Así le dijo: "Sobre este palpitar maldito arderá tu corazón". Y le lanzó al mundo en las horas previas a su destrucción. Creció rápido, descreído. Miraba el mal y lo aventaba. A su alrededor se pudrían las esperanzas y pronto un seco olor a descomposición traía la peste. Vistió siempre de negro. Buscó siempre la sombra y en lo espeso se sintió a gusto, sabiendo que nada había que hacer, que su destino se cumpliría como hasta entonces todos los destinos se habían cumplido en la era de los hombres. Tuvo tiempo de buscar la redención en viejas tradiciones convertidas en novedosas por el azar del mundo; quiso rezar como alguna vez había visto en oratorios románicos, a la vera de una senda que nadie ya pisaba, en una iglesia derruida en donde aún quedaban, aquí y allá, capiteles con figuras de demonios como si el hombre antiguo, habituado al despojo, supiera qué es lo que se debe enseñar a los niños. Quiso creer, se lo aseguraba a sí mismo cada mañana durante toda una estación. Al amanecer agradecía a una energía absoluta y envolvente la condición de su sangre circulando, de sus músculos ejerciendo su función mecánica, de su linfa, transportadora del más preciado bien del mamífero; admiraba un rato sus gónadas, repletas de semen con su proporción de oro y su falo, erecto en la mañana, dispuesto para el baile en las cuevas de las hembras; desayunaba frutas y se alteraba con los frutos del café; y se lanzaba cubierto con sonrisas y se perfumaba las manos para evitar los contagios y se calzaba los pies para que no se vieran sus pezuñas de cabrón y cuando creía que la creencia le otorgaría el perdón; cuando elevaba una prez al cielo con una sonrisa despiadada en los labios; cuando el granizo empezó a caer entre las piernas de la mujer que sin su aquiescencia acababa de ser traspasada por él y le horadó el útero y la mató de frío por dentro, agarrada a sus muslos como una perra frígida a quien los años han abandonado, entonces él gritó y supo que había llegado el momento de ese pálpito maldito, de esa ira ciega que devasta hasta lo que no conoce. No fueron necesarios los diluvios, ni las lenguas de fuego arrasaron los bosques, ni las piedras crujieron hasta hacer su sonido insoportable; ni los fetos se abortaron; ni las bestias locas de conciencia y tesón se lanzaron contra las ciudades; ni tembló la tierra; ni cayeron los rascacielos; ni se elevaron gemidos en todos los confines del globo. Nada de eso hizo falta. Fuegos de artificio de la melancólica imaginación de los hombres eran aquellas elucubraciones del horror. Porque éste, queridos niños, es mucho más callado, es mucho más astuto, nunca hace alardes, se va colando en vuestras casas, en vuestras vidas, en vuestros alimentos, en vuestras tentaciones y se queda ahí larvado, atento al instante preciso en que su aguijón se clava entre vuestros ojos y os inyecta el veneno de la muerte y empezáis a danzar, malditos, alrededor del palpitar de vuestro corazón hasta que sólo queda una mirada vacía en un cerebro podrido que alguna vez, quizá, atisbó la tétrica armonía del Mundo.
Undécima Hora
Dejé de mirarme las manos. El corte era profundo. La sangre se había derramado sobre algunos aros de cebolla. El coreano corrió a apartar los manchados con sus guantes de látex. La encargada del día, una mujer gorda que tanto me recordaba a un globo aerostático, con su voz de piccolo elevada siempre hasta la extenuación, me dijo que me fuera a lavar y descansara un rato, sentado en una de las mesas vacías (que en aquella hora y en aquel día eran casi todas), hasta que dejara de sangrar. Quizá -aventuró- sería necesario ponerme algunos puntos. Yo sabía que iba a ser necesario. Por el hilo musical se escuchaba en ese momento Starman de Bowie. Recordé entonces una noche en lo alto de la montaña. Me había cortado por la tarde con el filo de un guijarro. Había perdido mucha sangre. Me sentí débil. No me importó morirme desangrado. No fue así. Me quedé dormido en la madrugada y al despertar las plaquetas habían actuado y habían detenido la hemorragia. Me he sentado en la mesa más cercana a la puerta, de espaldas al mostrador. Me hubiera gustado poder fumarme un cigarrillo. He palpado el paquete en mi bolsillo. He cerrado los ojos. Me dolía el corte. Al abrirlos he visto a la mujer que me comparaba con Andreas Kartak. Entraba en ese momento. Al verme sentado se ha detenido. Ha dudado un instante entre seguir al mostrador o venir hacia mi mesa. Al final ha venido a mi mesa.
- ¿Me puedo sentar?, me ha dicho sonriendo apenas.
- Claro.
Ha mirado mi mano. Por debajo de la tirita volvía a asomar la sangre.
- ¿Qué le ha pasado?
- Un corte.
- Eso ya lo veo.
- Estaba cortando aros de cebolla y al mismo tiempo pensaba en un nocturno de Chopin...
- Dos acciones incompatibles.
- Desde luego. Y a usted ¿qué le ha pasado?
- ¿A mí? Nada, ¿por?
- Se ha sentado aquí.
- Sí.
- No es normal.
- No.
Nos hemos quedado callados. Nos hemos mirado a los ojos. He respirado hondo antes de proseguir.
- Haría usted mal en interesarse por mí.
- Ya lo sé.
- Estoy herido.
- También lo sé (y miró mi mano ensagrentada)
- Las personas heridas somos peligrosas.
- No amo el peligro.
- Lo imaginaba.
- Pero me gusta curar heridas.
Fue tan rotunda esa verdad que un largo sollozo me acudió a la garganta. A duras penas lo pude contener. Bajé la mirada.
- Se cerraría antes si fuera a un hospital y le pusieran unas grapas.
- No sé si quiero que se cierre antes. Seguro que me darán unos días de baja.
- Yo le acompaño.
- No soy buena persona. De verdad. No lo soy.
- Yo no soy un alma caritativa. Ni me detengo a pensar porque una persona me atrae. A veces mis curaciones son traumáticas. A veces no llego a curar sino que hago más grande la herida. Es algo que también debe saber.
- ¿Cómo se curan mis heridas?
La voz aflautada de la encargada gorda se oyó tras de mí.
- ¡Milos! ¿Cómo va eso?
Me giré y la miré.
- Sigue sangrando, señora.
- Vete al hospital. Ya te cubro yo. Si el médico te da la baja, me la traes mañana.
- Sí, señora.
Me levanté.
- Me voy al hospital.
- Le acompaño.
- No diga que no se lo advertí.
- No diga que no lo intenté.
He entrado a coger mis cosas. Al salir la mujer me esperaba fuera. He sentido algo parecido a la esperanza y se me ha abierto un poco más la herida. He cubierto mi mano con un trapo de cocina. Me he despedido de mis compañeros.
- Vamos, tengo el coche aquí al lado. Por cierto mi nombre es Eva.
- Milos Amós.
Hemos caminado uno al lado del otro como si fuéramos dos personas que se conocen desde hace tiempo.
Me ha vuelto a doler el corte.
He sentido escalofríos al prever la aguja y el hilo.
Diario de Milos Amós tras su descenso de la montaña
.... sin entrañas.
Novena hora
No siento la vejez. Y tengo ideas que suenan íntimamente.
El calor ha llegado.
Y también una tempestad de sonrisas y mensajes,
Un disturbio de cruces y tiaras y murmullos que crecen hasta llegar a lo alto de un mástil.
Quiero decirlo así.
Como el ruido de selva, ése que provoca una reacción en los músculos de las orejas y las tensan.
Tengo y no me apena el ruido de lo que ya vi antes. La rueda que ha vuelto a su posición inicial. O una pausa sin nada. Sin daño.
No quiero avisar. No quiero venderme. No quiero ser comprado. Y sin embargo acudo a un mercado antiguo como la mística o las ferias de ganado.
He visto la mañana envuelta en la azulidad de agosto. Esa característica he visto al abrir los ojos. No espero más. Hasta deseo que la legaña sea bienvenida. La composición atómica de la legaña quiero decir. Rotos los límites. Descompuestos los contornos que forman la forma. Fundidos en una misma toma, en un tono igual, melismáticos.
Entran y salen de la Hamburguesa Feliz felices de su Babel. Con una mochila. Con una cruz. Con un distintivo que marque la pertenencia. Con ese afán redentor, me digo mientras le sirvo una doble de queso a un muchacho mestizo con gesto de haber visto a Dios en el kétchup. Cosas así. Me digo. Y cuando veo el gesto de la mujer que me comparó con Andreas Kartak, allá en la puerta de entrada, decidiendo si entrar o no (ahora se escucha un canto a su señor Jesucristo: Como el ciervo al agua va/ vamos hacia ti, Señor,/ pues de ti tenemos sed/ fuente del eterno amor). La mujer me mira. Yo apartó la mirada y me avergüenza algo que pasó no sé cuándo.
Silba el viento.
El recuerdo con la fritura de la cebolla. El aceite hierve. La noche y sus humos. El resplandor de las antenas. El flash de una cámara sobre un muro rojo. La carne. La carne. Un tumulto fuera anima a las gentes a convertirse en Cristo.
Estoy de espaldas y escucho su voz, ¿Me puede atender?, me dice, y yo me giro y apenas sonrío, apenas recuerdo, y digo, Sí, claro, ¿qué va a tomar? Y ella mira los luminosos que tengo tras de mí y enumera una serie de productos, Un 12, un 23, un 41 y dos cervezas, para llevar. 12, 23, 41, repito para mí. Y me giro y me pongo a ello y hay algo apocalíptico, un descenso de los truenos sobre el mundo, el fin de la luz, el terremoto, la lenta agonía de un corazón y el son de una guitarra tocada por dedos torpes, sin gracia, sin final. Todo eso mientras volteo la carne sobre la parrilla y un aviso de melancolía entorpece mi muñeca y provoca que la hamburguesa caiga de canto sobre la parrilla y una gota de líquido hirviendo se meta de lleno en mi ojo. Bajo el mentón.
Si el Cristo viera su impostura.
Si viera al hombre que realmente le traicionó. Las calles suenan a catequesis. En los parques los confesionarios parecen rendirle un homenaje a Fellini. Augustos los pecados, vuelan por las azoteas del poblachón manchego.
Me llora el ojo mientras le empaqueto el pedido. Cae una lágrima sobre el cartón de la caja. ¿Qué le ocurre?, me pregunta, ¿Tanto le apena la alegría de los cachorros católicos? Levanto la vista y con la timidez más honda le contesto, Me ha saltado una gota de la parrilla al ojo, ¿algo más? No, responde ella, la cuenta. Le llevo el ticket. Me da el precio justo, cosa que me extraña. La veo alejarse.
Llega un nuevo grupo de cachorros, peregrinos de una fe, apóstoles de su verdad, con la camaradería de viejos soldados que ya lucharon juntos en más de seis batallas. Piden refrescos. Alguno una cerveza. Y las miradas que se cruzan y las tormentas que generan el viento final, y ella se va, apenas girando la cabeza tras el cristal como si, sin llegar a mirarme, hubiera dejado impreso en mi retina la voluntad de haberlo hecho.
Novena hora
No siento la vejez. Y tengo ideas que suenan íntimamente.
El calor ha llegado.
Y también una tempestad de sonrisas y mensajes,
Un disturbio de cruces y tiaras y murmullos que crecen hasta llegar a lo alto de un mástil.
Quiero decirlo así.
Como el ruido de selva, ése que provoca una reacción en los músculos de las orejas y las tensan.
Tengo y no me apena el ruido de lo que ya vi antes. La rueda que ha vuelto a su posición inicial. O una pausa sin nada. Sin daño.
No quiero avisar. No quiero venderme. No quiero ser comprado. Y sin embargo acudo a un mercado antiguo como la mística o las ferias de ganado.
He visto la mañana envuelta en la azulidad de agosto. Esa característica he visto al abrir los ojos. No espero más. Hasta deseo que la legaña sea bienvenida. La composición atómica de la legaña quiero decir. Rotos los límites. Descompuestos los contornos que forman la forma. Fundidos en una misma toma, en un tono igual, melismáticos.
Entran y salen de la Hamburguesa Feliz felices de su Babel. Con una mochila. Con una cruz. Con un distintivo que marque la pertenencia. Con ese afán redentor, me digo mientras le sirvo una doble de queso a un muchacho mestizo con gesto de haber visto a Dios en el kétchup. Cosas así. Me digo. Y cuando veo el gesto de la mujer que me comparó con Andreas Kartak, allá en la puerta de entrada, decidiendo si entrar o no (ahora se escucha un canto a su señor Jesucristo: Como el ciervo al agua va/ vamos hacia ti, Señor,/ pues de ti tenemos sed/ fuente del eterno amor). La mujer me mira. Yo apartó la mirada y me avergüenza algo que pasó no sé cuándo.
Silba el viento.
El recuerdo con la fritura de la cebolla. El aceite hierve. La noche y sus humos. El resplandor de las antenas. El flash de una cámara sobre un muro rojo. La carne. La carne. Un tumulto fuera anima a las gentes a convertirse en Cristo.
Estoy de espaldas y escucho su voz, ¿Me puede atender?, me dice, y yo me giro y apenas sonrío, apenas recuerdo, y digo, Sí, claro, ¿qué va a tomar? Y ella mira los luminosos que tengo tras de mí y enumera una serie de productos, Un 12, un 23, un 41 y dos cervezas, para llevar. 12, 23, 41, repito para mí. Y me giro y me pongo a ello y hay algo apocalíptico, un descenso de los truenos sobre el mundo, el fin de la luz, el terremoto, la lenta agonía de un corazón y el son de una guitarra tocada por dedos torpes, sin gracia, sin final. Todo eso mientras volteo la carne sobre la parrilla y un aviso de melancolía entorpece mi muñeca y provoca que la hamburguesa caiga de canto sobre la parrilla y una gota de líquido hirviendo se meta de lleno en mi ojo. Bajo el mentón.
Si el Cristo viera su impostura.
Si viera al hombre que realmente le traicionó. Las calles suenan a catequesis. En los parques los confesionarios parecen rendirle un homenaje a Fellini. Augustos los pecados, vuelan por las azoteas del poblachón manchego.
Me llora el ojo mientras le empaqueto el pedido. Cae una lágrima sobre el cartón de la caja. ¿Qué le ocurre?, me pregunta, ¿Tanto le apena la alegría de los cachorros católicos? Levanto la vista y con la timidez más honda le contesto, Me ha saltado una gota de la parrilla al ojo, ¿algo más? No, responde ella, la cuenta. Le llevo el ticket. Me da el precio justo, cosa que me extraña. La veo alejarse.
Llega un nuevo grupo de cachorros, peregrinos de una fe, apóstoles de su verdad, con la camaradería de viejos soldados que ya lucharon juntos en más de seis batallas. Piden refrescos. Alguno una cerveza. Y las miradas que se cruzan y las tormentas que generan el viento final, y ella se va, apenas girando la cabeza tras el cristal como si, sin llegar a mirarme, hubiera dejado impreso en mi retina la voluntad de haberlo hecho.
Narrativa
Tags : La Solución Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/08/2011 a las 17:57 | {0}
Un folletín cibernético
Capítulo 1. DESPEDIDA y GUERRA
El teniente Alfred Coustom estaba en su apartamento, cerca del cuartel de los Ejércitos Aliados. El barrio donde vivía era de casas bajas con una mayoría de vietnamitas y laosianos. Tras un par de años viviendo allí se había acostumbrado a cocinar con boj y a pedir los alimentos en los idiomas de los tenderos. Desde niño había tenido buen oído para las lenguas y, sin quererlo, ese don marcó su vida. No ingresó en el ejército por propia voluntad sino que tras la crisis del Octubre Letón, cuando el planeta estuvo a punto de caer en el caos, fue buscado por el ejército de su país, Nueva Zelanda, para que creara una élite de lingüistas y expertos en idiomas y evitar de este modo que, en las conversaciones de paz que se iniciarían seis meses más tarde, no se volvieran a producir errores en la traslación de un idioma a otro los cuales habían sido la causa (quizá la excusa) de la crisis del Octubre Letón.
Hasta ese momento Alfred Coustom se dedicaba a la enseñanza del inglés en una escuela de Christchurch en la rica región de Canterbury. Era un joven algo esmirriado, con gafas de miope y por lo tanto con una mirada intensa de sus ojos verdes. Sus manos eran de una delicadeza femenina y su piel era blanca como el mármol blanco. Tenía un color de voz muy hermoso que evocaba, al escucharle, a los viejos trovadores que recorrieron Europa cuando, según dicen, el mundo era más inocente. Su timidez le dolía porque tenía un gran vigor -como todo joven por otra parte- sexual que él confundía con profundos e imposibles amores y así se le solía ver mohíno por las calles de Christchurch, las cuales, por cierto, frecuentaba poco. Por eso cuando llamaron a su puerta un par de oficiales del ejército newzelandés y le hicieron la oferta de un cambio de vida tan radical, en la cual, además, tendría un puesto de responsabilidad y un buen salario, no lo dudó y a los quince días se trasladó a la base de reclutamiento de los Ejércitos Aliados en Cádiz, España, y allí comenzó su instrucción militar para luego ser trasladado a Bruselas donde tenía su base el Cuerpo de Expertos en Idiomas del Mundo (el C.E.I.M.). Durante la conferencia de paz en la que los ejércitos del mundo decidieron aliarse por un periodo de cinco años, conoció a la capitana Julia Bulagua. Él se enamoró, claro, pensando que ese amor sería como todos: platónico. No fue así porque a la capitana le gustaban los tímidos y en una noche de invierno, en la rue de la Vierge Noire, en la habitación 323 de un hotel de 90 € la noche, el ya teniente Alfred Coustom perdió la virginidad y un poquito de su timidez. Por supuesto no se lo reconoció a Julia, de hecho, aún no se lo ha dicho. Y fue este primer amor (o encuentro sexual que nunca se sabe dónde se encuentra el límite) el que le llevó a alistarse, cumplida su misión en la Conferencia de Paz, en la unidad de la capitana Julia Bulagua perteneciente al IV Batallón Aeroespacial de los Ejércitos Aliados. Todo lo antedicho nos ha hecho falta para explicar que el teniente Alfred Coustom no era un soldado de vocación y que, ante la misión que les había esbozado su capitana, estaba sencillamente aterrorizado.
Todo tímido es en el fondo calculador y avaro de sí. Él había deducido que si todos los ejércitos del mundo se habían aliado, era imposible participar en batalla alguna y por eso le fue tan fácil aceptar formar parte de un cuerpo de élite donde se necesitaban sus conocimientos. Ahora, mientras esperaba la llegada de su amante, apenas podía mantenerse en pie. Pronto darían las cinco y ella llamaría a la puerta. La puntualidad de Julia era proverbial.
Hasta ese momento Alfred Coustom se dedicaba a la enseñanza del inglés en una escuela de Christchurch en la rica región de Canterbury. Era un joven algo esmirriado, con gafas de miope y por lo tanto con una mirada intensa de sus ojos verdes. Sus manos eran de una delicadeza femenina y su piel era blanca como el mármol blanco. Tenía un color de voz muy hermoso que evocaba, al escucharle, a los viejos trovadores que recorrieron Europa cuando, según dicen, el mundo era más inocente. Su timidez le dolía porque tenía un gran vigor -como todo joven por otra parte- sexual que él confundía con profundos e imposibles amores y así se le solía ver mohíno por las calles de Christchurch, las cuales, por cierto, frecuentaba poco. Por eso cuando llamaron a su puerta un par de oficiales del ejército newzelandés y le hicieron la oferta de un cambio de vida tan radical, en la cual, además, tendría un puesto de responsabilidad y un buen salario, no lo dudó y a los quince días se trasladó a la base de reclutamiento de los Ejércitos Aliados en Cádiz, España, y allí comenzó su instrucción militar para luego ser trasladado a Bruselas donde tenía su base el Cuerpo de Expertos en Idiomas del Mundo (el C.E.I.M.). Durante la conferencia de paz en la que los ejércitos del mundo decidieron aliarse por un periodo de cinco años, conoció a la capitana Julia Bulagua. Él se enamoró, claro, pensando que ese amor sería como todos: platónico. No fue así porque a la capitana le gustaban los tímidos y en una noche de invierno, en la rue de la Vierge Noire, en la habitación 323 de un hotel de 90 € la noche, el ya teniente Alfred Coustom perdió la virginidad y un poquito de su timidez. Por supuesto no se lo reconoció a Julia, de hecho, aún no se lo ha dicho. Y fue este primer amor (o encuentro sexual que nunca se sabe dónde se encuentra el límite) el que le llevó a alistarse, cumplida su misión en la Conferencia de Paz, en la unidad de la capitana Julia Bulagua perteneciente al IV Batallón Aeroespacial de los Ejércitos Aliados. Todo lo antedicho nos ha hecho falta para explicar que el teniente Alfred Coustom no era un soldado de vocación y que, ante la misión que les había esbozado su capitana, estaba sencillamente aterrorizado.
Todo tímido es en el fondo calculador y avaro de sí. Él había deducido que si todos los ejércitos del mundo se habían aliado, era imposible participar en batalla alguna y por eso le fue tan fácil aceptar formar parte de un cuerpo de élite donde se necesitaban sus conocimientos. Ahora, mientras esperaba la llegada de su amante, apenas podía mantenerse en pie. Pronto darían las cinco y ella llamaría a la puerta. La puntualidad de Julia era proverbial.
Narrativa
Tags : Velocidad de escape Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/06/2011 a las 18:22 | {0}
Un folletín cibernético
Capítulo 1 DESPEDIDA y GUERRA
Julia le pidió a Olmo que la dejara a solas con su hija. Olmo se fue a dar una vuelta. En una hora regresaría.
Clara estaba despierta. Julia la colocó en su regazo, sacó su pecho y comenzó a darle de mamar. La niña tenía hambre. Fuera las nubes habían ido cubriendo el cielo y, a lo lejos, anuncio de la ira de los dioses, se escuchó un trueno. Julia se levantó de la mecedora y con cuidado, para no alterar la alimentación de Clara, abrió las ventanas y el aire, que ya llevaba en sí la humedad de la lluvia, le recordó a Julia el día en que nació Clara. Volvió a la mecedora y mientras su hija succionaba la leche y Julia le acariciaba con un solo dedo la frente, le habló:
- Clara, niña mía, esta es la última vez que te voy a alimentar. Me voy muy lejos. Quizá no vuelva nunca y quizá cuando vuelva, tú no estés. Si vuelvo y tú estás, te recordaré este día -lo recordaremos- y acabaremos diciéndonos, dentro de muchos años, "¡Qué días tan angustiosos!". Si no vuelvo quiero que sepas que te amo y si voy al encuentro del enemigo es por este amor que te tengo: quiero que sepas que tu padre y yo nos amábamos cuando te engendramos. Recuerdo la tarde en que su semilla prendió en mi tierra; recuerdo el calor que nos envolvía y los abrazos que nos regalamos. Éramos el uno para el otro y aventurábamos porvenires dichosos. Olmo es un buen hombre y te cuidará bien. Sé que te hablará de mí y lo hará con cariño. Créele en lo que te aconseje y acepta su debilidad como una condición de los hombres.
La tormenta se acercaba. Julia calló y se fijó en la mano del bebé la cual apretaba con una dulzura infinita su otro pecho. Era un movimiento rítmico, suave como un nocturno de Chopin. Con mimo, Julia separó la boca de la niña de su pezón y la colocó en el otro pecho; Clara abrió los ojos y pareció sonreír, luego los cerró y volvió a alimentarse de su madre.
- Me falta capacidad de olvido y de perdón; no sé dominar mi rencor y algo de orgullo -o de soberbia- anida en mí de forma enfermiza. Recuerda estas palabras, bebé, Clara mía, corazón de tu madre que se quedará contigo cuando me haya ido. Cuando me haya ido seré una muerta que sigue viva con la esperanza de renacer al verte de nuevo. Sólo entonces reviviré. No seas tan inflexible como yo, hija mía. Aprende de tu padre su flexibilidad de junco y de mí recuerda que el acero brilla y a veces es fuerte, sólo a veces. Ahora me tengo que ir. Estos nueve meses a tu lado han sido los más felices de mi vida. Crece sana y si me echas de menos, acude a tu padre y en última instancia a tu abuelo al que le he negado el derecho a verte. Ya ves, así soy dura, fría y, aunque parezca imposible, sentimental.
Clara terminó de mamar. Julia la abrazó. Colocó la cabeza de Clara por encima de su hombro y la ayudó a eructar. Poco después, ahíta, la niña se quedó dormida. Julia la tuvo en su regazo, sentada en la mecedora hasta que volvió Olmo. La tormenta caía entonces sobre la ciudad. Los truenos no despertaban a la niña que se encontraba segura al abrigo de su madre. Julia se levantó y la dejó en la cuna. Olmo las observaba. Julia se giró, se acercó a Olmo y le abrazó. Fue un abrazo largo y lluvioso. Julia le dijo a Olmo:
- Perdóname.
Olmo la apretó contra sí y le contestó:
- Vuelve.
Clara estaba despierta. Julia la colocó en su regazo, sacó su pecho y comenzó a darle de mamar. La niña tenía hambre. Fuera las nubes habían ido cubriendo el cielo y, a lo lejos, anuncio de la ira de los dioses, se escuchó un trueno. Julia se levantó de la mecedora y con cuidado, para no alterar la alimentación de Clara, abrió las ventanas y el aire, que ya llevaba en sí la humedad de la lluvia, le recordó a Julia el día en que nació Clara. Volvió a la mecedora y mientras su hija succionaba la leche y Julia le acariciaba con un solo dedo la frente, le habló:
- Clara, niña mía, esta es la última vez que te voy a alimentar. Me voy muy lejos. Quizá no vuelva nunca y quizá cuando vuelva, tú no estés. Si vuelvo y tú estás, te recordaré este día -lo recordaremos- y acabaremos diciéndonos, dentro de muchos años, "¡Qué días tan angustiosos!". Si no vuelvo quiero que sepas que te amo y si voy al encuentro del enemigo es por este amor que te tengo: quiero que sepas que tu padre y yo nos amábamos cuando te engendramos. Recuerdo la tarde en que su semilla prendió en mi tierra; recuerdo el calor que nos envolvía y los abrazos que nos regalamos. Éramos el uno para el otro y aventurábamos porvenires dichosos. Olmo es un buen hombre y te cuidará bien. Sé que te hablará de mí y lo hará con cariño. Créele en lo que te aconseje y acepta su debilidad como una condición de los hombres.
La tormenta se acercaba. Julia calló y se fijó en la mano del bebé la cual apretaba con una dulzura infinita su otro pecho. Era un movimiento rítmico, suave como un nocturno de Chopin. Con mimo, Julia separó la boca de la niña de su pezón y la colocó en el otro pecho; Clara abrió los ojos y pareció sonreír, luego los cerró y volvió a alimentarse de su madre.
- Me falta capacidad de olvido y de perdón; no sé dominar mi rencor y algo de orgullo -o de soberbia- anida en mí de forma enfermiza. Recuerda estas palabras, bebé, Clara mía, corazón de tu madre que se quedará contigo cuando me haya ido. Cuando me haya ido seré una muerta que sigue viva con la esperanza de renacer al verte de nuevo. Sólo entonces reviviré. No seas tan inflexible como yo, hija mía. Aprende de tu padre su flexibilidad de junco y de mí recuerda que el acero brilla y a veces es fuerte, sólo a veces. Ahora me tengo que ir. Estos nueve meses a tu lado han sido los más felices de mi vida. Crece sana y si me echas de menos, acude a tu padre y en última instancia a tu abuelo al que le he negado el derecho a verte. Ya ves, así soy dura, fría y, aunque parezca imposible, sentimental.
Clara terminó de mamar. Julia la abrazó. Colocó la cabeza de Clara por encima de su hombro y la ayudó a eructar. Poco después, ahíta, la niña se quedó dormida. Julia la tuvo en su regazo, sentada en la mecedora hasta que volvió Olmo. La tormenta caía entonces sobre la ciudad. Los truenos no despertaban a la niña que se encontraba segura al abrigo de su madre. Julia se levantó y la dejó en la cuna. Olmo las observaba. Julia se giró, se acercó a Olmo y le abrazó. Fue un abrazo largo y lluvioso. Julia le dijo a Olmo:
- Perdóname.
Olmo la apretó contra sí y le contestó:
- Vuelve.
Narrativa
Tags : Velocidad de escape Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/06/2011 a las 11:41 | {0}
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2012 a las 21:08 | {1}