Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Vi a Hanna sólo una vez y no en la fecha indicada. Faltaba una semana para nuestro encuentro a orillas del Danubio donde unos muchachos murieron ahogados un año antes cuando recibí una carta suya en la que me decía que sus padres le impedían la vuelta a Austria. Tú ya imaginas por qué: los judíos empezaban a ser mal vistos en su patria. Recuerdo sus últimas palabras: No es sólo dolor de amante lo que siento. Siento dolor de mundo como si la sombra del mal se hubiera extendido como un vertido de petróleo en un lago que fue, antaño, refugio de nenúfares y ranas. Vete, Isaac. Sal de Austria porque ya no somos ciudadanos, somos una raza. Sé que en algún lugar, cuando el horror haya pasado, te encontraré. Será en una playa. Será en un albergue. Será en el arcén de una carretera que una dos pueblos pequeños y hernosos. Será en mi cama. Será en la tuya. Será en un tejado o bajo la luz de la luna que, según tú, soy yo. Y entonces, amor mío, surgirá toda la belleza del mundo en nuestro encuentro. Nuestro encuentro será un verso de Rimbaud. Nuestro encuentro será una Gymnnopedie. Nuestro encuentro será el hallazgo de la espuma, el sabor de mango, la dulzura de la abeja, el sopor de una siesta de verano. Hasta entonces, niño mío, hombre amado, rosa con espina en mi pecho tatuada, recuerdo de los días más hermosos, confín de mayo, lucha por nosotros, lucha por la paz, lucha por la risa y vuelve pronto a mí que vivir se ha convertido, naricita de azúcar, en un presente huido. Tuya siempre, Hanna.
No te recordaré Pepa la lucha que, en efecto, emprendí, primero en la Guerra de España porque yo sabía que si no lográbamos vencer a los fascistas allí, el fascismo se haría dueño de nuestro viejo mundo. Perdimos y derrotado me embarqué en la nueva guerra que asoló Europa y que acabó conmigo en el campo de concentración de Mauthausen, ironías del destino, a veinte kilómetros de Linz. No quiero recordar el año y medio que pasé allí. Tú sabes muy bien. Y porque sabes me acoges y yo agradeceré los días que me queden de vida el calor que me has ofrecido, tú que me has devuelto las ganas de vivir, las ganas de ser. Sólo cuenta para el final de esta historia de amor, la más hermosa, la más intensa, la más genuina historia de amor que tuve y tendré, un recuerdo de Mauthausen. Y ese recuerdo son los muertos diarios. No sólo los que morían en los crematorios sino los que morían desfallecidos o los que morían de frío en la noche. Mi trabajo en aquel campo era sacar a los que habían muerto en sus barracones, tirarlos en un camión y transportarlos hasta la cantera donde uno a uno los iba arrojando a la fosa común en que se había convertido.
El 14 de noviembre del año 1944 comencé mi trabajo en los barracones muy de mañana. Cubría el mundo una niebla sucia y heladora en la que parecían permanecer, suspendidos, los gritos de nuestros carceleros y los ladridos de sus perros. Olía a muerte en aquellos barracones. Mi primera bocanada de aire cada mañana era el aliento de la muerte. Como un autómata empecé mi labor que consistía en menear los cuerpos que no se habían levantado, escuchar el silencio de sus corazones, echármelos al hombro y descargarlos en el camión. Así un cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo hasta que un soldado me daba la orden de partir. En la litera de abajo, en el pasillo de en medio del barracón 3, una mujer desfigurada por el hambre yacía muerta. Tenía los ojos horriblemente abiertos y su boca, también abierta, parecía haberse petrificado en un último grito de auxilio. La meneé. Escuché el silencio de su corazón y la tomé en mis brazos. Al hacerlo el vestido raído que llevaba se rasgó por el pecho y por pudor, Pepa, por pudor fui a cubrírselo. ¿Por qué me llamó la atención aquella mancha arrugada que tenía en la parte izquierda del pezón, justo en el borde de su areola? Aterrado, inmerso en una locura que no sé cuánto duró, tumbé aquel cuerpo de nuevo en el camastro y como si fuera su piel una tela arrugada que hubiera que dejar lisa como una mar tranquila, así la estiré y al estirarla surgió el tatuaje de una rosa roja con un sola espina en su tallo. Aquel cadáver era Hanna... Hanna, amor mío... Hanna... Cerré sus ojos. La tomé en mis brazos como si fuera la novia tras la boda y con el gesto del hombre enamorado que siempre he sido atravesé aquel barracón como si estuviéramos atravesando el pasillo que conduce a nuestra alcoba. Ya no vi la niebla en la mañana. Como si fuera la cama, deposité a Hanna en la parte trasera del camión y con cuidado, pequeña piedra que se quiere hacer rodar con ligereza, la dejé ir en la cantera mientras para nosotros recitaba los versos que un día escribí para ella: Mañana, ¡Dime que es mañana el día!/ Mañana el día nuevo.
FIN
No te recordaré Pepa la lucha que, en efecto, emprendí, primero en la Guerra de España porque yo sabía que si no lográbamos vencer a los fascistas allí, el fascismo se haría dueño de nuestro viejo mundo. Perdimos y derrotado me embarqué en la nueva guerra que asoló Europa y que acabó conmigo en el campo de concentración de Mauthausen, ironías del destino, a veinte kilómetros de Linz. No quiero recordar el año y medio que pasé allí. Tú sabes muy bien. Y porque sabes me acoges y yo agradeceré los días que me queden de vida el calor que me has ofrecido, tú que me has devuelto las ganas de vivir, las ganas de ser. Sólo cuenta para el final de esta historia de amor, la más hermosa, la más intensa, la más genuina historia de amor que tuve y tendré, un recuerdo de Mauthausen. Y ese recuerdo son los muertos diarios. No sólo los que morían en los crematorios sino los que morían desfallecidos o los que morían de frío en la noche. Mi trabajo en aquel campo era sacar a los que habían muerto en sus barracones, tirarlos en un camión y transportarlos hasta la cantera donde uno a uno los iba arrojando a la fosa común en que se había convertido.
El 14 de noviembre del año 1944 comencé mi trabajo en los barracones muy de mañana. Cubría el mundo una niebla sucia y heladora en la que parecían permanecer, suspendidos, los gritos de nuestros carceleros y los ladridos de sus perros. Olía a muerte en aquellos barracones. Mi primera bocanada de aire cada mañana era el aliento de la muerte. Como un autómata empecé mi labor que consistía en menear los cuerpos que no se habían levantado, escuchar el silencio de sus corazones, echármelos al hombro y descargarlos en el camión. Así un cuerpo y otro cuerpo y otro cuerpo hasta que un soldado me daba la orden de partir. En la litera de abajo, en el pasillo de en medio del barracón 3, una mujer desfigurada por el hambre yacía muerta. Tenía los ojos horriblemente abiertos y su boca, también abierta, parecía haberse petrificado en un último grito de auxilio. La meneé. Escuché el silencio de su corazón y la tomé en mis brazos. Al hacerlo el vestido raído que llevaba se rasgó por el pecho y por pudor, Pepa, por pudor fui a cubrírselo. ¿Por qué me llamó la atención aquella mancha arrugada que tenía en la parte izquierda del pezón, justo en el borde de su areola? Aterrado, inmerso en una locura que no sé cuánto duró, tumbé aquel cuerpo de nuevo en el camastro y como si fuera su piel una tela arrugada que hubiera que dejar lisa como una mar tranquila, así la estiré y al estirarla surgió el tatuaje de una rosa roja con un sola espina en su tallo. Aquel cadáver era Hanna... Hanna, amor mío... Hanna... Cerré sus ojos. La tomé en mis brazos como si fuera la novia tras la boda y con el gesto del hombre enamorado que siempre he sido atravesé aquel barracón como si estuviéramos atravesando el pasillo que conduce a nuestra alcoba. Ya no vi la niebla en la mañana. Como si fuera la cama, deposité a Hanna en la parte trasera del camión y con cuidado, pequeña piedra que se quiere hacer rodar con ligereza, la dejé ir en la cantera mientras para nosotros recitaba los versos que un día escribí para ella: Mañana, ¡Dime que es mañana el día!/ Mañana el día nuevo.
FIN
Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Podría, Pepa, leerte el diario que escribí entre aquella primavera de 1935 y la siguiente de 1936 o recitarte de memoria párrafos enteros de las más de trescientas cartas que le escribí a Hanna a un apartado de correos de la ciudad de Salem, en el estado de Oregon.
Pepa me rogó que sí, que por favor, le recitara alguno de los párrafos de aquellas epístolas amatorias. Al recordarlos me sacudió el primer quebranto que pude disimular respirando hondo y levantándome de un salto mientras paseaba por el salón como si estuviera haciendo acopio de memorias antes de lanzarme a recitar. Lo cierto es que la tristeza empezó a invadirme. Lo cierto es que aunque nunca me arrepiento de nada en aquella ocasión me dije, Has valorado en exceso tus fuerzas. Comencé a recordar y como si estuviera escribiendo en aquel instante pronuncié en voz alta lo siguiente:
Salzburgo se me ha hecho amarga. Ya ni la música me agrada ni la compañía de las prostitutas hasta altas horas de la madrugada; seres que son ángeles desnudos y con sexo. Vago por las calles y cuando llueve no puedo sino recordar la noche en que la rosa de mi pecho se empezó a fraguar entre tus manos. Hanna tu ausencia no tiene nombre. Si por lo menos algún día hubiera pensado, ¡Oh, moderna Salomé que has cortado mi cabeza al alejarse tus cabellos en aquel transatlántico! O si te hubiera podido maldecir más fuerte. Pensar por ejemplo, Asesina, manipuladora, Gran Masturbadora... Nada de eso ocurre porque cuando logro pensar -y apenas puedo- acuden frases como, ¿Esa ráfaga de viento me trajo tu olor? ¡Oh, ingenuo yo que sucumbí al embrujo de tu voz! ¡Cómo me duele cuando cada mañana me veo la rosa tatuada en el pecho y sé que bajo mi piel tu sangre conforma sus pétalos!
Había comenzado a nevar -con el mar a lo lejos- cuando le recité un párrafo de otra carta:
He remado, Hanna, hasta desmayarme. Quería alejarme de ti. Pensaba que en el mar, rodeado de ese azul turquesa que al tomarlo en las manos desaparece, tú también te irías. He venido a España para que el paisaje no me recuerde a ti. He venido hasta el desierto, a un lugar llamado Almería donde las mujeres tienen la tez quemada por un sol inclemente y los hombres huelen a pescado y arena. Bebo por las noches en la única taberna del puerto y cuando estoy borracho y la madrugada no me dice nada me lanzo al agua y nado hacia la luna símbolo de ti: siempre cercana, siempre inalcanzable. Hanna, no dejes que muera antes de verte...
Callé. Se escuchaba -como un recuerdo muy lejano- el sonido de la nieve en la grava del jardín. Como estaba de espaldas a Pepa pude llorar mientras con una voz falsamente firme entonaba otro párrafo que me vino al pecho, lugar donde los recuerdos de Hanna anidan :
¿Qué pueden significar quince días? La otra noche tras leer tu última carta en la que me decías "Amor mío hoy he galopado montada en Moriarti, un caballo veloz como los huracanes, negro como los días que han pasado sin ti, fuerte como tu fuerza y cuando atravesábamos una pradera inmensa y solitaria he sentido en cada pisada el anhelo de ti; cada inspiración del aire me evocaba tus manos y la libertad que se siente al galopar me atravesaba el vientre como si fuera tu sexo sajándome el alma. Te quiero, Isaac. Apenas vivo sin ti. Soy un cadáver", he gritado blasfemias y he salido a la calle a odiar al mundo. ¿Qué pueden significar quince días en el tiempo de un hombre al que se le arrebató el tiempo cuando te fuiste? ¿Cómo entiende un hombre sin tiempo la duración de quince días? ¿Y qué significará cuando tan sólo quede un día y yo pueda decirte: Mañana, dime que es mañana el día./ Dime. Avísame. Mañana el día nuevo./ Dime que vas a apretarme hasta dolerme/ y que tus besos sabrán a cebolla/ y que tu pecho se abrirá continuamente./ ¡Dime, dime que es mañana el día!
Pepa me rogó que sí, que por favor, le recitara alguno de los párrafos de aquellas epístolas amatorias. Al recordarlos me sacudió el primer quebranto que pude disimular respirando hondo y levantándome de un salto mientras paseaba por el salón como si estuviera haciendo acopio de memorias antes de lanzarme a recitar. Lo cierto es que la tristeza empezó a invadirme. Lo cierto es que aunque nunca me arrepiento de nada en aquella ocasión me dije, Has valorado en exceso tus fuerzas. Comencé a recordar y como si estuviera escribiendo en aquel instante pronuncié en voz alta lo siguiente:
Salzburgo se me ha hecho amarga. Ya ni la música me agrada ni la compañía de las prostitutas hasta altas horas de la madrugada; seres que son ángeles desnudos y con sexo. Vago por las calles y cuando llueve no puedo sino recordar la noche en que la rosa de mi pecho se empezó a fraguar entre tus manos. Hanna tu ausencia no tiene nombre. Si por lo menos algún día hubiera pensado, ¡Oh, moderna Salomé que has cortado mi cabeza al alejarse tus cabellos en aquel transatlántico! O si te hubiera podido maldecir más fuerte. Pensar por ejemplo, Asesina, manipuladora, Gran Masturbadora... Nada de eso ocurre porque cuando logro pensar -y apenas puedo- acuden frases como, ¿Esa ráfaga de viento me trajo tu olor? ¡Oh, ingenuo yo que sucumbí al embrujo de tu voz! ¡Cómo me duele cuando cada mañana me veo la rosa tatuada en el pecho y sé que bajo mi piel tu sangre conforma sus pétalos!
Había comenzado a nevar -con el mar a lo lejos- cuando le recité un párrafo de otra carta:
He remado, Hanna, hasta desmayarme. Quería alejarme de ti. Pensaba que en el mar, rodeado de ese azul turquesa que al tomarlo en las manos desaparece, tú también te irías. He venido a España para que el paisaje no me recuerde a ti. He venido hasta el desierto, a un lugar llamado Almería donde las mujeres tienen la tez quemada por un sol inclemente y los hombres huelen a pescado y arena. Bebo por las noches en la única taberna del puerto y cuando estoy borracho y la madrugada no me dice nada me lanzo al agua y nado hacia la luna símbolo de ti: siempre cercana, siempre inalcanzable. Hanna, no dejes que muera antes de verte...
Callé. Se escuchaba -como un recuerdo muy lejano- el sonido de la nieve en la grava del jardín. Como estaba de espaldas a Pepa pude llorar mientras con una voz falsamente firme entonaba otro párrafo que me vino al pecho, lugar donde los recuerdos de Hanna anidan :
¿Qué pueden significar quince días? La otra noche tras leer tu última carta en la que me decías "Amor mío hoy he galopado montada en Moriarti, un caballo veloz como los huracanes, negro como los días que han pasado sin ti, fuerte como tu fuerza y cuando atravesábamos una pradera inmensa y solitaria he sentido en cada pisada el anhelo de ti; cada inspiración del aire me evocaba tus manos y la libertad que se siente al galopar me atravesaba el vientre como si fuera tu sexo sajándome el alma. Te quiero, Isaac. Apenas vivo sin ti. Soy un cadáver", he gritado blasfemias y he salido a la calle a odiar al mundo. ¿Qué pueden significar quince días en el tiempo de un hombre al que se le arrebató el tiempo cuando te fuiste? ¿Cómo entiende un hombre sin tiempo la duración de quince días? ¿Y qué significará cuando tan sólo quede un día y yo pueda decirte: Mañana, dime que es mañana el día./ Dime. Avísame. Mañana el día nuevo./ Dime que vas a apretarme hasta dolerme/ y que tus besos sabrán a cebolla/ y que tu pecho se abrirá continuamente./ ¡Dime, dime que es mañana el día!
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/05/2017 a las 21:17 | {0}Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Pepa se arrebujaba en un chal de paschmina, me decía, Sé que no casa con el traje pero tu historia me está produciendo frío. Yo la miré con los ojos de un hombre que ha vivido todos los horrores y le dije, Nada saboreo más en la vida que las mezclas aunque sean estrafalarias y aún más si lo son ¡qué narices! Ella rió, nos sirvió el licor y tras encender un cigarrillo me rogó que siguiera.
No dejó de llover aquella noche ni tampoco los tres días que siguieron antes de mi partida. Tras la cena en familia y una velada en la que jugamos al bridge en el salón de los juegos mientras Hanna tocaba al piano de forma íntima y sensual algunas piezas de Satie, manteniendo unas cadencias y unos silencios que habrían hecho las delicias del compositor, nos retiramos a nuestras habitaciones. A la una de la madrugada -hora fijada por ella para nuestra cita- salí de mi habitación y comencé a andar por el pasillo alfombrado del piso superior. El interior de la casa tenía forma de U. Mi habitación se encontraba en uno de sus extremos. La de Hanna en el opuesto. Unas cornucopias mantenían iluminado tenuísimamente el pasillo. Esa tenuidad y el sonido de la lluvia me recordaban las notas de Satie en las manos de mi amada. Cuando llegué a su puerta llamé con sumo cuidado. Me abrió de inmediato. Juraría que estaba detrás de la puerta. Juraría que sabía que no me retrasaría ni un segundo. Juro que ninguna mujer me amó como Hanna. Juró que jamás amaré a nadie. Tan sólo la amaré a ella. La alcoba estaba en penumbra. Ella vestía un kimono de seda con un estampado que figuraba un cerezo en la noche. Por sus anchas mangas entreví sus brazos desnudos. Cerró la puerta con llave y me pidió que nos sentaramos en la mesa que daba al ventanal que se abría al jardín. Me senté y encima de la mesa vi la herramienta clásica del tebori que usaron durante muchísimos siglos en el Japón para hacer tatuajes y que aún hoy se sigue utilizando. Miré a Hanna y ella con su voz de cristal grave me dijo, No nos entregaremos el uno al otro esta vez. Quiero esperar. Quiero que mi deseo hacia ti sea tan ardiente que haya noches en las que tenga que dormir en un baño de agua fría. Quiero suponer tu piel centímetro a centímetro. Quiero suponer tus caricias en el orgasmo. Quiero imaginar noches y noches tu semen regando mi vientre, tu semen soboreado por mi lengua, tu semen en lo más hondo de mí. Quiero imaginar tu abrazo dormido. Quiero saborear tu ausencia un día y otro día. Quiero esperar tus cartas. Quiero escuchar tu desesperación. Quiero maldecirme por haber querido esto que ahora te digo y también quiero que ambos, siempre que queramos, podamos mirar lo que el otro también tiene; lo que el otro le hizo la última noche que estuvimos juntos. Quiero que nos tatuemos una rosa con un tallo corto y una sola espina. Yo te la tatuaré en la parte superior derecha del pezón de tu corazón. El tallo nacerá del límite exterior de la areola.Tú me la tatuarás en la parte superior izquierda del pezón de mi corazón. También el tallo nacerá del límite exterior de la aerola. La tintas con las que lo haremos serán una tinte verde para el tallo y una tinta roja para el capullo abierto de la rosa. La tinta roja llevará gotas de nuestra sangre: de la mía en tu tatuaje, de la tuya en el mío. Debemos hacerlo esta noche. Cuando hayamos terminado ya no nos volveremos a ver a solas. Tú volverás a tu estudios y yo iniciaré un viaje. Nos encontraremos tras tu partida en un año, a las ocho de la tarde, en las orillas del Danubio, donde murieron los niños que jugaban a la rayuela.
¡Qué pesadumbre sentí al aceptar la propuesta de Hanna! ¡Qué dolorosa y precisa es la técnica del tebori! ¡Qué arrebatos sentía cuando entre mis manos abarcaba el pecho de Hanna y sentía su pezón duro y su corazón palpitando como si gozara hasta la extenuación! ¡Qué tristeza si miraba sus ojos! ¡Qué desdicha si adivinaba su pubis entre los pliegues del kimono!
El alba rayaba cuando terminamos el dolor de una rosa con una sola espina en nuestros pechos. No volvimos a estar a solas. Yo me fui tres días más tarde. Ella emprendió su viaje.
No dejó de llover aquella noche ni tampoco los tres días que siguieron antes de mi partida. Tras la cena en familia y una velada en la que jugamos al bridge en el salón de los juegos mientras Hanna tocaba al piano de forma íntima y sensual algunas piezas de Satie, manteniendo unas cadencias y unos silencios que habrían hecho las delicias del compositor, nos retiramos a nuestras habitaciones. A la una de la madrugada -hora fijada por ella para nuestra cita- salí de mi habitación y comencé a andar por el pasillo alfombrado del piso superior. El interior de la casa tenía forma de U. Mi habitación se encontraba en uno de sus extremos. La de Hanna en el opuesto. Unas cornucopias mantenían iluminado tenuísimamente el pasillo. Esa tenuidad y el sonido de la lluvia me recordaban las notas de Satie en las manos de mi amada. Cuando llegué a su puerta llamé con sumo cuidado. Me abrió de inmediato. Juraría que estaba detrás de la puerta. Juraría que sabía que no me retrasaría ni un segundo. Juro que ninguna mujer me amó como Hanna. Juró que jamás amaré a nadie. Tan sólo la amaré a ella. La alcoba estaba en penumbra. Ella vestía un kimono de seda con un estampado que figuraba un cerezo en la noche. Por sus anchas mangas entreví sus brazos desnudos. Cerró la puerta con llave y me pidió que nos sentaramos en la mesa que daba al ventanal que se abría al jardín. Me senté y encima de la mesa vi la herramienta clásica del tebori que usaron durante muchísimos siglos en el Japón para hacer tatuajes y que aún hoy se sigue utilizando. Miré a Hanna y ella con su voz de cristal grave me dijo, No nos entregaremos el uno al otro esta vez. Quiero esperar. Quiero que mi deseo hacia ti sea tan ardiente que haya noches en las que tenga que dormir en un baño de agua fría. Quiero suponer tu piel centímetro a centímetro. Quiero suponer tus caricias en el orgasmo. Quiero imaginar noches y noches tu semen regando mi vientre, tu semen soboreado por mi lengua, tu semen en lo más hondo de mí. Quiero imaginar tu abrazo dormido. Quiero saborear tu ausencia un día y otro día. Quiero esperar tus cartas. Quiero escuchar tu desesperación. Quiero maldecirme por haber querido esto que ahora te digo y también quiero que ambos, siempre que queramos, podamos mirar lo que el otro también tiene; lo que el otro le hizo la última noche que estuvimos juntos. Quiero que nos tatuemos una rosa con un tallo corto y una sola espina. Yo te la tatuaré en la parte superior derecha del pezón de tu corazón. El tallo nacerá del límite exterior de la areola.Tú me la tatuarás en la parte superior izquierda del pezón de mi corazón. También el tallo nacerá del límite exterior de la aerola. La tintas con las que lo haremos serán una tinte verde para el tallo y una tinta roja para el capullo abierto de la rosa. La tinta roja llevará gotas de nuestra sangre: de la mía en tu tatuaje, de la tuya en el mío. Debemos hacerlo esta noche. Cuando hayamos terminado ya no nos volveremos a ver a solas. Tú volverás a tu estudios y yo iniciaré un viaje. Nos encontraremos tras tu partida en un año, a las ocho de la tarde, en las orillas del Danubio, donde murieron los niños que jugaban a la rayuela.
¡Qué pesadumbre sentí al aceptar la propuesta de Hanna! ¡Qué dolorosa y precisa es la técnica del tebori! ¡Qué arrebatos sentía cuando entre mis manos abarcaba el pecho de Hanna y sentía su pezón duro y su corazón palpitando como si gozara hasta la extenuación! ¡Qué tristeza si miraba sus ojos! ¡Qué desdicha si adivinaba su pubis entre los pliegues del kimono!
El alba rayaba cuando terminamos el dolor de una rosa con una sola espina en nuestros pechos. No volvimos a estar a solas. Yo me fui tres días más tarde. Ella emprendió su viaje.
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/05/2017 a las 19:37 | {0}Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
El día que cayó la tromba de agua sobre la pequeña ciudad de Linz que provocó el desbordamiento del Danubio y la muerte por ahogamiento de unos chiquillos que estaban jugando a la rayuela muy cerca de una de sus riberas, Hanna y yo hicimos un pacto de sangre. Sólo quedaban tres días para que terminaran mis vacaciones. Era viernes. Yo apenas podía imaginar que al lunes siguiente ya no vería el cuerpo blando de Hanna en la mañana cuando entraba en la cocina y besaba a la tata Magdeleine; me entraba una congoja -alud cuando inicia su descenso desde un cumbre muy lejana, y lenta pero constante su velocidad aumenta, su masa aumenta y el rugir de la nieve en pendiente aumenta- invencible cuando era consciente de que ya no iría a hurtadillas a su habitación para seguir dibujándola y pensaba -cuando podía dejar de sentir- en que su ausencia iba a ser para mí la oscuridad del mundo.
La oscuridad del mundo, repitió Pepa. Se levantó de la butaca y me pidió un receso en mi historia; necesitaba -me dijo- algo de aire frío en la nuca; necesitaba, me dijo, un instante de soledad. Mientras Pepa se ausentó yo pensé en cómo organizar los pocos momentos que me quedaban con Hanna: su llanto por la muerte de los niños; la impresión que le causó la fugacidad de la vida; lo insensato que era pensar en lo futuro; el paseo que nos dimos por el jardín de su casa bajo la furia desatada de los cielos; el beso bajo las ramas de un abeto en nuestros labios mojados y cómo al apretarnos nuestros cuerpos fríos parecían transmitirnos un calor salvaje; la cita que me pidió aquella noche, en su alcoba y la petición que quería hacerme... Volvió Pepa y me preguntó, ¿Cómo estaba decorada la alcoba? Y ante aquella pregunta apareció de repente, como si me hubiera trasladado hasta allí en aquel momento, la alcoba de Hanna. Era -le dije- una estancia muy amplia. Las paredes estaban decoradas con un papel pintado con pájaros y vegetación tropicales; en el suelo una alfombra de fibras traída de Filipinas, un tocador 1930 revestido de minúsculos espejitos, una cama cubierta con una tela estampada de inspiración romántica en la que se ve a la ninfa Io dando el pecho a su hijo Epafos bajo la protección del dios Mercurio. Sobre la mesilla de noche está puesta una lámpara llamada de "piña americana" con el zócalo azul. Hay en las paredes cuatro cuadros y una vitrina que encierra toda una colección de muñecas de porcelana y junto al ventanal con balcón -que da a la parte trasera del jardín- una mesa de madera redonda y tres sillas.
Glosa: Cuando leía la descripción que hace Isaac Alexander de la alcoba de Hanna sentía que ya la "había visto" en alguna parte hasta que descubrí que me evocaba a Georges Perec y su novela La vida instrucciones de uso. He ido ojeando la novela y ha querido el destino y el azar que en una de las páginas elegidas haya descubierto que, en efecto, la descripción de la alcoba, con ligeras variaciones, pertenece a la que describe Perec en el capítulo 72 del dormitorio de los Louvet. Lo cual me lleva a preguntarme lo siguiente: ¿Leyó Perec este documento de Alexander? ¿Lo conoció? Porque si no es así la datación de este documento 14 es falsa porque el libro lo publicó Perec en 1975 y la fecha del documento es de 1946. Intentaré aclarar este misterio y si lo logro no duden que les ofreceré -amables lectores- el resultado de mis pesquisas.
La oscuridad del mundo, repitió Pepa. Se levantó de la butaca y me pidió un receso en mi historia; necesitaba -me dijo- algo de aire frío en la nuca; necesitaba, me dijo, un instante de soledad. Mientras Pepa se ausentó yo pensé en cómo organizar los pocos momentos que me quedaban con Hanna: su llanto por la muerte de los niños; la impresión que le causó la fugacidad de la vida; lo insensato que era pensar en lo futuro; el paseo que nos dimos por el jardín de su casa bajo la furia desatada de los cielos; el beso bajo las ramas de un abeto en nuestros labios mojados y cómo al apretarnos nuestros cuerpos fríos parecían transmitirnos un calor salvaje; la cita que me pidió aquella noche, en su alcoba y la petición que quería hacerme... Volvió Pepa y me preguntó, ¿Cómo estaba decorada la alcoba? Y ante aquella pregunta apareció de repente, como si me hubiera trasladado hasta allí en aquel momento, la alcoba de Hanna. Era -le dije- una estancia muy amplia. Las paredes estaban decoradas con un papel pintado con pájaros y vegetación tropicales; en el suelo una alfombra de fibras traída de Filipinas, un tocador 1930 revestido de minúsculos espejitos, una cama cubierta con una tela estampada de inspiración romántica en la que se ve a la ninfa Io dando el pecho a su hijo Epafos bajo la protección del dios Mercurio. Sobre la mesilla de noche está puesta una lámpara llamada de "piña americana" con el zócalo azul. Hay en las paredes cuatro cuadros y una vitrina que encierra toda una colección de muñecas de porcelana y junto al ventanal con balcón -que da a la parte trasera del jardín- una mesa de madera redonda y tres sillas.
Glosa: Cuando leía la descripción que hace Isaac Alexander de la alcoba de Hanna sentía que ya la "había visto" en alguna parte hasta que descubrí que me evocaba a Georges Perec y su novela La vida instrucciones de uso. He ido ojeando la novela y ha querido el destino y el azar que en una de las páginas elegidas haya descubierto que, en efecto, la descripción de la alcoba, con ligeras variaciones, pertenece a la que describe Perec en el capítulo 72 del dormitorio de los Louvet. Lo cual me lleva a preguntarme lo siguiente: ¿Leyó Perec este documento de Alexander? ¿Lo conoció? Porque si no es así la datación de este documento 14 es falsa porque el libro lo publicó Perec en 1975 y la fecha del documento es de 1946. Intentaré aclarar este misterio y si lo logro no duden que les ofreceré -amables lectores- el resultado de mis pesquisas.
Cuento
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/05/2017 a las 13:34 | {0}Documento 14 de los Archivos de Isaac Alexander. 24 de diciembre de 1946. Port de la Selva
Fueron dos semanas eternas y efímeras. Lo sé, Pepa, sé que esos dos adjetivos parecen anularse el uno al otro. Mera apariencia. Porque el tiempo puede ser eterno mientras ocurre y efímero cuando se recuerda. ¿Qué hicimos Hanna y yo? ¿Cuántas horas pasamos juntos? ¿Cuál fue nuestra mayor osadía? ¿Hasta dónde nos dejamos llevar? Quizá la intensidad de nuestros sentimientos lo pueda resumir mejor que ninguna descripción que yo pueda darte, la escena que tuve con tata Magdeleine una mañana al cuarto día ¡sólo al cuarto día! de haber llegado.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.
Aquella mañana Friedrich se había levantado temprano para irse a cazar con unos viejos amigos de la infancia. A mí la caza siempre me pareció una cuestión bárbara y cobarde. Sólo habría aceptado ir a cazar en igualdad de condiciones pero jamás con ningún arma que tuviera como defensa la distancia. Yo me habría apuntado a un día de caza con cuchillo pero jamás con arma de fuego o flecha. Y dado que soy muy torpe en el manejo de instrumentos y por lo tanto me habría convertido en un cazador cazado, ni a cuchillo, te soy sincero, aceptaría irme a cazar. En todo caso sí me levanté temprano. La tarde anterior Hanna y yo habíamos estado paseando por la margen derecha del Danubio hasta que el sol se había hundido permitiendo que la luna, casi llena, alcanzara tal blancura que no pude por menos que comparar su albor con su sonrisa. Ella rió y me dijo, Como poeta no tienes precio. ¿A quién se le ocurre para hacer un cumplido comparar esa blanco sucio de la luna con la sonrisa pura de una muchacha como yo? Ese quiebro, ese desdecirse de la tradición, ese comentario casi casi dadá se clavó en mi corazón y no pude por menos que responder, Hanna te comería el hígado para alimentarme con tu alma. Se paró -tras ella el río y el rielar de la luna sucia en las aguas en absoluto azules- y tras una carcajada me exigió un beso. Cuando volvíamos le pedí que me permitiera hacerle un dibujo. Ella me preguntó que en qué pose y yo le contesté que como la Venus del espejo de Velázquez. Tomó mi mano, comentó que el frío iba a llegar y que me pasara esa noche a las once por su alcoba.
La primera sesión del dibujo duró hasta la una. No creo que haga falta explicarte la fiebre con la que ataqué los primeros trazos ni tampoco la seriedad con la que Hanna posó. Tan sólo me permití tocarla para corregir un detalle del pie derecho que no se encontraba bajo la corva de la pierna izquierda sino un poco más abajo, en el inicio de la pantorilla. Lo coloqué y al hacerlo vi su pecho y cierto rubor en sus mejillas que me hicieron palidecer.
Como podrás imaginar hube de calmar el ardor de aquella sesión de la manera más triste en la que un hombre puede hacerlo y el cenit fue una mezcla de dolor y placer como nunca he vuelto a sentir. En todo caso aquel surtidor de mi pasión fue como una nana para mis sentidos porque me quedé dormido hasta que las primeras luces del día llamaron a mis párpados. Cuando entré en la cocina tata Magdeleine preparaba un desayuno a base de café, tostadas y huevos revueltos. Sin darme siquiera los buenos días lanzó -mejor que colocó- un plato y una taza ante mí, me echó el café y la leche de mala gana, me preguntó seca cuántas tostadas quería y cuántos huevos y me dio la espalda para seguir su tarea en los fogones. Yo sonreí y me cayó aún mejor que el primer día; tras dar un trago al café con leche -que hervía. Lo había hecho a mala idea. Ella ya sabía que a mí me gusta templado- le pregunté, ¿Por qué estás enfadada conmigo, tata?, No soy tu tata, Sí eres mi tata. Lo fuiste desde que entré por esa puerta. Lo sabes tú y lo sé yo. Así es que dime, anda, qué he hecho que te ha disgustado. Tata Magdeleine se dio la vuelta y esgrimiendo como arma la espumadera me soltó, Como le hagas daño te voy a batir los huevos como estoy batiendo éstos. ¿Te ha quedado claro? Se dio la vuelta y continuó su trajín. Yo me levanté. Me acerqué a ella y abrazándola le dije, Tata cómo puedes pensar que al ser más fuerte del mundo le pueda yo dañar. Ten piedad de mí. Cuídame a mí. Adviértele a ella porque se ha hecho dueña de mí y sólo quiero ser por ella. Tata Magdeleine se deshizo de mi abrazo y siguió hablando, ¡Palabras, palabras, palabras que se lleva el viento cuando habéis conseguido lo que queréis de nosotras! Te lo vuelvo a advertir, ¡Cuídate de hacer daño a mi niña!... que yo me cuidaré de que ella no te hago daño a ti.
Aquella última frase me llenó los ojos de lágrimas y volví a la mesa. Tata Magdeleine se dio la vuelta y con un, ¡Ay, donjuanes de vía estrecha...! me sirvió un poco de leche fría para templar el café.
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Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/05/2017 a las 11:15 | {0}
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Cuento
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/05/2017 a las 20:13 | {0}