Documento 16 de los Archivos póstumos de Isaac Alexander.
Lhasa, enero de 1956.
No quieras, mi pseudo-Lucilo parecer bueno. Mírame a mí, calavera en tierra extraña, que no abogo más que por la sal de la vida.
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
A partir del libro Tertulia de boticas y escuela de curanderos de Álvaro Cunqueiro extraigo esta conclusión que quizás os parezca tan razonable como a mí.
El libro lo he encontrado en la biblioteca que mi amigo César Delgado heredó de su padre el autor teatral Luis Delgado. Biblioteca en todo caso incompleta pues parte de los libros los tiene su hermana Isabel, otra parte y no menor fue entregada a bibliotecas públicas y unos cuantos se agregaron a mi propia biblioteca.
Cunqueiro, el gran compilador gallego, una especie de Plinio del siglo XX, se adentra en este tratado, con su estilo culto y algo alambicado, en los secretos de algunas de las más famosas farmacias de la Antigüedad. Sería muy interesante y gozoso -y quizás en algún momento lo haga y transcriba literalmente partes de este libro- contar las curiosidades acerca de las propiedades del caimán en la Farmacia de La Meca en los tiempos en la que la gobernaba el más célebre de los boticarios del Al-Andalus, Ahmad el Gafiqí y describir la forma en la que los boticarios determinaban si un caimán en cuestión era virgen o no (porque si no lo era sus propiedades se evaporaban) o cuál era el fármaco más preciado de la botica de Hassan Sabbha El Viejo de la Montaña y que no era otro que un compuesto -recogido en copa de marfil y colocada ésta sobre una piel humana curtida con azafrán- del semen del gran Avicena y vino de palma que según decían era un excitante brutal y que cuentan llegó a probar una cucharadita el libertino Casanova y por eso fue capaz de realizar cuatro coitos en doscientos pasos con saltos de tejado y maniatamiento de escudero incluidos. Y así podría seguir contando anécdotas jugosas las cuales llevan todas al motivo por el que lo he traído a colación y es únicamente el concepto de verdad porque de lo que no se puede dudar es que en aquellos años eran verdad las propiedades curativas de los caimanes machos vírgenes o vigorizantes del semen de Avicena mezclado con vino de palma. ¿Será sorprendente dentro de ochocientos años nuestra verdad sobre la amoxicilina o sobre la función metabólica del páncreas? Desde aquí no me cabe la menor duda de que sí, de que un lector curioso como yo o un escritor/compilador como Cunqueiro recogerá estas verdades actuales y las mostrará como excentricidades a su público (sea como sea que el público haga para acceder a ellas pues mucho me temo que la lectura como la farmacopea del arcángel Rafael también se habrá convertido en una curiosidad, una antigua y curiosa forma de comunicarse que muy pocos -o ninguno- seguirá ejercitando).
No nieve, grulla
La luz sí ordenada bajo el imperio del gris
Young. Escopeta. Sordina
La escuela holandesa de finales del XIX
Vuelo del aire en su vuelta por el mar
Pantalón sin hilván
Porque en la iglesia románica la sonoridad busca su refugio
y la piedra se talla a gusto del cantero
Muesca de mayo
árbol de abril
perfil de un manto que cubriera el cabello de Clotilde García del Castillo
Alza el vuelo el mirlo en los campos blanquecinos por la escarcha
No es páramo, grulla,
sino una continuidad de heladas en la faz norte de un mundo al que nunca accederás
Quietud se pronuncia sorda
Espejo se clava lento
Mano desliza
No vamos a conversar sobre la herida
La sequedad de la boca se adhiere a este deseo
como la campana callada no levanta a las codornices del sembrado
Lejana la montaña
Ardiente el macho cabrío
sosegada la cobra
porque el molino gira y el aspa, arrogante, desafía al círculo
No nieve, grulla, no, no nieve
La luz sí ordenada bajo el imperio del gris
Young. Escopeta. Sordina
La escuela holandesa de finales del XIX
Vuelo del aire en su vuelta por el mar
Pantalón sin hilván
Porque en la iglesia románica la sonoridad busca su refugio
y la piedra se talla a gusto del cantero
Muesca de mayo
árbol de abril
perfil de un manto que cubriera el cabello de Clotilde García del Castillo
Alza el vuelo el mirlo en los campos blanquecinos por la escarcha
No es páramo, grulla,
sino una continuidad de heladas en la faz norte de un mundo al que nunca accederás
Quietud se pronuncia sorda
Espejo se clava lento
Mano desliza
No vamos a conversar sobre la herida
La sequedad de la boca se adhiere a este deseo
como la campana callada no levanta a las codornices del sembrado
Lejana la montaña
Ardiente el macho cabrío
sosegada la cobra
porque el molino gira y el aspa, arrogante, desafía al círculo
No nieve, grulla, no, no nieve
Habla alguien que se parece a un hombre culto y expresa la inquietud de lo cotidiano y el ser. El hombre culto enfrenta ambos conceptos y viene a decir que por ciertas conformaciones fisiológicas (pienso o deduzco que ha de referirse al cerebro o lugar concreto donde el ser piense) somos incapaces de valorar en su absoluta trascendencia lo cotidiano. Hay en su afirmación un deje de melancolía probablemente por el hecho de que aún habiendo pensado él lo dicho, no ha sido capaz de revertir en sí semejante incapacidad. El hombre del que se diría que es culto relaciona también tristeza y no valoración de lo cotidiano. Y así, en un momento de exaltación, dándole vueltas y vueltas a la idea, dejándose llevar por un anhelo de comunicación, como si al elevar la voz y el grado de la gesticulación consiguiera transmitir más que si no hiciera aspavientos o gritara, colocándose incluso al borde de la butaca en donde, hasta ese momento, se había sentado con las posaderas bien asentadas en el asiento y la espalda cómodamente apoyada en el respaldo, abriendo las piernas, expandiendo la caja torácica, tomando -como digo y como recuerdo- una gran bocanada de aire, y mirándonos con súplica y exigencia pronuncia, ¡Bendito aburrimiento! Y al decirlo parece derrumbarse como si el esfuerzo hubiera sido prometeico, parece también resignarse y cierra los ojos en un afán -supongo- de interioridad, de asunción por su parte de lo que acaba de decir; una postura en la que se mantiene un tiempo -creo recordar- concentrado y mediante la cual la respiración se le va calmando hasta parecer una mar calma tras el último abordaje de la tempestad.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
El hombre culto se apacigua, relaja las manos, apoya su espalda en el respaldo de la butaca, mira un cuadro de estilo cubista, una naturaleza muerta con pipa, tazón y búcaro, traga saliva, sonríe beatífico y entre dientes, masticándolo, ora de nuevo su mensaje.
Amor y azar huelen a sal
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/10/2017 a las 14:30 |
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Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2017 a las 10:45 |