¿Era donde las manos se juntaron por primera vez? No habían aparecido los hombres que dirigen a las masas como no habían aparecido para impedir la subida de los precios de la luz para que algunos no murieran congelados o víctimas de una neumonía. Ni los empresarios privados de servicios básicos para la subsistencia que habían subido al máximo el precio de la energía cuando más frío hacía. No, no estaban presentes entre ellos los canallas del mundo la noche en que por primera vez se cogieron las manos. Tampoco pensaron en los articulistas que vocean que el mundo está mejor que nunca y para demostrarlo esgrimen estadísticas de sagradas organizaciones financiadas por los amos del mundo. Ellos se cogieron las manos en la oscuridad de una noche de enero y se miraron a los ojos con cierto temblor y cierto anhelo porque en el Orden del Alma del Mundo conviven los niños soldado y el beso en los labios bajo un mismo cielo y quizás a unos pocos metros. No les preocupaba que un hombre necio -eso es todo lo que se sabe de él hasta ahora porque el que sea poderoso no excluye casi nunca la necedad- fuera a convertirse en el presidente de la nación que más armas fabrica en el mundo porque para ellos el calor del otro conformaba en ese instante ya no sólo su pequeño mundo sino el universo todo y se buscaban la boca con la mirada y él, más tímido, no sabía cómo acercarse a esos labios que lo estaban llamando a gritos. No, no estaban presentes en aquel instante los curas y las monjas con sus gilipolleces de siempre, con su moral de sacristía y Satanás en sus entrepiernas; no estaban los curas sodomitas violando críos en los internados, reventando sus anos con sus pollas sagradas, ni monjas vendiendo los niños de muchachas perdidas con la bendición del Santo Obispo de los Cabrones porque entre ellos, en aquel instante, se generaba una corriente que tenía como cima la esperanza y como suelo lo eterno y así se miraban, se sonreían, jugueteaban con las manos del otro y las estrellas abiertas en canal ante semejante belleza, brillaban más, se enorgullecían de coronar sus cabezas jóvenes. Por el sumidero de la mierda se habían ido todos los dioses vengativos, todos los dioses rectores, todos los dioses moralizadores, todos los dioses soteriológicos, todos los dioses malignos, todos los dioses astutos, todos, todos los dioses omnipotentes, omniscientes y ubicuos porque ninguno de esos dioses podría jamás ver el deseo de ser de esos dos jóvenes. Y cuando se besaron, cuando sintieron por vez primera los otros labios, dicen, que en esa fracción de segundo, mucho más corta que el inicio de una inspiración, la angustia y el dolor de vivir desaparecieron por completo de la vida de los hombres todos y hubo en el concierto universal un quark de absoluto silencio.
Nada presagiaba ayer lo que te iba a suponer la vida. Es cierto que siempre andas ojo avizor con tus sensaciones y que los pensamientos para ti tienen la consistencia de la espuma. Cuando el azul del cielo es cristal piensas en la fragilidad de la vida. Tenías que hacer lo que haces siempre. La ritualidad que genera en el Todo la armonía. Hacerlo con la certidumbre de que ese tú (a ti te hablas en yo) tiene la gracia del número (pura abstracción, restos de contabilidad con las extremidades) y su infinitud. Lo hiciste. Te levantaste tarde tras acostarte tarde la noche anterior imbuido en la insondable sencillez del ajedrez. Sí, te hiciste el café. Sí, te fumaste el cigarrillo. Sí, seguiste con la lectura del libro que te entristece. Y como es preceptivo fuiste al bosque a pasear. Nada presagiaba nada. Quizá -pensaste más tarde- el oleaje del lago o el extraño vuelo de un cormorán que parecía escribir letras en el aire. Nada más. Te adentraste en el sendero, el que nunca es igual. Y poco a poco sin saber de dónde había venido ni por qué, la incosistencia del paso que dabas, la teoría según la cual nunca tocamos nada, la distancia infinita y las palabras empezaron a manar de ti como un torrente que ni siquiera pensaste en parar. Incluso tu perro Nilo debió de darse cuenta porque desapareció entre los matorrales y te dejó a ti solo en mitad de un mundo que empezó a cambiar vertiginosamente. No es que se oscurecieran los cielos ni que empezaran a desaparecer los árboles; tampoco el viento sacudió con más violencia tus cabellos ni el polvo del camino se levantó. Podrías asegurar que el escenario siendo el mismo en su materia se había alterado en su esencia y así los árboles, los matojos, las hierbas, los bichos parecían marcarte un línea de pensamiento que rozaba por una parte con la evidencia y por otra con el dolor y comenzaste a divagar y a sentir que así no ibas a alcanzar la paz, que hay en la pesantez del aire una señal de tu destino y que tu ceguera no te permite ver la ligereza; caminabas sin saber que estabas avanzando; caminabas entre el éter y el hierro; caminabas como el suicida que se arrima al borde del acantilado con la decisión en los pies; caminabas en una noche oscura a pleno día; caminabas con el esfuerzo propio de los cojos, con el ritmo sincopado de dos piernas desiguales y cada paso era un alejarse el éter, una lucha contra la sensación de hierro, una ausencia que volvió. De nada eras consciente. Tú caminabas y sentías el peso de la manzana en el bolsillo interior del anorak y la incomodidad del viento de cara que generaba en tus ojos -como defensa- lágrimas y esas lágrimas eran a un mismo tiempo éter, hierro, ausencia. No supiste pararlas y tu perro Nilo no aparecía aunque tú ignorabas que había desaparecido y avanzaste por el sendero de siempre que nunca es igual y llegaste al muro en el que te sientas cada día y cogiste la manzana del bolsillo interior y apareció Nilo y compartiste con él la fruta y mientras comías la congoja se iba convirtiendo en lava.
Nada presagiaba el mundo que el bosque te mostró. El silencio de las tres y veinte no lo tomaste como una evidencia. Volviste. Estallaste en ira contra tu perro. Lo regañaste por hacer lo que siempre hace. Él te miró con la mirada de los que ya saben y manso se plegó a tus gritos. Volvisteis a la casa. No pudiste comer. No tenías hambre. Hacía tiempo que no meditabas y meditaste y pronto, cuando estabas entrando en las honduras de un mantra, unas bolas verdes empezaron a salir por tus ojos y a diluirse a cierta distancia de ti en la oscuridad; sentías que cada bola verde huida es un temor que se alejaba. A media tarde te llamó tu amigo para recomendarte una idea enloquecida sobre la existencia. Seguiste su consejo y la escuchaste en un documental que hablaba sobre la mecánica cuántica y la conciencia. Y reíste a media tarde. Y pensaste de nuevo, Nada presagiaba el día de hoy. Agotado caíste adormilado en una calma que tan sólo se alteró cuando escuchaste la distancia.
Hoy escribes lo ocurrido y sientes en tus músculos el cansancio del esfuerzo que el bosque te obligó a realizar ayer. Ahora vas a volver a él.
Nada presagiaba el mundo que el bosque te mostró. El silencio de las tres y veinte no lo tomaste como una evidencia. Volviste. Estallaste en ira contra tu perro. Lo regañaste por hacer lo que siempre hace. Él te miró con la mirada de los que ya saben y manso se plegó a tus gritos. Volvisteis a la casa. No pudiste comer. No tenías hambre. Hacía tiempo que no meditabas y meditaste y pronto, cuando estabas entrando en las honduras de un mantra, unas bolas verdes empezaron a salir por tus ojos y a diluirse a cierta distancia de ti en la oscuridad; sentías que cada bola verde huida es un temor que se alejaba. A media tarde te llamó tu amigo para recomendarte una idea enloquecida sobre la existencia. Seguiste su consejo y la escuchaste en un documental que hablaba sobre la mecánica cuántica y la conciencia. Y reíste a media tarde. Y pensaste de nuevo, Nada presagiaba el día de hoy. Agotado caíste adormilado en una calma que tan sólo se alteró cuando escuchaste la distancia.
Hoy escribes lo ocurrido y sientes en tus músculos el cansancio del esfuerzo que el bosque te obligó a realizar ayer. Ahora vas a volver a él.
No te has levantado temprano (como es tu obsesión desde que decides tú tus horarios). Has desayunado tu café con leche y te has quedado mirando la ropa tendida que hay en la pequeña terraza de la cocinamientras salía el café. Todavía un resto de viento de la noche anterior (Un viento que te inquieta cuando sacas a tu perro en la madrugada por su sonar y el movimiento que produce en las cosas: bolsas de plástico, puertas metálicas de un contador de gas que baten a su embate, los arbustos que adornan el centro de la plazoleta; ese sonar, ese moverse de los objetos sin movimiento y el contraste con las calles desiertas ¡ni un alma!, te disturba y entonces miras el cielo que está límpido como si el viento hubiera barrido el polvo de la quietud y descubres la nitidez de la luna llena y entiendes esa respiración dolorosa que tienes, esos recuerdos que juguetean con tu bajo vientre, recuerdos que aún no han sido y que no sabes si alguna vez serán) movía ligeramente las servilletas, los calzoncillos y las camisetas (no así los pantalones ni la toalla que se mantenían quietos como un ejército que esperara la orden de un superior para romper filas).
Has paseado en la mañana sin demasiado afán.
Luego te has duchado y el agua caliente es como un abrazo. Has comido. Has ido con tu perro a pasear por el campo y allí te has topado con una pareja vieja y él te ha resultado del todo antipático y ella del todo alcohólica. Has dejado que se adelantaran porque su visión, su presencia te dolía en la estética. Como siempre el camino en soledad te llena de esperanza.
Has vuelto y has tomado un café.
Has vuelto y has leído.
Has vuelto y has escrito.
Has vuelto y has sentido una congoja que viene de ninguna parte y a ninguna parte va.
Te dices que esta noche antes de dormir no leerás -como hiciste anoche- a Cioran.
Has paseado en la mañana sin demasiado afán.
Luego te has duchado y el agua caliente es como un abrazo. Has comido. Has ido con tu perro a pasear por el campo y allí te has topado con una pareja vieja y él te ha resultado del todo antipático y ella del todo alcohólica. Has dejado que se adelantaran porque su visión, su presencia te dolía en la estética. Como siempre el camino en soledad te llena de esperanza.
Has vuelto y has tomado un café.
Has vuelto y has leído.
Has vuelto y has escrito.
Has vuelto y has sentido una congoja que viene de ninguna parte y a ninguna parte va.
Te dices que esta noche antes de dormir no leerás -como hiciste anoche- a Cioran.
Aprendiste a escribir con sencillez los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.
Aprendiste a leer los clásicos y a saber por qué lo eran y aprendiste más: hay clásicos que no te gustan y el disgusto está en ti.
Aprendiste a disfrutar los diccionarios y a satisfacer tu curiosidad con materias ajenas a tu labor para revertirlas más tarde en ella. Ese es afán que lleva años. Que nadie enseña.
Por eso te reconforto y te digo: te dijeron no de nuevo y has de sonreír.
Hay una muerte civil y ésta consiste en sentirte inútil para la sociedad. También hay un suicidio civil y éste consiste en hacerse inútil para la sociedad. Piénsate suicida civil.
Si quieres entretente buscando explicaciones. ¡Lo puedes hacer desde tantos ángulos! y desde cualquiera de ellos encontrarás una solución plausible, que se acomodará a tu deseo de comprender. Ahora, cuando hayas alcanzado una respuesta desde un ángulo dado, ponla en duda desde otro y verás cómo toda respuesta encierra en sí, y por definición, su pregunta posterior, es decir, no la pregunta que conllevaba esa respuesta sino que esa respuesta hace nacer otra pregunta.
No desesperes aunque en el orgullo -incluso vanidad- siempre pique el rechazo.
Ahora piensa: la vida ha sido larga y venturosa.
Ahora piensa: aprendiste a educar tu mente con un método propio y tú mismo escribiste que si la rareza no lleva aparejada la virtud, mala cosa es. Nunca fuiste un virtuoso; aprendiste poco a poco. Y ahora pregúntate: ¿aprendiste para quién? Sólo si la respuesta es: para ti, entonces podrás aceptar con ánimo la pregunta que nace de esa respuesta: ¿Quién tú? Y pregúntate también: ¿Para qué? Y ahí, en cualquier respuesta que te des, surgirá el abismo.
Vamos, sigue entregando tus horas, porque como dijo el maestro Machado, el arte es largo y además no importa.
Aprendiste a leer los clásicos y a saber por qué lo eran y aprendiste más: hay clásicos que no te gustan y el disgusto está en ti.
Aprendiste a disfrutar los diccionarios y a satisfacer tu curiosidad con materias ajenas a tu labor para revertirlas más tarde en ella. Ese es afán que lleva años. Que nadie enseña.
Por eso te reconforto y te digo: te dijeron no de nuevo y has de sonreír.
Hay una muerte civil y ésta consiste en sentirte inútil para la sociedad. También hay un suicidio civil y éste consiste en hacerse inútil para la sociedad. Piénsate suicida civil.
Si quieres entretente buscando explicaciones. ¡Lo puedes hacer desde tantos ángulos! y desde cualquiera de ellos encontrarás una solución plausible, que se acomodará a tu deseo de comprender. Ahora, cuando hayas alcanzado una respuesta desde un ángulo dado, ponla en duda desde otro y verás cómo toda respuesta encierra en sí, y por definición, su pregunta posterior, es decir, no la pregunta que conllevaba esa respuesta sino que esa respuesta hace nacer otra pregunta.
No desesperes aunque en el orgullo -incluso vanidad- siempre pique el rechazo.
Ahora piensa: la vida ha sido larga y venturosa.
Ahora piensa: aprendiste a educar tu mente con un método propio y tú mismo escribiste que si la rareza no lleva aparejada la virtud, mala cosa es. Nunca fuiste un virtuoso; aprendiste poco a poco. Y ahora pregúntate: ¿aprendiste para quién? Sólo si la respuesta es: para ti, entonces podrás aceptar con ánimo la pregunta que nace de esa respuesta: ¿Quién tú? Y pregúntate también: ¿Para qué? Y ahí, en cualquier respuesta que te des, surgirá el abismo.
Vamos, sigue entregando tus horas, porque como dijo el maestro Machado, el arte es largo y además no importa.
Podría ser el castillo. Desde el principio si quieres cuando es una construcción firme y sirve con honor a su función: defender las vidas de los que en su interior moran. Las aguas cercanas del pantano (incluso podría decir en aquellos inicios más lago que pantano) aún no han hecho mella en su piedra, ni siquiera se observa un asomo de verdín. Las torres abiertas. El puente levadizo cuyas cadenas no chirrían. El foso con peces y nenúfares. Parece el castillo acorde con la naturaleza que lo rodea. Y su interior, si bien oscuro, deja pasar la luz lo suficiente para que sus moradores sientan la comidad de los muros sólidos a la par que por las saeteras se filtra la claridad de las horas diurnas y las noches con luna.
¿Y la ruina del castillo? Cuando ya ha dejado de cumplir su función e incluso el pantano, antaño lago, es ahora ciénaga. Torre derruida. Luz cegada. Interior carcomido por los siglos y la termita. Foso seco. Puente levadizo sin cadenas. También entonces el castillo podría parecer acorde con la naturaleza que lo rodea.
La escalera de piedra. El gran salón con la inmensa chimenea para las recepciones, las alcobas principales, los largos corredores, los soportes en hierro de los hachos, las camas con baldaquino, los restos de tapices y alfombras junto a la mugre en las esquinas, junto a los peldaños rotos, junto a la mesa de roble podrida, junto con las panoplias vacías de armas, junto con el escudo borrado por la ruina, junto con los ecos que producen los espacios hueros.
Y puerta del huerto. Y llave de la bodega y de la alacena. Cerraduras grandes como ojos abiertos al interior de la intimidad. Grandes arcones. Baúles viejos. Y hojas de papel que sobrevuelan en paz la soledad del castillo.
Y arriba, casi intacta, en la torre del homenaje la estancia de estudio del señor nigromante. Crisol de conocimientos. Antiquísimos libros escritos en abecedarios raros; el atambor en un rincón que parece humear después de tantos siglos. Olor a sulfuro. Olor a plomo. Un kerotaxis. Un alambique. El aire de un espíritu que flota. Un espíritu viejo como la ambición.
Edad Dorada o Ruina. Plomo u Oro.
Nostalgia del castillo cuando la luna crece y la mujer sonámbula entona cantos libres en la torre albarrana. El joven soldado de guardia se esconde y la escucha hasta gozar.
Nostalgia del castillo en los días de invierno. La nieve es un espejo que no refleja el mar.
Nostalgia de su ruina, de su nunca jamás. El foso era finito. El puente levadizo no se volvió a elevar. Vacíos los salones. Vacías las alcobas excepto en una donde yace el esqueleto de una cama en el que veo, por fin, lo invisible.
¿Y la ruina del castillo? Cuando ya ha dejado de cumplir su función e incluso el pantano, antaño lago, es ahora ciénaga. Torre derruida. Luz cegada. Interior carcomido por los siglos y la termita. Foso seco. Puente levadizo sin cadenas. También entonces el castillo podría parecer acorde con la naturaleza que lo rodea.
La escalera de piedra. El gran salón con la inmensa chimenea para las recepciones, las alcobas principales, los largos corredores, los soportes en hierro de los hachos, las camas con baldaquino, los restos de tapices y alfombras junto a la mugre en las esquinas, junto a los peldaños rotos, junto a la mesa de roble podrida, junto con las panoplias vacías de armas, junto con el escudo borrado por la ruina, junto con los ecos que producen los espacios hueros.
Y puerta del huerto. Y llave de la bodega y de la alacena. Cerraduras grandes como ojos abiertos al interior de la intimidad. Grandes arcones. Baúles viejos. Y hojas de papel que sobrevuelan en paz la soledad del castillo.
Y arriba, casi intacta, en la torre del homenaje la estancia de estudio del señor nigromante. Crisol de conocimientos. Antiquísimos libros escritos en abecedarios raros; el atambor en un rincón que parece humear después de tantos siglos. Olor a sulfuro. Olor a plomo. Un kerotaxis. Un alambique. El aire de un espíritu que flota. Un espíritu viejo como la ambición.
Edad Dorada o Ruina. Plomo u Oro.
Nostalgia del castillo cuando la luna crece y la mujer sonámbula entona cantos libres en la torre albarrana. El joven soldado de guardia se esconde y la escucha hasta gozar.
Nostalgia del castillo en los días de invierno. La nieve es un espejo que no refleja el mar.
Nostalgia de su ruina, de su nunca jamás. El foso era finito. El puente levadizo no se volvió a elevar. Vacíos los salones. Vacías las alcobas excepto en una donde yace el esqueleto de una cama en el que veo, por fin, lo invisible.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/01/2017 a las 01:53 | {0}