Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
En la mañana tuvo una precaución excesiva al conducir. Tenía la sensación de ir un segundo por detrás del presente. Esa carretera que conocía le parecía nueva. Quizá seguía incrustado en él la idea de que tocaba peor que hace diez años o que el desprecio del mundo iba haciendo mella. Ligero tobogán, pensaba, mientras las rotondas se sucedían y en una de ellas tomó un riesgo innecesario porque fue consciente de haber tenido una ausencia. Se dirigía a algún sitio, una mansión cerca de la gran ciudad con jardín, piscina y esculturas, tardaba en saber por qué iba allí. Luego ya lo sabía y seguía conduciendo con la sensación de que si había algún día en el que pudiera tener un accidente, éste, hoy, era el día.
Tuvo imágenes de los grandes dolores de su mundo burgués. Se sucedían a ráfagas y cada ráfaga le transmitía la angustia, la ansiedad, el miedo que son emociones que deambulan por las almas de los hombres cuando algo terrible está punto de pasar. Rememoraba la tragedia, la sentía físicamente; quizá por eso había buscado la distancia. Tenía miedo. No era valiente, pensó cuando tomaba el carril de incorporación a la autopista. No, no era el mejor momento. Incorporarse requiere ciertas dosis de valentía y de prudencia.
Soledad y velocidad. Hubo un momento en el que supo que llegaría a la mansión y que su reloj se había ajustado al reloj del mundo. A partir de entonces, a lo largo de todo el día, sintió una congoja constante; ni el paisaje del atardecer, ni la carrera, ni la música, ni la interpretación correcta de una pieza de Bob Marley, ni la cena que le quedó rica, ni la ternura de las gentes humildes vistas a través de los ojos de un hombre bueno, ni el inicio de una historia, ni el silencio de la noche, ni la voz en la distancia , ni cuando se oyó a sí mismo decir Aleluya, ni una respiración honda, ni la inmensidad del espacio junto a la brevedad de la vida, ni el recuerdo de su tata, ni la curiosidad que aún le alimentaba, ni disfrutar de la luz, ni mantener vivo tantos años al arce japonés, ni la amistad auténtica, nada lograba arrancarle esa punzada de dolor que si bien dolía también le permitía componer su Interludio 8 para piano y orquesta de cámara; un dolor que le iría agotando hasta dejarle profundamente dormido  como el niño que se ha quedado exhausto tras haber llorado mucho.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/09/2018 a las 01:08 | Comentarios {0}


Ha ascendido con el trabajo propio de quien asciende la sima con el fuego a sus pies. Quedan restos en su pensamiento de unas torturas lentas como si el pico de la tortuga le arrancara los labios durante la eternidad. No hay que rechazar en absoluto la palabra miedo. Es una palabra que existe y planea constantemente entre los adultos que en sus días de niños fueron maltratados. Cuando vislumbra el borde de la sima empieza a sentir que allá, en la superficie, soplará un viento abrasador. Imagina, agarrado a piedras afiladas que hacen pequeños cortes en las yemas de sus dedos, que la superficie ha de ser un lugar desértico donde la luz se vuelve cegadoramente gris y la vida ha dejado paso al páramo. No se pregunta, no se quiere preguntar, ¿por qué entonces huir del caldero donde una hurí parecía hacerle las delicias al barquero mientras le miraba a él y le sonreía -o era mueca de sonrisa-? Ascender parece ser la orden y decir siempre la verdad, no arriesgar conocimientos, no saber más que lo permitido porque de nuevo el castigo del dios del verbo será inmisericorde. Si ascender es la orden, se asciende y si al llegar a la cima de la sima el paisaje invita a escarbar la tierra y enterrarse vivo -con las manos propias- sea. Agrietados los labios. Sangrientas las manos. Desolladas las rodillas. Lacerado el costado. Casi dormidas las piernas. Quemando la última glucosa los glúteos. Boqueando, así piensa la palabra huida y luego el término comedia se le viene a la cabeza lo que le provoca un mareo propio de las gentes no acostumbradas a la mar. Casi superado el pozo, cuando escucha el bramido de la nada, cree intuir que no está donde cree estar y que probablemente la naturaleza sea mucho más cruel de lo que él haya podido jamás imaginar.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/09/2018 a las 13:42 | Comentarios {0}


Reflexión de Isaac Alexander que envió a su sobrino -al que apodaba el pseudo-Lucilo- en el reverso de una tarjeta postal enviada desde Portland, Oregon y con fecha de matasellos del 22 de abril de 1973.


De ti dirán, querido pseudo-Lucilo, que dejaste de sentir la erótica. Un día, una mujer, te mirará con los ojos guasones y te dirá, ¡Oh, tú, hombre de Pijo Indomable, cuánto has cambiado! Y luego te alborotará los cabellos como se hace con los chicos cuando se les perdona el castigo. Y tú mismo, un día, te irás a la cama pensando en que ya nada es como antes y que ese deseo indómito de la sexualidad con dama había dejado de ser insoportable.
Es muy importante entonces que mires la tarde, sobrino, y los colores de la tarde sobre todas las cualidades de la tarde y cuando estés mirando esa luz que declina y es brava a un mismo tiempo, recuerdes la luz de las dos de la tarde y observes -con los cuidados indispensables- la esfera ardiente del sol en el cenit de la bóveda celestial y sugieras una analogía entre esa esfera ardiente y el sexo de una mujer y extiendas la metáfora a la bóveda celeste y la conviertas en vientre.
Nada atañe tanto a la verdad como el símbolo.
Y tras esto y cuando lleguen las noches de luna llena, sal de la ciudad y en la plenitud de la luz lunar en la bóveda oscura del cielo, imagina que tu falo es esfera blanca que genera azul y extiende la metáfora a la bóveda oscura y conviértela en vientre  que como muro cóncavo, contenga la ardiente atmósfera de un universo en llamas.
Las estrellas son fulgor de incendio.
Toda la erótica se contiene en la intensidad gravitacional de una estrella engullida a sí misma. 
Materia y energía oscuras (esos son los gametos de la erótica).
También la órbita que obliga al movimiento.

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/04/2018 a las 20:06 | Comentarios {0}


Vuelvo a ti tras el periplo. No quieras saber. Fue largo. Desanduve mis propias creencias y caí de hinojos un amanecer de invierno ante mis pares. Que libré batallas te lo contarán otros; de las heridas las cicatrices son huellas; los amores fueron de burdel y poco más con lo que no es necesario ni siquiera que me confiese ante ti ni ruegue tu perdón; fueron muchas las noches en vela; muchos fueron los vivacs entre vientos furibundos, lluvias tempestuosas o calores tórridos que ni las alimañas eran capaces de soportar, lo que me enseñó que la mayor de todas es el hombre; fuimos atacados por manadas de lobos; soporté la furia de una osa y sus zarpas me dolerán por siempre cuando el tiempo cambie; desperté con la serpiente alrededor de mi cuello a punto de tragarme; descubrí entre la arena de unas playas ignotas que los animales invisibles son los más odiosos y sus llagas se infectan y sus mordeduras son tan horrendas como llamaradas de volcán; del mundo de los mares tan sólo confirmar que ha de estar loco quien fía su alimento y su vida a esos continentes de agua. No embarques nunca si puedes evitarlo. Quédate en tierra aunque la peste ronde cerca porque los mares son territorios del diablo donde la muerte más terrible acecha tras cada ola y los días se revuelven en un mismo olor a vómito y ausencias; te lo digo yo que he recorrido desde los cálidos mares del sur del mundo hasta los gélidos mares del norte donde las orcas se comían a los hombres tras jugar un rato con ellos como si fueran balones.
He vuelto y ya no soy el mismo y aunque no pienso morirme antes de tiempo ni voy a ir en busca de la Parca tampoco deseo permanecer aquí ni un segundo más del necesario porque ya conozco los ciclos y sus tiempos y ni el fuego de San Telmo, ni las auroras boreales, ni las luciérnagas en las selvas del Trópico, ni las voces agudas de los delfines, ni el vuelo majestuoso del cóndor ni las cataratas que llaman de Iguazú, ni la piel azul de unas mujeres, ni las cabezas reducidas que te traigo como ofrenda, ni los millones de gusanos de seda que vi un día, ni los dátiles que comí en un oasis, ni la persecución de cien serpientes contra un lagarto en un desierto del que olvidé el nombre pero no olvidé que el lagarto venció a las cien serpientes, ni la frescura de un coco, ni la belleza de una ermita camino de Santiago, nada de todo ello, te digo, me atrae hacia la vida, ni subyuga mi voluntad de morir en su momento un rezo o una visión ni la palabra de una vieja sabia que me encontré en Méjico una noche en la que no había luna. Ya nada me irrita. Ya nada me calma. Tan sólo te pido que me dejes sentarme en la hamaca para contemplar cómo la luz del día se eleva y declina, una y otra vez, una y otra vez así el humo se eleva siempre y el agua ha de caer.
No estoy viejo. Me quedan fuerzas. Es ternura lo que siento de haber sido como todos el primer hombre y como todos haberme dado cuenta de ello demasiado tarde.
Déjame -aunque sea sacrílego- terminar diciendo Amén.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/01/2018 a las 00:35 | Comentarios {0}


A M.


Te he visto temblar bajo la luz del miedo
Cuando se abren los brazos la aurora se despista hacia la noche
No llores, querida mía, porque si fuiste una bestia ahora eres cándida como una anciana
También tú tienes derecho a no haber sabido nada
Lo hermoso es que al fin, un día, puedas definirte con la risa
Porque te he visto bajo la luz del miedo
porque creo que ahora siento más cercana tu mirada y tu voz tiene el eco de esas voces jóvenes, llenas de pujanza
No pasa nada
Yo creo que tú ya sabes que nunca pasará nada
por más que sesudos seres humanos busquen, rebusquen, hurguen, atiendan, vislumbren, se apoyen en, luchen contra, así es la luz y así es la sombra
Ahora en cambio cuando quieres llorar lloras y cuando quieres reír ríes y te gusta ser algo malvada como a las niñas malas algunas mañanas de verano
Yo te ofrezco mi mano y también mis oídos. No mis orejas. mis oídos y te lo digo desde cierta compresión del sentir de los lamas (¡Oh, vanidad! ¡Cuánta vanidad aún en mí!) pero déjame también definirme. Te digo entonces que yo te regalo mis oídos porque el tiempo de las palabras está a punto de terminar. ¡Qué inútil todo esto! ¡Cuántos abrazos pudieran habernos faltado! Por falta de costumbre. Por el terror en las manos... y en el amor.
Y quiero decirte que sí. No sientas que has de tener la confirmación de nadie. Fuiste catedral. Barroca catedral castellana por más que yo, por ejemplo, te hubiera preferido ermita románica, lugar de recogimiento y rezo. Sólo que las tardes se hicieron pesadas y el terror llamó a nuestra puerta e inundó la casa y la llenó de suciedad cientos de años, miles de siglos, casi toda la eternidad. Porque el miedo, ya tú lo sabes, tan sólo es sucio
Ahora por las mañanas
Hace nada era diciembre y caminabas en ropa interior por tu alcoba
Hace nada apenas pude rendirme a la evidencia de que tardaría años, casi toda una vida, en sentir sincera tu risa
Más aún casi no me llegó la vida para oirla. Y es bella. Es bellísima
No así la verdad que buscan sesudos seres humanos (yo entre ellos porque tengo algo de la Maga de Rayuela, de su ingenuidad y de su deseo terrible de saber) a los cuales admiro por sus verdades algunas de las cuales me emocionan hasta el delirio y los busco y los vuelvo a escuchar o a leer o a mirar una y otra vez aunque suelen ser verdades tristísimas porque la vida no se hizo para alegrías y por eso la comedia tiene tanto de mecanismo de relojería, es decir, de falsedad de las medidas
Ríe entonces
Yo ya me callo que mañana tengo que madrugar y por los zócalos de la casa pasea una polilla que no sabe que es invierno
Por  mi visión pasean manchas
Fármacos
Los últimos días
El veneno de la vida

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2018 a las 00:13 | Comentarios {0}


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