Yo te preguntaría, ¡Oh, Boileau! hacia dónde me debería encaminar para poder construir una frase que abarcara la chicha del bien decir. O me preguntaría, ¡Oh, Horacio! ¿Cómo construiremos? Aunque sea un poco tarde. La palabra va muriendo. Ya casi somos antiguos sapiens. Posiblemente la nueva especie ya no tenga palabras. No necesite ya este lenguaje para seguir siendo especie narcisista. Elegí -bien lo sabe Menéndez Pelayo- un arte moribundo (sé también que la literatura no es un arte, por eso la clara distinción entre Arte y Literatura. Quizá el Arte implica manufactura... no sé) y por lo mismo aún bello. Me vienen a la memoria Ofelia y Aquiles -Ofelia por su cabeza, Aquiles por su talón- moribundos y hermosos en su estertor. Escribir por ejemplo, el culo de la luna velado por la nube. Supe algo del alma de la historia. Hubo un tiempo en que leí con afán de sabio la Biblia. Fueron no más de unos minutos pero fueron los minutos más intensos de mi vida literaria; también llegué a vestirme con versos y creí entrever en algunos grandes lo sencillo de su acento. Porque, diría, lo más maravilloso de ser escritor es leer.
Cae la tarde; el sol, al declinar este día de invierno, se ha vuelto frío. Mañana -han dicho- es el último. No quisiera verme en el pellejo de quien crea semejante patraña. Sólo sé que cae la tarde y por simpatía me echaré un echarpe por mi espalda de color azul oscuro con franjas blancas de reflejo de luna igual que hay hombres que creen en la existencia de Sociedades Anónimas y otros que se reúnen para adorar a criaturas de su imaginación . Sé que tras de mí ya no hay luz.
Cae la tarde; el sol, al declinar este día de invierno, se ha vuelto frío. Mañana -han dicho- es el último. No quisiera verme en el pellejo de quien crea semejante patraña. Sólo sé que cae la tarde y por simpatía me echaré un echarpe por mi espalda de color azul oscuro con franjas blancas de reflejo de luna igual que hay hombres que creen en la existencia de Sociedades Anónimas y otros que se reúnen para adorar a criaturas de su imaginación . Sé que tras de mí ya no hay luz.
Georges Steiner no deja de clamar por los 70.000.000 de asesinados en Europa entre 1914-1945 y piensa que esas muertes violentas ejercidas por el Poder en la Europa del sueño de la razón que había empezado a soñar en 1789, en esa Europa culta, ilustrada y burguesa, no pueden por menos que haber herido de muerte la creatividad de los artistas. El arte y la literatura en el siglo XX mueren entre otras razones de muertos. Y también mueren por la certeza de que un oficial nazi del campo de concentración de, por ejemplo, Besel tras haber gaseado por la mañana -en su jornada laboral- a unos cuantos cientos de judíos puede escuchar a Schubert con la misma emoción que el judío músico al que acaba de gasear o, por supuesto, el camarada Iván Illich del Ejército Rojo tras haber dejado a una recua de prisioneros en un gulag en Siberia, a la vuelta, en su vagón de tren, se le saltan las lágrimas leyendo el tormento de Rodian Romanovich Raskolnikov en Crimen y Castigo. ¿Cómo es posible que personas de esa catadura ética se emocionen con la misma intensidad que sus víctimas con las mismas obras?
Hay en el mundo cientos, millones de razones para ser pesimista y cada una de esas razones puede llevar un nombre de persona, una especie de flor, un linaje de animal o una sedimentación mineral aunque sea cierto que si miramos este planeta a escala cósmica no importa nada porque no es nada, no es ni siquiera grano de arena en un desierto, si acaso -y por ser también optimistas en cuanto a cantidad- otorguémosle átomo de un grano. Lo sé, César. Y estoy de acuerdo. Pero si volvemos a nuestra escala terrenal parafrasearía la máxima de Terencio para el cual nada de lo humano le era ajeno y diría que nada de lo terreno me es ajeno.
Sé que ya estoy a las puertas de la muerte, apenas me queda por vivir el último suspiro y esa sensación por un lado me alivia porque no asistiré al colapso del colapso que ya estamos viviendo y al mismo tiempo me genera una angustia quizá genética porque dejo aquí a gente muy joven que sí va a vivir la implosión -que preveo crudelísima- de este sistema atroz para con todo lo vivo. Y también me apena porque soy curioso y me gustaría asistir al sacrificio ritual al que se someten todas las civilizaciones desde que el hombre descubrió que la semilla y su fruto no son fruto del azar.
No amo al hombre. Camino por las calles de la ciudad y siento que no amo al hombre ni la ciudad. Sí amo a algunas personas como por ejemplo a una niña que iba explotando en el metro un plástico de burbujas y me ha hecho reír y a ella le ha hecho reír también que yo riera. A esas personas si las amo. Las amo con una intensidad pareja a como amo a un perro o a un caballo y también a algunas aves.
Me siento en la orilla. Llevo sentado en la orilla mucho tiempo. Escucho el murmullo del viento en los juncales. Cómo alborota el agua la respiración del anfibio me produce la satisfacción del que observa (y al observar altera lo observado). A veces abrazo un árbol. Siento en mi mejilla la rugosidad de su corteza. No me asusta la araña que camina por ella. En el borde me siento. Apartado de las mayorías sin que ese apartamiento me produzca demasiado orgullo ni especial algarabía (aunque sí también un poco de orgullo y un poco de algarabía lo que me lleva a querer despojarme de esos sentimientos por una extraña cercanía con el término desapego, el cual, reconozco, no acabo de descifrar del todo). Veo las noches y siento el frío del amanecer con la intensidad propia de los animales sin pelo. Nunca volveré al redil. Demasiados muertos, pienso. Demasiadas muertes, pienso.
Hay en el mundo cientos, millones de razones para ser pesimista y cada una de esas razones puede llevar un nombre de persona, una especie de flor, un linaje de animal o una sedimentación mineral aunque sea cierto que si miramos este planeta a escala cósmica no importa nada porque no es nada, no es ni siquiera grano de arena en un desierto, si acaso -y por ser también optimistas en cuanto a cantidad- otorguémosle átomo de un grano. Lo sé, César. Y estoy de acuerdo. Pero si volvemos a nuestra escala terrenal parafrasearía la máxima de Terencio para el cual nada de lo humano le era ajeno y diría que nada de lo terreno me es ajeno.
Sé que ya estoy a las puertas de la muerte, apenas me queda por vivir el último suspiro y esa sensación por un lado me alivia porque no asistiré al colapso del colapso que ya estamos viviendo y al mismo tiempo me genera una angustia quizá genética porque dejo aquí a gente muy joven que sí va a vivir la implosión -que preveo crudelísima- de este sistema atroz para con todo lo vivo. Y también me apena porque soy curioso y me gustaría asistir al sacrificio ritual al que se someten todas las civilizaciones desde que el hombre descubrió que la semilla y su fruto no son fruto del azar.
No amo al hombre. Camino por las calles de la ciudad y siento que no amo al hombre ni la ciudad. Sí amo a algunas personas como por ejemplo a una niña que iba explotando en el metro un plástico de burbujas y me ha hecho reír y a ella le ha hecho reír también que yo riera. A esas personas si las amo. Las amo con una intensidad pareja a como amo a un perro o a un caballo y también a algunas aves.
Me siento en la orilla. Llevo sentado en la orilla mucho tiempo. Escucho el murmullo del viento en los juncales. Cómo alborota el agua la respiración del anfibio me produce la satisfacción del que observa (y al observar altera lo observado). A veces abrazo un árbol. Siento en mi mejilla la rugosidad de su corteza. No me asusta la araña que camina por ella. En el borde me siento. Apartado de las mayorías sin que ese apartamiento me produzca demasiado orgullo ni especial algarabía (aunque sí también un poco de orgullo y un poco de algarabía lo que me lleva a querer despojarme de esos sentimientos por una extraña cercanía con el término desapego, el cual, reconozco, no acabo de descifrar del todo). Veo las noches y siento el frío del amanecer con la intensidad propia de los animales sin pelo. Nunca volveré al redil. Demasiados muertos, pienso. Demasiadas muertes, pienso.
Ensayo
Tags : Meditación sobre las formas de interpretar Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/12/2017 a las 23:08 | {0}Carta que FGL le escribe a Olmo Z. a partir de una foto de Caroline Lahougue
Le prince d'Aquitaine à la Tour abolie. Fotografía de Olmo Z. de Caroline Lahougue (fecha desconocida)
Que hay una brecha al borde del colapso. Que estamos en el colapso. ¡Torpes, torpes, torpes! Por eso llega el momento de la revelación: que estuviste enfermo de maldad y fuiste falsamente malo y esa falsedad en la maldad te llevo a la melancolía.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Luego, cándido, te preguntaste qué era la maldad y esa pregunta aunque ingenua fue brillante porque te permitió empezar a despertar.
Te digo, Olmo, que estabas dormido y en tus obras se vislumbraba ese mundo en duermevela que habitabas.
Que la verdad es una muchacha esquiva lo sabías y que tenga aires de fado no ha de enfadarte porque la verdad -si se viene de la pesadilla- genera la sensación de pérdida de la única fortuna de los seres vivos: el tiempo.
Ya sé, Olmo Z., que has visto difusamente la luz del otro lado y también sé que la Parca te sonrió y te citó para más tarde y tú, como buen hombre que despierta, le diste las gracias y volviste con nosotros y al volver te diste cuenta de que la bondad no es idiotez y que la falsa maldad es grosera.
Así es que al borde del colapso caminas un poco más erguido -según me cuentan los que te han visto- y cuando te colocas en un mostrador agradeces a la funcionaria haberte hecho esperar y haber sido tan eficiente en su labor y cuando ella te sonríe y tú te giras sientes la gracia de la amabilidad en tus espaldas y sabes que por hoy nadie te va a multar.
No sabes, Olmo, cuánto me alegra que te hayas despertado. Sólo te deseo que no vuelvas a dormirte. Sabes que serás recibido con los brazos abiertos y unas cuantas sonrisas si alguna vez vienes por aquí.
Documento 16 de los Archivos póstumos de Isaac Alexander.
Lhasa, enero de 1956.
No quieras, mi pseudo-Lucilo parecer bueno. Mírame a mí, calavera en tierra extraña, que no abogo más que por la sal de la vida.
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
Nunca pretendas ser lo que el destino no te concede porque en más de una ocasión te dolerán las tripas y tendrás tales dolores en eso que unos llaman alma que llegará el día en el que habrás de pagar, de golpe, tanta impostura.
Quiero contarte mi historia con Manjari como ejemplo de lo que vengo a decirte. De cómo mi explícita no-bondad o si quieres llamarlo canallismo o si quieres llamarlo desvergüenza, me llevó al florido jardín de la más bella de las mujeres del Tíbet.
No hay que ser bueno para amar. Ni la bondad procura más, como virtud, que la sinceridad o la honestidad. La bondad -diría- es atributo natural. Es -por decirlo de manera que tú lo entiendas- más instinto que razón. Los hombres buenos lo son -afirmaría- desde la cuna y ni las más adversas circunstancias podrán doblegar tan elevada condición. Por eso -te afirmaría a ti que todavía estás en la edad de los absolutos- son tan pocos los hombres buenos porque cuando el destino se ceba con un ser humano suele ocurrirle a éste que se desvía o hacia el rencor -que es ira envejecida y por lo tanto huele mal y exacerba los humores vítreos- o hacia el disimulo del odio que suele llevar a terribles traiciones y atroces remordimientos. La bondad, querido pseudo-Lucilo, es territorio de los animales (en el mejor sentido de la palabra animal) y así podría decirte que contemplé por primera vez a Manjari: gacela joven que salta por las calles de Lhasa sin suponer que su cuerpo grácil, su juventud pura, su mirada limpia, su bondad innata enciende las pasiones de un hombre voluptuoso como yo, Casanova de vía estrecha pero no por ello intransitable y que desde el primer momento en que nos topamos en el mercado de la leche mi pasión se encendió hasta tal punto que no cejé en mi empeño hasta que la tuve entre mis brazos, desnuda como una mañana de primavera, entregada a mi afán de hacerla gozar, cerrados los ojos, abiertos los labios, limpios sus muslos blancos, atentos sus pies pequeños y -sorprendentemente- diestras sus dos manos. Yo amé en Manjari la corporeidad de la bondad como en Helga -de la que algún día te contaré- amé todos los pecados mortales (o morales). Ha habido mujeres en mi vida que eran símbolo de lo más elevado o de lo más bajo y a ambos territorios me he entregado siempre, hasta el fondo, guiado por sus cuerpos, por sus mentes, por sus prodigios. Y ha sido gracias a ellas como he aprendido que la salud consiste en no luchar contra lo que se es. Y así -mi querido y joven pseudo-Lucilo- te confieso que hice daño a Manjari porque yo no soy un hombre bueno pero sí sincero y cuando fui consciente del mal que había provocado me fui de Lhasa, arrasado por las lágrimas y con un solo deseo: que en la hora de mi muerte me acompañara un lama y al susurrar en mi oído el bardo que facilita el tránsito a la muerte, éste incluyera el nombre de mi amada tibetana.
La bondad ni se hereda ni se aprende pero si se tiene un poco de sensibilidad se reconoce y se disfruta. No quiero con esto afirmar que tú no seas bueno sino que si no lo eres no te afanes en serlo porque -paradojas de la existencia- ese afán te hará mal.
Siempre tuyo un hombre que no es bueno
Ensayo
Tags : Escritos de Isaac Alexander Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/12/2017 a las 10:45 | {0}
A partir del libro Tertulia de boticas y escuela de curanderos de Álvaro Cunqueiro extraigo esta conclusión que quizás os parezca tan razonable como a mí.
El libro lo he encontrado en la biblioteca que mi amigo César Delgado heredó de su padre el autor teatral Luis Delgado. Biblioteca en todo caso incompleta pues parte de los libros los tiene su hermana Isabel, otra parte y no menor fue entregada a bibliotecas públicas y unos cuantos se agregaron a mi propia biblioteca.
Cunqueiro, el gran compilador gallego, una especie de Plinio del siglo XX, se adentra en este tratado, con su estilo culto y algo alambicado, en los secretos de algunas de las más famosas farmacias de la Antigüedad. Sería muy interesante y gozoso -y quizás en algún momento lo haga y transcriba literalmente partes de este libro- contar las curiosidades acerca de las propiedades del caimán en la Farmacia de La Meca en los tiempos en la que la gobernaba el más célebre de los boticarios del Al-Andalus, Ahmad el Gafiqí y describir la forma en la que los boticarios determinaban si un caimán en cuestión era virgen o no (porque si no lo era sus propiedades se evaporaban) o cuál era el fármaco más preciado de la botica de Hassan Sabbha El Viejo de la Montaña y que no era otro que un compuesto -recogido en copa de marfil y colocada ésta sobre una piel humana curtida con azafrán- del semen del gran Avicena y vino de palma que según decían era un excitante brutal y que cuentan llegó a probar una cucharadita el libertino Casanova y por eso fue capaz de realizar cuatro coitos en doscientos pasos con saltos de tejado y maniatamiento de escudero incluidos. Y así podría seguir contando anécdotas jugosas las cuales llevan todas al motivo por el que lo he traído a colación y es únicamente el concepto de verdad porque de lo que no se puede dudar es que en aquellos años eran verdad las propiedades curativas de los caimanes machos vírgenes o vigorizantes del semen de Avicena mezclado con vino de palma. ¿Será sorprendente dentro de ochocientos años nuestra verdad sobre la amoxicilina o sobre la función metabólica del páncreas? Desde aquí no me cabe la menor duda de que sí, de que un lector curioso como yo o un escritor/compilador como Cunqueiro recogerá estas verdades actuales y las mostrará como excentricidades a su público (sea como sea que el público haga para acceder a ellas pues mucho me temo que la lectura como la farmacopea del arcángel Rafael también se habrá convertido en una curiosidad, una antigua y curiosa forma de comunicarse que muy pocos -o ninguno- seguirá ejercitando).
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
Fantasmagorías
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Cuentecillos
Colección
Apuntes
Archivo 2008
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones para antes de morir
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Sobre las creencias
Olmo Dos Mil Veintidós
El mes de noviembre
Listas
Jardines en el bolsillo
Olmo Z. ¿2024?
Agosto 2013
Saturnales
Citas del mes de mayo
Reflexiones
Marea
Mosquita muerta
Sincerada
Sinonimias
Sobre la verdad
El Brillante
El viaje
No fabularé
El espejo
Desenlace
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
La Clerc
Velocidad de escape
Derivas
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Tríptico de los fantasmas
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/12/2017 a las 14:10 | {0}