No me enorgullecen los cambios en cuanto tales. La vida transcurre y surgen sin pretensión y sin oposición. Sólo me doy cuenta de ellos y siento que suponen algo que antes hubiera buscado cómo definir (cómo analizar) y que ahora tan sólo los contemplo y me asombran.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
Me contaba Julia (me lo contó muchas veces) que cuando era muy niño mi juego favorito consistía en coger el celofán de un caramelo y escuchar el ruido que producía al frotarlo con las manos; me decía que no era un juego que durara un rato sino que me pasaba tardes y tardes escuchando el sonido del celofán de un caramelo.
Desde entonces (yo sí tengo un recuerdo de aquellos momentos, distorsionado, imagino, por las visiones posteriores, en el que me encuentro en una silla muy alta, tan alta que tiene una escalerita para llegar hasta el asiento, y allí estoy mirando desde esa altura el cuarto donde juegan mis hermanos mientras muevo y remuevo el celofán del caramelo) el sonido me ha acompañado siempre. Mi estar solo nunca lo era porque siempre tenía puesta la música o la radio. Era -podría ser una interpretación en exceso sencilla y como tal certera- como si el ruido o el sonido me mantuvieran siempre en conexión con lo exterior y por lo tanto desconectado de mí (o alejado cuando menos).
Gran parte de lo que he escrito, lo escribí oyendo. Incluso recuerdo hacer el amor escuchando un programa deportivo de radio (no una vez, bastantes) y cómo no, escuchando música. La música. Los magazines de radio por las tardes. Con ellos escribí la novela El Inventario y gran parte de Las Últimas y muchas de las entradas de este Blog. Todas las noches durante muchos, muchos años, al meterme en la cama escuchaba El Larguero -un programa deportivo que no me interesaba en absoluto- mientras leía y mientras iba entrando en el sueño.
Sin ser consciente, desde que atravesé el desierto, los sonidos se han ido alejando de mí. Ya no escucho la radio mañanas, tardes y noches y apenas si escucho música mientras escribo. El silencio ha entrado en mí y al entrar tengo la sensación de que me ha abierto las puertas para que me pueda escuchar.
El silencio es apacible. Es como un mar calmo a las cuatro de la tarde sobre el cual el sol espejea sus brillos. El silencio que se hace más intenso con sus contrapuntos de sonido de pasos en el piso de al lado, de la risa alejada de un niño, del motor de un coche que pasa y se aleja, de las teclas del ordenador, del runrún de la nevera que, al detenerse, engrandece el silencio y sosiega la respiración.
Y siento también un gran agradecimiento por seguir descubriendo cosas y por pensar a menudo que no tendría ni con cien vidas para descubrir todo lo que mi curiosidad me aviva.
Una diferencia -esencial- entre un estado democrático y uno totalitario es que cuando se vence al enemigo, los demócratas (los verdaderamente demócratas) empiezan a utilizar de inmediato el término generosidad; en un estado totalitario, vencido el enemigo, se ejecuta, sin piedad, la victoria.
The atrocity exhibition
Lo que escribo es un ensayo (repito que el término ensayo sólo lo utilizo en mis escritos con el sentido de intentar una explicación de algo o una aclaración) sobre el erotismo, la sensación de que el viejo tabú sexual que tantas y tantas teorías evoca, propone y sentencia, tiene para mí a estas alturas de civilización -de la cual ya hemos alcanzado el cenit e iniciamos hace ya bastante tiempo el declive- un algo de inexplicable, anacrónico y moralmente detestable.
Hace unos meses la soledad de mi cuerpo me pesaba (a finales de julio era insoportable). Tras atravesar el desierto uno llega al oasis y lo primero que suele hacer es beber del estanque, luego alimentarse con los dátiles y tras haber saciado las necesidades primeras uno se dedica a descansar, a recomponerse. El desierto vital existe. Incluso me atrevería a afirmar que es necesario, para que una vida sea plena, atravesarlo. El ser humano ha de sentirse en algún momento, durante un largo tiempo, solo, sin recursos, a merced de su propia naturaleza tan sólo para conocerse y para saber hasta dónde llegan sus fuerzas y cuáles son los límites de su esperanza, su creencia o su realidad. Tras el desierto, viene la convalecencia y tras ella la recuperación y tras la recuperación suele llegar el deseo de volver a vivir con plenitud. Sólo que el desierto no termina en el oasis. Tras el desierto muchas cosas quedaron atrás y muchas personas se perdieron y, entre ellas, muchas mujeres. Estar en el desierto y sobrevivir significa también renovarse, renacer. Añadamos a este desierto metafísico la física de que me vine, en septiembre de 2010, a vivir a un pueblo de la sierra donde no conozco a nadie y que antes de separarme de mi penúltima ex-mujer ya me había aislado del mercado sexual, de las ciudades, los bares, los conciertos o los gimnasios donde mujeres y hombres galantean, coquetean, seducen y se enredan. Y así a finales de julio, el deseo de estar con una mujer, de acostarme a su lado, de disfrutar de su cuerpo y de que ella disfrutara del mío, la gana de reír con picardía, de mirar a los ojos con intensas intenciones y de no tener con quién hacerlo, ni dónde buscar, me llevó a apuntarme a una página de contactos para personas solitarias donde ambos sexos delineábamos un perfil absurdo sobre gustos y querencias y los operadores de la página cruzaban los perfiles y te mandaban posibles mujeres, adecuadas a tu gusto, a un correo electrónico establecido.
El erotismo es, en el mejor de los casos, la sabia mezcla entre sensualidad y sexo; tiene un componente de riesgo y aventura, de descubrimiento y sorpresa, de jadeo y entrega; el erotismo tiene una premisa de libertad y una consecuencia de alcance imprevisto; el erotismo, en el mejor de lo casos, es una mezcla bellísima entre animalidad y cultura.
La ultima parte de la serie El Brillante que publiqué hace un par de semanas aquí, tiene como base mis experiencias en dicha página (así se crea la literatura). A lo largo de los meses de agosto, septiembre y este octubre, me he estado carteando con muchas mujeres y con algunas he llegado a quedar. Mis sorpresas han sido varias: la primera es que las mujeres no pagan este servicio y los hombres sí, con lo cual estas páginas -conocedoras de la sociedad en que viven- ofrecen a unas como mercancía y a otros como compradores sin que a ninguno se le avise de su condición. Yo lo supe por una mujer que me lo comentó. La segunda sorpresa es que todas las mujeres con las que he tratado -excepto una- , mujeres que, en su perfil, ponían sus preferencias sexuales, sus detalles físicos, sus intimidades (fueran ciertas o no), a la hora de encontrarse con el hombre, adoptaban la actitud de la mujer que ha de ser conquistada y el hombre -yo- adoptaba la actitud del cazador. Y de repente ambos nos veíamos cumpliendo a rajatabla la resabida moral católica del sexo como culpa y pecado.
Aquí, en esta intimidad que comparto contigo, te digo que siento el sexo como goce, que no atisbo en él mácula o culpa y también te reconozco que si una mujer me hace ver que lo de ir a la cama me va a costar lo que me tiene que costar, en ese momento el sexo se convierte, de golpe, en algo morboso y sucio y pecaminoso porque lo que te incrustan en la mollera de niño, es muy difícil arrancárselo del hígado (la imagen de este sentimiento no la pudo dar mejor Ingmar Bergman en la película Fany y Alexander cuando, tras haber muerto el obispo en un incendio -provocado por Alexander-, se le aparece su espectro al chico, le zancadillea y le dice, Siempre apareceré, No te dejaré).
Por fin, hace unos días, me encontré con una mujer y mantuvimos durante unas horas lo que nos anunciábamos; fue un erotismo torpe (dos cuerpos que no se entregan del todo) y precioso que ha dejado, a lo largo de todo el fin de semana, la dulzura de dos cuerpos que en una noche se tocaron y luego se vistieron y se despidieron y quedaron en volver a encontrarse para repetir lo mismo y si fuera posible, nos dijimos, un poco mejor.
El erotismo sigue siendo censurado en nuestras mentes ultramodernas. Seguimos con los mismos prejuicios y con actitudes serviles para con una moral que no es más que eso: sentencia de una costumbre.
Espero encontrarme con mi amante esta semana y hurgarnos nuestras cosquillas sin más... pero por encima de todo sin menos.
Hace unos meses la soledad de mi cuerpo me pesaba (a finales de julio era insoportable). Tras atravesar el desierto uno llega al oasis y lo primero que suele hacer es beber del estanque, luego alimentarse con los dátiles y tras haber saciado las necesidades primeras uno se dedica a descansar, a recomponerse. El desierto vital existe. Incluso me atrevería a afirmar que es necesario, para que una vida sea plena, atravesarlo. El ser humano ha de sentirse en algún momento, durante un largo tiempo, solo, sin recursos, a merced de su propia naturaleza tan sólo para conocerse y para saber hasta dónde llegan sus fuerzas y cuáles son los límites de su esperanza, su creencia o su realidad. Tras el desierto, viene la convalecencia y tras ella la recuperación y tras la recuperación suele llegar el deseo de volver a vivir con plenitud. Sólo que el desierto no termina en el oasis. Tras el desierto muchas cosas quedaron atrás y muchas personas se perdieron y, entre ellas, muchas mujeres. Estar en el desierto y sobrevivir significa también renovarse, renacer. Añadamos a este desierto metafísico la física de que me vine, en septiembre de 2010, a vivir a un pueblo de la sierra donde no conozco a nadie y que antes de separarme de mi penúltima ex-mujer ya me había aislado del mercado sexual, de las ciudades, los bares, los conciertos o los gimnasios donde mujeres y hombres galantean, coquetean, seducen y se enredan. Y así a finales de julio, el deseo de estar con una mujer, de acostarme a su lado, de disfrutar de su cuerpo y de que ella disfrutara del mío, la gana de reír con picardía, de mirar a los ojos con intensas intenciones y de no tener con quién hacerlo, ni dónde buscar, me llevó a apuntarme a una página de contactos para personas solitarias donde ambos sexos delineábamos un perfil absurdo sobre gustos y querencias y los operadores de la página cruzaban los perfiles y te mandaban posibles mujeres, adecuadas a tu gusto, a un correo electrónico establecido.
El erotismo es, en el mejor de los casos, la sabia mezcla entre sensualidad y sexo; tiene un componente de riesgo y aventura, de descubrimiento y sorpresa, de jadeo y entrega; el erotismo tiene una premisa de libertad y una consecuencia de alcance imprevisto; el erotismo, en el mejor de lo casos, es una mezcla bellísima entre animalidad y cultura.
La ultima parte de la serie El Brillante que publiqué hace un par de semanas aquí, tiene como base mis experiencias en dicha página (así se crea la literatura). A lo largo de los meses de agosto, septiembre y este octubre, me he estado carteando con muchas mujeres y con algunas he llegado a quedar. Mis sorpresas han sido varias: la primera es que las mujeres no pagan este servicio y los hombres sí, con lo cual estas páginas -conocedoras de la sociedad en que viven- ofrecen a unas como mercancía y a otros como compradores sin que a ninguno se le avise de su condición. Yo lo supe por una mujer que me lo comentó. La segunda sorpresa es que todas las mujeres con las que he tratado -excepto una- , mujeres que, en su perfil, ponían sus preferencias sexuales, sus detalles físicos, sus intimidades (fueran ciertas o no), a la hora de encontrarse con el hombre, adoptaban la actitud de la mujer que ha de ser conquistada y el hombre -yo- adoptaba la actitud del cazador. Y de repente ambos nos veíamos cumpliendo a rajatabla la resabida moral católica del sexo como culpa y pecado.
Aquí, en esta intimidad que comparto contigo, te digo que siento el sexo como goce, que no atisbo en él mácula o culpa y también te reconozco que si una mujer me hace ver que lo de ir a la cama me va a costar lo que me tiene que costar, en ese momento el sexo se convierte, de golpe, en algo morboso y sucio y pecaminoso porque lo que te incrustan en la mollera de niño, es muy difícil arrancárselo del hígado (la imagen de este sentimiento no la pudo dar mejor Ingmar Bergman en la película Fany y Alexander cuando, tras haber muerto el obispo en un incendio -provocado por Alexander-, se le aparece su espectro al chico, le zancadillea y le dice, Siempre apareceré, No te dejaré).
Por fin, hace unos días, me encontré con una mujer y mantuvimos durante unas horas lo que nos anunciábamos; fue un erotismo torpe (dos cuerpos que no se entregan del todo) y precioso que ha dejado, a lo largo de todo el fin de semana, la dulzura de dos cuerpos que en una noche se tocaron y luego se vistieron y se despidieron y quedaron en volver a encontrarse para repetir lo mismo y si fuera posible, nos dijimos, un poco mejor.
El erotismo sigue siendo censurado en nuestras mentes ultramodernas. Seguimos con los mismos prejuicios y con actitudes serviles para con una moral que no es más que eso: sentencia de una costumbre.
Espero encontrarme con mi amante esta semana y hurgarnos nuestras cosquillas sin más... pero por encima de todo sin menos.
Proclama de Isaac Alexander
The atrocity exhibition
¡Perros viejos! ¡Hideputas! Seguís siendo los mismos incultos vergonzantes. ¡Cuándo admitiréis que Fernando el Católico era descendiente de judíos! Queréis como los antiguos cristianos viejos negar la educación. Porque en aquellos tiempos (y en estos tiempos) todo lo que estuviera relacionado con el saber (ya fuera saber manual, ya fuera saber intelectual) pertenecía a los moros o a los judíos, dignos hijos de este suelo que se llama España, cuyo gentilicio, españoles, no fue concebido hasta bien pasado el siglo XII y además fue concebido por hombres de las tierras de Provenza. ¿Cuándo un pueblo recibió su nombre de extranjeros? ¿Dónde se ha visto sino en una tierra que no tuvo dueñas hasta que una casta aplastó a las otras y erigió a un símbolo Cristo -por lo demás inventado por alguien que ni siquiera lo conoció, el rencoroso Pablo de Tarso- como martillo pilón de los herejes?
¡Vencisteis, casta cristiana! Y aplastasteis a las otras dos y desde entonces España se vio sumida en una ignorancia, en un cerrilismo, en una sumisión a los valores de los vencedores que nos ha traído hasta aquí.
Y ahora queréis hacer -gentes de la derecha, herederos de los cristianos viejos- que nuestros hijos se vuelvan de nuevo ignorantes; queréis quitarle la educación a los más humildes y guardárosla para vosotros (porque habéis descubierto, cabrones, que la educación es útil y sobre todo porque os habéis quedado sin tierra; porque la tierra no compra un Ipod. Ya no podéis ser sólo labriegos. Y aunque os joda, malditos incultos de salón, habéis tenido que aprender oficios y números para intentar mantener vuestras prebendas de casta).
La ignorancia es arma poderosa de las élites. Porque Esperanza Aguirre puede ser vulgar e implacable mientras encarga a su consejera de educación que lance los balones fuera y juegue con las palabras como si la vida de los hombres fuera una cuestión de sofística. Y no ocurre sólo en la Comunidad de Madrid. Ved si no la proclama de la diputada de Les Corts Valenciana Ana Noguera sobre el estado de la educación pública en dicha ¿comunidad o país? Y sí, sí, es del PSOE y parece ser que es de las auténticas.
Pasóseme el calentón.
O quizá me guarde fuerzas porque la que nos viene encima con tanto hideputa cristiano viejo de derechas tras el 20-N, va a ser de órdago.
¡Vencisteis, casta cristiana! Y aplastasteis a las otras dos y desde entonces España se vio sumida en una ignorancia, en un cerrilismo, en una sumisión a los valores de los vencedores que nos ha traído hasta aquí.
Y ahora queréis hacer -gentes de la derecha, herederos de los cristianos viejos- que nuestros hijos se vuelvan de nuevo ignorantes; queréis quitarle la educación a los más humildes y guardárosla para vosotros (porque habéis descubierto, cabrones, que la educación es útil y sobre todo porque os habéis quedado sin tierra; porque la tierra no compra un Ipod. Ya no podéis ser sólo labriegos. Y aunque os joda, malditos incultos de salón, habéis tenido que aprender oficios y números para intentar mantener vuestras prebendas de casta).
La ignorancia es arma poderosa de las élites. Porque Esperanza Aguirre puede ser vulgar e implacable mientras encarga a su consejera de educación que lance los balones fuera y juegue con las palabras como si la vida de los hombres fuera una cuestión de sofística. Y no ocurre sólo en la Comunidad de Madrid. Ved si no la proclama de la diputada de Les Corts Valenciana Ana Noguera sobre el estado de la educación pública en dicha ¿comunidad o país? Y sí, sí, es del PSOE y parece ser que es de las auténticas.
Pasóseme el calentón.
O quizá me guarde fuerzas porque la que nos viene encima con tanto hideputa cristiano viejo de derechas tras el 20-N, va a ser de órdago.
Ensayo
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/10/2011 a las 17:28 | {1}
The atrocity exhibition
Cuando escucho o leo las elucubraciones sobre el ser, suelo sentir primero una intensa admiración (una persona -reflexiono- ha indagado sobre el ser y ha llegado a éstas o aquéllas conclusiones) ya sea si es Mengano, Zutano o Fulano; si pertenece a la cultura occidental o si viene de las misteriosas inmanencias orientales o también si son seres que han elaborado complejos sincretismos entre unas nociones y otras (los más audaces producen en mí audacia; los más cautos cautelas; los más exuberantes, exuberancia en mí producen). Luego suelo entrar en una segunda fase, yo la llamaría melancolía del pensar que me lleva a una tierna idea cuyo limo sería que los hombres apenas saben nada y que creer -ciega o sesudamente en algo- no es más que una forma de aliviar el miedo a este terrible estigma que nos ha tocado en suerte. Porque al fin y al cabo vivir, lo que es vivir, tiene ese mucho de abismo y ese poco de claridad. Porque no somos babosas -las cuales parece ser que no tienen la espada de Damocles de la autoconciencia, como tampoco la tiene el león y parece ser que sí un poquito el chimpancé- sino que nos levantamos por las mañanas y al ver el mundo (o su apariencia, ¡qué más da!) nos colocamos en él y sabemos que somos quienes somos, Petra, Alfredo, William, Najbadar, Mambrú o Clitemnestra, y con nosotros hemos atravesar el día y soportar las cargas que ninguno eligió a priori.
Hay personas para quienes somos un cúmulo de esfuerzos y superaciones; personas que creen, terriblemente, en la superación y exigen de cada ser humano que detenga sus vendavales, que airee las casas cuando toca, que alardee como pavo de su fuerza y que vuelva, en la noche, con la cabeza bien alta y el corazón a su ritmo.
Los hay que fían su devenir en un Dios Altísimo, para el cual no somos más que unas marionetas cuyo libre albedrío él nos tuvo a gracia conceder -quedando así la libertad y el albedrío francamente menguados- y al cual debemos una obediencia ciega y un alma de asesino si tiene a bien exigírnosla. Por él inmolaremos a nuestros hijos. Por él iremos a la guerra. Por él seremos mártires con la promesa de que tras el dolor vendrá el placer (ya sea en forma de huríes o en forma de contemplación de la dicha eterna).
También están los que nos calman advirtiéndonos de que el cuerpo que nos habita no somos nosotros. Nos dicen -cuales tatas al llegar la noche- que somos personajes que se han acostumbrado a su personaje y se han olvidado que tras él hay un actor. Nos quieren desvelar el rostro del actor con la esperanza de que al verlo, al dejarlo salir, todas las cuitas del personaje que habíamos venido representando se nos aparecerán como lejanas, de otro y ese descubrimiento nos aliviará tanto que seremos luz de donde el sol la toma.
Para no hacer cansina la enumeración de las posibles formas de entender el ser, también existen los que ya no están estando; los que han encontrado la realidad última; los que han descubierto que el mundo es tan sólo una apariencia cuyas magnitudes -espacio y tiempo- son tan sólo pálidos reflejos de la realidad verdadera; hombres por encima del bien y del mal o por mejor decir, por encima del placer y el dolor: personas que nada les atañe, que nada les implica, que nada les invoca y que te dicen que ésa es la verdadera naturaleza del ser (no ser siéndolo todo).
Los hay, por último, que arguyen que el ser se rige por unas leyes naturales que en nada le importa. Ocurrió esto. Siguió aquello. Surgiste tú. Desapareciste. La química ordenó. La física produjo. Se dieron las circuntancias oportunas. No le des más vueltas. No va contigo.
Suelo sufrir luego una tercera fase: es la angustia más pavorosa que se pueda dar. Abro los ojos, veo la vida y me siento inútil. Y sé que nunca podré abrazar creencia alguna porque todas me quieren alejar de lo que es estar vivo: sentir placer y sentir dolor. Todas tienen una última tentación de anestesiar los rigores del hombre sobre la tierra. Pero la tierra es al hombre, lo que el hombre a la idea: el único suelo que puede habitar. Sin hombres no habría ideas y sin tierra no habría hombres.
La cuarta es ésta en la que me encuentro: muy cansado. Con ganas de dormir. Tan sólo dormir... y no soñar.
Hay personas para quienes somos un cúmulo de esfuerzos y superaciones; personas que creen, terriblemente, en la superación y exigen de cada ser humano que detenga sus vendavales, que airee las casas cuando toca, que alardee como pavo de su fuerza y que vuelva, en la noche, con la cabeza bien alta y el corazón a su ritmo.
Los hay que fían su devenir en un Dios Altísimo, para el cual no somos más que unas marionetas cuyo libre albedrío él nos tuvo a gracia conceder -quedando así la libertad y el albedrío francamente menguados- y al cual debemos una obediencia ciega y un alma de asesino si tiene a bien exigírnosla. Por él inmolaremos a nuestros hijos. Por él iremos a la guerra. Por él seremos mártires con la promesa de que tras el dolor vendrá el placer (ya sea en forma de huríes o en forma de contemplación de la dicha eterna).
También están los que nos calman advirtiéndonos de que el cuerpo que nos habita no somos nosotros. Nos dicen -cuales tatas al llegar la noche- que somos personajes que se han acostumbrado a su personaje y se han olvidado que tras él hay un actor. Nos quieren desvelar el rostro del actor con la esperanza de que al verlo, al dejarlo salir, todas las cuitas del personaje que habíamos venido representando se nos aparecerán como lejanas, de otro y ese descubrimiento nos aliviará tanto que seremos luz de donde el sol la toma.
Para no hacer cansina la enumeración de las posibles formas de entender el ser, también existen los que ya no están estando; los que han encontrado la realidad última; los que han descubierto que el mundo es tan sólo una apariencia cuyas magnitudes -espacio y tiempo- son tan sólo pálidos reflejos de la realidad verdadera; hombres por encima del bien y del mal o por mejor decir, por encima del placer y el dolor: personas que nada les atañe, que nada les implica, que nada les invoca y que te dicen que ésa es la verdadera naturaleza del ser (no ser siéndolo todo).
Los hay, por último, que arguyen que el ser se rige por unas leyes naturales que en nada le importa. Ocurrió esto. Siguió aquello. Surgiste tú. Desapareciste. La química ordenó. La física produjo. Se dieron las circuntancias oportunas. No le des más vueltas. No va contigo.
Suelo sufrir luego una tercera fase: es la angustia más pavorosa que se pueda dar. Abro los ojos, veo la vida y me siento inútil. Y sé que nunca podré abrazar creencia alguna porque todas me quieren alejar de lo que es estar vivo: sentir placer y sentir dolor. Todas tienen una última tentación de anestesiar los rigores del hombre sobre la tierra. Pero la tierra es al hombre, lo que el hombre a la idea: el único suelo que puede habitar. Sin hombres no habría ideas y sin tierra no habría hombres.
La cuarta es ésta en la que me encuentro: muy cansado. Con ganas de dormir. Tan sólo dormir... y no soñar.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/10/2011 a las 17:09 | {1}