Primeras líneas de la novela Desierto.
¿Su nombre? Aquí debería gritarlo. Quizá lo oyera una tribu del desierto y acudiera a rescatarlo y se iniciara la aventura que vino a buscar. El Autor de esta historia lo va poner pero antes quiere explicar que no es realmente el autor sino, más bien, el transcriptor de la historia que usted comienza a leer. Las circunstancias en las que conoció está historia y las razones por las que la entregó a la editorial se explicarán en su lugar oportuno.
Su nombre es Andreas -no Andrés ni Andrew- y su apellido Droe. Andreas Droe. Tiene cuarenta y cinco años en el momento en el que está en mitad del desierto y no sabe si gritar su nombre. Gritar: ¡Sí, soy yo! ¡Soy Andreas Droe y ya estoy aquí! ¡Maldita sea, ya estoy aquí! Por qué está de rodillas. Por qué se rasca la ceja izquierda con desesperación. Por qué mira al cielo que en la noche sin luna muestra un aspecto sobrecogedor como si la bóveda celestial se hubiera resquebrajado por millones de sitios y dejara entrever el fuego que lucha por entrar en nuestro universo. Por qué las lágrimas forman un barro en sus mejillas al mezclarse con la arena del desierto. Todos estos por qués se intentarán explicar a lo largo de las siguientes páginas. Valga en todo caso como anticipo que hasta la noche Andreas ha estado buscando un anillo. Se lo quitó del dedo anular de la mano derecha cinco horas antes del inicio de este relato y lo lanzó lo más lejos que pudo de sí. Luego anduvo un buen trecho y de repente se dio cuenta de que necesitaba ese anillo; supo que el haberlo lanzado lejos no iba a provocar el milagro de que olvidara todo lo que había significado ese anillo para él; es más: supo que tan sólo teniéndolo en su dedo podría anular su poder. Volvió sobre sus pasos que la ausencia de viento no había borrado de las arenas del desierto y cuando calculó que desde un punto determinado -lo igual entre lo igual en todo caso. Una cuestión de tiempo de marcha. Un cálculo de tiempo hecho al alimón por no disponer de reloj. En el fondo una llamada a la suerte- había lanzado el anillo se puso a gatear en círculos, con un cuidado infinito para que no se diera el caso de que al hundir su rodilla en la arena, hundiera su anillo para siempre. La noche, que en aquella parte del mundo caía de golpe, sin transición de ocaso, le había cogido en aquella tarea hercúlea, agotada la vista -de ahí las lágrimas que habían formado con la arena el barrillo-, doblados los riñones y con tan sólo una cantimplora de agua, un saco de dormir, y una mochila con una lata de piña, una muda, un par de botas, dos paquetes de tabaco y una cachimba. Andreas se detiene al sentir la oscuridad y la llegada del frío el cual, al igual que la noche, llega de improviso. Palpa a ciegas la extensión de arena que mide su cuerpo para tener la seguridad de que ahí no se encuentra su anillo, extiende el saco y se mete en él. El calorcillo le reanima. Bebe un corto sorbo de agua y se hace una pipa. No termina de fumársela. El agotamiento lo acuna pronto y lo tumba en la arena y le hace entrar en el mundo de los sueños.
Su nombre es Andreas -no Andrés ni Andrew- y su apellido Droe. Andreas Droe. Tiene cuarenta y cinco años en el momento en el que está en mitad del desierto y no sabe si gritar su nombre. Gritar: ¡Sí, soy yo! ¡Soy Andreas Droe y ya estoy aquí! ¡Maldita sea, ya estoy aquí! Por qué está de rodillas. Por qué se rasca la ceja izquierda con desesperación. Por qué mira al cielo que en la noche sin luna muestra un aspecto sobrecogedor como si la bóveda celestial se hubiera resquebrajado por millones de sitios y dejara entrever el fuego que lucha por entrar en nuestro universo. Por qué las lágrimas forman un barro en sus mejillas al mezclarse con la arena del desierto. Todos estos por qués se intentarán explicar a lo largo de las siguientes páginas. Valga en todo caso como anticipo que hasta la noche Andreas ha estado buscando un anillo. Se lo quitó del dedo anular de la mano derecha cinco horas antes del inicio de este relato y lo lanzó lo más lejos que pudo de sí. Luego anduvo un buen trecho y de repente se dio cuenta de que necesitaba ese anillo; supo que el haberlo lanzado lejos no iba a provocar el milagro de que olvidara todo lo que había significado ese anillo para él; es más: supo que tan sólo teniéndolo en su dedo podría anular su poder. Volvió sobre sus pasos que la ausencia de viento no había borrado de las arenas del desierto y cuando calculó que desde un punto determinado -lo igual entre lo igual en todo caso. Una cuestión de tiempo de marcha. Un cálculo de tiempo hecho al alimón por no disponer de reloj. En el fondo una llamada a la suerte- había lanzado el anillo se puso a gatear en círculos, con un cuidado infinito para que no se diera el caso de que al hundir su rodilla en la arena, hundiera su anillo para siempre. La noche, que en aquella parte del mundo caía de golpe, sin transición de ocaso, le había cogido en aquella tarea hercúlea, agotada la vista -de ahí las lágrimas que habían formado con la arena el barrillo-, doblados los riñones y con tan sólo una cantimplora de agua, un saco de dormir, y una mochila con una lata de piña, una muda, un par de botas, dos paquetes de tabaco y una cachimba. Andreas se detiene al sentir la oscuridad y la llegada del frío el cual, al igual que la noche, llega de improviso. Palpa a ciegas la extensión de arena que mide su cuerpo para tener la seguridad de que ahí no se encuentra su anillo, extiende el saco y se mete en él. El calorcillo le reanima. Bebe un corto sorbo de agua y se hace una pipa. No termina de fumársela. El agotamiento lo acuna pronto y lo tumba en la arena y le hace entrar en el mundo de los sueños.
El silencio del lago. La línea quebrada de las montañas al fondo. Los pasos sobre la tierra (entre la maleza parecen escucharse los movimientos de una alimaña). La entrada cuesta abajo hacia el embarcadero que no es más que una pasarela de tablas de madera de barco. El lago aún azul. Al fondo una mesa. En ella se sientan. Pensaron juntos surcar el lago en piragua. Comentaron días antes la disonancia en ese espacio entre la belleza de la terraza (con su balaustrada de piedra sobre un fondo de juncales) y la construcción militar de la presa (puro hormigón, viaducto espantoso) que le otorga una realidad completa, un simulacro de fisicidad entre la realidad y el deseo. El murmullo de las honradas personas que se sientan en las mesas contiguas. La estela que un ánade añade a la belleza de las aguas quietas. Atardece. Dos cervezas. Sobre sus mentes (o dentro de ellas) una soledad completa que se altera en estos finales de día, junto al lago, donde inauguran ritos. El lago. La dama. El monstruo. Los mitos. Ya casi no necesitan hablar. Saben que llegará el momento en que tan sólo estando juntos todo será dicho y beberán poco a poco y mirarán lo mismo. Cae la noche y la luna se debate entre las nubes. Un trío de músicos se une a la naturaleza. Los parroquianos comen pequeñas porciones de arte culinario. Es bella una de las camareras comenta uno y el otro sin dejar de mirar las aguas ya oscuras del lago sonríe. Un poco de salmorejo. Un sushi con wasabi. Una brocheta de langostino. Una croqueta. Una pequeña hamburguesa con tomate cherry y pasas. Un arroz negro. Un poco de paella. Un dulce. La música junto al lago. Las velas en las mesas junto al lago. Los dos amigos junto al lago en sus soledades, acompañándose. La camarera bonita, única vestida de negro, que se acerca a ellos y habla con él. Y él es tímido. Ha caído, por completo, la noche. El lago se ha hecho invisible sin luz. Las nubes han vencido a la luna. Los músicos, con cierta languidez, se esfuerzan en ser brasileiros y tras el primer pase se toman un descanso. Los dos amigos hablan de literatura. De los antiguos escritores. Ambos lo son. Bueno no, uno es poeta (que es categoría aparte en el arte de escribir). El que es escritor agradece un halago del poeta. Deciden marcharse cuando sin haberlas sentido han caído la primeras gotas -que serán las últimas- de una lluvia mínima. El lago duerme. La camarera de negro trajina en la cocina. El dueño del establecimiento es suave, casi calma. El poeta ayuda al escritor en la empinada cuesta (que ahora es hacia arriba). El embarcadero también se ha hecho oscuro como presagio de amor... el lago... el lago.
Se levantó aquella mañana con ganas de pontificar como si el sueño le hubiera colocado sobre su cabeza una mitra y en la mano un báculo. Estaba nublado. Se puso de rodillas para coger una de las zapatillas que se habían quedado debajo de la cama y sintió, en esa postura, el deseo de que alguien le metiera un buen pollazo en su culo virgen. Tenía el culo virgen. ¡El muy cabrón!, se dijo. Fue al baño y sintió pudor mientras meaba de ese sentimiento que acababa de tener. Se miró el pene -lo llamaba pene cuando estaba flácido- sujetándolo por la base con la mano nefanda y su cabeza, ajena a su control, pensó, ¡Un buen pollazo! Luego se miró en el espejo, se dijo, ¡Buenos días! se pegó una cachetada cariñosa en la mejilla derecha y se sirvió un café en la taza de delicada porcelana.
Era un sábado por la mañana. Estaba solo. Bebió el café y encendió el primer cigarrillo del día. Mientras bebía y fumaba pensó, ¿Qué pasa? ¿Cuánto tiempo voy a tener que soportar las imposturas? ¿No sería lo correcto obligar a la alimaña a salir de su agujero? Aún con fuego. Aún con fuego. ¿Y si el impostor fuera yo? ¿Quién me lo diría? ¿Debería, entonces, quemarme a lo bonzo? Esa idea le produjo la necesidad de cortarse las uñas de la mano derecha. Cuando estaba terminando de rebañar la del dedo anular, quiso saber más de sí mismo, algunas cuestiones relativas a su bisabuelo y una cuestión, ya pasada, de testamentarías. Entonces se dijo, Me iré al parque. Me sentaré en un banco y escucharé a una pareja a punto de terminar su relación. Escucharé cómo se dicen las mentiras a la cara recubiertas de verdades. Y no abriré la boca. Y no diré nada que suene a consejo por mucho que hoy sienta el terrible deseo de pontificar.
Llevaba días sin ducharse así es que le pareció un buen síntoma la necesidad de limpiarse, Estar limpio -se dijo- te acerca a Dios. Dejó que el agua corriera y que el cuarto de baño se caldeara. Entró en la ducha con la dicha del borracho que supiera que ese chorro de agua sobre su cabeza le calmaría casi de inmediato el dolor de la resaca. ¿Qué resaca? -se preguntó- si yo no bebo, ni me drogo. Se enjabonó. Se lavó la cabeza dos veces. Introdujo el dedo corazón de la mano nefanda en su ano y con la otra cubierta de crema se masturbó mientras pronunciaba quedamente el nombre de Gabriela a la que en algún momento creyó amar y a la que le decía, Bájate las bragas, enséñame el coño, así, un poco más, un poco más, déjate puesto el sujetador. Méteme el dedo un poco más, así, así... mientras con los ojos cerrados la imaginaba. Se mareó al correrse. Tuvo que abrir el agua fría. Se apoyó en la pared y se sintió vacío. Se secó, se cambió la ropa interior, se afeitó, se puso crema en la cara. Quiso pensar que aquello convertiría el día en algo nuevo, distinto del modo en que había amanecido. Se sirvió un segundo café y se hizo un segundo cigarrillo esperando el cambio. No ocurrió, seguía con la gana de pontificar; un impulso apenas reprimido le empujaba hacia el balcón para lanzar a todo transeúnte que pasara las nuevas de una salvación o los comentarios sobre un suceso social. Se contuvo pero volvió a preguntarse, ¿Por qué pronuncio su nombre? ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué querría ser otro? ¿Por que querría ser una serpiente que mudara no tan sólo la piel sino su universo entero en cada muda? ¿Por qué el café no me devuelve energía? ¿Por qué el día me parece tan propicio para mis deliberaciones? ¿Debería escribir una carta y cortarme la yugular? ¿Cuál era el nombre? ¿Cuál era el nombre?.
Escuchó unos golpes en su puerta. Sin moverse dijo que estaba abierto. En el umbral apareció sor Gabriela con ese aspecto tan lozano que tenía siempre por las mañanas, con la cara tan limpia y los senos tan firmes y unas caderas que no estaban hechas para la esterilidad sino para echar niños al mundo. La monja, quieta en el umbral, le dijo: Santo Padre, la misa es en una hora y sin volverse, caminando de espaldas, salió y le dejó de nuevo hundido en sus meditaciones.
Era un sábado por la mañana. Estaba solo. Bebió el café y encendió el primer cigarrillo del día. Mientras bebía y fumaba pensó, ¿Qué pasa? ¿Cuánto tiempo voy a tener que soportar las imposturas? ¿No sería lo correcto obligar a la alimaña a salir de su agujero? Aún con fuego. Aún con fuego. ¿Y si el impostor fuera yo? ¿Quién me lo diría? ¿Debería, entonces, quemarme a lo bonzo? Esa idea le produjo la necesidad de cortarse las uñas de la mano derecha. Cuando estaba terminando de rebañar la del dedo anular, quiso saber más de sí mismo, algunas cuestiones relativas a su bisabuelo y una cuestión, ya pasada, de testamentarías. Entonces se dijo, Me iré al parque. Me sentaré en un banco y escucharé a una pareja a punto de terminar su relación. Escucharé cómo se dicen las mentiras a la cara recubiertas de verdades. Y no abriré la boca. Y no diré nada que suene a consejo por mucho que hoy sienta el terrible deseo de pontificar.
Llevaba días sin ducharse así es que le pareció un buen síntoma la necesidad de limpiarse, Estar limpio -se dijo- te acerca a Dios. Dejó que el agua corriera y que el cuarto de baño se caldeara. Entró en la ducha con la dicha del borracho que supiera que ese chorro de agua sobre su cabeza le calmaría casi de inmediato el dolor de la resaca. ¿Qué resaca? -se preguntó- si yo no bebo, ni me drogo. Se enjabonó. Se lavó la cabeza dos veces. Introdujo el dedo corazón de la mano nefanda en su ano y con la otra cubierta de crema se masturbó mientras pronunciaba quedamente el nombre de Gabriela a la que en algún momento creyó amar y a la que le decía, Bájate las bragas, enséñame el coño, así, un poco más, un poco más, déjate puesto el sujetador. Méteme el dedo un poco más, así, así... mientras con los ojos cerrados la imaginaba. Se mareó al correrse. Tuvo que abrir el agua fría. Se apoyó en la pared y se sintió vacío. Se secó, se cambió la ropa interior, se afeitó, se puso crema en la cara. Quiso pensar que aquello convertiría el día en algo nuevo, distinto del modo en que había amanecido. Se sirvió un segundo café y se hizo un segundo cigarrillo esperando el cambio. No ocurrió, seguía con la gana de pontificar; un impulso apenas reprimido le empujaba hacia el balcón para lanzar a todo transeúnte que pasara las nuevas de una salvación o los comentarios sobre un suceso social. Se contuvo pero volvió a preguntarse, ¿Por qué pronuncio su nombre? ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué querría ser otro? ¿Por que querría ser una serpiente que mudara no tan sólo la piel sino su universo entero en cada muda? ¿Por qué el café no me devuelve energía? ¿Por qué el día me parece tan propicio para mis deliberaciones? ¿Debería escribir una carta y cortarme la yugular? ¿Cuál era el nombre? ¿Cuál era el nombre?.
Escuchó unos golpes en su puerta. Sin moverse dijo que estaba abierto. En el umbral apareció sor Gabriela con ese aspecto tan lozano que tenía siempre por las mañanas, con la cara tan limpia y los senos tan firmes y unas caderas que no estaban hechas para la esterilidad sino para echar niños al mundo. La monja, quieta en el umbral, le dijo: Santo Padre, la misa es en una hora y sin volverse, caminando de espaldas, salió y le dejó de nuevo hundido en sus meditaciones.
Al inicio de la primera noche piensa: "Escribiré unos versos a la muchacha que me espera"
En la noche primera piensa: "El aullido del lobo suena a presencia"
En la madrugada primera piensa: "¿Por qué no duermo?"
En la alborada piensa: "Los colores del fuego"
Durante la segunda mañana piensa: "La pata de un cordero"
A lo largo de la segunda tarde piensa: "Me muero, me muero"
Al ocaso del segundo día piensa: "El cuello es algo nuevo"
En la noche segunda piensa: "La oscuridad del vello"
En la madrugada segunda piensa: "¿Por qué me duermo si las alimañas acechan para sorberme el cerebro?"
En la segunda alborada piensa: "Los colores del fuego"
A lo largo de la tercera mañana piensa: "Me quedo ciego. Ya no veré el cuerpo desnudo de la muchacha de la aldea".
En la tarde tercera piensa: "Un poco maíz".
Al terminar la tarde del tercer día piensa: "En el lago crecí y entre los juncos vi"
Durante la noche tercera piensa: "Ya vienen, ya vienen, me lavarán el cuerpo, me proveerán de alimento, no se reirán".
Durante la madrugada tercera apenas piensa. Sólo un: "¡Venid! ¡Entrad!".
Durante la cuarta alborada duerme.
Durante la cuarta mañana duerme.
Durante la cuarta tarde duerme.
En el ocaso cuarto duerme.
En la noche cuarta duerme.
En la madrugada cuarta duerme.
En la alborada quinta despierta y piensa: "Nunca más".
En la noche primera piensa: "El aullido del lobo suena a presencia"
En la madrugada primera piensa: "¿Por qué no duermo?"
En la alborada piensa: "Los colores del fuego"
Durante la segunda mañana piensa: "La pata de un cordero"
A lo largo de la segunda tarde piensa: "Me muero, me muero"
Al ocaso del segundo día piensa: "El cuello es algo nuevo"
En la noche segunda piensa: "La oscuridad del vello"
En la madrugada segunda piensa: "¿Por qué me duermo si las alimañas acechan para sorberme el cerebro?"
En la segunda alborada piensa: "Los colores del fuego"
A lo largo de la tercera mañana piensa: "Me quedo ciego. Ya no veré el cuerpo desnudo de la muchacha de la aldea".
En la tarde tercera piensa: "Un poco maíz".
Al terminar la tarde del tercer día piensa: "En el lago crecí y entre los juncos vi"
Durante la noche tercera piensa: "Ya vienen, ya vienen, me lavarán el cuerpo, me proveerán de alimento, no se reirán".
Durante la madrugada tercera apenas piensa. Sólo un: "¡Venid! ¡Entrad!".
Durante la cuarta alborada duerme.
Durante la cuarta mañana duerme.
Durante la cuarta tarde duerme.
En el ocaso cuarto duerme.
En la noche cuarta duerme.
En la madrugada cuarta duerme.
En la alborada quinta despierta y piensa: "Nunca más".
Respiraba el verso hóndamente inspirado y espirado con la furia.
(Furia de ausencias. Sólo esa furia. Furia ancestral. Cueva que desciende hacia los infiernos. Avernos personales. Nostalgias)
Respiraba el juicio sobre el bien o el mal hacer. Un insomnio respiraba que se diluía en la madrugada en una serie sobre los años pasados.
Las obligaciones respiraba. Su ausencia -furia de ausencias escribía más arriba- expiraba.
Luego fueron: los gestos paralelos y pensaba: "dos seres que se aman sin saberlo acompasan sus gestos como en el acto sexual". Salía y en el árbol liaba un descanso. Una inspiración de humo. Volutas hacia el cielo en el ocaso gris del inicio de la primavera. Ensoñaba entonces su falda floreada. Las botas altas. Su cabello oscuro suelto para la cita. Antes había escuchado los dones del Universo. Los dones como leyes. Las leyes inspiraba...
Caminaba por la cuesta cuando algo -la inspiración del verso escribía más arriba- le detuvo y giró su cuerpo -belleza caudal de los ríos de la vida. Asunción de las esferas. Verdad de las armonías como pesos en las cuerdas. Flotación del tiempo. Turbación de la brisa. Sesgo de una estadística. Palmar en el desierto. Cacofonía. Susurro en sus oídos del frufrú de la falda floreada. Dicotomía. Notas sueltas que arrebatan del olvido. Sacudida salvaje en la quietud del lago. Onda disfrazada de amianto. Velocidad lenta. Melodía- y vio su silueta. Se recortaba contra la escasa luz, algo en ella se elevaba.
Respiraba el verso hóndamente. Por eso desistió y continuó su caminar. Quizá pensaba: "No es ella". Aspiró abril y le supo a octubre.
Y aún cuando ella le alcanzó.
Y aún cuando ella se corporeizó y hablaron durante un trecho de la cuesta.
Y aún cuando él no supo decirle su pensamiento de los gestos acompasados.
Y aún cuando se despidieron y él supo cuál era su coche, respiraba hóndamente un verso que empezaba: Ayer silueta...
(Furia de ausencias. Sólo esa furia. Furia ancestral. Cueva que desciende hacia los infiernos. Avernos personales. Nostalgias)
Respiraba el juicio sobre el bien o el mal hacer. Un insomnio respiraba que se diluía en la madrugada en una serie sobre los años pasados.
Las obligaciones respiraba. Su ausencia -furia de ausencias escribía más arriba- expiraba.
Luego fueron: los gestos paralelos y pensaba: "dos seres que se aman sin saberlo acompasan sus gestos como en el acto sexual". Salía y en el árbol liaba un descanso. Una inspiración de humo. Volutas hacia el cielo en el ocaso gris del inicio de la primavera. Ensoñaba entonces su falda floreada. Las botas altas. Su cabello oscuro suelto para la cita. Antes había escuchado los dones del Universo. Los dones como leyes. Las leyes inspiraba...
Caminaba por la cuesta cuando algo -la inspiración del verso escribía más arriba- le detuvo y giró su cuerpo -belleza caudal de los ríos de la vida. Asunción de las esferas. Verdad de las armonías como pesos en las cuerdas. Flotación del tiempo. Turbación de la brisa. Sesgo de una estadística. Palmar en el desierto. Cacofonía. Susurro en sus oídos del frufrú de la falda floreada. Dicotomía. Notas sueltas que arrebatan del olvido. Sacudida salvaje en la quietud del lago. Onda disfrazada de amianto. Velocidad lenta. Melodía- y vio su silueta. Se recortaba contra la escasa luz, algo en ella se elevaba.
Respiraba el verso hóndamente. Por eso desistió y continuó su caminar. Quizá pensaba: "No es ella". Aspiró abril y le supo a octubre.
Y aún cuando ella le alcanzó.
Y aún cuando ella se corporeizó y hablaron durante un trecho de la cuesta.
Y aún cuando él no supo decirle su pensamiento de los gestos acompasados.
Y aún cuando se despidieron y él supo cuál era su coche, respiraba hóndamente un verso que empezaba: Ayer silueta...
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/08/2012 a las 00:36 | {0}