Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Yo estuve en la isla de la Serpiente que recibió a un náufrago al que apeló como vasallo. Yo fui ese náufrago y aún hoy, pasados más de cuarenta siglos, veo como si estuvieran frente a mí sus cejas de lapislázuli.
Me mantuve amarrado al mástil y vi morir a los ciento veintiún marineros que conmigo navegaban. Íbamos a inspeccionar unas minas de oro de un Rey cuyo nombre la niebla de los siglos ha ocultado.
Ahora estoy aquí, en lo alto de unas montañas. Dos buenas mujeres acuden cada poco para asearme y darme de comer. Siempre que me ven comentan lo viejo que debo ser. Me dejan arropado, sentado frente a una ventana.
Yo estuve en la isla de la Serpiente. Fui náufrago. Ahora, en la vejez, soy náufrago de nuevo. Envejecer es naufragar; la mar en la vejez siempre está encrespada. Mi mástil son las dos buenas mujeres. A ellas me aferro.
 

Cuento

Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/10/2022 a las 18:58 | Comentarios {0}



Tienes que buscarlo, le decíamos.
Ella nos miraba con los ojos muy abiertos o quizá lo que miraba era la palabra que pugnaba por salir de su boca.
Nosotros insistíamos, Tienes que buscarlo.
Ella se retorcía las manos. Tarareaba algo. Uno de nosotros incluso aseguró haberla visto sonreír. Los demás no le creímos.
Tienes que buscarlo, le dijimos por tercera vez.
Por fin pareció reaccionar. Nos miró con, diríamos, reflejos de perla en sus iris y le susurró a una medalla que siempre llevaba colgada al cuello algo que, por supuesto, no logramos entender. Hecho el susurro y tras hacer un gesto que podría sugerir disculpas, cayó en un profundo sopor y desapareció en su vigilia para siempre.
 

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/07/2022 a las 19:27 | Comentarios {0}



Las vio un atardecer. Podría esforzarse y saber qué atardecer exactamente. No lo hará. Ya no hace ese tipo de bravuconadas.  Escribamos entonces que las vio en un atardecer reciente. Caminaba por las calles más estrechas, las aledañas a una de las grandes arterias de la ciudad. Iba en busca de un portal. Por él se entraría al edificio. Habría puertas y tras éstas casas y en las casas muebles, ropas, olores, recuerdos, personas. Por una calle estrecha iba. A la primera que vio no le dio tiempo a reaccionar. La vio y ya no estaba. La vio y no supo si realmente la había visto. Más la vio con el corazón a lo mejor. O con las ganas. El atardecer caía hacia la noche a pasos lentos. En un edificio alto construido de cristal y acero se reflejaban los últimos rayos del sol. Era siempre bella esa imagen. La segunda vez que las vio fue cuando dejó de mirar el reflejo del atardecer en la fachada de cristal del edificio de acero y su vista descendió hasta el adoquín. Fue en el bordillo donde las vio. Parecían reír. Parecían tener un propósito. Más cuando se metieron por la boca de la alcantarilla. El portal no podía estar muy lejos. Ella comenzó a caminar más despacio como si dudara de llegar hasta su destino. Se detuvo. Giró y se quedó mirando la boca de la alcantarilla y luego miró más allá, hacia el lugar donde las creía haber visto por primera vez, justo frente al escaparate de una tienda de discos que tenía un cartel en el que se leía, Se traspasa. Se traspasa, pensó. La tercera y última vez que las vio fue en el momento mismo en que se encontraba frente al portal que buscaba. No era un portal bonito. En realidad era un gran portón de madera sin ornamentación ninguna. Giró el pomo. El portón no tenía echada la llave y al entreabrirlo, en la penumbra que se creó en el zaguán con los últimos restos de luz del día, las vio por tercera y última vez. De inmediato pensó que debían de ser miles, millones quizá. O si no ¿cómo era posible que se escuchara  de forma tan baja e intensa el sonido de la multitud? Al cerrar el portón tras de sí dejamos de verla. Supusimos que daría a la luz o se encaminaría a tientas hasta las escaleras y las empezaría a subir, y subiría y subiría y subiría más y sólo hasta llegar a su destino.
 

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/06/2022 a las 18:12 | Comentarios {0}



Ayer la fiebre fue alta. Aún así salió al camino y subió las pendientes tendidas que le llevaban hasta su puesto en el mercado. Atendió su clientela -la mayoría mujeres porque su especialidad eran las bragas y sostenes de saldo- y entre ella estuvo Soledad, la hija de la Magdalena, una muchacha rubia y corpulenta con unas pantorrillas que daba gloria verlas. Rondaba ya los veinticinco  años y decían en la aldea que nunca se casaría, que ella había querido ir para monja pero su madre, la Magdalena -mujer de profundas creencias ateas- le había amenazado con cortarle los pechos si se acercaba con semejantes intenciones a un convento. Eso decían. Probablemente no fuera cierto.
Terminada la jornada, el hombre recogió sus mercancías y se volvió por donde había venido. Había empezado a caer una lluvia fina, hasta cierto punto agradable porque el día había sido de calor, un calor inusual para el mes de abril en el que estaban. Cuando el hombre llegó al cruceiro, se desvió por el camino de la izquierda, el que llaman de los Bandoleros porque se interna en un bosque en el que, según cuentan las crónicas antiguas del abate Gelmión, fueron atracados muchos viajeros. No, no era ése el camino que había de tomar el vendedor de prendas íntimas de mujer para volver a su casa. Mojado y sudoroso, con fiebre y temblores, no quería perderse su encuentro semanal con Soledad. Una gruta era su alcoba.
El vendedor debía doblarle en edad pero un tiempo antes -ni ella ni él recuerdan con exactitud la fecha- una frase de Agustín -que así se llama el mercader- tras venderle unas bragas de algodón con puntilla, generó entre ellos una simpatía que con el tiempo se convirtió en deseo, más tarde en amor y al final en sexo. Las bragas costaban doscientas pesetas y a ella le faltaban unas monedas. Agustín le dijo, Llévatelas, muchacha, que ya habrá tiempo para que pagues lo que resta y si no lo hay, así Dios lo habrá dispuesto y no voy a ser yo quien discuta con él lo que deba o no deba ser.
Soledad le espera al fondo de la cueva como una diosa antigua. Hacen el amor entre candiles. Luego él, mientras ella se lava en una fuente subterránea, se fuma una cachimba de tabaco holandés. Ella sale antes. Un poco más tarde sale él. Con el tiempo justo para que la noche no le sorprenda por el camino. Hoy tiembla un poco por la humedad y por la fiebre. Como siempre, al salir le agradece al buen Dios que, el día aquel de hace no sabe cuánto tiempo, a aquella muchacha de hermosas pantorrillas le faltaran unas monedas para poderse comprar las bragas con puntilla.
 

Cuento

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2022 a las 17:45 | Comentarios {0}


Cuando le conocí no tendría aún los veinticinco años, yo debía de andar por los treinta y muchos. Era guapo, de una belleza fría y tenía un ojo de cada color sólo que ambos colores eran claros -verde y azul claros- y tenías que fijarte mucho para descubrirlo. En todo caso no importaba que no fueras observador porque él ya se iba a encargar de contártelo a la primera ocasión que encontrara y si no la encontraba la fabricaba. Ese narcisismo lo descubrí tiempo después. Nos conocimos en una de las veladas que organizaba Carlo Delol en su casa de la calle del Almirante Lezo, cerca del Senado, en el Madrid de los de los Austrias. Acababa de aterrizar en la capital desde su Mundaka natal, en Vizcaya, con el imponente reto de hacerse un hueco en la profesión que había elegido: una profesión -todo hay que decirlo- en la que el esfuerzo poco tenía que ver con el éxito; una cara bonita solía ser el camino más recto para triunfar y si a eso le añadimos don de gentes y una buena disposición a que otros usen tu cuerpo como carta de presentación miel sobre hojuelas.
Corrían los años noventa y Carlo, en aquella velada en su casa, nos lo presentó como un pariente lejano y por lo tanto un mancebo al que tomaba bajo su protección porque Carlo Delol hacía creer en aquella época a los recién llegados a sus veladas  que él era un protector de los jóvenes talentos, un promotor. Si además luego se los podía llevar a la cama mejor que mejor. Era una época en la que aún la homosexualidad no estaba tan aceptada como ahora y por lo tanto todos esos enredos amorosos quedaban a la luz de comentarios velados, ingeniosidades de salón; añádase que Carlo nunca había declarado su condición homosexual, siendo como era un hombre mucho mayor que nosotros, de la vieja escuela, al que le gustaba más la ambigüedad que la evidencia. Nos lo presentó pues como un sobrino tercero; nos dijo tras aparecer en el salón, levantarse él y darle un cariñoso abrazo de bienvenida, Os presento a mi sobrino tercero Gorka Muñárriz que viene a hacer carrera, ¡pobre mío! Y rió Carlo con esa jocosidad tan bien aprendida en los salones de sus antepasados, aquellos banqueros que compraban títulos de vizconde a mediados del siglo XIX y urdían una genealogía que los alejara lo máximo posible de su origen judío. Gorka saludó con seguridad y por primera vez pude apreciar en él  esa sonrisa que no nace en la mirada sino bajo la nariz y que provoca una sensación cercana al desagrado porque mientras el último tercio de la cara sonríe los otros dos tercios permanecen hieráticos, con una expresión neutra que a mí me recordaba la frialdad del metal.

Cuento

Tags : El Vendedor Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/10/2018 a las 21:02 | Comentarios {0}


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