AP/23-TB/02*
* Para entender la signatura leer entradilla del primer capítulo
Podría decir que no recuerdo muy bien haber bebido durante la noche o que fue sin darme cuenta, que no recordé que tenía el estómago vacío (esto es cierto, querida condesa, no sé por qué no había comido a lo largo de toda la jornada). La verdad es que pedí que me subieran una botella de ron añejo y así, a sorbitos, lo fui bebiendo hasta que debí caer rendido porque al hecho de no comer he de añadir que llevaba demasiadas horas sin dormir. Quedarse solo. Alejarse de lo amado. Saber que todo ha terminado y que por lo tanto todo empieza genera en mí una suerte de melancolía que me lleva a beber. Si le añado que la habitación me evocaba la pasión de tus ojos quizá había creado el clima perfecto -sin darme cuenta- para cogerme una curda de cojones.
Me desperté al amanecer, muerto de frío, hecho un ovillo sobre la cama sin abrir. Eran las seis y media de la mañana y Zürich como buena ciudad del dinero ya estaba en pie. Ya conoces -o no- aquel adagio: el dinero se amasa por la mañana y se dilapida por la noche. Sé que mi primer pensamiento o mejor dicho el primer pensamiento que me permitió la cabeza después de sentir que me estaba estallando eternamente, fue que menuda pinta iba a tener en mi primer día de trabajo. Así es que haciendo un esfuerzo extraño en mí me levanté y me di una de las duchas más largas de mi vida. Pedí luego un buen desayuno y a pesar de un estómago empeñado en no albergar nada en sí, poco a poco lo fui domeñando y así tras un par de cafeteras, unas cuantas vomitonas y el paso del tiempo, a las ocho y media me sentí lo suficientemente sereno como para presentarme ante el librero Pavel. Como único rastro de la borrachera me quedó a lo largo de la mañana un ligero temblor en las manos.
A las nueve y cuarto abrí la puerta de la librería y el sonido agudo de una campanilla casi destroza mis nervios. No había nadie y Pavel se entretuvo un poco en salir de la trastienda. Pavel Romanov es un hombre gordo, muy gordo, con un parecido casi mágico con el Orson Welles de Sed de Mal; fuiste tú quien me dijo que era primo tercero del zar Nicolás y fue él quien me lo desmintió y sin embargo te creo a ti porque la mirada es igual a la del zar y tiene un no sé qué aristocrático que intenta disimular con ademanes campechanos que me llevan a pensar que este hombre antes preferiría declararse mujer que familiar del último zar de todas las Rusias. Y eso que han pasado casi cincuenta años. He conocido compañeros míos de los días en los campos de concentración nazis que al verme, pasado el tiempo, han negado haber estado nunca allí. El horror se borra también negándolo. Venga de donde venga, me estrechó con fuerza la mano, me agradeció de nuevo que hubiera aceptado el trabajo, me volvió a explicar que él ya no podía ocuparse de esos asuntos por su peso y que necesitaba a alguien como yo, dijo, delgado e instruido, lo cual como podrás imaginar me hizo sonreír. Sin demasiados preámbulos me entregó una tarjeta con una dirección y un sobre para las dietas y excusándose con que tenía un día muy atareado me citó para la semana siguiente a la misma hora y en el mismo lugar. Ya en la puerta me dijo: Siempre tendrás una semana para tasar las bibliotecas a las que te envíe, ni un día más ni un día menos. Al quinto día harás la oferta que yo te diga y al séptimo hayan aceptado o no volverás para informarme. Así lo haré, le dije yo y salí a la calle para buscar un café donde poder beber un cognac -era la única manera de que se me pasase el temblor de las manos-. Sentado frente al río, cerca del Ayuntamiento, dejé de temblar y pude leer la tarjeta que me había entregado mi jefe. Pertenecía a una mujer llamada Catherine Evans viuda de un tal Saint-Simon que vivía en un pueblecito de la costa atlántica francesa llamado Mimizan, en el golfo de Vizcaya (un francés diría de Gascogne). Para las dietas Pavel había sido generoso y me había entregado dos mil francos suizos y como no hay mejor motivador en el mundo que sentirte justamente valorado y siendo que la mejor manera de valorar a otro es su precio, decidí ponerme en marcha ese mismo día y tomar un tren hacia mi primer destino como tasador de bibliotecas.
Me desperté al amanecer, muerto de frío, hecho un ovillo sobre la cama sin abrir. Eran las seis y media de la mañana y Zürich como buena ciudad del dinero ya estaba en pie. Ya conoces -o no- aquel adagio: el dinero se amasa por la mañana y se dilapida por la noche. Sé que mi primer pensamiento o mejor dicho el primer pensamiento que me permitió la cabeza después de sentir que me estaba estallando eternamente, fue que menuda pinta iba a tener en mi primer día de trabajo. Así es que haciendo un esfuerzo extraño en mí me levanté y me di una de las duchas más largas de mi vida. Pedí luego un buen desayuno y a pesar de un estómago empeñado en no albergar nada en sí, poco a poco lo fui domeñando y así tras un par de cafeteras, unas cuantas vomitonas y el paso del tiempo, a las ocho y media me sentí lo suficientemente sereno como para presentarme ante el librero Pavel. Como único rastro de la borrachera me quedó a lo largo de la mañana un ligero temblor en las manos.
A las nueve y cuarto abrí la puerta de la librería y el sonido agudo de una campanilla casi destroza mis nervios. No había nadie y Pavel se entretuvo un poco en salir de la trastienda. Pavel Romanov es un hombre gordo, muy gordo, con un parecido casi mágico con el Orson Welles de Sed de Mal; fuiste tú quien me dijo que era primo tercero del zar Nicolás y fue él quien me lo desmintió y sin embargo te creo a ti porque la mirada es igual a la del zar y tiene un no sé qué aristocrático que intenta disimular con ademanes campechanos que me llevan a pensar que este hombre antes preferiría declararse mujer que familiar del último zar de todas las Rusias. Y eso que han pasado casi cincuenta años. He conocido compañeros míos de los días en los campos de concentración nazis que al verme, pasado el tiempo, han negado haber estado nunca allí. El horror se borra también negándolo. Venga de donde venga, me estrechó con fuerza la mano, me agradeció de nuevo que hubiera aceptado el trabajo, me volvió a explicar que él ya no podía ocuparse de esos asuntos por su peso y que necesitaba a alguien como yo, dijo, delgado e instruido, lo cual como podrás imaginar me hizo sonreír. Sin demasiados preámbulos me entregó una tarjeta con una dirección y un sobre para las dietas y excusándose con que tenía un día muy atareado me citó para la semana siguiente a la misma hora y en el mismo lugar. Ya en la puerta me dijo: Siempre tendrás una semana para tasar las bibliotecas a las que te envíe, ni un día más ni un día menos. Al quinto día harás la oferta que yo te diga y al séptimo hayan aceptado o no volverás para informarme. Así lo haré, le dije yo y salí a la calle para buscar un café donde poder beber un cognac -era la única manera de que se me pasase el temblor de las manos-. Sentado frente al río, cerca del Ayuntamiento, dejé de temblar y pude leer la tarjeta que me había entregado mi jefe. Pertenecía a una mujer llamada Catherine Evans viuda de un tal Saint-Simon que vivía en un pueblecito de la costa atlántica francesa llamado Mimizan, en el golfo de Vizcaya (un francés diría de Gascogne). Para las dietas Pavel había sido generoso y me había entregado dos mil francos suizos y como no hay mejor motivador en el mundo que sentirte justamente valorado y siendo que la mejor manera de valorar a otro es su precio, decidí ponerme en marcha ese mismo día y tomar un tren hacia mi primer destino como tasador de bibliotecas.
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Tasador de bibliotecas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/12/2018 a las 00:11 | {0}