primera hasta la última de las frases de este texto son susceptibles de destruirse con una buena dosis de eirôneia.
La ironía -ocultación del verdadero sentido de un pensamiento el cual, acompañado de cierta gestualidad y cierta entonación, permite vislumbrar lo que quiere ocultar- juega en su misma explicación con su propio concepto (doblemente irónico por lo tanto) y este doble -o triple- juego conlleva en sus propias reglas su belleza.
Podemos afirmar de cualquier cosa todo lo que se pueda afirmar de ella pero lo que nunca podremos afirmar de determinada cosa es lo que no se puede decir de ella. Un hombre sin sentido del humor, y sin conocimiento de la ironía, calificó lo dicho anteriormente (pensamiento de Wittgenstein) como una idiotez que hizo famoso a su enunciador. ¡Qué fácil es llamar idiota al que expresa de forma sencillísima un pensamiento tan, tan irónico...!
La ironía se manifiesta en la vida diaria: tú sabes que hiciste bien en abandonar tu vida anterior y al mismo tiempo sufres profundamente esa decisión que es buena.
No debes comer jamón serrano y no puedes evitar comerlo y aunque sepas que te va a sentar mal, volveras a él y lo morderás y disfrutarás el bien del mal que te produce.
Sabes que no es bueno esperar nada de nadie y aún así, en el inicio del día, esperas.
Alexander Nehamas en su libro El Arte de vivir, en el que analiza las claves de la ironía en Socrates/Platón, Montaigne, Nietzsche y Foucault, avanza que en los Diálogos de Platón se produce una cuadruple ironía a partir de las cuatro posiciones en las que el autor coloca a los protagonistas: primero quien se enfrenta a Sócrates, Eutifrón, por ejemplo, luego Sócrates que le somete a su elenchós -el devastador método de preguntas y respuestas por medio del cual Sócrates intenta desinflar la confianza que en sí mismos tienen sus interlocutores-, tras él, nosotros los lectores, que -arrogantes e ignorantes- creemos estar más cerca de Sócrates que de Eutifrón y tras de nosotros, el propio Platón que nos hace ver que si realmente estuviéramos más cerca de Sócrates, habríamos de vivir como él vivía -es decir, buscar a través de la razón el conocimiento de la virtud- y sin embargo vivimos mucho más a la manera de Eutifrón.
La ironía no es un salto al vacío, ni un desdeñar al contrario sino más bien un forma humorística de acercarse a una verdad porque cuando el receptor de una ironía la descubre, siente a un mismo tiempo la satisfacción del descubrimiento y la gracia del artilugio.
Una ironía cruel, no es exactamente una ironía, es más bien un sarcasmo. Por eso los matices son tan importantes a la hora de llamar a las ideas. La ironía no contiene necesariamente crueldad ni jactancia aunque sí suela ser jactanciosa. La ironía sí contiene, necesariamente, giro y vuelta.
Lo hermoso de todo esto es que desde la primera hasta la última de las frases de este texto son susceptibles de destruirse con una buena dosis de eirôneia.
Simplemente hazlo
Querido amigo:
Ante todo, recuerda cómo fue. Estabas en tu casa y sentías nervios. Dicen los que estudian que hay una cuestión fundamental en el desarrollo de las personas para que se sientan seguras de sí mismas: que hayan sido amadas y valoradas en los primeros años de su vida. Si esto no ocurre, la vida se suele poner cuesta arriba. Entonces el miedo -que según Leonor es la memoria del dolor- va inundando la vida y oculta la luz. El miedo hace que huyas y cuanto más huyes más grande se hace la sombra hasta que todo es tiniebla. Si no fuiste amado, entonces habrás de luchar muy duro para llegar a amarte y sentirás que nadie te ama y creerás que tu presencia repentina provocará más ansiedad que gozo, más disgusto que alegría. Esa es tu emoción inscrita en tus circunvoluciones cerebrales o en tu alma o en tu energía (llámalo con el nombre que más cercanía a la verdad te sugiera).
Aún así, porque eres un luchador, nervioso y con dudas, tomaste el coche y te dirigiste hacia la ciudad donde se iba a celebrar la misa por un hombre al que quisiste. Era un viaje de dos horas y media. Es bueno que te guste conducir. Es bueno que mires los paisajes y te siga emocionando la llanura y la montaña y el gran silo donde el grano se almacena; es bueno que te dejaras inundar por los recuerdos y que fueras oyendo en la radio una entrevista a Eduardo Punset en la que hablaba de la soledad, del cambio, del miedo, de la infancia, de la intuición. Tú ibas a la misa porque tu intuición te llevaba a ella, porque sentías que tu presencia sería bienvenida, porque deseabas abrazar a un hombre sobre todo, a un hombre que ha visto la muerte de su primogénito y tú sabías, querido amigo, el dolor inmenso que este hombre sentía. Y así llegaste a la ciudad. Fuiste a la Plaza Mayor donde tantas cervezas bebiste; viste, desde lejos, la fachada del edificio donde viven los deudos pero no te atreviste a acercarte, no te atreviste a llamar y a presentarte, por ese mensaje en tu cerebro que te dice que probablemente no sería bienvenida la sorpresa. Y así, tras tomarte café y armarte de valor, llamaste a la que fue tu mujer -hermana del que acababa de morir- para saber en qué iglesia se celebraba la misa. No respondió. Tenías el teléfono de otros familiares pero no te atreviste a llamar y a ti te llamó la angustia y te preguntaste, ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué he venido? y te insultaste y te dijiste, Serás imbécil. Y decidiste volver a tu casa y llamar, días más tarde, al hombre al que habías querido abrazar. Antes de coger de nuevo el coche, entraste en un bar, frontero con una de las muchas iglesias que coronan, como espinas, la ciudad donde estabas, para tomar un café. Y así lo hiciste. Pagaste y saliste. La iglesia se encontraba en el camino entre tú y tu coche. En la puerta te detuviste y leiste en una esquela pegada con celofán en el muro, que era ahí donde se iba a oficiar la misa funeral. Y entonces, querido amigo, ya no dudaste, supiste que el mundo te quería y te decía, Entra, abraza, acompaña. Has hecho bien. Y entraste. Y al terminar la misa fuiste saludado por todos con grandísimo cariño y todos te agradecieron tu presencia y a lo lejos viste el hombre al que querías abrazar y te dirigiste a él y os disteis, sin una sola palabra, el abrazo más tierno y fuerte que jamás te diste. Y ya a solas, de vuelta, pensaste, No hace falta que pidas la dirección de un lugar donde deseas estar, el amor te guiará hasta él.
Ante todo, recuerda cómo fue. Estabas en tu casa y sentías nervios. Dicen los que estudian que hay una cuestión fundamental en el desarrollo de las personas para que se sientan seguras de sí mismas: que hayan sido amadas y valoradas en los primeros años de su vida. Si esto no ocurre, la vida se suele poner cuesta arriba. Entonces el miedo -que según Leonor es la memoria del dolor- va inundando la vida y oculta la luz. El miedo hace que huyas y cuanto más huyes más grande se hace la sombra hasta que todo es tiniebla. Si no fuiste amado, entonces habrás de luchar muy duro para llegar a amarte y sentirás que nadie te ama y creerás que tu presencia repentina provocará más ansiedad que gozo, más disgusto que alegría. Esa es tu emoción inscrita en tus circunvoluciones cerebrales o en tu alma o en tu energía (llámalo con el nombre que más cercanía a la verdad te sugiera).
Aún así, porque eres un luchador, nervioso y con dudas, tomaste el coche y te dirigiste hacia la ciudad donde se iba a celebrar la misa por un hombre al que quisiste. Era un viaje de dos horas y media. Es bueno que te guste conducir. Es bueno que mires los paisajes y te siga emocionando la llanura y la montaña y el gran silo donde el grano se almacena; es bueno que te dejaras inundar por los recuerdos y que fueras oyendo en la radio una entrevista a Eduardo Punset en la que hablaba de la soledad, del cambio, del miedo, de la infancia, de la intuición. Tú ibas a la misa porque tu intuición te llevaba a ella, porque sentías que tu presencia sería bienvenida, porque deseabas abrazar a un hombre sobre todo, a un hombre que ha visto la muerte de su primogénito y tú sabías, querido amigo, el dolor inmenso que este hombre sentía. Y así llegaste a la ciudad. Fuiste a la Plaza Mayor donde tantas cervezas bebiste; viste, desde lejos, la fachada del edificio donde viven los deudos pero no te atreviste a acercarte, no te atreviste a llamar y a presentarte, por ese mensaje en tu cerebro que te dice que probablemente no sería bienvenida la sorpresa. Y así, tras tomarte café y armarte de valor, llamaste a la que fue tu mujer -hermana del que acababa de morir- para saber en qué iglesia se celebraba la misa. No respondió. Tenías el teléfono de otros familiares pero no te atreviste a llamar y a ti te llamó la angustia y te preguntaste, ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué he venido? y te insultaste y te dijiste, Serás imbécil. Y decidiste volver a tu casa y llamar, días más tarde, al hombre al que habías querido abrazar. Antes de coger de nuevo el coche, entraste en un bar, frontero con una de las muchas iglesias que coronan, como espinas, la ciudad donde estabas, para tomar un café. Y así lo hiciste. Pagaste y saliste. La iglesia se encontraba en el camino entre tú y tu coche. En la puerta te detuviste y leiste en una esquela pegada con celofán en el muro, que era ahí donde se iba a oficiar la misa funeral. Y entonces, querido amigo, ya no dudaste, supiste que el mundo te quería y te decía, Entra, abraza, acompaña. Has hecho bien. Y entraste. Y al terminar la misa fuiste saludado por todos con grandísimo cariño y todos te agradecieron tu presencia y a lo lejos viste el hombre al que querías abrazar y te dirigiste a él y os disteis, sin una sola palabra, el abrazo más tierno y fuerte que jamás te diste. Y ya a solas, de vuelta, pensaste, No hace falta que pidas la dirección de un lugar donde deseas estar, el amor te guiará hasta él.
¿Qué es la niñez?
¿Cuándo se deja de ser niño absolutamente?
¿Ocurre?
En el aspecto de un ser humano a lo largo de su vida es donde se demuestra que las apariencias engañan.
Más de un anciano me ha comentado que lo que más suele recordar es momentos de la niñez.
¿Qué es la niñez?
Investigarlo.
¿Cuándo se deja de ser niño absolutamente?
¿Ocurre?
En el aspecto de un ser humano a lo largo de su vida es donde se demuestra que las apariencias engañan.
Más de un anciano me ha comentado que lo que más suele recordar es momentos de la niñez.
¿Qué es la niñez?
Investigarlo.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/04/2011 a las 00:01 | {0}