¿Por qué asocia el blues con septiembre? (Cuando cayó desde un cielo abarrotado de nubes y se rompió el ala izquierda hasta el delirio, no decidió que por ser unicornio había de ser, en realidad, rinoceronte como muy bien supo inferir el señor Marco Polo)
Hay en la carretera los restos de un gato. ¿Dónde está su cabeza? ¿Dónde, dónde está su cabeza? (Por la veredita se suscita una confesión. La noción de embalsamamiento adquiere carta de naturaleza y la pasión se trastoca en fruto. No hay relincho a lo lejos. No hay cuádriga que valga. Tan sólo se escucha la voz aguardentosa de una nodriza cantándole a un niño a punto de morir una nana de despedida).
¡Valga el látigo para domarla! ¡Valga la medicina para atemperar los humores! ¡Valga la sangre menstruada para acariciar con sus coágulos la mañana! (Sobre el sofá se ha aposentado un aroma de café y vainilla. Fuera resuena agudo el capapuercos e indómita la elefante ha barritado el hallazgo del agua. No viene a cuento, lo sé, pero ella no se marchita nunca; ella no agua la fiesta; ella no se desentiende de la azalea sino que fuerte como la muralla China ha empolvado su nariz y se ha sonreído, quimérica, frente a un azogue. La ausencia ha rayado el sarcasmo. La sal era casi dulce y un puercoespín, azulado, se camuflaba como nunca entre las piedras del páramo)
Corre como mineral en marzo por la torrentera. Corre fluida. Corre y los cañaverales se mecen al compás de su carrera. Hay en la mañana un aullido de conejo y sobre la tierra se desparrama la última piel de la serpiente. Vuela la codorniz y el vencejo, aislado en el aire, suspendido para siempre, decide la dirección del mundo una vez más. (No hay en la madriguera matiz de pena. Ni surca las raíces un gusano bergantín. Quizá se manipule un poco la razón o quizá, tan sólo, sea una lágrima un poquitito falsa. Pero muy poco, como cortas y rápidas son las alas del colibrí. Hay en la profundidad del mundo una materia grasa y ella, somnolienta, ha llegado a tocarla)
Hay en la carretera los restos de un gato. ¿Dónde está su cabeza? ¿Dónde, dónde está su cabeza? (Por la veredita se suscita una confesión. La noción de embalsamamiento adquiere carta de naturaleza y la pasión se trastoca en fruto. No hay relincho a lo lejos. No hay cuádriga que valga. Tan sólo se escucha la voz aguardentosa de una nodriza cantándole a un niño a punto de morir una nana de despedida).
¡Valga el látigo para domarla! ¡Valga la medicina para atemperar los humores! ¡Valga la sangre menstruada para acariciar con sus coágulos la mañana! (Sobre el sofá se ha aposentado un aroma de café y vainilla. Fuera resuena agudo el capapuercos e indómita la elefante ha barritado el hallazgo del agua. No viene a cuento, lo sé, pero ella no se marchita nunca; ella no agua la fiesta; ella no se desentiende de la azalea sino que fuerte como la muralla China ha empolvado su nariz y se ha sonreído, quimérica, frente a un azogue. La ausencia ha rayado el sarcasmo. La sal era casi dulce y un puercoespín, azulado, se camuflaba como nunca entre las piedras del páramo)
Corre como mineral en marzo por la torrentera. Corre fluida. Corre y los cañaverales se mecen al compás de su carrera. Hay en la mañana un aullido de conejo y sobre la tierra se desparrama la última piel de la serpiente. Vuela la codorniz y el vencejo, aislado en el aire, suspendido para siempre, decide la dirección del mundo una vez más. (No hay en la madriguera matiz de pena. Ni surca las raíces un gusano bergantín. Quizá se manipule un poco la razón o quizá, tan sólo, sea una lágrima un poquitito falsa. Pero muy poco, como cortas y rápidas son las alas del colibrí. Hay en la profundidad del mundo una materia grasa y ella, somnolienta, ha llegado a tocarla)
La diferencia entre cieno y limo es que el primero es la mezcla de agua y sedimentos arcillosos que se forma en el fondo de las aguas detenidas y el segundo es el conjunto de partículas minerales muy finas que, arrastradas por las aguas, se depositan en el fondo y en las orillas de los ríos. Al cieno se le asemeja con el fango; al limo con el lodo o con el barro.
Tendré entonces que escribir: Sé que en fondo del pantano, cubierta por el cieno, la pelota roja se irá pudriendo.
También ahora sé que -por mucho que queramos- en el fondo de los lagos no habita el limo -palabra más poética, menos arrastrada que cieno de donde ciénaga o cenagal-.
De donde en el fondo de los lagos siempre hay un cenagal.
A veces, y pecando de impreciso, llamaré al cieno limo y al pantano lago porque no puedo afirmar sin duda alguna que estoy despierto y no sueño o que sueño un pantano que mi percepción recibe como lago.
La pelota roja es un tesoro. Si alguna vez tú, lector querido, navegas por las aguas del pantano y arrastra tu barca una red y en la red atrapas la pelota roja, has de saber que habrás encontrado uno de los tesoros más preciados. Porque la pelota roja es maciza y de unas proporciones perfectas para lanzarla; además los botes que provoca al bajar desde los aires son tan poderosos -e imprevisibles- que obliga a quien la persigue a tener a punto los reflejos y a ser ágil como el sabor de la uva madura en la boca.
Yo no tengo barca y a veces sueño un lago. Acepto con Descartes que nada de lo que doy por cierto ha de serlo excepto el pensamiento y porque pienso lago en vez de pantano, sé que soy Fernando o cuando menos que en ocasiones soy Fernando y que Fernando se define, única y exclusivamente, porque también piensa pantano en vez de lago.
En todo caso, si fuera un sueño, si la pelota roja se va hundiendo en el cieno del pantano en el sueño que yo creo ser vigilia, no me cabe la menor duda de que es muy posible que tú, querido lector, puedas soñar que es la madrugada, que el cejo flota sobre las aguas del pantano como si quisiera cubrirlo con un mantón de frío y humedad, que hundes tu remo en las aguas invisibles y escuchas el sonido del agua hendida con el escalofrío propio de quien se siente solo en un espacio inseguro y que de repente una carpa negra y prehistórica, con su aleta caudal, lanza al aire la pelota roja y ésta rompe el cejo (mantón que se deshilacha por la labor paciente de un gato) y cae en la cesta que llevaste contigo y que dejaste abierta en el fondo de la barca.
Y yo os digo -sea vigilia o sueño-, os digo, ¡En el cieno del pantano reposa el tesoro de la pelota roja!
Tendré entonces que escribir: Sé que en fondo del pantano, cubierta por el cieno, la pelota roja se irá pudriendo.
También ahora sé que -por mucho que queramos- en el fondo de los lagos no habita el limo -palabra más poética, menos arrastrada que cieno de donde ciénaga o cenagal-.
De donde en el fondo de los lagos siempre hay un cenagal.
A veces, y pecando de impreciso, llamaré al cieno limo y al pantano lago porque no puedo afirmar sin duda alguna que estoy despierto y no sueño o que sueño un pantano que mi percepción recibe como lago.
La pelota roja es un tesoro. Si alguna vez tú, lector querido, navegas por las aguas del pantano y arrastra tu barca una red y en la red atrapas la pelota roja, has de saber que habrás encontrado uno de los tesoros más preciados. Porque la pelota roja es maciza y de unas proporciones perfectas para lanzarla; además los botes que provoca al bajar desde los aires son tan poderosos -e imprevisibles- que obliga a quien la persigue a tener a punto los reflejos y a ser ágil como el sabor de la uva madura en la boca.
Yo no tengo barca y a veces sueño un lago. Acepto con Descartes que nada de lo que doy por cierto ha de serlo excepto el pensamiento y porque pienso lago en vez de pantano, sé que soy Fernando o cuando menos que en ocasiones soy Fernando y que Fernando se define, única y exclusivamente, porque también piensa pantano en vez de lago.
En todo caso, si fuera un sueño, si la pelota roja se va hundiendo en el cieno del pantano en el sueño que yo creo ser vigilia, no me cabe la menor duda de que es muy posible que tú, querido lector, puedas soñar que es la madrugada, que el cejo flota sobre las aguas del pantano como si quisiera cubrirlo con un mantón de frío y humedad, que hundes tu remo en las aguas invisibles y escuchas el sonido del agua hendida con el escalofrío propio de quien se siente solo en un espacio inseguro y que de repente una carpa negra y prehistórica, con su aleta caudal, lanza al aire la pelota roja y ésta rompe el cejo (mantón que se deshilacha por la labor paciente de un gato) y cae en la cesta que llevaste contigo y que dejaste abierta en el fondo de la barca.
Y yo os digo -sea vigilia o sueño-, os digo, ¡En el cieno del pantano reposa el tesoro de la pelota roja!
Crónicas enviadas por Olmo Z. desde algún lugar del Mato Grosso
Daphne: ¡Soy un hombre!
Osgood Fielding III: Nadie es perfecto
(Some like it hot)
Osgood Fielding III: Nadie es perfecto
(Some like it hot)
Digo Kenya y digo Lucy. Y a partir de Kenya y Lucy un espejismo (primeras risas sobre todo de mujeres). Tengo que hablar de nosotros y de vosotros. Tendré que establecer esa dualidad. Si tan sólo hubiera llevado conmigo un mechero (gran carcajada de toda la tribu) entenderíais el por qué de esta diferencia. Imagino listas. Imagino dibujos en la tierra para mostraros mi mundo pero luego me digo, ¡qué cojones de dibujos! (grandes risas y golpes de los pies contra el suelo de toda la tribu) ¿Por qué he de mostraros mi mundo? ¿Por qué habéis de explicarme el vuestro? Quisiera ser sencillamente vuestro bufón (gesto desafiante de los hombres). Tengo tantas ganas de ser sólo un bufón (uno de los hombre de la guardia pretoriana del jefe se levanta y me amenaza con un puño. Yo me hinco de hinojos y beso la tierra. El hombre se calma)... el bufón del rey vuestro señor (el hombre se vuelve a levantar y me da un pescozón. Yo deduzco que la palabra bufón no les gusta)... bueno, pues, el payaso. Vale, payaso entonces. No os conozco. No me conocéis. Esta selva es tan intensa. Me molesta el canuto en la polla. Me está haciendo una rozadura. Habrá que esperar a que haga callo. En mi mundo no nos ponemos canutos de madera en la polla. Nos ponemos calzoncillos (varias mujeres se levantan y parecen dar unos pasos de baile) que es una prenda que nos agarra los huevos y el pito y me imagino que también sirve para proteger de las zurraspas (gran carcajada general) la ropa más exterior que llevamos que se llama pantalón. Las mujeres no llevan calzoncillos (risitas) sino otra prenda que se llama braga o bragas y que a parte de la función que os he comentado del calzoncillo tiene otra relacionada con el erotismo. Las bragas sirven para poner cachondos a los hombres (toda la tribua se levanta. Dan vueltas unos alrededor de los otros mientras se mean -literalmente algunos- de la risa) sí, sí, os lo juro. Mujeres y hombres nos vestimos. Vestirse significa ponerse telas encima de la piel. Imagino que al principio lo haríamos para protegernos del frío pero la cosa ha cambiado muchísimo y ahora nos vestimos más para aparentar que para cubrir. ¡Oh, sí, no sabéis cuánto aparentamos! Aparentamos todos el santo día. Desde por la mañana estamos aparentando. Hemos llegado hasta tal punto de apariencia que ya no sabemos ni quiénes somos y se han creado profesiones (el hombre que me dio el pescozón emite un gruñido)... oficios (el hombre emite dos gruñidos. Deduzco que no le gusta el sonido ffff)... trabajos que intentan desentrañar la esencia verdadera de cada ser; primero fueron los chamanes (risas de los niños), luego fueron los sacerdotes y ahora, en mi mundo, son unos tipos que se llaman psicólogos o psiquiatras según faciliten f... medicinas o no. O algo así. Os hablaba del vestido. La capa siguiente a los calzoncillos (sonrisas) en los hombres son pantalones y camisa o camiseta; las mujeres también se ponen sobre los pechos (grandes risas) un sostén que tiene una doble función: aliviar a los pechos de la presión de la gravedad y engañar a los hombres haciéndoles creer que tienen los pechos firmes. En mi mundo es muy importante que una mujer tenga las tetas en su sitio hasta tal punto que muchas se hacen una operación que consiste en meterles dentro silicona para que se mantengan enhiestas. A algunas esas bolsas de silicona les explotan en las carlingas de los aviones. La silicona es un material sintético. Tras las bragas y el sostén muchas mujeres se ponen medias que también cumplen la doble función de cubrir las piernas y ponernos cachondos (grandes risas. Batir de palmas) a los machos heterosexuales (gesto unánime de admiración) luego ellas se siguen cubriendo con patalones -como nosotros- o con faldas (el hombre se levanta y me echa un gargajo en la cara. Yo me vuelvo a poner de hinojos. Dos hombres lo agarran porque parecía dispuesto a darme una buena tunda. El jefe se levanta. Todos se levantan. El jefe se retira. Todos se retiran tras él. Al pasar cerca de mí me ponen una mano en el hombro. Me quedo solo).
Narrativa
Tags : Las homilías de un orate bancario Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/08/2017 a las 12:58 | {0}Crónicas enviadas por Olmo Z. desde algún lugar del Mato Grosso
Es la noche. La quinta desde que llegué a esta aldea. La tribu con la que habito -a la que llamaré los titipíes- me cazó clavándome una flecha con veneno en la yugular. No fue toda la tribu, claro, sino tres guerreros/cazadores que -camuflados entre el follaje de la selva y dada mi nula pericia para discernir pinturas en un rostro y plumas en una cabeza de arbusto y pájaro- se toparon conmigo cuando seguían la pista de un tapú (puede que no fuera un tapú; puede que no estuvieran de caza pero por mi cultura de documental televisivo imagino que tres indígenas armados con arcos, flechas, pintados como puertas y sin hacer apenas ruido -para mis oídos ningún ruido- no deben de estar haciendo otra cosa que cazar). Me desperté -bueno, en realidad no me dormí. El principio activo del veneno me dejó en un estado de semiinconsciencia y paralización de mi cuerpo que me pareció llamativo. Podía pensar pero no podía dirigir mi pensamiento. Tenía la sensación de voluntad pero no podía ejercer esa voluntad- en un bohío de suelo de tierra y la vuelta a la plena posesión de mis facultades psicofísicas fue lenta y podría decir que casi dolorosa porque en el fondo de mí prefería estar en el estado anterior donde la apariencia de la voluntad chocaba con la realidad de la inacción. En fin que cuando me hube restablecido del todo me di cuenta de que estaba completamente desnudo excepto por un canuto de madera -o caperuzón- con el que me habían cubierto la polla y que habían atado con lo que parecía cuero a mi cintura. El canuto mediría unos veinte centímetros cosa que me hizo sonreír y tenía un grosor lo suficientemente holgado por si sufría una erección. Fuera se escuchaban los sonidos propios de una comunidad de humanos y por la luz que se filtraba a través de las paredes vegetales del bohío deduje que debía de ser la tarde (lo deduje porque sí. Desconozco del todo cómo distinguir la luz de un amanecer de la luz de un atardecer a través de las paredes de un bohío en mitad de una selva).
Al rato entró una vieja por completo desnuda excepto por una tira de cuero que rodeaba su cintura y dejó frente a mí un cuenco con líquido y otro con comida. No me miró. Al salir dijo algo así como: Dij utili. Dij utili. Yo le respondí, Gracias, señora y de repente la vieja se empezó a descojonar de risa y haciendo grandes aspavientos salió de la choza. Me disponía a comer tras haberle dado un buen trago a algo que no era agua pura y haber olido la comida- que, por cierto, olía de maravilla; un olor muy parecido a un guiso de gamo- cuando entraron, acompañados por la vieja, cuatro hombres. Uno de ellos marchaba el primero con lo que deduje que debía ser el jefe de la tribu, luego iban los otros tres y por último la mujer que seguía muerta de risa. El canuto que cubría la polla del jefe era mucho más largo que el mío y también lo eran, aunque menos, los que cubrían las pollas de los otros tres. El jefe se me acercó y me dijo: Dij utili. Dij utili. Yo hice un gesto de sometimiemto (por si las moscas) y contesté: Sí, está muy rica, señor, gracias, gracias. En ese momento todos estallaron en unas risotadas tremendas incluso uno de los hombres se tiró al suelo y empezó a revolcarse. Yo no pude por menos que empezar a reírme también, al principio con cierta timidez pero luego me dejé ir y uní mi risa sonora y grave a las suyas más agudas, casi chillonas. Calmado un poco el ataque risorio se fueron dejándome de nuevo solo y yo, más tranquilo, me puse a comer.
Nada me impedía salir de la choza así es que cuando me entraron unas ganas tremendas de evacuar salí y pronto me vi rodeado de una chiquillería curiosa que no cesaba de tocarme y de darme pellizquitos mientras reían y me hacían muecas que yo no sabía de ninguna de las maneras descifrar. Una mujer se acercó a mí y con una especie de grito muy sutil, casi cariñoso, sin hacer gesto alguno ni mostrar enfado me quitó de encima a los chiquillos. Yo me cagaba vivo y llevándome las manos a las tripas y haciendo un gesto de dolor intenté hacerle saber a la mujer mi necesidad cosa que ella entendió y poniéndose a caminar me condujo a lo que, en nuestra civilización, serían los servicios y que allí era una explanada con unos hoyos excavados en hilera. La mujer se alejó unos pasos de mí y se quedó mirando. Yo le hice el gesto de que se fuera con la mano y ella lo repitió y esbozo una sonrisa nada desdeñable. Era tal mi necesidad que sin poder aguantarme me puse en cuclillas y me alivié. Una vez hube terminado me fijé que junto a los hoyos había unas hojas blandas y grandes como de aloe y con ellas me limpié. Fue muy agradable porque sentí un frescor en el ano como jamás había sentido. Tapé el hoyo con un monticulito de tierra que se encontraba justo detrás, sonreí y la mujer me condujo de nuevo a la aldea y allí me dejó a mi libre albedrío.
Los cuatro días siguientes hasta esta noche quinta podría decir que fueron de tanteo. El jefe o rey o emperador o lo que fuera me venía a ver cada mañana y me decía, Cuequi. Yo le respondía, Bien, muy bien, gracias. Entonces él y su séquito volvían a descojonarse y se iban muy contentos por algo que yo no lograba entender. La vieja me traía la bebida y la comida y me decía, Dij utili con lo que yo deduje que esa frase se podría traducir por Coma usted. Me fijé que toda la tribu -que estaría compuesta por no más de cien personas- comían juntos y por las noches, alrededor de una hoguera, hablaban en un orden invariable: primero uno de los niños, luego uno de los hombres y por último una de las mujeres. A mí no me impedían participar en aquellas comidas ni en las veladas nocturnas pero tampoco me invitaban a ellas, así es que decidí, por cortesía, mantenerme alejado. Fue la noche del quinto día -luna nueva- cuando los tres hombres que siempre acompañaban al jefe entraron en mi choza al anochecer, me pintaron la cara con pigmentos blancos y negros, me pusieron un pendiente con una pluma en la oreja izquierda -lo que me sorprendió porque el dolor no fue tanto como había imaginado-, dos de ellos me tomaron de las manos y me condujeron hasta la asamblea. Al llegar me sentaron junto a los niños y cuando todos los que aquella noche hablaban hubieron terminado, el jefe, con una gran sonrisa y extendiendo la mano hacia mí, me dio la palabra.
Al rato entró una vieja por completo desnuda excepto por una tira de cuero que rodeaba su cintura y dejó frente a mí un cuenco con líquido y otro con comida. No me miró. Al salir dijo algo así como: Dij utili. Dij utili. Yo le respondí, Gracias, señora y de repente la vieja se empezó a descojonar de risa y haciendo grandes aspavientos salió de la choza. Me disponía a comer tras haberle dado un buen trago a algo que no era agua pura y haber olido la comida- que, por cierto, olía de maravilla; un olor muy parecido a un guiso de gamo- cuando entraron, acompañados por la vieja, cuatro hombres. Uno de ellos marchaba el primero con lo que deduje que debía ser el jefe de la tribu, luego iban los otros tres y por último la mujer que seguía muerta de risa. El canuto que cubría la polla del jefe era mucho más largo que el mío y también lo eran, aunque menos, los que cubrían las pollas de los otros tres. El jefe se me acercó y me dijo: Dij utili. Dij utili. Yo hice un gesto de sometimiemto (por si las moscas) y contesté: Sí, está muy rica, señor, gracias, gracias. En ese momento todos estallaron en unas risotadas tremendas incluso uno de los hombres se tiró al suelo y empezó a revolcarse. Yo no pude por menos que empezar a reírme también, al principio con cierta timidez pero luego me dejé ir y uní mi risa sonora y grave a las suyas más agudas, casi chillonas. Calmado un poco el ataque risorio se fueron dejándome de nuevo solo y yo, más tranquilo, me puse a comer.
Nada me impedía salir de la choza así es que cuando me entraron unas ganas tremendas de evacuar salí y pronto me vi rodeado de una chiquillería curiosa que no cesaba de tocarme y de darme pellizquitos mientras reían y me hacían muecas que yo no sabía de ninguna de las maneras descifrar. Una mujer se acercó a mí y con una especie de grito muy sutil, casi cariñoso, sin hacer gesto alguno ni mostrar enfado me quitó de encima a los chiquillos. Yo me cagaba vivo y llevándome las manos a las tripas y haciendo un gesto de dolor intenté hacerle saber a la mujer mi necesidad cosa que ella entendió y poniéndose a caminar me condujo a lo que, en nuestra civilización, serían los servicios y que allí era una explanada con unos hoyos excavados en hilera. La mujer se alejó unos pasos de mí y se quedó mirando. Yo le hice el gesto de que se fuera con la mano y ella lo repitió y esbozo una sonrisa nada desdeñable. Era tal mi necesidad que sin poder aguantarme me puse en cuclillas y me alivié. Una vez hube terminado me fijé que junto a los hoyos había unas hojas blandas y grandes como de aloe y con ellas me limpié. Fue muy agradable porque sentí un frescor en el ano como jamás había sentido. Tapé el hoyo con un monticulito de tierra que se encontraba justo detrás, sonreí y la mujer me condujo de nuevo a la aldea y allí me dejó a mi libre albedrío.
Los cuatro días siguientes hasta esta noche quinta podría decir que fueron de tanteo. El jefe o rey o emperador o lo que fuera me venía a ver cada mañana y me decía, Cuequi. Yo le respondía, Bien, muy bien, gracias. Entonces él y su séquito volvían a descojonarse y se iban muy contentos por algo que yo no lograba entender. La vieja me traía la bebida y la comida y me decía, Dij utili con lo que yo deduje que esa frase se podría traducir por Coma usted. Me fijé que toda la tribu -que estaría compuesta por no más de cien personas- comían juntos y por las noches, alrededor de una hoguera, hablaban en un orden invariable: primero uno de los niños, luego uno de los hombres y por último una de las mujeres. A mí no me impedían participar en aquellas comidas ni en las veladas nocturnas pero tampoco me invitaban a ellas, así es que decidí, por cortesía, mantenerme alejado. Fue la noche del quinto día -luna nueva- cuando los tres hombres que siempre acompañaban al jefe entraron en mi choza al anochecer, me pintaron la cara con pigmentos blancos y negros, me pusieron un pendiente con una pluma en la oreja izquierda -lo que me sorprendió porque el dolor no fue tanto como había imaginado-, dos de ellos me tomaron de las manos y me condujeron hasta la asamblea. Al llegar me sentaron junto a los niños y cuando todos los que aquella noche hablaban hubieron terminado, el jefe, con una gran sonrisa y extendiendo la mano hacia mí, me dio la palabra.
Narrativa
Tags : Las homilías de un orate bancario Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2017 a las 13:46 | {0}Crónicas enviadas por Olmo Z. desde algún lugar del Mato Grosso
Antes de dar paso a las homilías -en su sentido etimológico, es decir, conversaciones familiares- bueno será que le cuente de modo muy resumido como es que me encuentro en algún lugar de las selvas del Matto Grosso cuando lo último que usted supo de mí es que estaba encerrado en un manicomio en la ciudad de Acra, capital de Ghana, en el Este de ese continente que no existe llamado África. Lo primero que debo reinvidicar es mi cordura. Yo no estoy jodidamente loco como aseguraba el psiquiatra Marcel Duchamp mientras observaba cómo las internadas meaban en los bidés. Para él la meada de una loca en un bidé era una prueba irrefutable de la existencia de la Virgen. En todo caso ésa es otra historia que no sé si algún día contaré. El pedazo de cabrón del doctor Duchamp me atiborraba a píldoras rojas pero como quienes me las suministraban eran los enfermeros y como los enfermeros -en Acra y en todo el mundo- son tan incompetentes como los doctores y su aburrimiento a la hora de ejercer su labor corre parejo con su falta de atención, pronto pude empezar a meterle las putas píldoras a un compañero de sala que estaba catatónico desde el día en que llegué. Y así una noche -tras haber tenido por la mañana una sesión con el doctor Duchamp el cual interpretó un sueño mío mientras hacía humear una cachimba con un tabaco recién llegado de la Côte d'Ivoire de un olor intenso semejante en todo al coño de una mujer impúdica- decidí escapar. Y así lo hice. En la madrugada abandoné la sala donde dormía con otros cuarenta locos no sin antes asfixiar al catatónico para que por fin pudiera realmente descansar y amparado en la oscuridad de una noche de luna nueva llegué hasta el muro, lo escalé más mal que bien y me cagué en el padre del que lo coronó con cristales. Me corté las manos, me corté las piernas pero lo peor es que me corté las tripas y así, desangrándome, corrí mientras pude y luego me arrastré hasta la orillas del río -creo que es el Senegal- para morir ahogado por un afán de darle en las pelotas al doctor psiquiatra que aseguraba que yo sufría de hidrofobia. Me gustaría encontrar alguna imagen poética que mezclara la oscuridad de las aguas del río con mi sangre oscura pero la poesía me la paso por el orto y así la imagen es que me deslicé en el agua dispuesto a morir y me desmayé.
¿Qué ocurrió para que me despertara al cabo de varios días en una caravana de una ONG en plena llanura del Congo? Ni puta idea. Ni ganas de preguntarlo. Me hice el ausente hasta que cuando estábamos llegando a a la ciudad de Quelimane en el país de Mozambique, escuché a una de las bondadosas voluntarias blancas -que había ido a a follarse a un pedazo negraco con un rabo de mil demonios justo a mi lado en la tienda que hacía de enfermería- que al día siguiente me iban a dejar en un hospital de la ciudad. Huí tras escuchar los gozos de la voluntaria con el macho que la montaba -que fueron intensos y largos y cuya eyaculación fuera del sexo de la mujer, abundante y fresca, me salpicó la cara-. Sin pensar -he de reconocerle querido Loygorri que dejé de hacerlo antes incluso de huir del manicomio de Acra- llegué hasta el puerto y allí me oculté en la sentina de un bajel y me quedé dormido. Cuando desperté atravesábamos el Canal de Mozambique rumbo a Madagascar.
No quiero extenderme mucho en este relato, tiempo habrá de conocer algunas anécdotas jugosas. Sólo debe saber que en Madagascar cambié de nave y esta vez logré esconderme en un barco de esclavos norcoreanos que iban a ser trasladados desde las refinerías petroleras del Golfo Pérsico hasta las industrias madereras del Brasil. Por supuesto y como puede imaginar yo no tenía ni idea de dónde iba pero todo me parecía bien mientras estuviera en movimiento sobre el suelo ondulante del mar para demostrarle al cabronazo del doctor Duchamp que mi supuesta hidrofobia había sido, cuando menos, un diagnóstico aventurado. Fue durante esta travesía cuando descubrí el placer de comer pescado crudo.
Por fin, un día de algún mes, desembarqué en la ciudad de Aracajú y pocas semanas más tarde me interné en las selvas del Matto Grosso.
Sirva este preámbulo para iniciar mis homilías.
¿Qué ocurrió para que me despertara al cabo de varios días en una caravana de una ONG en plena llanura del Congo? Ni puta idea. Ni ganas de preguntarlo. Me hice el ausente hasta que cuando estábamos llegando a a la ciudad de Quelimane en el país de Mozambique, escuché a una de las bondadosas voluntarias blancas -que había ido a a follarse a un pedazo negraco con un rabo de mil demonios justo a mi lado en la tienda que hacía de enfermería- que al día siguiente me iban a dejar en un hospital de la ciudad. Huí tras escuchar los gozos de la voluntaria con el macho que la montaba -que fueron intensos y largos y cuya eyaculación fuera del sexo de la mujer, abundante y fresca, me salpicó la cara-. Sin pensar -he de reconocerle querido Loygorri que dejé de hacerlo antes incluso de huir del manicomio de Acra- llegué hasta el puerto y allí me oculté en la sentina de un bajel y me quedé dormido. Cuando desperté atravesábamos el Canal de Mozambique rumbo a Madagascar.
No quiero extenderme mucho en este relato, tiempo habrá de conocer algunas anécdotas jugosas. Sólo debe saber que en Madagascar cambié de nave y esta vez logré esconderme en un barco de esclavos norcoreanos que iban a ser trasladados desde las refinerías petroleras del Golfo Pérsico hasta las industrias madereras del Brasil. Por supuesto y como puede imaginar yo no tenía ni idea de dónde iba pero todo me parecía bien mientras estuviera en movimiento sobre el suelo ondulante del mar para demostrarle al cabronazo del doctor Duchamp que mi supuesta hidrofobia había sido, cuando menos, un diagnóstico aventurado. Fue durante esta travesía cuando descubrí el placer de comer pescado crudo.
Por fin, un día de algún mes, desembarqué en la ciudad de Aracajú y pocas semanas más tarde me interné en las selvas del Matto Grosso.
Sirva este preámbulo para iniciar mis homilías.
Narrativa
Tags : Las homilías de un orate bancario Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/08/2017 a las 12:22 | {2}
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/09/2017 a las 12:27 | {0}