...desaparecía extrañamente; desaparecía el camino; cada pedazo de tierra disuelto en una niebla blanca. Ceguera blanca. Colmillo de ceguera blanca; melancolía de la leche aire; un bajo que persigue con su gravedad la no vista, niebla blanca en la noche negra; un piano, sí, un piano con las teclas invertidas (las negras blancas, las blancas negras); cae rayo negro en superficie blanca; se ve el graznido del cuervo, blanco gris de madrugada; blanca la ceguera otoñal; puertas blancas en el alba; manos que se mueven inquietas bajo una falda, la falda del mantel de una mesa camilla en Australia, hacia 1876; coincidencias; el perro cerrado en la habitación fría; espera una comedia a ser diseccionada y susurra la ceguera blanca un melisma viejo como la creencia en los dioses; son cantos de los algodonales; son caras marcadas por la esclavitud; son sfumatos... Leonardo, sé cruel y sácame un ojo cuando mañana las salves a la virgen se diluyan en el líquido germinal o en la nata de la leche de vaca; que sube la ceguera blanca; que aúlla la ceguera blanca; que la ceguera blanca se llena de puntitos negros y la almohada tiene algo -muy poco- de caricia de maîtresse. Llueve lluvia de oro sobre la ceguera blanca; llueven óvulos sobre la espalda mientras el caballo se deja crecer las alas para despegar del mundo hasta que éste quede convertido en territorio de águila; aguijones de abejas blancas; prendas blancas de lutos lejanos; no se queja el niño que hace de lazarillo a la ribera del Tormes ni resuena el eco gracioso y brutal de un donaire de Quevedo; sobre la marcha fúnebre la ceguera blanca; entre bambalinas la ceguera blanca; tras el sueño la mañana blanca como su ceguera y la cigüeña y la melodía y la arena de la playa venteada de blanco y el traje de la novia y la espada del guerrero y la labor de tresbolillo y el cincel que lamina el mármol y la propia lámina blanca y al aire de noviembre y el suelo de noviembre y el infierno de noviembre y los lobos de noviembre y las escobillas pasando suavemente por el platillo en las baterías de noviembre; cegueras blancas, algodones sin luz...
Yo soy Satie y estoy componiendo Les gymnopédies. Es una tarde de noviembre y en París la lluvia cae torva como la mirada de las monjas cuando un hombre fija su mirada en sus senos; la tristeza no tiene lugar, compongo triste pero estoy serio y apenas si me importa lo que suena sino cómo suena y si las suspensiones que se producen entre las notas alcanzan a lo que mi imaginación quisiera. Yo soy Satie por mucho que nunca sea Satie; quien nunca seré será Paul Claudel ni aunque un daimon revestido de duende me jurara que si aceptaba ser Claudel podría escribir de un tirón Le soulier de satin. No quisiera estar en el cuerpo de ese fascista santurrón de mierda; no podría soportar abandonar a mi hermana Camille –que era una mirada esculpida en la mirada de la Diosa; que era el órgano esencial de la poesía; que era el cincel que perdura a lo largo de los siglos y que incorpora, extrañamente, la solemnidad de la locura en sus bronces- y dejarla morir olvidada y dejarla enterrar teniendo como única comitiva fúnebre a los empleados del manicomio en la que su hermano Paul la encerró y en el que murió sola, loca, esculpiendo el aire con su boca, absorta; no, jamás quisiera ser Paul Claudel. Sí Satie. Soy Satie y sé mirar el cielo que hoy al mediodía se mostraba imponente sobre los tejados del mundo: un cielo de nubes preñadas que pintaban las aguas de un pantano de un rabioso color plata.
La noche se acerca. Tiembla Paris. A lo lejos se levanta el monasterio de El Escorial donde, en su biblioteca, sostenido por la gorguera, un rey taimado lee un Libro de las Horas -quizás el del Duque de Berry-. Son los pabilos ardientes de las velas quienes me dictan las notas de la troisiéme gymnopédie y callo cuando observo que una salamandra huye del rey pegada a las paredes, camina y para, continúa y se detiene, respira hondo porque teme; llega al aire libre donde ningún halcón la espera.
Ahora encadeno tresillos; ahora se vislumbra a una mujer en su buhardilla; algunas noches la sombra de su figura se refleja en la pared del fondo de su habitación; con unos indiscretos miro su sombra que se lava bajo las axilas y luego, apenas una ligera variación en los infinitos del gris, se pone un camisón que ha de ser de tela ligera como el vuelo de la golondrina cuando llegue la primavera.
Soy Satie y no sueño.
Soy Satie y no rezo.
Llegará la aurora y seguiré componiendo. No voy a odiar a nadie esta noche. Con la manta por encima de los muslos, el calor se queda sobre mí; con el echarpe sobre los hombros puedo mover los brazos sin dolor. Mientras tecleo pienso, Sarabande; mientras me embeleso pienso, Grand Ballet; mientras me observo pienso, Le Tableau de l’opération de la taille. Soy Satie, Chaconne en rondeau.
La noche se acerca. Tiembla Paris. A lo lejos se levanta el monasterio de El Escorial donde, en su biblioteca, sostenido por la gorguera, un rey taimado lee un Libro de las Horas -quizás el del Duque de Berry-. Son los pabilos ardientes de las velas quienes me dictan las notas de la troisiéme gymnopédie y callo cuando observo que una salamandra huye del rey pegada a las paredes, camina y para, continúa y se detiene, respira hondo porque teme; llega al aire libre donde ningún halcón la espera.
Ahora encadeno tresillos; ahora se vislumbra a una mujer en su buhardilla; algunas noches la sombra de su figura se refleja en la pared del fondo de su habitación; con unos indiscretos miro su sombra que se lava bajo las axilas y luego, apenas una ligera variación en los infinitos del gris, se pone un camisón que ha de ser de tela ligera como el vuelo de la golondrina cuando llegue la primavera.
Soy Satie y no sueño.
Soy Satie y no rezo.
Llegará la aurora y seguiré componiendo. No voy a odiar a nadie esta noche. Con la manta por encima de los muslos, el calor se queda sobre mí; con el echarpe sobre los hombros puedo mover los brazos sin dolor. Mientras tecleo pienso, Sarabande; mientras me embeleso pienso, Grand Ballet; mientras me observo pienso, Le Tableau de l’opération de la taille. Soy Satie, Chaconne en rondeau.
A Julia, memoria viva
No sabe cómo decirte, cómo llegar hasta ti que te estás pudriendo aéreamente, ligera como la brisa de una mañana de primavera. Se produce ahora la muerte de la naturaleza y en poco tiempo -porque el tiempo de la vida es breve- todo reverdecerá y muchos ya no estarán para verlo. La vida se desentiende -y es sabio- de los deseos así como ocurre que el perro no sabe si la serpiente con la que juega habrá de inocularle el veneno que le llevará a dejar de respirar. Ser consciente de los miedos también es estar vivo y alguno dice que tan sólo se muere cuando se deja de ser necesario. Por lo tanto, te dice, sigues viva aunque te pudras en lo alto de tu nicho, en uno de los grandes cementerios de la ciudad, en el de las gentes humildes y ateas.
Él sigue aquí y debes saber -piensa- que la cizaña que le quiso meter la vieja zorra, ya no tiene efecto; es como si -experta herbetrice- hubiera descubierto el antídoto de la cicuta y ahora pudiera tomarla como si fuera aire de sierra, sal de mar, fruto de huerto y continúa pensando en ti buena y justa y recuerda cómo untabas el tomate en el pan en aquellas tardes tras el colegio o como recogías el embozo de las sábanas bajo la almohada antes de irte a tu casa -tan lejana tu casa, en el barrio obrero de Vallecas, en los años sesenta y setenta; aquellos años de los viejos vagones de metro donde aún había carteles que obligaban a dejar los asientos a los caballeros mutilados de la última guerra, que olían a madera podrida y tenían el traqueteo de los viejos trenes -los Rápidos- tan lentos porque paraban en todas y cada una de las estaciones para recoger algo que apenas hoy se estila que es el correo- y tras habernos alimentado con tu sana y robusta cocina manchega. No, la cizaña de la vieja zorra -la cual debe de estar purgando sus pecados en el infierno y su infierno será no poder contemplar jamás al único hombre que amó- ya no surte efecto y te vuelve a mirar y te vuelve a recordar como aquella mujer que temía el agua sobre su cabeza o que recordaba mientras freía unas albondiguillas cómo llegó a Madrid, en plena contienda civil, en un motocarro que repartía periódicos revolucionarios, ella tras los hatos, siendo una joven hermosa y brava como lo fueron tantas y tantas milicianas. Luego, un día, siendo él ya joven, le habló ella del silencio y el terror de la posguerra; le habló de un frío constante y de eso que tan pronto se olvida de las dictaduras: la desconfianza para con el vecino.
No has muerto, Julia -piensa el muchacho que ya es un hombre mayor- porque tú eres la memoria de unos tiempos que, respondiendo al péndulo monótono de la historia, vuelven y aterran y nos hacen pensar que si aún nos queda un ápice de coraje, habrá que lanzarse una vez más a las calles para gritar de nuevo un ¡No Pasarán! aunque tú y él sepáis que como entonces ¡vaya si pasarán! Hasta entonces seguirá ejerciendo su deber de escribir y pensar desde la libertad que él mismo se permita y cuando llegue el próximo monstruo te sonreirá porque sabrá que aún con todo hubo seres humanos como ella que supieron rodear la desdicha sin caer en sus garras.
Él sigue aquí y debes saber -piensa- que la cizaña que le quiso meter la vieja zorra, ya no tiene efecto; es como si -experta herbetrice- hubiera descubierto el antídoto de la cicuta y ahora pudiera tomarla como si fuera aire de sierra, sal de mar, fruto de huerto y continúa pensando en ti buena y justa y recuerda cómo untabas el tomate en el pan en aquellas tardes tras el colegio o como recogías el embozo de las sábanas bajo la almohada antes de irte a tu casa -tan lejana tu casa, en el barrio obrero de Vallecas, en los años sesenta y setenta; aquellos años de los viejos vagones de metro donde aún había carteles que obligaban a dejar los asientos a los caballeros mutilados de la última guerra, que olían a madera podrida y tenían el traqueteo de los viejos trenes -los Rápidos- tan lentos porque paraban en todas y cada una de las estaciones para recoger algo que apenas hoy se estila que es el correo- y tras habernos alimentado con tu sana y robusta cocina manchega. No, la cizaña de la vieja zorra -la cual debe de estar purgando sus pecados en el infierno y su infierno será no poder contemplar jamás al único hombre que amó- ya no surte efecto y te vuelve a mirar y te vuelve a recordar como aquella mujer que temía el agua sobre su cabeza o que recordaba mientras freía unas albondiguillas cómo llegó a Madrid, en plena contienda civil, en un motocarro que repartía periódicos revolucionarios, ella tras los hatos, siendo una joven hermosa y brava como lo fueron tantas y tantas milicianas. Luego, un día, siendo él ya joven, le habló ella del silencio y el terror de la posguerra; le habló de un frío constante y de eso que tan pronto se olvida de las dictaduras: la desconfianza para con el vecino.
No has muerto, Julia -piensa el muchacho que ya es un hombre mayor- porque tú eres la memoria de unos tiempos que, respondiendo al péndulo monótono de la historia, vuelven y aterran y nos hacen pensar que si aún nos queda un ápice de coraje, habrá que lanzarse una vez más a las calles para gritar de nuevo un ¡No Pasarán! aunque tú y él sepáis que como entonces ¡vaya si pasarán! Hasta entonces seguirá ejerciendo su deber de escribir y pensar desde la libertad que él mismo se permita y cuando llegue el próximo monstruo te sonreirá porque sabrá que aún con todo hubo seres humanos como ella que supieron rodear la desdicha sin caer en sus garras.
Ayer, al caer la noche sobre el camino, descubrió en una huella de mamífero el rastro de una lombriz. De inmediato un murciélago empezó a revolotear sobre su cabeza -y por ende sobre la tierra del camino- y dedujo que los nombres y los verbos son menos manipulables que los adjetivos. No le dio más importancia al pensamiento. Quería seguir caminando junto a su perra que estaba muy cansada tras haber corrido arriba y abajo en su afán por atrapar una pelota de tenis. El silencio le decía demasiadas cosas. Le venía a la cabeza la definición que al alma daba Teresa de Ávila, La loca de la casa la llamaba. El silencio le susurró que lo que entonces se llamaba alma ahora se llama mente y que los científicos no hacen sino lo que hacían los viejos sacerdotes de la ciudad-hierática de Uruk: ser los mediadores entre el macrocosmos de los Universos y los Dioses y el microcosmos de un hombre.
Se había levantado una brisa que quizá estuviera anunciando el final del verano. Temió que al llegar a su casa -que estaba en un pueblo pobre entre gentes humildes- el ruido la llagara hasta el extremo de dejarla triste. Echó cuentas y dedujo que aún no estaba premenstrual y que por lo tanto esa nostalgia que sentía por el mar, esa sensación de distancia que le llegaba a doler no tenía que ver con el estado que solía acecharle cuando el útero exigía ser vaciado. Ojalá lloviera, pensó y colocó las palmas de las manos hacia arriba como si con ese gesto, que es el gesto universal de la plegaria, pudiera provocar el conciliábulo de las nubes sobre su cabeza. No ocurrió así. El aire, sin embargo, olía a petricor -la sangre de las piedras- y dedujo que quizás en las cimas de las montañas, hacía apenas unos minutos, había caído un chaparrón y los buenos alisios habían transportado hasta ella esa sensación húmeda que provoca el olor de la tierra recién mojada por la lluvia tras tantos meses seca. Su perra se animó con el olor y movió el rabo delante de ella. Ambas rieron -o para no sobrepasar lo real: ella rió y la perra pareció hacerlo-. Entre la maleza se escuchó una carrera. Llegaron al principio del camino donde ella había aparcado el coche y cuando tomó la carretera que le llevaría hasta su pueblo, empezó a llorar como si sintiera por primera vez en su cuerpo la palabra congoja.
Se había levantado una brisa que quizá estuviera anunciando el final del verano. Temió que al llegar a su casa -que estaba en un pueblo pobre entre gentes humildes- el ruido la llagara hasta el extremo de dejarla triste. Echó cuentas y dedujo que aún no estaba premenstrual y que por lo tanto esa nostalgia que sentía por el mar, esa sensación de distancia que le llegaba a doler no tenía que ver con el estado que solía acecharle cuando el útero exigía ser vaciado. Ojalá lloviera, pensó y colocó las palmas de las manos hacia arriba como si con ese gesto, que es el gesto universal de la plegaria, pudiera provocar el conciliábulo de las nubes sobre su cabeza. No ocurrió así. El aire, sin embargo, olía a petricor -la sangre de las piedras- y dedujo que quizás en las cimas de las montañas, hacía apenas unos minutos, había caído un chaparrón y los buenos alisios habían transportado hasta ella esa sensación húmeda que provoca el olor de la tierra recién mojada por la lluvia tras tantos meses seca. Su perra se animó con el olor y movió el rabo delante de ella. Ambas rieron -o para no sobrepasar lo real: ella rió y la perra pareció hacerlo-. Entre la maleza se escuchó una carrera. Llegaron al principio del camino donde ella había aparcado el coche y cuando tomó la carretera que le llevaría hasta su pueblo, empezó a llorar como si sintiera por primera vez en su cuerpo la palabra congoja.
[...]
llegó. La playa no era como había imaginado, o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana; recordaba que al fondo se elevaban, suavemente, sí, pero era elevación, unas dunas de una arena naranja y tras ellas creía que vería una hilera de pinos tras los cuales se encontraría en un camino que le llevaría, a no más de seis kilómetros, hasta la puerta de su casa. Lo que tenía ante sí era muy distinto: la arena era negra de piedra aún no desecha por el tiempo y la sal; muy a lo lejos se vislumbraba lo que parecía ser un muro de color rojizo, rojo y rosa, o rosa subido de tono. Nada más que el rumor del mar se escuchaba y los azotes del viento que no encontraban obstáculo en su camino que hiciera que el tono variase; era un zumbar monótono y triste como las nanas de las mujeres viejas que las cantan sin ganas a niños que morirán de inanición o de guerra. Mucha parecía la distancia entre la arena negra y el muro rojo y más aún por las fluctuaciones que el calor, la humedad y el viento provocaban en la atmósfera y aún más porque se encontraba casi al borde del desfallecimiento tras llevar cincuenta y tres años a la deriva en aquella balsa que habían terminado de construir su padre y su tía justo antes de morir asados en una parrilla sacrificial. Los vio asarse y los escuchó gritar cuando ya vagaba a la deriva en un océano que aún no sabía que sería el espacio de su vida para siempre. Nadie le enseñó a navegar. Nadie le dijo, Esto se puede beber y esto no. Apenas supo llamar a las cosas por su nombre de tantas que se encontró y que nadie nunca le había dicho cómo se habían de llamar. Salió de la enfermedad como pudo haber muerto. Ni siquiera supo que era enfermedad lo que le mantenía débil durante largas y atormentadas temporadas. No aprendió a llorar. No se cruzó jamás con ninguna otra embarcación en la que también navegara a la deriva otro ser humano. Sólo recordaba -como si esa fuera su verdadera tabla de salvación- la arena blanca, las dunas naranjas, la hilera de pinos, su casa tras ella; ese recuerdo al que se añadía, a veces, la voz de su padre que pronunciaba palabras como Tijeras, Sarpullido, Cesta o Te quiero, fueron quienes le dieron el impulso para vivir un día más, un mes más, un año más. Cuando la noche anterior atisbó por vez primera tierra tras cincuenta y tres años por un océano salado y en continuo movimiento, dedujo que la única tierra que había en todo el océano era la tierra desde la que partió y así esperó que la corriente tuviera a bien llevarle hasta allá. No durmió. Apenas dormía. La primera luz de la mañana surgió a su espalda y se giró. Cerca, demasiado cerca como para no sentir temor, estaba la lengua de tierra. Un temor que se acrecentó cuando sintió que ponía los pies en un lugar quieto, que no se ondulaba, que no amenazaba con ser más impetuoso en el embate siguiente. Amarró como pudo la balsa a una roca -tocó la roca. Sintió lo seco- y se dio cuenta de que la playa no era como había imaginado o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana
[...]
llegó. La playa no era como había imaginado, o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana; recordaba que al fondo se elevaban, suavemente, sí, pero era elevación, unas dunas de una arena naranja y tras ellas creía que vería una hilera de pinos tras los cuales se encontraría en un camino que le llevaría, a no más de seis kilómetros, hasta la puerta de su casa. Lo que tenía ante sí era muy distinto: la arena era negra de piedra aún no desecha por el tiempo y la sal; muy a lo lejos se vislumbraba lo que parecía ser un muro de color rojizo, rojo y rosa, o rosa subido de tono. Nada más que el rumor del mar se escuchaba y los azotes del viento que no encontraban obstáculo en su camino que hiciera que el tono variase; era un zumbar monótono y triste como las nanas de las mujeres viejas que las cantan sin ganas a niños que morirán de inanición o de guerra. Mucha parecía la distancia entre la arena negra y el muro rojo y más aún por las fluctuaciones que el calor, la humedad y el viento provocaban en la atmósfera y aún más porque se encontraba casi al borde del desfallecimiento tras llevar cincuenta y tres años a la deriva en aquella balsa que habían terminado de construir su padre y su tía justo antes de morir asados en una parrilla sacrificial. Los vio asarse y los escuchó gritar cuando ya vagaba a la deriva en un océano que aún no sabía que sería el espacio de su vida para siempre. Nadie le enseñó a navegar. Nadie le dijo, Esto se puede beber y esto no. Apenas supo llamar a las cosas por su nombre de tantas que se encontró y que nadie nunca le había dicho cómo se habían de llamar. Salió de la enfermedad como pudo haber muerto. Ni siquiera supo que era enfermedad lo que le mantenía débil durante largas y atormentadas temporadas. No aprendió a llorar. No se cruzó jamás con ninguna otra embarcación en la que también navegara a la deriva otro ser humano. Sólo recordaba -como si esa fuera su verdadera tabla de salvación- la arena blanca, las dunas naranjas, la hilera de pinos, su casa tras ella; ese recuerdo al que se añadía, a veces, la voz de su padre que pronunciaba palabras como Tijeras, Sarpullido, Cesta o Te quiero, fueron quienes le dieron el impulso para vivir un día más, un mes más, un año más. Cuando la noche anterior atisbó por vez primera tierra tras cincuenta y tres años por un océano salado y en continuo movimiento, dedujo que la única tierra que había en todo el océano era la tierra desde la que partió y así esperó que la corriente tuviera a bien llevarle hasta allá. No durmió. Apenas dormía. La primera luz de la mañana surgió a su espalda y se giró. Cerca, demasiado cerca como para no sentir temor, estaba la lengua de tierra. Un temor que se acrecentó cuando sintió que ponía los pies en un lugar quieto, que no se ondulaba, que no amenazaba con ser más impetuoso en el embate siguiente. Amarró como pudo la balsa a una roca -tocó la roca. Sintió lo seco- y se dio cuenta de que la playa no era como había imaginado o como recordaba que la imaginaría, era mucho más plana
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/11/2019 a las 18:50 | {0}