España es un país (una idea de país, una intención de país, la sombra de un país) hecho a través de la confrontación brutal y esquemática de dos principios: la realidad y la metáfora. Es como en las plazas de toros: tendido de sol y tendido de sombra; o como en los dos polos de Don Quijote de la Mancha con el propio don Quijote y su inevitable acompañante Sancho Panza como polos.
España no es un país de contrastes, es un país de blanco y negro (de un solo contraste por lo tanto). El por qué de esta cuestión tendrá sus fundamentos y sus discusiones. Unos vendrán que defenderán que España se hizo como se hizo por la constante contienda; otros que si la envidia es el fundamento de todo su ser. Otros menos arcaicos –en el fondo menos españoles en cuanto a esa única dicotomía blanco/negro- defenderán con agudeza y un extraño sentido de la historia que España es el cruce de tres culturas, de tres castas: Los moros, los judíos y los cristianos. El mejor (quizá único exponente de esta sorprendente teoría) es Américo Castro, sobre todo en dos de sus libros fundamentales: España en su historia y De la Edad conflictiva. No está bien visto Américo Castro en los ambientes académicos, es lo que tienen los buenos heterodoxos. Y en España los ha habido y muchos. Casi todos hubieron de huir como el bueno de Miguel Servet, el cual murió quemado a fuego lento en Ginebra por un tal Calvino y no porque descubriera la circulación menor de la sangre sino porque este descubrimiento estaba dentro de un libro herético llamado De Trinitatis erroribus.
Ejemplos de esta España blanquinegra los hay a montones y no me detendré en enumerar muchos; sólo y casi a modo de chiste enfrentar La Reforma con la Contrarreforma, nacida en España aunque fuera auspiciada por un Emperador que al llegar al suelo patrio no sabía hablar una sola palabra de castellano (blanco y negro de nuevo) el cual al final quiso acabar sus días en lo más extremo de este país, en el monasterio de Yuste.
En España una pareja se rompe y no se vuelve a dirigir la palabra; una amistad se rompe y es para siempre; un negocio se quiebra y no se recompone. Admiré una escena que presencié en Francia entre una pareja separada que, un día, al caer la tarde, frente al magnífico fuego de una chimenea, en la casa de él, que había sido la de ellos, tomaron sus agendas y se dividieron los días con su hijo en plena armonía, sin levantar la voz mientras el niño leía tranquilo junto a la ventana. Esto en España es impensable y si alguna pareja española es capaz de llegar a tal grado de civismo me juego el bigote a que tiene ascendientes extranjeros en la generación anterior. En fin, bromas aparte y generalizaciones a parte; este país es un todo o nada por eso funciona tan bien el bipartidismo.
Y justamente es en este país donde se afianza un rito en verdad metafórico y realista a la vez. Quizá otro día bucee en sus orígenes, si fue en Miconos o en Creta, si hubo una ligazón desde tiempos tan remotos o surgió de nuevo, renovado en el siglo XVII. Porque la corrida de toros funde realidad y metáfora como sólo lo puede hacer el Arte. Conste antes de nada que no soy un decidido defensor de los toros ni tampoco un ferviente atacante. No me gustan especialmente y hubo un tiempo en que sí me gustaron. Sí amo su vocabulario y el Cossío es un monumento al habla, un verdadero tesoro de la palabra.
Pensemos lo siguiente: Un niño está en el útero de su madre y de repente le llega el momento de salir. Él se resiste pero los músculos de su madre lo empujan, le obligan a salir. Y de la oscuridad sale a la luz, a un mundo de tierra y aire y fuego (el agua era su medio hasta entonces), donde unos seres nuevos, apenas escuchados de lejos, le rodean y le jalean. Al principio al niño le dejan hacer, le aplauden, le jalean, le dicen ¡Olé, mi niño! Pero llega un momento en que a ese niño hay que meterle en vereda, hay que educarle, hay que hacerle entrar en el engaño de que la vida está hecha para obedecer a un trapo y para que aprenda pronto, para que aprenda antes, por agotamiento más que por razonamiento se le desangra, se le desengaña con un primer puyazo en todo el alma cuando se lo arranca del lugar de los aplausos y se lo lleva a un rincón donde un cuchillo se hundirá lo justo para abrir la herida que descubrirá la muerte. Espantado el toro, digo el niño, querrá volver al centro, querrá rebelarse contra su Otro, el que le quiere hacer entrar al trapo pero ese rebelarse acelera su desangramiento, ese rebelarse le va agotando por dentro y entonces, antes de que se canse, antes de que abandone se le acuchilla de nuevo pero esta vez con unos cuchillitos pequeños que no van directos al alma, sino al orgullo porque le avergüenza que quien se enfrenta ahora a él no tenga el trapo que le engañaba sino que va a pecho descubierto, con los brazos en alto y el joven que antes era el niño piensa, Con él sí podré, ahora no me podrá engañar, tengo fuerza, lo voy a intentar y cuando se lanza a por el banderillero, con la vista fija en su vientre, dispuesto a embestirlo con toda su osadía, la osadía de la juventud, pierde de vista las alturas donde refulgen, ansiosas, las banderillas que se clavan en su cruceta y si no, si el encargado de engañarle es torpe, quizá le duelan más porque esos cuchillitos se clavarán en su piedad, en su alegría o en su optimismo. Y así, aturdido, con seis agujas afiladas clavadas para siempre en su vida, desnortado y confuso, sintiendo que lo que antes eran jaleos de bienvenida se han convertido en arreones furiosos, en insultos, en griterío, ve acercarse de nuevo al hombre del trapo cuyo color ha cambiado y si antes era de un rosa galante, ahora es un rojo violento, un desafío a vida o muerte. El hombre ha descubierto que no le queda otro remedio que enfrentarse a su destino, ha descubierto que jamás saldrá de esa plaza, que ha de luchar aunque no quiera y que frente a él tiene un arma que le embruja, un arma que no es nada, tan sólo tela y sin embargo qué cruel, qué engañosa, qué implacable. Y así lo intentará luchando contra alguien que en el colmo del engaño va vestido de mujer, cita como una mujer, calza como una mujer, lleva medias de mujer y coleta de mujer y sin embargo tiene toda la furia, todo el ansia de muerte y batalla de un hombre. Y el bicho embiste y agacha la cerviz y si responde al engaño el mundo aplaude y si lo rechaza el mundo le abuchea. Y el que engaña se luce con su engaño y el engañado se va desangrando en cada lance y boquea y le falta el aire y ya no siente la alegría del principio cuando una cerrada ovación le recibía y huele su propia sangre y de repente siente que ya no le importa morir y cuando la mujer –que en realidad es un hombre- pliega el trapo rojo ante él y descubre una espada curvada en su extremo, el hombre se queda mirando el trapo sin entender cómo ha podido estar tanto tiempo engañado por eso que ahora yace yerto ante él y cuando está pensando en ello siente en lo alto de su estima cómo se hunde –como acero frío, quirúrgico, insalvable- la muerte en su vida y todo a su alrededor gira, todo son trapos que le engañan y él quizá se atreve aún a lanzar algún derrote, por ese afán de ser hombres que nos persigue hasta el final, y si no claudicas cuando el mundo quiera entonces la mujer que es hombre te degollará y al final sacas la lengua en un último gesto de solemnidad.
La realidad de una corrida de toros es cruel porque su metáfora lo es. No creo que sea útil ponerse vendas en los ojos. La muerte del toro en la plaza como la vida de todo hombre que lucha por ser amado es siempre honrosa.
Vuelvo al principio sólo para constatar que un país tan tosco como España contiene en sí una de las alegorías más sutiles sobre el vivir y su sentido.
España no es un país de contrastes, es un país de blanco y negro (de un solo contraste por lo tanto). El por qué de esta cuestión tendrá sus fundamentos y sus discusiones. Unos vendrán que defenderán que España se hizo como se hizo por la constante contienda; otros que si la envidia es el fundamento de todo su ser. Otros menos arcaicos –en el fondo menos españoles en cuanto a esa única dicotomía blanco/negro- defenderán con agudeza y un extraño sentido de la historia que España es el cruce de tres culturas, de tres castas: Los moros, los judíos y los cristianos. El mejor (quizá único exponente de esta sorprendente teoría) es Américo Castro, sobre todo en dos de sus libros fundamentales: España en su historia y De la Edad conflictiva. No está bien visto Américo Castro en los ambientes académicos, es lo que tienen los buenos heterodoxos. Y en España los ha habido y muchos. Casi todos hubieron de huir como el bueno de Miguel Servet, el cual murió quemado a fuego lento en Ginebra por un tal Calvino y no porque descubriera la circulación menor de la sangre sino porque este descubrimiento estaba dentro de un libro herético llamado De Trinitatis erroribus.
Ejemplos de esta España blanquinegra los hay a montones y no me detendré en enumerar muchos; sólo y casi a modo de chiste enfrentar La Reforma con la Contrarreforma, nacida en España aunque fuera auspiciada por un Emperador que al llegar al suelo patrio no sabía hablar una sola palabra de castellano (blanco y negro de nuevo) el cual al final quiso acabar sus días en lo más extremo de este país, en el monasterio de Yuste.
En España una pareja se rompe y no se vuelve a dirigir la palabra; una amistad se rompe y es para siempre; un negocio se quiebra y no se recompone. Admiré una escena que presencié en Francia entre una pareja separada que, un día, al caer la tarde, frente al magnífico fuego de una chimenea, en la casa de él, que había sido la de ellos, tomaron sus agendas y se dividieron los días con su hijo en plena armonía, sin levantar la voz mientras el niño leía tranquilo junto a la ventana. Esto en España es impensable y si alguna pareja española es capaz de llegar a tal grado de civismo me juego el bigote a que tiene ascendientes extranjeros en la generación anterior. En fin, bromas aparte y generalizaciones a parte; este país es un todo o nada por eso funciona tan bien el bipartidismo.
Y justamente es en este país donde se afianza un rito en verdad metafórico y realista a la vez. Quizá otro día bucee en sus orígenes, si fue en Miconos o en Creta, si hubo una ligazón desde tiempos tan remotos o surgió de nuevo, renovado en el siglo XVII. Porque la corrida de toros funde realidad y metáfora como sólo lo puede hacer el Arte. Conste antes de nada que no soy un decidido defensor de los toros ni tampoco un ferviente atacante. No me gustan especialmente y hubo un tiempo en que sí me gustaron. Sí amo su vocabulario y el Cossío es un monumento al habla, un verdadero tesoro de la palabra.
Pensemos lo siguiente: Un niño está en el útero de su madre y de repente le llega el momento de salir. Él se resiste pero los músculos de su madre lo empujan, le obligan a salir. Y de la oscuridad sale a la luz, a un mundo de tierra y aire y fuego (el agua era su medio hasta entonces), donde unos seres nuevos, apenas escuchados de lejos, le rodean y le jalean. Al principio al niño le dejan hacer, le aplauden, le jalean, le dicen ¡Olé, mi niño! Pero llega un momento en que a ese niño hay que meterle en vereda, hay que educarle, hay que hacerle entrar en el engaño de que la vida está hecha para obedecer a un trapo y para que aprenda pronto, para que aprenda antes, por agotamiento más que por razonamiento se le desangra, se le desengaña con un primer puyazo en todo el alma cuando se lo arranca del lugar de los aplausos y se lo lleva a un rincón donde un cuchillo se hundirá lo justo para abrir la herida que descubrirá la muerte. Espantado el toro, digo el niño, querrá volver al centro, querrá rebelarse contra su Otro, el que le quiere hacer entrar al trapo pero ese rebelarse acelera su desangramiento, ese rebelarse le va agotando por dentro y entonces, antes de que se canse, antes de que abandone se le acuchilla de nuevo pero esta vez con unos cuchillitos pequeños que no van directos al alma, sino al orgullo porque le avergüenza que quien se enfrenta ahora a él no tenga el trapo que le engañaba sino que va a pecho descubierto, con los brazos en alto y el joven que antes era el niño piensa, Con él sí podré, ahora no me podrá engañar, tengo fuerza, lo voy a intentar y cuando se lanza a por el banderillero, con la vista fija en su vientre, dispuesto a embestirlo con toda su osadía, la osadía de la juventud, pierde de vista las alturas donde refulgen, ansiosas, las banderillas que se clavan en su cruceta y si no, si el encargado de engañarle es torpe, quizá le duelan más porque esos cuchillitos se clavarán en su piedad, en su alegría o en su optimismo. Y así, aturdido, con seis agujas afiladas clavadas para siempre en su vida, desnortado y confuso, sintiendo que lo que antes eran jaleos de bienvenida se han convertido en arreones furiosos, en insultos, en griterío, ve acercarse de nuevo al hombre del trapo cuyo color ha cambiado y si antes era de un rosa galante, ahora es un rojo violento, un desafío a vida o muerte. El hombre ha descubierto que no le queda otro remedio que enfrentarse a su destino, ha descubierto que jamás saldrá de esa plaza, que ha de luchar aunque no quiera y que frente a él tiene un arma que le embruja, un arma que no es nada, tan sólo tela y sin embargo qué cruel, qué engañosa, qué implacable. Y así lo intentará luchando contra alguien que en el colmo del engaño va vestido de mujer, cita como una mujer, calza como una mujer, lleva medias de mujer y coleta de mujer y sin embargo tiene toda la furia, todo el ansia de muerte y batalla de un hombre. Y el bicho embiste y agacha la cerviz y si responde al engaño el mundo aplaude y si lo rechaza el mundo le abuchea. Y el que engaña se luce con su engaño y el engañado se va desangrando en cada lance y boquea y le falta el aire y ya no siente la alegría del principio cuando una cerrada ovación le recibía y huele su propia sangre y de repente siente que ya no le importa morir y cuando la mujer –que en realidad es un hombre- pliega el trapo rojo ante él y descubre una espada curvada en su extremo, el hombre se queda mirando el trapo sin entender cómo ha podido estar tanto tiempo engañado por eso que ahora yace yerto ante él y cuando está pensando en ello siente en lo alto de su estima cómo se hunde –como acero frío, quirúrgico, insalvable- la muerte en su vida y todo a su alrededor gira, todo son trapos que le engañan y él quizá se atreve aún a lanzar algún derrote, por ese afán de ser hombres que nos persigue hasta el final, y si no claudicas cuando el mundo quiera entonces la mujer que es hombre te degollará y al final sacas la lengua en un último gesto de solemnidad.
La realidad de una corrida de toros es cruel porque su metáfora lo es. No creo que sea útil ponerse vendas en los ojos. La muerte del toro en la plaza como la vida de todo hombre que lucha por ser amado es siempre honrosa.
Vuelvo al principio sólo para constatar que un país tan tosco como España contiene en sí una de las alegorías más sutiles sobre el vivir y su sentido.
El amor es una construcción cuya clave de bóveda es el respeto. Es casi imposible alcanzar el amor como es casi imposible construir una catedral gótica siendo albañil. Sin embargo si conocemos la clave de bóveda, si la conocemos, quizá desde ella podamos empezar a construir.
El respeto empieza por respetarse a uno mismo; respetarse a uno mismo tiene como elemento esencial la dignidad.
En mi obra de teatro La Otra Cara, escrita en 1989, el personaje Tobías Samel decía que la relación de pareja no es más que una mera transacción comercial. No le desdigo pero sí creo, fervientemente además, que puede existir una relación de pareja sustentada en el amor y no en el comercio.
El amor ha de existir. La dignidad ha de existir aunque sólo sea para sentir que ser humano no es tan sólo hablar sino actuar con verdad, con dignidad y con respeto hacia uno mismo y hacia los demás. El amor ha de existir en alguna parte, el amor ha de surgir como un esfuerzo enorme, siendo consciente la pareja, sabiendo ambos, de antemano que el tiempo del entusiasmo pasa pronto y que una vez terminado empieza el amor que es duro, terrible, lento y siempre generoso.
Empeñarse en formas bastardas de amor es lo que hacemos la mayoría de nosotros. Nos enciscamos, nos encoñamos, necesitamos, dependemos, nos sometemos o sometemos. Ninguna de esas acciones es amor. Ninguna de esas acciones lleva a esa sensación que debe de ser elevadísima, que debe de infundir una gran paz como si el mundo dejara de estar en contienda, como si la dificultad no fuera más que una mera cuestión de segundos, porque hay alguien que te ama, que te respeta, que afianza con su amor tu espalda y te ayuda a saberte digno y te encomienda lo mejor de su vida porque sabe que tú sabrás hacer lo justo con ella.
Lo demás es impostura y la impostura lleva al descrédito y el descrédito acarrea amargura y la amargura oscurece la vida y la vida se queda ciega y la ceguera nos impide ver y al no ver creemos que no hay nada, que no hay nada, que el amor, por lo tanto, también es nada. Y nos quedamos dormidos mientras lágrimas de dolor resbalan por nuestras mejillas, ajenas a nuestros sentidos, lágrimas convencidas de que el amor no existe, es imposible como si el amor fuera un dios que habitara en la séptima esfera y cuya música parece sonar a veces pero muy lejos, muy lejos, hasta hacerse inaudible, hasta convencernos de que realmente nacimos sordos.
El respeto empieza por respetarse a uno mismo; respetarse a uno mismo tiene como elemento esencial la dignidad.
En mi obra de teatro La Otra Cara, escrita en 1989, el personaje Tobías Samel decía que la relación de pareja no es más que una mera transacción comercial. No le desdigo pero sí creo, fervientemente además, que puede existir una relación de pareja sustentada en el amor y no en el comercio.
El amor ha de existir. La dignidad ha de existir aunque sólo sea para sentir que ser humano no es tan sólo hablar sino actuar con verdad, con dignidad y con respeto hacia uno mismo y hacia los demás. El amor ha de existir en alguna parte, el amor ha de surgir como un esfuerzo enorme, siendo consciente la pareja, sabiendo ambos, de antemano que el tiempo del entusiasmo pasa pronto y que una vez terminado empieza el amor que es duro, terrible, lento y siempre generoso.
Empeñarse en formas bastardas de amor es lo que hacemos la mayoría de nosotros. Nos enciscamos, nos encoñamos, necesitamos, dependemos, nos sometemos o sometemos. Ninguna de esas acciones es amor. Ninguna de esas acciones lleva a esa sensación que debe de ser elevadísima, que debe de infundir una gran paz como si el mundo dejara de estar en contienda, como si la dificultad no fuera más que una mera cuestión de segundos, porque hay alguien que te ama, que te respeta, que afianza con su amor tu espalda y te ayuda a saberte digno y te encomienda lo mejor de su vida porque sabe que tú sabrás hacer lo justo con ella.
Lo demás es impostura y la impostura lleva al descrédito y el descrédito acarrea amargura y la amargura oscurece la vida y la vida se queda ciega y la ceguera nos impide ver y al no ver creemos que no hay nada, que no hay nada, que el amor, por lo tanto, también es nada. Y nos quedamos dormidos mientras lágrimas de dolor resbalan por nuestras mejillas, ajenas a nuestros sentidos, lágrimas convencidas de que el amor no existe, es imposible como si el amor fuera un dios que habitara en la séptima esfera y cuya música parece sonar a veces pero muy lejos, muy lejos, hasta hacerse inaudible, hasta convencernos de que realmente nacimos sordos.
Sólo cuando algo se observa se fija en el estado observado. Mientras un objeto no es observado, puede estar (ser) en todos los estados posibles. En el sueño nos comportamos como electrones libres de observación.
No sé qué es y está de sobra. Es algo del alma. Algo de lo oculto. Lo que no tiene nombre. Lo que no se puede nombrar. Quisiera decirlo, os lo juro, quisiera ponerle nombre, que fuera, yo que sé: mandarina, estío, huera, tierra. Palabras así de claras, tan hermosas, tan concisas. Si le pusiera nombre, me digo, lo entendería y si lo entendiera, me digo, lo embocaría (lo pondría en la boca) y os lo diría, os juro que os lo diría.
Al no saberlo no puedo describirlo, ni puedo escribirlo como sí hizo Virginia Woolf en su precioso ensayo Una habitación propia aunque ella arguyera que no sabía cómo escribir sobre la mujer y la novela por lo mucho que abarcaba el enunciado por lo poco que sabía sobre el tema. Sí sabía. La belleza de su discurso amparaba su ignorancia y lo aclaraba.
No sé que es y me provoca desamparo (desamparo de mí). Me viene a la memoria otro monstruo del pensar Wittgenstein cuando escribía (más o menos) que todo lo que se podía decir podía ser y que por lo tanto todo lo que no se puede decir no puede ser ¿Cómo puede ser entonces que yo tenga algo que no puedo decir? Reduciendo al absurdo el pensamiento llegaría a la conclusión de que si no lo puedo decir, nada tengo y si llegara a esa conclusión sería que lo que no sé que tengo es el vacío (que tampoco sería porque se puede decir).
No sé qué tengo y lo tengo desde niño. Recuerdo que lo tenía cuando pasaba las horas de la tarde escuchando el sonido del celofán entre mis dedos; lo tenía en los largos recreos solitarios y cuando por salir de clase me arrancaba los dientes; lo tenía más tarde sin saber qué era, sin ponerle nombre cuando en la adolescencia pude besar a una muchacha y salí corriendo por el miedo a saber el beso, a conocerlo. No sé por qué porque no fue vergüenza o timidez es algo más allá, es algo sin nombre, en algo sin ser.
Y eso que no sé qué es marca a fuego las horas de mi vida. De tan invisible pesa como el mercurio y parece que se husmea a la distancia. Diría que es pavoroso si me diera miedo. Diría que es asqueroso si sintiera náuseas. O diría que es hermoso si sintiera la belleza cuando acampa en mis alrededores. No siento nada, sólo la inquietud de saber que está ahí otra vez y que no sé qué, os lo juro, no sé qué es.
Al no saberlo no puedo describirlo, ni puedo escribirlo como sí hizo Virginia Woolf en su precioso ensayo Una habitación propia aunque ella arguyera que no sabía cómo escribir sobre la mujer y la novela por lo mucho que abarcaba el enunciado por lo poco que sabía sobre el tema. Sí sabía. La belleza de su discurso amparaba su ignorancia y lo aclaraba.
No sé que es y me provoca desamparo (desamparo de mí). Me viene a la memoria otro monstruo del pensar Wittgenstein cuando escribía (más o menos) que todo lo que se podía decir podía ser y que por lo tanto todo lo que no se puede decir no puede ser ¿Cómo puede ser entonces que yo tenga algo que no puedo decir? Reduciendo al absurdo el pensamiento llegaría a la conclusión de que si no lo puedo decir, nada tengo y si llegara a esa conclusión sería que lo que no sé que tengo es el vacío (que tampoco sería porque se puede decir).
No sé qué tengo y lo tengo desde niño. Recuerdo que lo tenía cuando pasaba las horas de la tarde escuchando el sonido del celofán entre mis dedos; lo tenía en los largos recreos solitarios y cuando por salir de clase me arrancaba los dientes; lo tenía más tarde sin saber qué era, sin ponerle nombre cuando en la adolescencia pude besar a una muchacha y salí corriendo por el miedo a saber el beso, a conocerlo. No sé por qué porque no fue vergüenza o timidez es algo más allá, es algo sin nombre, en algo sin ser.
Y eso que no sé qué es marca a fuego las horas de mi vida. De tan invisible pesa como el mercurio y parece que se husmea a la distancia. Diría que es pavoroso si me diera miedo. Diría que es asqueroso si sintiera náuseas. O diría que es hermoso si sintiera la belleza cuando acampa en mis alrededores. No siento nada, sólo la inquietud de saber que está ahí otra vez y que no sé qué, os lo juro, no sé qué es.
De este poema decía que era el mejor que había escrito.
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/09/2010 a las 00:10 | {0}