Ayer escribí la última palabra a mi penúltima obra de teatro. Por lo menos es la última palabra del borrador. La palabra es Salud. Quizás acabe titulándola Apocalipsis de San Juan. Empecé a escribirla en febrero de este año y los dos primeros actos surgieron como si los llevara dentro desde siempre, tan sólo necesitaba el rigor y la tenacidad que por una cuestión de estilo, me faltan. Terminé esos dos actos en marzo y desde entonces silencio. Tan sólo por experiencia sé -y también sé por experiencia que ésta no asegura el acierto- que la creación tiene un tiempo muy suyo. Sé que existen escritores funcionarios que se levantan todos los días y de tal hora a tal hora escriben lo que, en última instancia, les asegurará una ingente producción de páginas. En mi preceptiva sólo escribo así cuando es un trabajo de encargo, un guión para televisión por ejemplo o cuando trabajaba para la revista Mía en los años noventa y tenía que entregar perfiles de personajes famosos o un cuento cada quince días. Por cierto que me dio mucha rabia cuando una amiga de la que entonces era mi mujer, me perdió todas las revistas que yo pacientemente había ido coleccionando. No eran unos perfiles demasiado buenos ni unos cuentos maravillosos, justamente se me pedía lo contrario, es decir, cuentos para que leyeran las mujeres mientras les hacían la permanente en la peluquería. Esa labor fue la que me regaló el oficio de escritor. Y la hice con gusto. Sobre todo recuerdo una serie que se llamó Cazumel y que narraba la historia de amor entre una indígena y uno de los primeros conquistadores españoles en la expedición de Hernán Cortés. Para documentarme me leí La historia de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. ¡Menudo tocho el del buen soldado! También la experiencia me aconsejaba terminar lo empezado con la menor dilación posible. Luego he creído descubrir que ese principio rige para las narraciones llamémoslas canónicas. No así -necesariamente- para las creaciones más libres, más inconscientes. Suelo defenderme arguyendo que la primera escritura ha de ser enteramente libre, libre también en el tiempo y que es en la revisión del primer borrador donde la maquinaria técnica ha de hacer su entrada. En todo caso se corre el riesgo si una obra se deja al albur de su propio tiempo, de que o bien la idea se seque o que la continuación pierda el aire del inicio.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
Documento 9º de los Archivos de Isaac Alexander. Julio 1946. Port de la Selva
Pasados los nefastos días me encuentro de nuevo con mi suerte.
La condesa Pepa de Montmercy ha tenido la delicadeza de ofrecerme una estancia en su masía de Port de la Selva durante el estío de este año de 1946.
Yo le he ofrecido como pago a su cortesía el entretener sus noches con viejas historias que habré de contarle de memoria (todos mis libros fueron quemados. Todos mis escritos se los fumó el humo de las hogueras) y alegrar su tupido vergel con los sones de mi flauta si así lo desea.
Quince de julio 1946
Hoy la he visto por primera vez. Ha sido a la caída de la tarde. Estaba solo, sentado en el porche delantero de la masía. Pepa se había marchado al pueblo a hacer unas compras y yo me había quedado traduciendo una serie de pintadas amatorias pompeyanas. El pompeyano tenía fama de saber amar o sencillamente fornicar y vivir la vida y resulta comprometedor que una ciudad con esos mimbres acabara sepultada bajo la lava del Vesubio. No sé si la búsqueda del goce conlleva, en último extremo, su encuentro y aún menos me atrevo a afirmar que ese encuentro devenga en felicidad.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2016 a las 13:17 |
Documento 8º de los Archivos de Isaac Alexander. Agosto 1946. Port de la Selva
Pasados los nefastos días me encuentro de nuevo con mi suerte.
La condesa Pepa de Montmercy ha tenido la delicadeza de ofrecerme una estancia en su masía de Port de la Selva durante el estío de este año de 1946.
Yo le he ofrecido como pago a su cortesía el entretener sus noches con viejas historias que habré de contarle de memoria (todos mis libros fueron quemados. Todos mis escritos se los fumó el humo de las hogueras) y alegrar su tupido vergel con los sones de mi flauta si así lo desea.
En el cenador la primera noche un catorce de julio del año 1946
¡Qué alegre la concurrencia! Parece la masía de Pepa un lugar apartado del mundo. De hecho es un lugar apartado del mundo. Las luchas aquí se han sofocado. El dictador de España no existe. Tampoco los dictadores de Portugal, de la URSS o de los Estados Unidos de América. Ha cantado la chicharra todo el día y ahora son los grillos quienes toman el relevo. La noche ha caído y tras cenar una escalivada amb muchetas y butifarra nos hemos dedicado al noble arte del bebercio. En esta primera noche se encontraban acompañándonos una mujer de una belleza griega a la que llamaré Gemma que venía acompañada de su amante inglesa miss Virginia, una joven desabrida y pálida con la luna de Irlanda a la que apenas vi intentar sonreír un par de veces a lo largo de toda la velada. También se encontraba entre nosotros el escritor local -y juez de Paz- Nehemías Benvenist, soltero empedernido a sus cuarenta y cinco años recién cumplidos y muy dado -según me confesó la condesa cuando nos quedamos solos- al delicado placer de morder la almohada. A los postres llegaron en su precioso Alfa-Romeo 6C el matrimonio compuesto por una mujer despampanante -la cual era la piloto- que mostraba un escote tan abismal que no pude por menos que agasajarla con una frase algo pícara cuando me fue presentada y su marido un hombre apuesto con un bigote fino -camino de hormigas se suele llamar- y cuyo atractivo mayor era sin dudarlo sus manos. A ella la llamaré Amaranta y a él Pío.
Sería cerca de la medianoche cuando mi anfitriona me pidió si podía terminar la velada con alguna amenidad antigua y yo, como no podía ser menos por la deuda contraída y vislumbrando además que la condesa quería quedarse a solas conmigo, relaté la siguiente crónica que corresponde a un pasaje del diálogo El sueño o el gallo escrito por Luciano de Samosata: Un joven llamado Alectrion era amigo de Ares, bebía con el dios, le acompañaba en las fiestas y participaba de sus aventuras amorosas; en efecto, cada vez que Ares acudía a mantener relaciones adúlteras con Afrodita se llevaba a Alectrion y, temeroso de que Helio lo sorprendiera y se lo contara a Hefesto, solía dejar siempre fuera, en la puerta, al joven, para que le advirtiera de la salida de Helio; hasta que un día se quedó dormido Alectrion y traicionó la vigilancia involuntariamente, de manera que Helio se acercó sin ser advertido junto a Afrodita y Ares, que dormía confiado, en la creencia de que Alectrion le avisaría si alguien se aproximara. Así fue como Hefesto, informado por Helio, los atrapó, tras rodearlos y darles caza con las redes que tiempo atrás había construido para ellos; en cuanto Ares se vio libre, dio rienda suelta a su cólera contra Alectrion, y lo convirtió en gallo, con armas y todo, de suerte que aún lleva el penacho del casco sobre la cabeza. Este es el motivo de que los gallos, para justificarse ante Ares cuando ya no es necesario, en cuanto se aperciben de que va a salir el sol, canten con mucha antelación anunciando su orto.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/07/2016 a las 17:07 |
Documento 7º de los Archivos de Isaac Alexander. Febrero 1946. Portbou.
No maldigo el suplicio de verme rodeado (suplicio: pena corporal, dolorosa, más o menos atroz. Jaucourt) de una suerte extraña de paisanos. Miro más bien incrédulo. A veces sin ganas. Como si la única forma de lucha fuera la inacción. Hay en este mundo que Calvino supo urdir tan bien un clamor de principios que me dan ganas -cuando alcanzo a verlos, a frotarme con ellos en un sueño informe- de liarme a hostias con el hombre de un coche, un domingo cercano. Porque quisiera mostrarte lo que he visto, me he detenido en seco y nunca más voy a gritar. Nunca más voy a maldecir y acogeré con humildad aquello de que cada uno cuenta la feria según le va.
Sólo esta noche déjame decirte que la vida no merece esfuerzo alguno. La vida no merece trabajos y penas. La vida no merece ser comprada. Porque la vida está mucho más allá del mercantilismo de almas y cuerpos que nos inculcó el francés de los cojones desde su Ginebra demente. Sólo esta noche déjame decirte que tu vena cava es infinitamente más hermosa que un billete de quinientos euros y que siento por tu boca más fascinación que por cualquier fashionortopedia. Sólo esta noche te diré que el líquen que cubre el quejigo destila tal trascendencia que Dios es un pedo maloliente a su lado y que una mujer desvirgada y gozosa es mucho más santa que cualquier Virgen follada por la oreja. Sólo esta noche déjame alertarte de la espera y el deseo. Déjame decirte: Derrocha, derrocha, derrocha. No te quedes nada. Dalo todo. Derrocha tu esperma. Derrocha tu bilis. Derrocha tu flujo. Derrocha tus ideas. Derrocha tu femineidad. Derrocha tus cojones. Derrocha, vida mía, derrocha por tus pezones y por tus narices. Derrocha hasta agotarte. Sin esfuerzo alguno. Todo dicha.
No creas que me será fácil callar. De hecho sé que en el futuro ya he traicionado este principio porque a mí los principios se me agotan nada más nacer. Se ríen de mí con la misma facilidad que yo me río con ellos y sabemos ambos que nada es lo suficientemente serio como para mantenerse firme. Todo no (ves: ya me desdigo del principio que acababa de abrazar). Sólo hay un principio que mantengo desde que tengo sueño e intento dormir cada noche: evitar el suplicio.
Y así te diré -pero sólo esta noche. Sólo esta noche- que tus manos son la tierra y la tierra es una forma más de movimiento; te diré que si te topas con un atardecer y eres consciente de él, te detengas y lo abraces; quiero esta noche -sólo esta noche- quitarme el sombrero y besar el número que me tatuaron en el brazo derecho y cuyas cifras sumadas y reducidas a un número natural son 8. Sólo esta noche te diré que beso ese número porque estoy vivo y cuando me despierto sudando a tu lado y he gritado y tu me acoges bajo tus brazos y me acaricias como si fuera un perrillo asustado, yo -querida mía- soy feliz, soy el más feliz de los hombres porque el suplicio quedó atrás y tan sólo quiero que me comas la polla para gozar y quiero sorberte el coño para que goces con la lengua de un hombre que estuvo a punto de quedar reducido a un número.
Ahora ya me callo. Me callo para siempre. Calvino mandó que la hoguera en la que iba a arder Miguel Servet fuera hecha con leños húmedos para que el suplicio del autor del De Trinitatis erroribus fuera muy lento, muriera más cocido que asado. Y así fue. El suplicio de Miguel Servet fue horrible, de los más horribles que se recuerdan. De su verdugo - Juan Calvino- parte la pata moral del capitalismo industrial.
¡Cuidado con el esfuerzo! ¡Cuidado con el trabajo! ¡Cuidado con la responsabilidad! A la vida le importan un carajo.
Sólo esta noche déjame decirte que la vida no merece esfuerzo alguno. La vida no merece trabajos y penas. La vida no merece ser comprada. Porque la vida está mucho más allá del mercantilismo de almas y cuerpos que nos inculcó el francés de los cojones desde su Ginebra demente. Sólo esta noche déjame decirte que tu vena cava es infinitamente más hermosa que un billete de quinientos euros y que siento por tu boca más fascinación que por cualquier fashionortopedia. Sólo esta noche te diré que el líquen que cubre el quejigo destila tal trascendencia que Dios es un pedo maloliente a su lado y que una mujer desvirgada y gozosa es mucho más santa que cualquier Virgen follada por la oreja. Sólo esta noche déjame alertarte de la espera y el deseo. Déjame decirte: Derrocha, derrocha, derrocha. No te quedes nada. Dalo todo. Derrocha tu esperma. Derrocha tu bilis. Derrocha tu flujo. Derrocha tus ideas. Derrocha tu femineidad. Derrocha tus cojones. Derrocha, vida mía, derrocha por tus pezones y por tus narices. Derrocha hasta agotarte. Sin esfuerzo alguno. Todo dicha.
No creas que me será fácil callar. De hecho sé que en el futuro ya he traicionado este principio porque a mí los principios se me agotan nada más nacer. Se ríen de mí con la misma facilidad que yo me río con ellos y sabemos ambos que nada es lo suficientemente serio como para mantenerse firme. Todo no (ves: ya me desdigo del principio que acababa de abrazar). Sólo hay un principio que mantengo desde que tengo sueño e intento dormir cada noche: evitar el suplicio.
Y así te diré -pero sólo esta noche. Sólo esta noche- que tus manos son la tierra y la tierra es una forma más de movimiento; te diré que si te topas con un atardecer y eres consciente de él, te detengas y lo abraces; quiero esta noche -sólo esta noche- quitarme el sombrero y besar el número que me tatuaron en el brazo derecho y cuyas cifras sumadas y reducidas a un número natural son 8. Sólo esta noche te diré que beso ese número porque estoy vivo y cuando me despierto sudando a tu lado y he gritado y tu me acoges bajo tus brazos y me acaricias como si fuera un perrillo asustado, yo -querida mía- soy feliz, soy el más feliz de los hombres porque el suplicio quedó atrás y tan sólo quiero que me comas la polla para gozar y quiero sorberte el coño para que goces con la lengua de un hombre que estuvo a punto de quedar reducido a un número.
Ahora ya me callo. Me callo para siempre. Calvino mandó que la hoguera en la que iba a arder Miguel Servet fuera hecha con leños húmedos para que el suplicio del autor del De Trinitatis erroribus fuera muy lento, muriera más cocido que asado. Y así fue. El suplicio de Miguel Servet fue horrible, de los más horribles que se recuerdan. De su verdugo - Juan Calvino- parte la pata moral del capitalismo industrial.
¡Cuidado con el esfuerzo! ¡Cuidado con el trabajo! ¡Cuidado con la responsabilidad! A la vida le importan un carajo.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/06/2016 a las 00:43 |
Ejemplos de mi anquilosamiento, zotería, anormalidad, mal gusto, acalambramiento, ñoñería, absurdidad y falta de espíritu contemporáneo además de vanagloria, posible fimosis del neocórtex, amaneramiento y algo de misantropía.
Novelas Ejemplares
Gargantúa
Historia de la piratería de Gosse
El Criticón
Tirano Banderas
Libro del desasosiego
Cuentos fantásticos del siglo XIX
Jacques el Fatalista
Tristram Shandy
La Celestina
La Odisea
Cartas a un joven poeta
Melmoth el Errabundo
Metamorfosis
Ensayos (de Montaigne)
Epístolas morales a Lucilo
Eneida
Meditaciones
Heike monogatari
Matrimonio entre el Cielo y el Infierno
Cuentos de Antaño
Cuentos populares rusos
La rama dorada
Iliada
Las mil y una noches
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
Meditación sobre las formas de interpretar
Cuentecillos
¿De Isaac Alexander?
Libro de las soledades
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Reflexiones para antes de morir
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
Listas
El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Sincerada
Reflexiones
Mosquita muerta
El viaje
Sobre la verdad
Sinonimias
El Brillante
No fabularé
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
Desenlace
El espejo
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Sobre la música
Biopolítica
Asturias
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Las homilías de un orate bancario
Las putas de Storyville
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023, 2024 y 2025 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2016 a las 11:25 |