Mi esposa me miró ayer y a mí me recorrió un escalofrío por el espinazo. Hacía tanto que no me miraba. Supe, en ese instante, que llevaba años sin recordar sus ojos y cuando los descubrí negros y pequeños temblé pero poco para que ella no se diera cuenta. También atisbé venillas y arrugas y pliegues innúmeros. Todo esto que cuento, todo esto que vi fue durante el tiempo que dura un parpadeo porque de inmediato yo aparté la vista y sorbí el café como si no tuviera prisa, aparentando rutina. ¿Escuché entonces una risita suya y que se frotaba las manos cuando se alejaba por el pasillo y decía, ya lejos, "Me voy a bañar. Si quieres ir al baño vete al pequeño"? O sólo fue un prodigio de imaginación, una descomposición cuántica como si la materia del sueño se hubiera transfigurado en realidad y la materia de la realidad fuera el sueño.
Lo sé, me dije, lo sé, volví a repetir en voz baja pero en voz. Y me acerqué a la ventana que daba a un prado pardo con un fondo de mar gris. Tengo miedo, dije en voz aún baja pero lo suficientemente alto para que el aliento necesario para pronunciar esas palabras quedara impreso como vaho en el cristal. El vaho de mis palabras. No evité un desahogo y me soné los mocos con la única manía que aún conservaba: pañuelos de tela.
En el baño pequeño miré mis ojos y recordé haberlos visto hacía poco.
Me fui sin hacer ruido pero antes me acerqué al baño grande. A través del cristal esmerilado vi que estaba a oscuras. Apoyé el oído en la puerta y escuché a mi esposa haciendo gorgoritos con agua en la boca. ¡Sus ojos, pensé, sus ojos!
Paseé por la rada del malecón hasta la hora de comer. Tomé la decisión y volví a casa.
Lo sé, me dije, lo sé, volví a repetir en voz baja pero en voz. Y me acerqué a la ventana que daba a un prado pardo con un fondo de mar gris. Tengo miedo, dije en voz aún baja pero lo suficientemente alto para que el aliento necesario para pronunciar esas palabras quedara impreso como vaho en el cristal. El vaho de mis palabras. No evité un desahogo y me soné los mocos con la única manía que aún conservaba: pañuelos de tela.
En el baño pequeño miré mis ojos y recordé haberlos visto hacía poco.
Me fui sin hacer ruido pero antes me acerqué al baño grande. A través del cristal esmerilado vi que estaba a oscuras. Apoyé el oído en la puerta y escuché a mi esposa haciendo gorgoritos con agua en la boca. ¡Sus ojos, pensé, sus ojos!
Paseé por la rada del malecón hasta la hora de comer. Tomé la decisión y volví a casa.
La mujer que observó la tarde de septiembre y le escribió una canción, se detuvo días antes en el puente del lago Hoo-Shon cuando descubrió a dos hombres alrededor de un árbol. La pimera vez, cuando se dirigía al interior del bosque acompañada por su perra y los recuerdos de una voz que justo entonces acababa de dejar atrás (en el inicio del puente, cerca de un tilo, donde todavía la cercanía del bosque ni siquiera se podía imaginar), tan sólo los miró de paso porque la llamada del bosque era fuerte; había en su umbría la cualidad del silencio y en las aves diversas que lo poblaban la conjura de unas lenguas que, sin dudarlo, proclamaban ideas. La perra también ansiaba la espesura porque en ella se encontraría el tesoro que buscaba: un palo de madera de saúco, el protector de las almas de los niños, al que días antes había dejado semienterrado junto a una jara invadida de líquenes. Y así fue, la perra encontró el palo, la mujer escuchó la lengua de los pájaros, y lentamente se fueron perdiendo en la idealidad de la realidad y el ruido se fue acallando y tan sólo fueron pesadillas el martillo neumático, la rueda y el asfalto, el grito y la jauría humana, asoladora de ciudades.
Al llegar al lago Hoo-Shon, la mujer se sentó en la Piedra Negra y fumó; la perra bajó hasta sus aguas, dejó el palo a buen recaudo junto a las caderas de su amiga, y se dedicó a husmear los juncales. La mujer tuvo la visión de los dos hombres alrededor del árbol y se fijó (en la visión) en que ambos tenían arañazos y sangre en sus brazos y en sus piernas. Y con esa visión intuyó dos versos: Moras la tierra, baya roja, de sabor dulce/ atrapada entre ramas de espinos.
El sol estaba en lo alto. La perra tras el baño en las aguas, se había tumbado junto a ella y lamía el palo. La mujer sintió el deseo de volver. El bosque sesteaba. Cuando salieron vio de nuevo a los hombres alrededor del árbol. Los saludó y les preguntó qué hacían. Ellos le enseñaron una cesta repleta de moras y le ofrecieron llevarse las que quisiera para hacerse una mermelada. La mujer declinó el ofrecimiento arguyendo, como metáfora, el dolor que les habría causado recoger el fruto y uno de los hombres, sentencioso, le respondió: Ya sabe que el que algo quiere algo le cuesta. Ella sonrió. Se acercó a ellos, cogió una mora y se la llevó a la boca.
En el invierno de 1973 Ludovico Samso encuentra una pelota pequeña en la terraza de su casa. La pelota es verde y tiene una franja blanca que abarca (o marca) todo su perímetro. Ludovico no coge la pelota y piensa, Está justo en el desagüe. Tendré que quitarla de ahí. Ni siquiera abre la puerta de la terraza; Ludovico Samso vive en Milano y el frío duele al amanecer. Se hace un cacao con leche. Desayuna en la misma cocina aunque hoy desearía hacerlo en la sala pero no quisiera despertar a Isabella Sarta, mujer con la que comparte su vida desde hace seis años. La sala está demasiado cerca del dormitorio. En su casa todo está demasiado cerca de todo. Apaga el neón. Desayuna en una oscuridad que amanece. Piensa en la pelota verde. Piensa en el dueño de la pelota verde. Piensa si su dueño la echará mucho de menos; si será un niño pequeño. Piensa si fuera él una pelota verde que aparece en la terraza de un desconocido, abandonado por el niño de quien era juguete; piensa en que siendo pelota verde con franja blanca fuera observado por un hombre que se llama Ludovico Samso que comparte su vida con una tal Isabella Sarta que no abre la puerta de la terraza para cogerla porque hace mucho frío y quizá el frío pudiera llegar -todo está tan cerca- a la nariz de su compañera y ese frío la hiciera despertar. ¿Por qué no quiere Ludovico que Isabella despierte? se pregunta la pelota verde con franja blanca que es en realidad Ludovico pensando que él es la pelota verde.
Ludovico se levanta de la silla de la cocina en esa mañana de invierno de 1973 y pega su nariz al cristal de la puerta de la terraza y clava su mirada en la pelota, la pequeña pelota. Imagina que abre la puerta, siente un escalofrío, incluso antes de inclinarse para cogerla, se lleva los brazos a los costados y exhala vaho como cuando era un niño. Coge la pelota que es esponjosa casi casi algodón de azúcar. La huele. La aprieta. Mira abajo por si diera la casualidad de que un niño le mirara a él, a la espera. Imagina que no hay nadie en el patio; imagina que deja la pelota encima de la mesa -antes, decide, la lava en el fregadero- y en una hoja del cuadernito de los recados que nunca se han de olvidar, escribe: Para Isabella porque la felicidad es redonda.
Llaman a la puerta. Ludovico sale de su ensueño. Siente de repente la realidad entrando como un vendaval en su imaginación. Seguro que el timbre habrá despertado a Isabella. Arrastra las zapatillas hasta la puerta. Mira por la mirilla. Es una mujer con un niño de no más de seis años. Quisiera no abrir y abre. La mujer sonríe y pregunta por la pelota verde con franja blanca. Ludovico mira al niño que fía toda su felicidad mañanera en la respuesta de Ludovico.
Es una fría mañana de invierno de 1973 en la ciudad de Milano. Isabella se habrá despertado. Quisiera haberse ido sin haberla visto. La pelota en la terraza. Isabella en bata, tras él, con los ojos hinchados. Ludovico niega la pelota verde en su terraza. Cierra la puerta. Se miran Isabella y Ludovico.
Ludovico se levanta de la silla de la cocina en esa mañana de invierno de 1973 y pega su nariz al cristal de la puerta de la terraza y clava su mirada en la pelota, la pequeña pelota. Imagina que abre la puerta, siente un escalofrío, incluso antes de inclinarse para cogerla, se lleva los brazos a los costados y exhala vaho como cuando era un niño. Coge la pelota que es esponjosa casi casi algodón de azúcar. La huele. La aprieta. Mira abajo por si diera la casualidad de que un niño le mirara a él, a la espera. Imagina que no hay nadie en el patio; imagina que deja la pelota encima de la mesa -antes, decide, la lava en el fregadero- y en una hoja del cuadernito de los recados que nunca se han de olvidar, escribe: Para Isabella porque la felicidad es redonda.
Llaman a la puerta. Ludovico sale de su ensueño. Siente de repente la realidad entrando como un vendaval en su imaginación. Seguro que el timbre habrá despertado a Isabella. Arrastra las zapatillas hasta la puerta. Mira por la mirilla. Es una mujer con un niño de no más de seis años. Quisiera no abrir y abre. La mujer sonríe y pregunta por la pelota verde con franja blanca. Ludovico mira al niño que fía toda su felicidad mañanera en la respuesta de Ludovico.
Es una fría mañana de invierno de 1973 en la ciudad de Milano. Isabella se habrá despertado. Quisiera haberse ido sin haberla visto. La pelota en la terraza. Isabella en bata, tras él, con los ojos hinchados. Ludovico niega la pelota verde en su terraza. Cierra la puerta. Se miran Isabella y Ludovico.
Amarcord
El hombre salió de la casa con la intención de dar un paseo y comprar alcachofa seca para infusión. También pan de horno. También tres botellas de vino para pasar las penalidades de la Semana Santa (que probablemente nunca existió). No iba por ese camino el hombre cuando salió a la calle; queremos decir el de negar la realidad de la Semana Santa (para ello padres tiene la iglesia [todo en minúsculas]); no, no, incluso el hombre tenía cierta simpatía por la fe sincera, por la fe humilde, digamos por la fe de un pueblo sin resabios (si es que aún quedan pueblos de este tipo), la fe de Abraham para entendernos. No él salía libre de prejuicios y de pasiones (incluso desapasionado) con la intención de mantener su cuerpo sano, empezando por el hígado, aposento de las iras y las rabias. El día era nublado y soplaba una brisa que llenaba de humedad las calles y las pocas risas que a esa hora se escuchaban. Anduvo el hombre hasta la tienda naturista y cuando pidió el paquete de alcochafa -que había encargado el día anterior- el dependiente le dio la noticia de que el encargo al final no se había realizado. El hombre se encontraba en un momento de su vida en el que casi nada le contrariaba y achacaba al normal carácter del ser humano -así en general- semejantes olvidos. Se disponía a marcharse cuando el dependiente (que no era al que había encargado la alcachofa, no, se la había encargado a una mujer mayor que mostraba mucha desconfianza con el hombre, quizá, y con razón, por el aspecto asilvestrado de éste o porque sencillamente era de pueblo, serrana, cerrada y vieja) le preguntó si tenía mal el hígado. El hombre le contestó que no o más bien no creía pero que desde hacía un tiempo, tras haber escuchado una conferencia de un oncólogo en la que aconsejaba mantener limpios los filtros del cuerpo, a saber: hígado, riñón y pulmón, solía tomarse una infusión diaria a base de té verde, diente de león, alcochofa y tomillo, además de darse un baño con sal marina una vez cada quince días para mantener una adecuada salinidad en el medio interno. El dependiente, dejó en ese momento de ser tal, y se convirtió en naturópata e invitó al hombre a hacerse una prueba con una máquina que medía las energías del cuerpo, mucho más efectiva que un análisis -según dijo- y mediante la cual sabrían cuáles podían ser los males que el cuerpo de aquel hombre que había ido a comprar alcachofa albergaba. Éste acepto. El naturópata le dio un manillar metálico conectado mediante un USB al ordenador y le pidió que lo apretara hasta que él le dijera. Mientras tanto le dibujó una pirámide en un papel y le contó, someramente, los estratos sobre los que se edificaba la salud de un ser humano y que serían: el espiritual, la mente, las emociones, la energía, los sistemas nervioso y hormonal y los órganos. Tras la charla, el diagnóstico de la máquina salió en la pantalla del ordenador y tras preguntar el naturópata si el hombre era hiponcondríaco y responder éste que no, le dijo que su nervio cerebral estaba un tanto debilitado y que el metabolismo del calcio andaba mal; su hígado en cambio estaba pletórico. El hombre que algo leía de aquí y de allá le preguntó si todo aquello tenía que ver con la medicina ayurvédica y el naturópata le miró fíjamente y le dijo que en efecto, así y era y, abriendo un cajón que hasta ese momento había estado cerrado, le mostró una cantidad nada despreciable de esencias ayurvédicas que, según le dijo, eran más que milagrosas. El hombre escuchó algunas historias que avalaban la afirmación anterior y le preguntó cuál sería la esencia que a él le vendría bien y su costo. El naturópata le dijo el nombre, Yatamansi, y con gran pesar le comentó que en ese momento lo tenía agotado de lo mucho que se vendía. El hombre sonrió y le dijo que lo probaría y el naturópata le respondió que no era en absoluto su intención que él comprara nada y el hombre supo que el dependiente no le engañaba. Entonces le dijo que debía marcharse porque la compra de alcachofa que no le iba a llevar más de diez minutos se le había alargado más de una hora. Se despidieron casi, casi, como médico y paciente y el hombre salió de la tienda, compró el vino para los días de pasión y volvió a su casa. Al sentarse y esperar a que la infusión -sin alcachofa- reposara diez minutos pensó, Uno sale a por alcachofa y vuelve con la noticia de que su nervio cerebral está débil (por supuesto no quiso ni pensar qué era eso del nervio cerebral). Luego se bebió la infusión y saber muy por qué sonrió y dejó que la tarde pasara.
Audiolibros y Mundo Sonoro Dom y Loy ha publicado mi primera antología de cuentos 20 entre 4. Como escribía el otro día en el post Volver 20 entre 4 recopila cuatro cuentos que escribí entre 1980-1987.
El interés de los cuentos estriba, fundamentalmente, en dos líneas: la primera es el cambio que a lo largo de siete años se produce en su estilo y la segunda la intensidad de las historias. Son historias de deseo, sexo, amor y muerte.
Los cuentos se titulan: Mujer con Mazana, Helena, Claroscuro y A cinco semanas del invierno.
Lo podéis descargar en formato Mp3. El precio 5,90 € (como todos los libros de la editorial a los que no hemos subido el IVA). Y han sido leídos por el autor.
Te adjunto la demo.
Espero que te guste y si tienes a bien que lo compres en la web de la editorial (puedes acceder a ella haciendo click sobre su nombre en este mismo post).
El interés de los cuentos estriba, fundamentalmente, en dos líneas: la primera es el cambio que a lo largo de siete años se produce en su estilo y la segunda la intensidad de las historias. Son historias de deseo, sexo, amor y muerte.
Los cuentos se titulan: Mujer con Mazana, Helena, Claroscuro y A cinco semanas del invierno.
Lo podéis descargar en formato Mp3. El precio 5,90 € (como todos los libros de la editorial a los que no hemos subido el IVA). Y han sido leídos por el autor.
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Espero que te guste y si tienes a bien que lo compres en la web de la editorial (puedes acceder a ella haciendo click sobre su nombre en este mismo post).
Demo 20 entre 4.mp3 (4.47 Mb)
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/10/2013 a las 11:44 | {2}