¿Qué enfermedades pueden existir en el cuerpo más graves que estas dos, la aflicción y el deseo? Cicerón. Disputaciones tusculanas. Libro III
Derivación a árbol. Perteneciente a la Serie fotográfica Espasmos de Olmo Z. realizada en fecha desconocida
¡Cómo bramaba! Era un quejido apenas velado. Diría que el alma se alzaba en la ladera... si en el alma creyera. La constelación se armaba con una panoplia compuesta de elementos de tipo defensivo (casco, krános; hombrera, epibraxiónion; coraza, thórax; protección del antebrazo, epipêkhÿon; ventrera, mitra; escudo, aspís —generalmente redondo—; muslera, paramérídion; greba, knemis; tobillera, episphÿrion; y protección del pie, epipodíon) y de armas ofensivas (lanza, dóry, de unos 2 m. de longitud; y espada, xíphos, de doble filo). Como una Atenea armada iba. Como una Atenea la recordaba sólo que en lo alto. En lo alto el último mes cuando agosto era una cárcel de cristal y verde. ¡Cómo sollozaba el viento! ¡Cómo se encrespaban las olas en el pantano! ¡Cómo el olor del fango se hacía hiriente mientras la tarde moría en brazos de la noche y el camino se oscurecía a marchas forzadas con el peso de las armas en el cuerpo todo! ¿quién no aceptaría que todos los insensatos están locos como tan bien lo expresó Diógenes Laercio? Y quién en su cordura no aceptaría las palabras de Ennio cuando asegura un alma enferma siempre se equivoca y no es capaz ni de soportar ni de resistir; nunca deja de sentir deseos. ¿Quién no entiende que para el hombre que cruza el ponto en una barquichuela los sentimientos no existen? ¿Quién no aceptaría que el hambre deja de lado las miserias sentimentales y que la necesidad es el mayor enemigo del poeta? ¿Quién no acepta que la madre que ve a su hijo ahogarse tras escapar de una guerra tiene mucho más peso que Atenea vestida para matar y no ser muerta? ¿Cómo no aceptar estas cuatro paredes como el templo del hombre? ¿Cómo -dímelo tú- que asomabas al anochecer como si fueras a tragarme? ¡Oh, fiera! ¡Oh, inmensa! Me dejaré las uñas largas para arañarte. Me afilaré los dientes para morderte. Preparé mis músculos abdominales para encajar tus golpes aunque Donald Trump consiga ser presidente de los Estados Unidos y Rita Barberá se quede tiesa en el escaño del grupo mixto una tarde en el Senado. Desafiaré tu resplandor, firme sobre mis piernas inestables por mucho que exista un paniaguado llamado Pedro Sánchez o cabalgue por las calles destruidas de Damasco un muchacho con una sonrisa rebosante de estupidez. Que me haré fuerte. Que me haré indemne por mucho que siga de ministro Jorge Fernández Díaz o que Putin haya instaurado en el antiguo imperio ruso la ley de la omertá. Y quiera el cielo que no me invoques, ahora que te enseñoreas del orbe y lanzas tu ojo blanco -completo y con manchas- sobre este planeta aislado donde sucumbimos de palabra y obra y los delfines mantienen corteses conversaciones y el milpies se queja de uno y la obrera quisiera ser reina por un día y el día quisiera mañana probar a ser noche. ¡Qué grande estabas! ¡Qué hermosa eras! ¡Cómo me dueles!
Estoy releyendo una novela que empecé a escribir hace ahora cuatro años. Es francamente buena. No desde mi opinión -que siempre lo sería- sino desde la distancia que permite juzgarla sin pasión. Tiene soltura, ritmo e interés. La novela se llama Yo no existo -si cliqueas sobre su nombre en verde podrás escuchar una grabación que hice del principio de la novela en mayo de 2012-. Tiempo después escribí a lo largo del mes de agosto del año 2014 un serial publicado en este blog cuyo tag es Colección -si quieres leerlo se encuentra a la derecha de la página en la sección llamada Seriales- cuyo protagonista es un personaje llamado Olmo Z. que siguió escribiendo en Inventario hasta que hace unos meses huyó del manicomio de Acra donde estaba recluido. Aquel serial lo reuní en relato largo -o novela breve- al que titulé El Guardés y la colección y que dediqué a L. -una mujer que se lo merecía por lo mucho que me animó. Tanto que parecía Misery-. Este año 2016 he escrito una obra de teatro entre Febrero y Agosto que se titula La Campanilla y de la que hablé en este blog en un artículo llamado Apocalipsis de San Juan (reflexiones sobre preceptiva) -si cliqueas sobre su nombre podrás leerlo-.
Desde hace tres días vengo imaginando una fusión. Es la sensación de que tanto Yo no existo como El Guardés y la colección y La Campanilla forman -en distintas formas literarias- el todo que andaba buscando y cuyo título sería (se me ocurrió ayer por la tarde mientras paseaba) Yo no existe. Tú, no digamos ¿nosotros?
He paseado hoy por el campo intentando desasirme de un sueño de la tarde y la forma de conseguirlo ha sido volver a la construcción de esta novela. No, de esta novela no, de esta pieza que reúne géneros para crear una sensación hiperrealista como si la vida -si pudiera ser contada- se compusiera de muchos géneros, cada uno de los cuales tiene sus reglas, reglas que curiosamente no excluyen regla alguna de ninguno de los otros.
Luego he pensado regalarme un vino y me he ido hasta el Mercadona de Los Arroyos cuando el sol declinaba y unas nubes en todo malvas velaban la faz ya casi orgullosa de la luna. El vino se llama Dama de Toro. Lo he comprado también por el nombre y he pensado si alguna vez se hará un vino que se llame Caballero de Vaca.
Desde hace tres días vengo imaginando una fusión. Es la sensación de que tanto Yo no existo como El Guardés y la colección y La Campanilla forman -en distintas formas literarias- el todo que andaba buscando y cuyo título sería (se me ocurrió ayer por la tarde mientras paseaba) Yo no existe. Tú, no digamos ¿nosotros?
He paseado hoy por el campo intentando desasirme de un sueño de la tarde y la forma de conseguirlo ha sido volver a la construcción de esta novela. No, de esta novela no, de esta pieza que reúne géneros para crear una sensación hiperrealista como si la vida -si pudiera ser contada- se compusiera de muchos géneros, cada uno de los cuales tiene sus reglas, reglas que curiosamente no excluyen regla alguna de ninguno de los otros.
Luego he pensado regalarme un vino y me he ido hasta el Mercadona de Los Arroyos cuando el sol declinaba y unas nubes en todo malvas velaban la faz ya casi orgullosa de la luna. El vino se llama Dama de Toro. Lo he comprado también por el nombre y he pensado si alguna vez se hará un vino que se llame Caballero de Vaca.
Documento 10º de los Archivos de Isaac Alexander. Agosto 1946. Port de la Selva.
Yo te diría, mi pseudo-Lucilo, desde esta masía vieja como el mundo que el veneno mata sin remedio. Tú sabes bien de lo que hablo, ahora que te encuentras perdido y sientes el peso de los días sobre tus hombros bien formados. Habrás oído a alguna mujer gurista hablar con conocimiento y buen gusto de la idea del veneno como apariencia de alimento y por lo tanto como dador de vida. Yo que he vivido el más largo infierno del siglo, te animaría a que no te dejes vencer por la ansiedad ni por la ira pero sobre todo me atrevería a rogarte que no otorgues tu sufrimiento a nadie sino que seas consciente de que tu sufrimiento es parte del misterio de tu vida, generado en las densas salas infernales de tu alma donde Dios es por fin su esencia, es decir, el mismísimo Satanás, el Mal sin máscara. Cuando sufras tanto como ahora sufres quédate en tu sufrimiento, aprieta los dientes, aférrate las manos y grita si es necesario o aulla si duele tanto que un sonido humano no es suficiente para expresarlo.
Sé que te falta el aire. Sé que te esfuerzas en racionalizar tu angustia. Sé que crees saber que estos días son nada en el océano del tiempo. Incluso me atrevo a atisbar en ti cierto desasimiento de ti mismo. También sé que apenas te sirve nada de lo que te dices ni tampoco te alivia las muchas acciones que llevas a cabo para no entregarte a la dosis mortal de ese veneno que alcanzaría su máxima potencia si te dejaras abatir. Por eso aunque creas que nada estás consiguiendo, has de saber querido amigo, que estás venciendo al desmayo y estás combatiendo el sufrimiento con la fuerza que sólo un hombre digno puede oponer a tan poderoso enemigo.
No te preguntes mucho. No decidas mucho. No creas haberte salvado. Hay venenos de efectos retardados y también los hay que permanecen latentes hasta que adivinan una grieta en el ánimo y por ella se filtran e intentan alcanzar tu corazón y tus pulmones y comienzan así su labor de asfixia y su enfriar la sangre. Has de estar alerta y ante todo has de perdonarte por el sufrimiento que te generas. Porque tu sufrir, querido mío, tiene un sentido. Porque tu sufrir, amigo mío, tiene un final. Y aunque tú y yo sepamos que en el fondo todo sufrimiento es inútil, hemos de valorar entonces la magnificencia de la inutilidad, la alta estima en la que la debemos de tener.
Y ahora, déjame regañarte un poco: no sabes perder y deberías aceptar de una vez y para siempre que tú no puedes ser el último. Porque te tienes por un hombre digno de ser amado como el primero y no como el último y porque tienes -porque eres joven- un orgullo que te impide disfrutar el no ser nadie para alguien (aunque ames a ese alguien o lo que es peor -para tu felicidad- que creas amarle). Cuando aprendas la belleza de ser nada, la pureza de poder ser echado a la basura y olvidado; cuando aprendas que quien domina es un miserable y que ser sumiso es empezar a vivir; cuando aceptes que nadie te debe nada y algo aún más importante que tú no debes nada a nadie porque tú no existes -sólo existe un tal Nadie- y ella no existe y yo no existo, entonces verás que el horizonte tiene muchas posibilidades, que ese único foco de luz artificial al que te mantienes unido, hipnotizado como la liebre ante el deslumbramiento de los faros de un coche, es el veneno pero no por él en sí sino por tu incapacidad para desviar la mirada y vislumbrar tras la luz cegadora de la falsa luz, los sutiles y maravillosos matices de lo en sombra.
Sufre sin acusar. Si así lo haces el sufrimiento pasará antes y descubrirás que ése es el antídoto del veneno: no acusar.
La guineu está en lo alto del camino. Me encanta esa zorra. Nunca iré a por ella. Nunca vendrá a por mí.
Y ahora sufre, mi pseudo-Lucilo, hasta agotarte. Espero que no alcance a dejarte frío y surjas de nuevo a la vida, a esta corta vida a la que tanto hacemos sufrir con nuestros sufrimientos.
Sé que te falta el aire. Sé que te esfuerzas en racionalizar tu angustia. Sé que crees saber que estos días son nada en el océano del tiempo. Incluso me atrevo a atisbar en ti cierto desasimiento de ti mismo. También sé que apenas te sirve nada de lo que te dices ni tampoco te alivia las muchas acciones que llevas a cabo para no entregarte a la dosis mortal de ese veneno que alcanzaría su máxima potencia si te dejaras abatir. Por eso aunque creas que nada estás consiguiendo, has de saber querido amigo, que estás venciendo al desmayo y estás combatiendo el sufrimiento con la fuerza que sólo un hombre digno puede oponer a tan poderoso enemigo.
No te preguntes mucho. No decidas mucho. No creas haberte salvado. Hay venenos de efectos retardados y también los hay que permanecen latentes hasta que adivinan una grieta en el ánimo y por ella se filtran e intentan alcanzar tu corazón y tus pulmones y comienzan así su labor de asfixia y su enfriar la sangre. Has de estar alerta y ante todo has de perdonarte por el sufrimiento que te generas. Porque tu sufrir, querido mío, tiene un sentido. Porque tu sufrir, amigo mío, tiene un final. Y aunque tú y yo sepamos que en el fondo todo sufrimiento es inútil, hemos de valorar entonces la magnificencia de la inutilidad, la alta estima en la que la debemos de tener.
Y ahora, déjame regañarte un poco: no sabes perder y deberías aceptar de una vez y para siempre que tú no puedes ser el último. Porque te tienes por un hombre digno de ser amado como el primero y no como el último y porque tienes -porque eres joven- un orgullo que te impide disfrutar el no ser nadie para alguien (aunque ames a ese alguien o lo que es peor -para tu felicidad- que creas amarle). Cuando aprendas la belleza de ser nada, la pureza de poder ser echado a la basura y olvidado; cuando aprendas que quien domina es un miserable y que ser sumiso es empezar a vivir; cuando aceptes que nadie te debe nada y algo aún más importante que tú no debes nada a nadie porque tú no existes -sólo existe un tal Nadie- y ella no existe y yo no existo, entonces verás que el horizonte tiene muchas posibilidades, que ese único foco de luz artificial al que te mantienes unido, hipnotizado como la liebre ante el deslumbramiento de los faros de un coche, es el veneno pero no por él en sí sino por tu incapacidad para desviar la mirada y vislumbrar tras la luz cegadora de la falsa luz, los sutiles y maravillosos matices de lo en sombra.
Sufre sin acusar. Si así lo haces el sufrimiento pasará antes y descubrirás que ése es el antídoto del veneno: no acusar.
La guineu está en lo alto del camino. Me encanta esa zorra. Nunca iré a por ella. Nunca vendrá a por mí.
Y ahora sufre, mi pseudo-Lucilo, hasta agotarte. Espero que no alcance a dejarte frío y surjas de nuevo a la vida, a esta corta vida a la que tanto hacemos sufrir con nuestros sufrimientos.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/08/2016 a las 11:48 | {0}
Ayer escribí la última palabra a mi penúltima obra de teatro. Por lo menos es la última palabra del borrador. La palabra es Salud. Quizás acabe titulándola Apocalipsis de San Juan. Empecé a escribirla en febrero de este año y los dos primeros actos surgieron como si los llevara dentro desde siempre, tan sólo necesitaba el rigor y la tenacidad que por una cuestión de estilo, me faltan. Terminé esos dos actos en marzo y desde entonces silencio. Tan sólo por experiencia sé -y también sé por experiencia que ésta no asegura el acierto- que la creación tiene un tiempo muy suyo. Sé que existen escritores funcionarios que se levantan todos los días y de tal hora a tal hora escriben lo que, en última instancia, les asegurará una ingente producción de páginas. En mi preceptiva sólo escribo así cuando es un trabajo de encargo, un guión para televisión por ejemplo o cuando trabajaba para la revista Mía en los años noventa y tenía que entregar perfiles de personajes famosos o un cuento cada quince días. Por cierto que me dio mucha rabia cuando una amiga de la que entonces era mi mujer, me perdió todas las revistas que yo pacientemente había ido coleccionando. No eran unos perfiles demasiado buenos ni unos cuentos maravillosos, justamente se me pedía lo contrario, es decir, cuentos para que leyeran las mujeres mientras les hacían la permanente en la peluquería. Esa labor fue la que me regaló el oficio de escritor. Y la hice con gusto. Sobre todo recuerdo una serie que se llamó Cazumel y que narraba la historia de amor entre una indígena y uno de los primeros conquistadores españoles en la expedición de Hernán Cortés. Para documentarme me leí La historia de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo. ¡Menudo tocho el del buen soldado! También la experiencia me aconsejaba terminar lo empezado con la menor dilación posible. Luego he creído descubrir que ese principio rige para las narraciones llamémoslas canónicas. No así -necesariamente- para las creaciones más libres, más inconscientes. Suelo defenderme arguyendo que la primera escritura ha de ser enteramente libre, libre también en el tiempo y que es en la revisión del primer borrador donde la maquinaria técnica ha de hacer su entrada. En todo caso se corre el riesgo si una obra se deja al albur de su propio tiempo, de que o bien la idea se seque o que la continuación pierda el aire del inicio.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
Apocalipsis de San Juan se quedó entre marzo y agosto olvidada, que no ignorada, en la mesa que tengo junto al ventanal. Dispongo de dos mesas de trabajo. Ésta en la que ahora escribo está de espaldas al ventanal. Es una vieja mesa que me regaló mi amiga Pilar. Una mesa que estaba arrinconada en el sótano de una almoneda y que, por sus características, siempre he pensado que perteneció a un convento de monjas de clausura; la otra, la que está junto al ventanal, estaba ya en la casa que alquilé hace ahora seis años; es una mesa bien fea, de éstas de Ikea o sitio parecido con una tablero hecho con algún tipo de plástico que sugiere cristal. En esta mesa suelo trabajar cuando tengo que utilizar documentación porque es más grande. Pues bien es en ella donde ha estado reposando la obra los últimos cuatro meses. Algunos días la cogía, la leía, escribía alguna nota al margen; incluso creo que por el mes de junio inicié el tercer acto (inicio abortado al final).
Lo curioso es que Apocalipsis de San Juan no la empecé a escribir en mi casa sino haciendo guardias este invierno en la Fundación Amyc -si cliqueas sobre el nombre podrás acceder a su página web- en donde, a parte de ser guardés a tiempo parcial, soy -junto a mi amigo el pintor César Delgado- guía de la mejor -y me atrevería a decir que única- colección de pintura modernista catalana que hay en Madrid. Este agosto -es el tercer año- me llamaron de nuevo para ser el guardés de noche y ha sido de nuevo ahí donde ha surgido el tercer acto de la obra. Está claro que ella -la obra- se siente cómoda en la Fundación y quizá sea porque es un lugar neutro y esta obra necesita lugares sin memoria para poder hacer memoria del lugar donde transcurre la acción.
Ahora viene la técnica a ocupar el espacio de la libre creación. Espero que no la joda... a veces ocurre.
Documento 9º de los Archivos de Isaac Alexander. Julio 1946. Port de la Selva
Pasados los nefastos días me encuentro de nuevo con mi suerte.
La condesa Pepa de Montmercy ha tenido la delicadeza de ofrecerme una estancia en su masía de Port de la Selva durante el estío de este año de 1946.
Yo le he ofrecido como pago a su cortesía el entretener sus noches con viejas historias que habré de contarle de memoria (todos mis libros fueron quemados. Todos mis escritos se los fumó el humo de las hogueras) y alegrar su tupido vergel con los sones de mi flauta si así lo desea.
Quince de julio 1946
Hoy la he visto por primera vez. Ha sido a la caída de la tarde. Estaba solo, sentado en el porche delantero de la masía. Pepa se había marchado al pueblo a hacer unas compras y yo me había quedado traduciendo una serie de pintadas amatorias pompeyanas. El pompeyano tenía fama de saber amar o sencillamente fornicar y vivir la vida y resulta comprometedor que una ciudad con esos mimbres acabara sepultada bajo la lava del Vesubio. No sé si la búsqueda del goce conlleva, en último extremo, su encuentro y aún menos me atrevo a afirmar que ese encuentro devenga en felicidad.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Había decidido al iniciar esta segunda crónica glosar algunas de las pintadas de estas gentes y lo haré, algún día lo haré, quizá mañana mismo o esta misma tarde, cuando anochezca, antes de que vuelva Pepa y nos pongamos con el trajín de las cenas. Me ha despistado y me ha sacado de mi embeleso suditaliano, la aparición de una guineu en lo alto del camino. Guineu es zorra en catalán. Prefiero la guineu a la zorra y también le otorgo sexo femenino sin saberlo a ciencia cierta. Es de pelo rojizo y está muy delgada. Imagino que vendrá a por comida porque no quiero imaginar que venga por mí. Sería muy inspirador, en todo caso, un apólogo que se titulara La guineu y el judío. La guineu se ha sentado con el cuerpo muy erguido y las orejas muy tiesas. La distancia no llega a los cien metros -distancia en todo caso suficiente para que ella se sienta segura- entre ella y yo. Su presencia me ha alejado de aquellos tiempos del siglo I y me ha traído a estos tiempos y a un recuerdo que ha surgido como una llama en la noche.
Debía de ser muy pequeño. No creo que llegara a tener ni un año porque el tiempo que pasamos en Galway, al oeste de Irlanda, no llegó a los nueve meses y yo acababa de nacer. Era verano y el día era de sol. Recuerdo a mi madre desabrochándose los lazos del camisón y dándome la teta en el porche de la casa. El porche daba a un prado y tras el prado un bosque y tras el bosque el mar. Cuando terminé de mamar algo debió de ocurrir en el interior de la casa, algo que reclamaba con urgencia la presencia de mi madre porque me deja con prisa en la cuna y desaparece sin ni siquiera limpiarme su leche de mis labios. Escucho los sonidos de la tarde: el viento en la hierba, el canto de los pájaros, el vuelo incansable de los vencejos, los árboles algo más lejos y quizá por puro deseo, las olas en el mar. Con la cautela de un predador empiezo a sentir -más que oír- los pasos de un animal. No puedo verlo porque la cuna me lo impide e imagino que mi cuello aún no está preparado para soportar el peso vertical de mi cabeza. Siento, digo, esas pisadas que han venido de donde los árboles, que han atravesado la pradera y que ahora se han detenido muy cerca, muy, muy cerca de los peldaños del porche. Peldaños de madera. El primer crujido no me sobresalta. Ni tampoco el segundo. Casi no me asusta el zarandeo a la cuna. Sí pego un respingo cuando asoma por encima de la cuna el rostro de una zorra que se lame el hocico. Es un respingo pero no es un susto. No puedo asegurar que sea la primera vez que río pero sí la primera que me recuerdo reír. La guineu también ríe. O esa sensación tengo. Nos miramos a los ojos. Parece que nos entendemos. Querría que me llevara con ella un rato. Que en su lomo me llevara a conocer el bosque y me presentara en su madriguera a sus cachorros. Pero un grito rompe el hechizo entre una zorra y un crío. Desaparece su rostro y aparece tras él el de mi madre que me toma en sus brazos y me examina entero mientras me dice al oído inútiles palabras de consuelo, palabras que son las que realmente me hacen llorar.
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2016 a las 13:17 | {0}
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/09/2016 a las 21:36 | {0}