Este es un fragmento anticipo de mi libro Categorías que la editorial Marguerite Waknine publicará en breve en su colección écrits sur l'art.
Gemido 4
Amor, estoy sola y la noche cae. He leído unos versos y te he recordado ayer cuando te fuiste… con mi olor. Tiembla aún mi cuerpo y nunca supe que la nostalgia podía surgir tan pronto. Tengo de ti la risa que me provocas. Tu osadía al hablar de mi boca y la lenta magnitud de tus labios.
He suspirado y he tragado tu lento desnudarme, la caricia en la espalda y el beso en la nuca tras apartarme el pelo con una delicadeza hipermoderna. Adoración he pensado. Sé que te vas y que me amas. Sé que te ha gustado mi forma de quererte. Sé que has sopesado un par de inconvenientes y luego los has olvidado.
He vuelto a suspirar y apretado un poco la génesis; he recordado el aroma de tu semen y el frescor que me provocó en el vientre; he querido sorprenderte con un juego de manos y he sabido retraerme en el momento preciso; tú recibías mi amor como un mensaje, querías elevarlo a disciplina hasta que los recuerdos de viejas heridas te han vuelto cauto y por lo tanto menos sabio.
He admirado tus besos ¡qué bien besas amor mío! Cada beso tuyo es una creación nueva. Ningún beso se repite; unos son densos como la marea roja de las lunas llenas, otros son de papel y escriben; alguno se pierde y no vuelve; otros abren mis labios y permiten la entrada de tu lengua a espuertas y me inunda los dientes y saluda al frenillo y pasea húmeda por mi paladar y visita las amígdalas, tan enemigas de los niños, y recorre la cara oculta de las mejillas y saluda cada alteración del relieve con una vuelta y sale y nada más salir mi boca ya siente nostalgia de tu lengua; me besas el beso que apacigua; el beso lento de las noches buenas; el beso que siente mucho más allá de la aurora, mucho más allá de mi piel y ese beso calma el ansia de tu lengua por mi boca. Y eso beso hace que la oscuridad sea asombrosa porque tengo los ojos cerrados y sólo siento besos, creaciones de besos, infinitas variaciones. Suspiro.
Amor, estoy sola y la noche cae. He leído unos versos y te he recordado ayer cuando te fuiste… con mi olor. Tiembla aún mi cuerpo y nunca supe que la nostalgia podía surgir tan pronto. Tengo de ti la risa que me provocas. Tu osadía al hablar de mi boca y la lenta magnitud de tus labios.
He suspirado y he tragado tu lento desnudarme, la caricia en la espalda y el beso en la nuca tras apartarme el pelo con una delicadeza hipermoderna. Adoración he pensado. Sé que te vas y que me amas. Sé que te ha gustado mi forma de quererte. Sé que has sopesado un par de inconvenientes y luego los has olvidado.
He vuelto a suspirar y apretado un poco la génesis; he recordado el aroma de tu semen y el frescor que me provocó en el vientre; he querido sorprenderte con un juego de manos y he sabido retraerme en el momento preciso; tú recibías mi amor como un mensaje, querías elevarlo a disciplina hasta que los recuerdos de viejas heridas te han vuelto cauto y por lo tanto menos sabio.
He admirado tus besos ¡qué bien besas amor mío! Cada beso tuyo es una creación nueva. Ningún beso se repite; unos son densos como la marea roja de las lunas llenas, otros son de papel y escriben; alguno se pierde y no vuelve; otros abren mis labios y permiten la entrada de tu lengua a espuertas y me inunda los dientes y saluda al frenillo y pasea húmeda por mi paladar y visita las amígdalas, tan enemigas de los niños, y recorre la cara oculta de las mejillas y saluda cada alteración del relieve con una vuelta y sale y nada más salir mi boca ya siente nostalgia de tu lengua; me besas el beso que apacigua; el beso lento de las noches buenas; el beso que siente mucho más allá de la aurora, mucho más allá de mi piel y ese beso calma el ansia de tu lengua por mi boca. Y eso beso hace que la oscuridad sea asombrosa porque tengo los ojos cerrados y sólo siento besos, creaciones de besos, infinitas variaciones. Suspiro.
Nighthawks 1942, Edward Hopper
Si yo viera en la distancia su rostro como he visto a lo lejos la silueta de las montañas, me encaminaría a su ladera y me tumbaría sobre su tierra y acariciaría su hierba y miraría al cielo.
Siento el renacer de todas y cada una de mis esperanzas, siento en mí el joven reverdecer de un roble que se sentía algo cansado de luchar contra años de sequía.
Si yo, señorita, tuviera la dicha de vivir una jornada entera a su lado, el mundo se convertiría, de seguro, en el idioma francés.
Cuando hace unos días, de forma tan fugaz, la vi con su rostro mohíno y su belleza incólume; cuando se perdió entre la multitud y aún entre ella fui capaz de reconocer su espalda hasta que el horizonte se impuso entre usted y yo; cuando me quedó en el corazón la ausencia de una diástole sin su sístole; cuando soñé con usted en el soto de un bosque sagrado -usted ninfa, yo fauno- creía que todo el amor se podría resumir en una carta.
Si el mundo es justo, usted me besará un día y entonces Debussy nos enviará por las ondas del aire La Danza de lo Profano y nosotros, sobre el beso, bailaremos juntos, tanto como se abrazan sin descanso el mar y su orilla, alejándose y acercándose, una vez y otra, a merced de la luna y sus ciclos.
Tengo, al recordar sus ojos, la piel erizada tan sólo con pensar que quizá, cuando usted me mire y me reconozca, conseguiré con mi quietud que su mirada se acerque a la mía y casi pueda reconocer en su iris sus conos y sus bastoncillos.
El mundo ha de regalarnos la belleza si la perseguimos para darle toda la nuestra. Porque ese es mi afán, amada, darle mi belleza que aunque no sea simétrica -¡Ay la simetría de la belleza tan cara a los humanos!-, es bella.
Siento en mi medio interno -que es, por si no sabe de interiores del cuerpo, lo líquido que fluye por nosotros y transporta de un lugar a otro sustancias- el aumento de la luz, la suavidad de la temperatura y mi intuición me lleva al instante en que todo ocurra y gira mi emoción y planeo un ultraligero y esbozo versos, silvas para ser más exacto, y bendigo el día en que el Universo me permitió conocer este planeta donde el amor existe y se resuelve, en ocasiones, en caricias sobre el sentido del tacto, el más amplio de todos nuestros sentidos y el más exacto.
No sé cuándo volveremos a cruzarnos. No he querido saber dónde trabaja usted y si sigue algún itinerario con la costumbre de la rutina. No forzaré el próximo encuentro porque sé que él se forzará a sí mismo porque empiezo a creer a pies juntillas que el destino está buscando la forma de encontrarnos.
Siento el renacer de todas y cada una de mis esperanzas, siento en mí el joven reverdecer de un roble que se sentía algo cansado de luchar contra años de sequía.
Si yo, señorita, tuviera la dicha de vivir una jornada entera a su lado, el mundo se convertiría, de seguro, en el idioma francés.
Cuando hace unos días, de forma tan fugaz, la vi con su rostro mohíno y su belleza incólume; cuando se perdió entre la multitud y aún entre ella fui capaz de reconocer su espalda hasta que el horizonte se impuso entre usted y yo; cuando me quedó en el corazón la ausencia de una diástole sin su sístole; cuando soñé con usted en el soto de un bosque sagrado -usted ninfa, yo fauno- creía que todo el amor se podría resumir en una carta.
Si el mundo es justo, usted me besará un día y entonces Debussy nos enviará por las ondas del aire La Danza de lo Profano y nosotros, sobre el beso, bailaremos juntos, tanto como se abrazan sin descanso el mar y su orilla, alejándose y acercándose, una vez y otra, a merced de la luna y sus ciclos.
Tengo, al recordar sus ojos, la piel erizada tan sólo con pensar que quizá, cuando usted me mire y me reconozca, conseguiré con mi quietud que su mirada se acerque a la mía y casi pueda reconocer en su iris sus conos y sus bastoncillos.
El mundo ha de regalarnos la belleza si la perseguimos para darle toda la nuestra. Porque ese es mi afán, amada, darle mi belleza que aunque no sea simétrica -¡Ay la simetría de la belleza tan cara a los humanos!-, es bella.
Siento en mi medio interno -que es, por si no sabe de interiores del cuerpo, lo líquido que fluye por nosotros y transporta de un lugar a otro sustancias- el aumento de la luz, la suavidad de la temperatura y mi intuición me lleva al instante en que todo ocurra y gira mi emoción y planeo un ultraligero y esbozo versos, silvas para ser más exacto, y bendigo el día en que el Universo me permitió conocer este planeta donde el amor existe y se resuelve, en ocasiones, en caricias sobre el sentido del tacto, el más amplio de todos nuestros sentidos y el más exacto.
No sé cuándo volveremos a cruzarnos. No he querido saber dónde trabaja usted y si sigue algún itinerario con la costumbre de la rutina. No forzaré el próximo encuentro porque sé que él se forzará a sí mismo porque empiezo a creer a pies juntillas que el destino está buscando la forma de encontrarnos.
Narrativa
Tags : Carta a una desconocida Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/04/2011 a las 20:00 | {0}
Cesare Ripa. Iconología. Siena 1613
Amada mía:
¿Cuándo surgió la música? ¿Qué es la música? ¿El orden de unos sonidos? ¿Por qué en el Bardo Tolol o traducido a nuestro idioma tan seco en vocales, El Libro Tibetano de los Muertos aunque literalmente quiera decir Liberación por audición en el estado (bardo) intermedio, al que acaba de morir se le recita una oración (mantra) pegado al oído para que ésta deambule por su canal central y al final se afiance en su mente? ¿Qué es, amada, la sensibilidad? ¿Por qué la armonía se compone de medidas tan precisas que tan sólo alterándolas dan con ella al traste? ¿Por qué la teoría de cuerdas se acerca tanto a las tuyas, oh amada viola, hasta el punto en que se define como que una partícula será una u otra cosa, tendrá unas u otras propiedades según dónde sea pulsada, como así ocurre contigo que subes y bajas por los sonidos según pulsen los dedos de la concertista a unas u otras alturas de tus cuatro cuerdas? ¿Cómo puedo estar tan siquiera estando tú tan ausente? Porque ser no soy. ¿Cómo no eres capaz de entender que quisiera tener algo contigo antes de morir? La estrechez de mi carácter me lleva por paisajes muy umbríos, en lo hondo de los bosques. No sé si saldré de esta tenaz melancolía, ésta que me ha apartado de los hombres y me ha traído hasta aquí donde tan sólo pìenso en ti y en la cantidad de manos que habrán pasado por tus cuerdas, tu mastil y tu caja. El sonido del órgano precursor de la alegría enaltece mi hombría y me lleva a ser feliz con tan sólo imaginarte tumbada en mi cama, desnuda y distante, como el instrumento almacenado en un hangar de provincias en un pueblo húmedo, con cercanía de mar. ¿Surgió la música de las olas? ¿O del viento ordenó el hombre las primeras notas? ¿O fue Pitágoras, el furioso sabio, el que realmente descubrió la octava y sus distancias? Porque yo te trasmuto, amada viola, en ojos glaucos y cabello oscuro y tus cuerdas -vocales ahora- suenan a terciopelo, ese sonido con regusto a melocotón.
¿No son el sonido, el movimiento, la compresión del aliento formas de generación de energía? Y si lo son, ¿no es mi afán de ti una forma de generar energía como la estrechez de tu cintura o la resonancia de tu barra armónica? ¿No es posible, viola, que me seduzcas con unos compases de Bocherini en su octeto para cuerda?
Yo sé que no es cuerdo lo que digo pero sí es cuerda lo que siento y no soga sino crin de yegua en el arco contra cuerda de oro en el cuerpo. Bálsamo sería para mí tenerte abrazada entre mis piernas. Ausencia de todo lo que echo de menos, si escuchara en mi cerebro tu presencia.
La tarde acaba. A lo lejos las notas masculinas de una flauta me invitan a las orillas del Leteo; me dejaré llevar por su melodía como rata de Hamelín; me olvidaré del pizzicato que escuché en tu cuerpo en una pieza de Haydn, suave como mordiscos en el cuello, penetrante como tu aroma de palo de Brasil y dejaré que tu alma se evada hasta más allá de cualquiera de tus armónicos y cuando llegue a su orilla, me pondré de rodillas y hundiré mi cabeza en sus aguas sólo para no recordarte nunca, para no seguir anhelando la afinación al aire de tus cuerdas: do. sol, re, la y pediré la presencia de Padma Sambhava para que en mi oído insufle el sonido de la paz.
¿Cuándo surgió la música? ¿Qué es la música? ¿El orden de unos sonidos? ¿Por qué en el Bardo Tolol o traducido a nuestro idioma tan seco en vocales, El Libro Tibetano de los Muertos aunque literalmente quiera decir Liberación por audición en el estado (bardo) intermedio, al que acaba de morir se le recita una oración (mantra) pegado al oído para que ésta deambule por su canal central y al final se afiance en su mente? ¿Qué es, amada, la sensibilidad? ¿Por qué la armonía se compone de medidas tan precisas que tan sólo alterándolas dan con ella al traste? ¿Por qué la teoría de cuerdas se acerca tanto a las tuyas, oh amada viola, hasta el punto en que se define como que una partícula será una u otra cosa, tendrá unas u otras propiedades según dónde sea pulsada, como así ocurre contigo que subes y bajas por los sonidos según pulsen los dedos de la concertista a unas u otras alturas de tus cuatro cuerdas? ¿Cómo puedo estar tan siquiera estando tú tan ausente? Porque ser no soy. ¿Cómo no eres capaz de entender que quisiera tener algo contigo antes de morir? La estrechez de mi carácter me lleva por paisajes muy umbríos, en lo hondo de los bosques. No sé si saldré de esta tenaz melancolía, ésta que me ha apartado de los hombres y me ha traído hasta aquí donde tan sólo pìenso en ti y en la cantidad de manos que habrán pasado por tus cuerdas, tu mastil y tu caja. El sonido del órgano precursor de la alegría enaltece mi hombría y me lleva a ser feliz con tan sólo imaginarte tumbada en mi cama, desnuda y distante, como el instrumento almacenado en un hangar de provincias en un pueblo húmedo, con cercanía de mar. ¿Surgió la música de las olas? ¿O del viento ordenó el hombre las primeras notas? ¿O fue Pitágoras, el furioso sabio, el que realmente descubrió la octava y sus distancias? Porque yo te trasmuto, amada viola, en ojos glaucos y cabello oscuro y tus cuerdas -vocales ahora- suenan a terciopelo, ese sonido con regusto a melocotón.
¿No son el sonido, el movimiento, la compresión del aliento formas de generación de energía? Y si lo son, ¿no es mi afán de ti una forma de generar energía como la estrechez de tu cintura o la resonancia de tu barra armónica? ¿No es posible, viola, que me seduzcas con unos compases de Bocherini en su octeto para cuerda?
Yo sé que no es cuerdo lo que digo pero sí es cuerda lo que siento y no soga sino crin de yegua en el arco contra cuerda de oro en el cuerpo. Bálsamo sería para mí tenerte abrazada entre mis piernas. Ausencia de todo lo que echo de menos, si escuchara en mi cerebro tu presencia.
La tarde acaba. A lo lejos las notas masculinas de una flauta me invitan a las orillas del Leteo; me dejaré llevar por su melodía como rata de Hamelín; me olvidaré del pizzicato que escuché en tu cuerpo en una pieza de Haydn, suave como mordiscos en el cuello, penetrante como tu aroma de palo de Brasil y dejaré que tu alma se evada hasta más allá de cualquiera de tus armónicos y cuando llegue a su orilla, me pondré de rodillas y hundiré mi cabeza en sus aguas sólo para no recordarte nunca, para no seguir anhelando la afinación al aire de tus cuerdas: do. sol, re, la y pediré la presencia de Padma Sambhava para que en mi oído insufle el sonido de la paz.
Boulevard des Capucines et Café de la Paix. Antoine Blanchard
Estimada:
A través de la amplia cristalera del café veo pasar a los transeúntes. Es un día de domingo, luminoso en invierno. Un día en el que el sol despierta el aroma de la jara y cuando vengo a la ciudad, al descender el puerto, bajo las ventanillas para aspirar ese perfume de montaña que abre en mis pulmones la sed de amar.
La ciudad es para mí un lugar de visita y como tal todo en ella me sorprende y eso que la mayor parte de mi vida la he pasado en ella y conozco sus paseos, sus avenidas, sus callejuelas, sus teatros, sus cafés, algunas librerías y algunos sucesos. Desde que vivo lejos, venir es para mí un encuentro con una vieja amiga a la que tan sólo veo de vez en cuando. Yo vivo en la sierra. En un pueblo que apenas conozco. Vivo aquí porque amo la visión de las montañas, el silencio, el aire frío y limpio y la piscina en la que suelo nadar todas las semanas para evitar al cuerpo dolores muy antiguos; vivo aquí porque, por una decisión que no alcanzo a expresar en palabras, supe que debía estar solo hasta descubrir algunas carencias que se han reproducido una vez y otra en mi vida hasta llegar a un punto en el que seguir adelante no era posible si antes no me quedaba quieto; vivo aquí porque viví aquí.
Le decía que es domingo. Usted me ha propuesto tomar un café y me ha asegurado que sí quiere conocerme pero no de la manera que yo entiendo. Y yo querría aclararle un concepto que mi poca pericia en la escritura quizás haya dejado confuso. Establecía en mi primera carta una relación entre conocer y amar e incluso se podría inferir que en el aceptar el conocimiento, iban implícitos el beso y la caricia. Nada más lejos de mi osadía al dirigirme por vez primera a usted aunque, dejándome llevar por la pasión, las últimas palabras pudieran haber dado la impresión de querer asaltar su intimidad como un lobo asalta a la liebre en un descuido. ¡Disculpe a mi corazón asilvestrado!
Hemos quedado a las cinco. Mientras usted llega, yo escribo esta carta la cual se interrumpe de continuo, cada vez que alguien entra. Pienso una definición de amor y me viene a la cabeza que el amor no es más que instinto de superviviencia y al escribir esto miro a traves de la amplia cristalera y observo a las parejas que tomadas de la mano, abrazadas por los talles o juntas sin tocarse, caminan por la vida como el oso en la cueva dormita en el invierno. Son las cinco y cuarto. Sobre el cristal de una ventana el sol bosteza. He sentido el primer gesto de nerviosismo por mi parte; he recordado que tuve el pálpito al bajar de que usted no iba a venir y también ese gesto airado de la mano que intenta borrar de golpe un pensamiento que no es más que hijo del pesimismo; he sonreído y me he dicho, Las mujeres -disculpe la generalidad- siempre llegan tarde y he mirado a mi alrededor; he observado el café donde la he citado con sus frescos en el techo, su escultura en el centro, sus mesas de madera, sus camareros estirados, sus lámparas de araña y esa sensación de café fin de siécle que permite en las fiestas de Carnaval albergar el baile de los disfraces con espíritu de absenta.
Le reconozco que son las cinco y media y estoy nervioso. He intentado sonreír con ironía ante la situación que vivo y no lo he conseguido; me he maldecido por no haber callado; he visto las miradas de dos mujeres sobre mí y un comentario dicho en voz baja; he terminado el té que se había quedado frío y no estaba bueno (tampoco lo estaba caliente. En este café, mal elegido por mi parte, nunca pusieron amor en las infusiones); no he encontrado en la calle algo que inspirara una frase nueva y así he llegado hasta las seis menos cuarto, esperándola a usted sin llegar a sentirme decepcionado, ni enfadado y sí un poco ridículo conmigo. Esto es vivir, he pensado y le he pedido la cuenta al camarero. En cuanto me he levantado, como hienas, dos parejas se han sentado en la mesa que iba a compartir con usted, ¿De qué hubiéramos hablado? ¿Cómo nos habríamos mirado? ¿Cuántas sonrisas habrían surgido? ¿Cuántos silencios incómodos se hubieran dado? ¿Habríamos ido a otro sitio? ¿A qué hora nos hubiéramos despedido?
He tomado la carretera de vuelta a la sierra. He encontrado en mi correo su explicación para su ausencia. No sabe cómo siento que haya tenido usted que trabajar. No se preocupe. Si alguna vez nos volvemos a ver, tan sólo quedara de esta tarde de domingo la carta que escribí mientras el sol, como la espera, moría.
A través de la amplia cristalera del café veo pasar a los transeúntes. Es un día de domingo, luminoso en invierno. Un día en el que el sol despierta el aroma de la jara y cuando vengo a la ciudad, al descender el puerto, bajo las ventanillas para aspirar ese perfume de montaña que abre en mis pulmones la sed de amar.
La ciudad es para mí un lugar de visita y como tal todo en ella me sorprende y eso que la mayor parte de mi vida la he pasado en ella y conozco sus paseos, sus avenidas, sus callejuelas, sus teatros, sus cafés, algunas librerías y algunos sucesos. Desde que vivo lejos, venir es para mí un encuentro con una vieja amiga a la que tan sólo veo de vez en cuando. Yo vivo en la sierra. En un pueblo que apenas conozco. Vivo aquí porque amo la visión de las montañas, el silencio, el aire frío y limpio y la piscina en la que suelo nadar todas las semanas para evitar al cuerpo dolores muy antiguos; vivo aquí porque, por una decisión que no alcanzo a expresar en palabras, supe que debía estar solo hasta descubrir algunas carencias que se han reproducido una vez y otra en mi vida hasta llegar a un punto en el que seguir adelante no era posible si antes no me quedaba quieto; vivo aquí porque viví aquí.
Le decía que es domingo. Usted me ha propuesto tomar un café y me ha asegurado que sí quiere conocerme pero no de la manera que yo entiendo. Y yo querría aclararle un concepto que mi poca pericia en la escritura quizás haya dejado confuso. Establecía en mi primera carta una relación entre conocer y amar e incluso se podría inferir que en el aceptar el conocimiento, iban implícitos el beso y la caricia. Nada más lejos de mi osadía al dirigirme por vez primera a usted aunque, dejándome llevar por la pasión, las últimas palabras pudieran haber dado la impresión de querer asaltar su intimidad como un lobo asalta a la liebre en un descuido. ¡Disculpe a mi corazón asilvestrado!
Hemos quedado a las cinco. Mientras usted llega, yo escribo esta carta la cual se interrumpe de continuo, cada vez que alguien entra. Pienso una definición de amor y me viene a la cabeza que el amor no es más que instinto de superviviencia y al escribir esto miro a traves de la amplia cristalera y observo a las parejas que tomadas de la mano, abrazadas por los talles o juntas sin tocarse, caminan por la vida como el oso en la cueva dormita en el invierno. Son las cinco y cuarto. Sobre el cristal de una ventana el sol bosteza. He sentido el primer gesto de nerviosismo por mi parte; he recordado que tuve el pálpito al bajar de que usted no iba a venir y también ese gesto airado de la mano que intenta borrar de golpe un pensamiento que no es más que hijo del pesimismo; he sonreído y me he dicho, Las mujeres -disculpe la generalidad- siempre llegan tarde y he mirado a mi alrededor; he observado el café donde la he citado con sus frescos en el techo, su escultura en el centro, sus mesas de madera, sus camareros estirados, sus lámparas de araña y esa sensación de café fin de siécle que permite en las fiestas de Carnaval albergar el baile de los disfraces con espíritu de absenta.
Le reconozco que son las cinco y media y estoy nervioso. He intentado sonreír con ironía ante la situación que vivo y no lo he conseguido; me he maldecido por no haber callado; he visto las miradas de dos mujeres sobre mí y un comentario dicho en voz baja; he terminado el té que se había quedado frío y no estaba bueno (tampoco lo estaba caliente. En este café, mal elegido por mi parte, nunca pusieron amor en las infusiones); no he encontrado en la calle algo que inspirara una frase nueva y así he llegado hasta las seis menos cuarto, esperándola a usted sin llegar a sentirme decepcionado, ni enfadado y sí un poco ridículo conmigo. Esto es vivir, he pensado y le he pedido la cuenta al camarero. En cuanto me he levantado, como hienas, dos parejas se han sentado en la mesa que iba a compartir con usted, ¿De qué hubiéramos hablado? ¿Cómo nos habríamos mirado? ¿Cuántas sonrisas habrían surgido? ¿Cuántos silencios incómodos se hubieran dado? ¿Habríamos ido a otro sitio? ¿A qué hora nos hubiéramos despedido?
He tomado la carretera de vuelta a la sierra. He encontrado en mi correo su explicación para su ausencia. No sabe cómo siento que haya tenido usted que trabajar. No se preocupe. Si alguna vez nos volvemos a ver, tan sólo quedara de esta tarde de domingo la carta que escribí mientras el sol, como la espera, moría.
Narrativa
Tags : Carta a una desconocida Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/02/2011 a las 17:17 | {1}
No quise robarle el título que encabeza este relato a Stefan Zweig sólo que realmente es una carta a una desconocida porque yo a usted, amada, no la conozco. Y se preguntará usted y me pregunto yo, ¿Se puede amar sin conocer? Y yo como primera respuesta diría: se ama porque se quiere conocer. Luego, dado mi carácter analítico, podría ir enredándome en esta primera pregunta y concluir quizá lo opuesto. No pienso hacerlo en esta ocasión. Porque usted, señorita (la llamo así porque sé que es usted soltera), es para mí, en estos días, una intensa emoción, el lugar donde me refugio para sentir que el mundo va a mejorar y que pronto llegará el día en que vuelva a ver más luces que sombras.
Cuando la veo a usted, mi percepción del mundo se altera.No la busco (y sí la busco). No la persigo (y sí la persigo). No me atrevo (y sí me atrevo). Soy, en el fondo, de una timidez extraña porque si no lo digo yo, no lo diría nadie. Ya ve.
Escribo esta carta y rehuyo que usted se dé por aludida como si yo pensara que quizás algún día sus ojos pasarán por estas palabras y en ellas se sentirá usted descrita. Y tampoco me atrevo a expresarle directamente mis intenciones por el temor, antiguo, de que usted me rechazara y entonces sentiría esa agujita que se clava en los pulmones cuando un anhelo se convierte en apremio de olvido. Podría atreverme y, siguiendo los pasos del soneto de Lope de Vega, apasionarme, elevarme y lanzarme un día sobre su boca. ¡Ah, su boca, mi bella desconocida! ¡Y sus ojos! Ahora mis dedos se lanzaban a describir ambos órganos que comunican lo interior con lo exterior. La boca sobre todo. La boca. Aquí me detengo. Respiro. Releo. Ensueño. Sonrío.
En el escaso contacto que hemos tenido, yo he creído atisbar una simpatía por su parte hacia mí, incluso hubo un día en que creí que usted respondía a una insinuación mía. ¡Qué hermosa es la palabra insinuarse! ¿Sabe? Tengo un diccionario de los sentimientos y he estado tentado de cogerlo y ponerme a escarbar para ponerle a usted hermosas etimologías y descubrimientos certeros. Entonces me he dicho, no, no, hazlo con tus palabras, con tus simples requiebros, sé sincero con tus palabras y con tus propias etimologías y así inventaría que su nombre es recuerdo de viejas dinastías y su primer apellido me lanza al otoño, la estación más amada por mí, y su segundo tiene los aires de un camino junto a usted. En una larga alameda. Un ir conociéndose. No sé si usted me entiende. Para amarse más.
Busco el amor en usted. Decía el gran poeta Fernando Pessoa que escribir cartas de amor es la cosa más ridícula que se puede hacer pero que mayor ridículo es aún no escribirlas por miedo al mismo. Y en efecto, este escritor, que es de lo más grande que ha dado el siglo XX, le escribió las cartas más cursis que imaginarse pueda a su amada Ofelia (que así de hermoso era el nombre de su amor). Busco amarla a usted, amada desconocida; busco encontrarme en su cuerpo y que usted se halle en el mío; busco una orilla junto al río con las manos enlazadas (enlaçemos as maos -escribía Pessoa-); busco la cama; busco la comida; busco la risa; busco la melancolía; busco la madrugada y busco la osadía de dos pares de ojos que se miran frente a frente y se dicen, quedamente, Por fin estás junto a mí y ya te quiero.
Cuando la veo a usted, mi percepción del mundo se altera.No la busco (y sí la busco). No la persigo (y sí la persigo). No me atrevo (y sí me atrevo). Soy, en el fondo, de una timidez extraña porque si no lo digo yo, no lo diría nadie. Ya ve.
Escribo esta carta y rehuyo que usted se dé por aludida como si yo pensara que quizás algún día sus ojos pasarán por estas palabras y en ellas se sentirá usted descrita. Y tampoco me atrevo a expresarle directamente mis intenciones por el temor, antiguo, de que usted me rechazara y entonces sentiría esa agujita que se clava en los pulmones cuando un anhelo se convierte en apremio de olvido. Podría atreverme y, siguiendo los pasos del soneto de Lope de Vega, apasionarme, elevarme y lanzarme un día sobre su boca. ¡Ah, su boca, mi bella desconocida! ¡Y sus ojos! Ahora mis dedos se lanzaban a describir ambos órganos que comunican lo interior con lo exterior. La boca sobre todo. La boca. Aquí me detengo. Respiro. Releo. Ensueño. Sonrío.
En el escaso contacto que hemos tenido, yo he creído atisbar una simpatía por su parte hacia mí, incluso hubo un día en que creí que usted respondía a una insinuación mía. ¡Qué hermosa es la palabra insinuarse! ¿Sabe? Tengo un diccionario de los sentimientos y he estado tentado de cogerlo y ponerme a escarbar para ponerle a usted hermosas etimologías y descubrimientos certeros. Entonces me he dicho, no, no, hazlo con tus palabras, con tus simples requiebros, sé sincero con tus palabras y con tus propias etimologías y así inventaría que su nombre es recuerdo de viejas dinastías y su primer apellido me lanza al otoño, la estación más amada por mí, y su segundo tiene los aires de un camino junto a usted. En una larga alameda. Un ir conociéndose. No sé si usted me entiende. Para amarse más.
Busco el amor en usted. Decía el gran poeta Fernando Pessoa que escribir cartas de amor es la cosa más ridícula que se puede hacer pero que mayor ridículo es aún no escribirlas por miedo al mismo. Y en efecto, este escritor, que es de lo más grande que ha dado el siglo XX, le escribió las cartas más cursis que imaginarse pueda a su amada Ofelia (que así de hermoso era el nombre de su amor). Busco amarla a usted, amada desconocida; busco encontrarme en su cuerpo y que usted se halle en el mío; busco una orilla junto al río con las manos enlazadas (enlaçemos as maos -escribía Pessoa-); busco la cama; busco la comida; busco la risa; busco la melancolía; busco la madrugada y busco la osadía de dos pares de ojos que se miran frente a frente y se dicen, quedamente, Por fin estás junto a mí y ya te quiero.
Narrativa
Tags : Carta a una desconocida Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/02/2011 a las 12:57 | {2}
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/04/2011 a las 12:45 | {0}