Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XX
El viento entonces. El viento son recuerdos. Del viento han llegado. El brillo del sol sobre las aguas. La risas que se escuchan a lo lejos. Manos suaves en la espalda de la muchacha que mientras hace una felación ora. La juventud que vuelve. La juventud que se mantiene.
Donjuan ha estado fuera varios días. Ha vuelto agotado, con las orejas gachas como si supusiera que su ausencia me iba a enfurecer. Como si yo no supiera que por el aire de estas selvas el aroma de las perras en celo estaba soliviantando su carácter de natural tranquilo. Viene herido Donjuan. Habrá peleado por preñar. Habrá peleado por cumplir con el imperativo de la especie. Podría haber muerto, habría muerto si hubiera sido necesario. La llamada. La llamada de la preñez es como una peste que aprieta las ganas de todas las células eucariotas. Dividirse. Perdurar. Transmitirse. Morir.
Ventolera. Una noche de luna llena. Entra su luz blanca por la abertura de la cueva. Cae la luz sobre el rostro de T. y es mi cabeza quien se interpone entre ellos y es mi boca la que se acerca a la boca de T. y muerde sus labios. T. me abraza con sus brazos fuertes y me aprieta contra su torso. Nuestras vergas se encuentran empalmadas. Yo tomo la suya con mi mano izquierda y subo y bajo su tallo hasta que con una delicadeza que me extenúa me susurra que todavía no, que le bese, que lo apriete, que me pegue a él como si fuéramos la noche y el día. Nos perseguimos en el lecho hecho a base de hierbas y briznas. T. huele a toro y luna. Yo huelo a árbol y miel. ¡Qué estruendoso el gemido de dos hombres que se comen las pollas! ¡Qué fuerza sus alientos al enrojecer! ¡Qué briosas sus nalgas! ¡Qué tensos sus músculos! ¡Viriles, las mandíbulas se aferran al cuello del otro y quisiéramos sorbernos las sangres!
Han pasado los días. T. ha quedado disuelto en una pregunta que me hago cuando anochece. Y así han pasado los días. No siempre se puede escribir del deseo y su cumplimiento.
La Era Moderna empieza con el Descubrimiento/Conquista de América por los españoles en 1492. Ginés de Sepúlveda fue el que, a partir de sus conocimientos filosóficos (había entre otros estudiado a Aristóteles en la Universidad de Alcalá de Henares) arguye mediante categorías que los indios no tienen alma y por lo tanto pueden ser tratados como animales y ser obligados a trabajar en las minas hasta matarlos.
Esta consideración de ser animales excluía por su propia categoría -la animalidad- la devoción. Los indígenas sí devocionaban -me permito el neologismo- y entre todas las cosas rendían culto a la Madre Tierra -a Pachamama- a la cual para poder alimentarse de ella ellos la alimentaban a su vez. Por eso cuando los conquistadores los obligan a expoliar a la Madre Tierra vaciándola de su oro y de su plata sin ofrecerle nada a cambio, los indios sienten que les están obligando a violar -en su literalidad- a su propia madre. Es decir la Edad Moderna se inicia mediante el Crimen de violación de la Madre.
Cualquier ética sabe que todo aquello que se basa en un crimen acarreará grandes sufrimientos.
Volveré a T. sólo que desde hace días, al anochecer, el crimen de violación de la Madre Tierra me impide escribir con alegría un acto puro de la naturaleza.
Donjuan ha estado fuera varios días. Ha vuelto agotado, con las orejas gachas como si supusiera que su ausencia me iba a enfurecer. Como si yo no supiera que por el aire de estas selvas el aroma de las perras en celo estaba soliviantando su carácter de natural tranquilo. Viene herido Donjuan. Habrá peleado por preñar. Habrá peleado por cumplir con el imperativo de la especie. Podría haber muerto, habría muerto si hubiera sido necesario. La llamada. La llamada de la preñez es como una peste que aprieta las ganas de todas las células eucariotas. Dividirse. Perdurar. Transmitirse. Morir.
Ventolera. Una noche de luna llena. Entra su luz blanca por la abertura de la cueva. Cae la luz sobre el rostro de T. y es mi cabeza quien se interpone entre ellos y es mi boca la que se acerca a la boca de T. y muerde sus labios. T. me abraza con sus brazos fuertes y me aprieta contra su torso. Nuestras vergas se encuentran empalmadas. Yo tomo la suya con mi mano izquierda y subo y bajo su tallo hasta que con una delicadeza que me extenúa me susurra que todavía no, que le bese, que lo apriete, que me pegue a él como si fuéramos la noche y el día. Nos perseguimos en el lecho hecho a base de hierbas y briznas. T. huele a toro y luna. Yo huelo a árbol y miel. ¡Qué estruendoso el gemido de dos hombres que se comen las pollas! ¡Qué fuerza sus alientos al enrojecer! ¡Qué briosas sus nalgas! ¡Qué tensos sus músculos! ¡Viriles, las mandíbulas se aferran al cuello del otro y quisiéramos sorbernos las sangres!
Han pasado los días. T. ha quedado disuelto en una pregunta que me hago cuando anochece. Y así han pasado los días. No siempre se puede escribir del deseo y su cumplimiento.
La Era Moderna empieza con el Descubrimiento/Conquista de América por los españoles en 1492. Ginés de Sepúlveda fue el que, a partir de sus conocimientos filosóficos (había entre otros estudiado a Aristóteles en la Universidad de Alcalá de Henares) arguye mediante categorías que los indios no tienen alma y por lo tanto pueden ser tratados como animales y ser obligados a trabajar en las minas hasta matarlos.
Esta consideración de ser animales excluía por su propia categoría -la animalidad- la devoción. Los indígenas sí devocionaban -me permito el neologismo- y entre todas las cosas rendían culto a la Madre Tierra -a Pachamama- a la cual para poder alimentarse de ella ellos la alimentaban a su vez. Por eso cuando los conquistadores los obligan a expoliar a la Madre Tierra vaciándola de su oro y de su plata sin ofrecerle nada a cambio, los indios sienten que les están obligando a violar -en su literalidad- a su propia madre. Es decir la Edad Moderna se inicia mediante el Crimen de violación de la Madre.
Cualquier ética sabe que todo aquello que se basa en un crimen acarreará grandes sufrimientos.
Volveré a T. sólo que desde hace días, al anochecer, el crimen de violación de la Madre Tierra me impide escribir con alegría un acto puro de la naturaleza.
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
Amalia de Llano y Dotres, condesa de Vilches. Federico Madrazo. 1853
XIX
He de llegar al fondo de la cuestión. Pensar que si todo es rápido... Recuerdo el pensamiento de Macbeth el traidor, Si todo terminara una vez hecho/ sería conveniente acabar pronto. Sueño un encuentro que se rompió hace años. Sueño que las gatas me hablan en francés a propósito de hacerse un viaje al País de la Maravillas para conocer a mister Cheshire. Pronuncian mister casi como si fuera mystère y yo les respondo que el misterio es haberme convertido en un señor mayor y cascarrabias. Ríen las gatas, ladran los perros, aúllo yo.
A veces Euphosine y Aglaya nos acompañan en el paseo. Se suben a los árboles. Nos miran imponentes. Donjuan y Hamlet las miran envidiosos de no poder trepar tan alto. Yo camino ensimismado. Hago oídos sordos al mundo que me rodea como si quisiera llegar más allá de mi propia realidad, hacia algún lugar en el que la conformación de seres que fui se encuentra con la conformación de seres que hoy soy para evocar en ese encuentro una sensación de continuidad del ser.
Es otoño. La soledad se vuelve parda y hermosa. Ayer por la noche al mirar al cielo sin luna disfruté de Marte, espléndido en su anaranjamiento, tan lejos, quizás a 60 millones de kilómetros de mí. Elipsis del alma, pensé. Ausencias, pensé. Felicidad de haber estado acompañado, pensé. Pensé también en M. y recordé -como decía la canción de Silvio Rodríguez- su breve cintura debajo de mí, aunque en el caso de M. su cintura estuviera encima porque a M. le gusta mandar en los movimientos de sus caderas; porque a ella le gusta que mis ojos se fijen en el vaivén de sus senos mientras mi verga entra en ella y ella juguetea conmigo como Aglaya juguetea con una ardilla a la que dejará escapar viva y sin apenas daño. Volverá M. y no seré yo quien le diga a mi sobrino que ella y yo nos tomamos de las manos y caminamos hacia el bosque como si fuéramos amantes nuevos que pasean sin necesidad de decirse nada por las viejas calles de la más antigua democracia moderna, Venecia.
Añoro el mar. Guerrear contra las olas. El mar me recuerda a mi padre. ¡Oh, mi padre siempre a cuerpo gentil! ¡Las manos de mi padre! ¡La elegancia de su crawl rompiendo las aguas del mar Adriático! Añoro la elegancia. ¿He escrito ya esta añoranza?
A veces Euphosine y Aglaya nos acompañan en el paseo. Se suben a los árboles. Nos miran imponentes. Donjuan y Hamlet las miran envidiosos de no poder trepar tan alto. Yo camino ensimismado. Hago oídos sordos al mundo que me rodea como si quisiera llegar más allá de mi propia realidad, hacia algún lugar en el que la conformación de seres que fui se encuentra con la conformación de seres que hoy soy para evocar en ese encuentro una sensación de continuidad del ser.
Es otoño. La soledad se vuelve parda y hermosa. Ayer por la noche al mirar al cielo sin luna disfruté de Marte, espléndido en su anaranjamiento, tan lejos, quizás a 60 millones de kilómetros de mí. Elipsis del alma, pensé. Ausencias, pensé. Felicidad de haber estado acompañado, pensé. Pensé también en M. y recordé -como decía la canción de Silvio Rodríguez- su breve cintura debajo de mí, aunque en el caso de M. su cintura estuviera encima porque a M. le gusta mandar en los movimientos de sus caderas; porque a ella le gusta que mis ojos se fijen en el vaivén de sus senos mientras mi verga entra en ella y ella juguetea conmigo como Aglaya juguetea con una ardilla a la que dejará escapar viva y sin apenas daño. Volverá M. y no seré yo quien le diga a mi sobrino que ella y yo nos tomamos de las manos y caminamos hacia el bosque como si fuéramos amantes nuevos que pasean sin necesidad de decirse nada por las viejas calles de la más antigua democracia moderna, Venecia.
Añoro el mar. Guerrear contra las olas. El mar me recuerda a mi padre. ¡Oh, mi padre siempre a cuerpo gentil! ¡Las manos de mi padre! ¡La elegancia de su crawl rompiendo las aguas del mar Adriático! Añoro la elegancia. ¿He escrito ya esta añoranza?
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/10/2020 a las 14:08 | {0}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XVIII
Las Cícladas de nuevo. Aquella primavera -¿era finales de mayo?-. Probablemente transcurrida una semana desde nuestra llegada a la cala. Conocimos a P., un joven que siempre caminaba desnudo y calzaba unas sandalias que a todos nos recordaban a las aladas sandalias del dios Hades, dios de los infiernos, dios de los ladrones, dios de los vagabundos.
Descripción de T. (recuerdo de un recuerdo, probable idealización): rizos de oro coronan su cabeza; unos rizos largos que casi llegan a la categoría de tirabuzones; su frente es ancha, despejada; sus arcos superciliares son los más bellos que he visto jamás y se diría que en ellos el arquitecto que los conformó, hizo la entrada perfecta a la catedral de sus ojos -como el maestro Mateo realizó el Pórtico de la Gloria para adentrarse en la Catedral de Compostela-; sus ojos de un verde otoñal, grandes y algo rasgados que parecen sonreír siempre que te miran están protegidos por unas pestañas largas y tupidas de un negro que contrasta con el castaño de sus cejas y el rubio de sus rizos; su nariz griega; sus labios carnosos como duraznos y sus dientes blancos como el interior de las conchas de las ostras; fuerte su cuello; hombros anchos; un pecho poderoso de pezones pequeños y unos brazos algo largos llenos de vida y fibra que desembocan en las manos elegantes de un joven que nunca trabajó con ellas; su cintura sin grasa; sus nalgas firmes que ejercen la función de capiteles corintios de unas piernas delgadas y hermosas como palas de trirremes griegas que terminan en unos pies delicados, de largos dedos y uñas perfectas. T. es más hermoso que una mujer porque es tan hermoso como ellas y como un hombre. T. es la pura juventud en la que aún no se he terminado de dividir para siempre el sexo (hermafroditismo).
Una mañana me levanto al alba en nuestra cueva. Él duerme. Está desnudo. Su falo está enhiesto; está circuncidado; su glande es más bonito que un fresón y menos rojo; sus testículos son pequeños y redondos, mayor el izquierdo. Su vello púbico tiene iridiscencias rojizas a la luz de la primera mañana. Me excitan el cuerpo y el alma de T.
Nadamos T. y yo juntos, acompasados, a lo largo del acantilado. Hemos bautizado nuestra cala. La llamamos Cala Nos porque es nuestra y nos mantiene constantemente húmedos. Nadamos a crawl hasta la oquedad que da entrada a la cueva lacustre. Buceamos, uno detrás del otro por el pasadizo subacuático que lleva hasta la cueva; llevamos atada a la cintura una redecilla donde almacenar las lapas con las que luego haremos un arroz. Somos felices porque nada nos duele e ignoramos el dolor que ya tuvimos. Somos libres de besarnos en las bocas si queremos. Aún no queremos.
Llegamos hasta el ara de piedra que en el centro del lago se levanta. Él hace de sacerdote. Yo de víctima sacrificial. Levanta sobre mi estómago la navaja que lleva para separar las lapas de la roca del acantilado, pronuncia unas palabras mistéricas y cuando va a hundir su filo en mi ombligo, se detiene, aparta el arma y me lo besa.
No se me puede olvidar hablar de P.; las hierbas de P.; las enseñanzas de P.
Descripción de T. (recuerdo de un recuerdo, probable idealización): rizos de oro coronan su cabeza; unos rizos largos que casi llegan a la categoría de tirabuzones; su frente es ancha, despejada; sus arcos superciliares son los más bellos que he visto jamás y se diría que en ellos el arquitecto que los conformó, hizo la entrada perfecta a la catedral de sus ojos -como el maestro Mateo realizó el Pórtico de la Gloria para adentrarse en la Catedral de Compostela-; sus ojos de un verde otoñal, grandes y algo rasgados que parecen sonreír siempre que te miran están protegidos por unas pestañas largas y tupidas de un negro que contrasta con el castaño de sus cejas y el rubio de sus rizos; su nariz griega; sus labios carnosos como duraznos y sus dientes blancos como el interior de las conchas de las ostras; fuerte su cuello; hombros anchos; un pecho poderoso de pezones pequeños y unos brazos algo largos llenos de vida y fibra que desembocan en las manos elegantes de un joven que nunca trabajó con ellas; su cintura sin grasa; sus nalgas firmes que ejercen la función de capiteles corintios de unas piernas delgadas y hermosas como palas de trirremes griegas que terminan en unos pies delicados, de largos dedos y uñas perfectas. T. es más hermoso que una mujer porque es tan hermoso como ellas y como un hombre. T. es la pura juventud en la que aún no se he terminado de dividir para siempre el sexo (hermafroditismo).
Una mañana me levanto al alba en nuestra cueva. Él duerme. Está desnudo. Su falo está enhiesto; está circuncidado; su glande es más bonito que un fresón y menos rojo; sus testículos son pequeños y redondos, mayor el izquierdo. Su vello púbico tiene iridiscencias rojizas a la luz de la primera mañana. Me excitan el cuerpo y el alma de T.
Nadamos T. y yo juntos, acompasados, a lo largo del acantilado. Hemos bautizado nuestra cala. La llamamos Cala Nos porque es nuestra y nos mantiene constantemente húmedos. Nadamos a crawl hasta la oquedad que da entrada a la cueva lacustre. Buceamos, uno detrás del otro por el pasadizo subacuático que lleva hasta la cueva; llevamos atada a la cintura una redecilla donde almacenar las lapas con las que luego haremos un arroz. Somos felices porque nada nos duele e ignoramos el dolor que ya tuvimos. Somos libres de besarnos en las bocas si queremos. Aún no queremos.
Llegamos hasta el ara de piedra que en el centro del lago se levanta. Él hace de sacerdote. Yo de víctima sacrificial. Levanta sobre mi estómago la navaja que lleva para separar las lapas de la roca del acantilado, pronuncia unas palabras mistéricas y cuando va a hundir su filo en mi ombligo, se detiene, aparta el arma y me lo besa.
No se me puede olvidar hablar de P.; las hierbas de P.; las enseñanzas de P.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 05/10/2020 a las 14:25 | {0}
Mi nombre es Pablo Molviedro Ichaso y soy un puto pecador. Son tantos mis pecados que desde hace años estoy sufriendo penitencia. Desde la mañana a la noche el Diablo se encarama, por ejemplo, en mi rabo y no hago más que guarradas desde el amanecer hasta la noche y aún en sueños, aún en sueños asisto a orgías en las que la lujuria y el horror se reparten el tiempo a partes iguales y quedo extenuado, con el cuerpo hecho trizas, las manos en carne viva, rotos los labios, el ano dilatado como si fuera una recién parida y la polla escocida a punto de hervir de tanto usarla, de usarla tanto como si en ella me fuera la vida cuando la realidad es que es ella -más bien el Diablo- quien me la está arrebatando.
Sí, no puedo decirlo de otra manera, desde niño el Maligno es mi dueño y mi señor y a él obedezco y ante él me prosterno y sólo por él camino un día más por este sendero de espinos con mis pies descalzos y mi mente despejada.
Alguna vez esperé a Dios y Dios nunca vino así es que llegué a la conclusión -a edad muy temprana, a los ocho años justamente tras sentir una excitación brutal al ver a mi madre en bragas y a su través intuir el pelluzgón de su coño- de que Dios no me soñaba. Dios nunca me soñó como hacen todos los dioses con todos los seres que en esta Tierra han sido y los seres a los que no sueña Dios, los sueña el Diablo y éste, cabezota y ruin, aún hoy, a mis setenta años me sigue soñando y yo no puedo despertarlo ni puedo influir en el sueño de su reverso -de Dios sería, así lo llaman sus creyentes- para que me sueñe él pues se sabe desde antiguo que el Diablo y el No-Diablo (es decir Dios) o Dios y el No-Dios (es decir el Diablo) no pueden soñar un ser al mismo tiempo. Se pertenece a uno o a otro o se pertenece alternativamente a ambos pero nunca a la vez porque es imposible hacer el bien al mismo tiempo que el mal. Aún espero el día en el que sienta que Dios me está soñando para saber si es tan dulce su presencia como cuentan los nuevos catecismos (los antiguos entendían a este Gran Soñador como un ser terrible asociado al Trueno y a la Electricidad) y si, al saberse en él, en su sueño, la vida se parece más al algodón de azúcar que a la caña de donde se extrae. Mientras tanto peco, peco de palabra, obra y omisión; soy malvado, violento, irascible, lujurioso, mentiroso, procaz, cobarde, macilento, tendencioso y guarda mi hígado tantos rencores que mi cuerpo entero anda envejecido y mis humores, hasta los amarillos, son de un amarillo quebrado que tiende al negro como la más obscura melancolía.
Sí, no puedo decirlo de otra manera, desde niño el Maligno es mi dueño y mi señor y a él obedezco y ante él me prosterno y sólo por él camino un día más por este sendero de espinos con mis pies descalzos y mi mente despejada.
Alguna vez esperé a Dios y Dios nunca vino así es que llegué a la conclusión -a edad muy temprana, a los ocho años justamente tras sentir una excitación brutal al ver a mi madre en bragas y a su través intuir el pelluzgón de su coño- de que Dios no me soñaba. Dios nunca me soñó como hacen todos los dioses con todos los seres que en esta Tierra han sido y los seres a los que no sueña Dios, los sueña el Diablo y éste, cabezota y ruin, aún hoy, a mis setenta años me sigue soñando y yo no puedo despertarlo ni puedo influir en el sueño de su reverso -de Dios sería, así lo llaman sus creyentes- para que me sueñe él pues se sabe desde antiguo que el Diablo y el No-Diablo (es decir Dios) o Dios y el No-Dios (es decir el Diablo) no pueden soñar un ser al mismo tiempo. Se pertenece a uno o a otro o se pertenece alternativamente a ambos pero nunca a la vez porque es imposible hacer el bien al mismo tiempo que el mal. Aún espero el día en el que sienta que Dios me está soñando para saber si es tan dulce su presencia como cuentan los nuevos catecismos (los antiguos entendían a este Gran Soñador como un ser terrible asociado al Trueno y a la Electricidad) y si, al saberse en él, en su sueño, la vida se parece más al algodón de azúcar que a la caña de donde se extrae. Mientras tanto peco, peco de palabra, obra y omisión; soy malvado, violento, irascible, lujurioso, mentiroso, procaz, cobarde, macilento, tendencioso y guarda mi hígado tantos rencores que mi cuerpo entero anda envejecido y mis humores, hasta los amarillos, son de un amarillo quebrado que tiende al negro como la más obscura melancolía.
Narrativa
Tags : Confesiones Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/09/2020 a las 12:58 | {2}
Escrito por Isaac Alexander
Edición y notas de Fernando Loygorri
XVII
¿Qué hay más real que un sueño vívido? En los últimos días recordaba a T., hace muchos años en una isla griega. Volveré a esos recuerdos. Quizás hoy mismo. Antes necesito terminar la noche de la niebla con Hamlet y Donjuan.
Para llegar a la linde del bosque he de atravesar un páramo. En otoño y en invierno lo llamo páramo, en primavera llanura, en verano secarral. Creo que escribí* que ante el miedo hay que ir a por él. Pues bien, eso es lo que hicimos. Corrimos en pos del miedo cuando la noche y la bruma hacían que el mundo temblara y nuestros corazones se aceleraran. Lo increíble de la condición mamífera es que cuando el miedo es sólo mental a medida que te adentras en él, desaparece. No engaño si digo que en la fantasmagoría de la oscuridad brumosa intuimos seres fantásticos y luces del más allá y que nuestros oídos escucharon lamentos largos de almas en pena agotadas de penar y estaría por jurar -si el juramento significara para mí algo más que una palabra- que vislumbramos por entre una hilera difusa de olmos a los integrantes de la Santa Compaña. ¿Se escuchó entonces el lúgubre tañir de la zanfoña de Don Gaiferos? Aullaron Donjuan y Hamlet, aullé yo y con nuestros aullidos los seres del Alma del Mundo se fueron dispersando, se alejaron de nosotros y cuando decidimos retornar a la supuesta seguridad de nuestras cuatro paredes, la niebla se fue levantando y quedó al fin el cielo raso, cuajadito de estrellas, por fin sin luna. ¡Ay, luna, asesina de mis ánimos! ¡Dueña de mi devoción!
El sueño lo tengo esa misma noche. No puedo llamarle pesadilla porque cené frugalmente y, a parte la broma, es un sueño intenso en el que -y eso lo dejaré para mí- se ocultan graves consideraciones.
Estoy con T. es un centro comercial. T. y yo jamás iríamos a un centro comercial. Tenemos que estar en el centro comercial por algo. Estamos por algo en el centro comercial. El aspecto es el de cuando nos conocimos. Ambos somos jóvenes. No nos hablamos. No hace falta que lo hagamos para levantarnos a la vez de una terraza donde hemos tomado un café. Damos unos pasos. De debajo de nuestras gabardinas sacamos unas ametralladoras y empezamos a disparar contra todo lo que se mueve. Matamos o herimos a cientos de personas. En silencio. La masacre la veo desde mis ojos. Nos nos veo. Y digo esto porque hay una elipsis en el sueño -o yo no recuerdo el paso de un momento a otro- y ahora estamos todos los supervivientes en una especie de salón de actos. La policía ha acordonado la zona. Al fondo, abajo, en una tarima y con una mesa ante ellos, unos inspectores -no recuerdo cuántos- van interrogando uno a uno a los presentes. Todos van saliendo. A T. y a mí nos dejan para el final. En ese momento sé que la policía sabe que hemos sido nosotros pero también sé que aún no lo pueden demostrar. T. se mantiene impertérrito, algo pálido, creo recordar sus labios azulinos. A mí me empieza a invadir un terror que disimulo sin mover un sólo músculo. Sé que la policía no se va a andar con tonterías. Nos van a interrogar duro. Nos van a sacar la confesión como sea. Me llaman a mí. Mientras me acerco a la tarima digo, Quiero la presencia de mi abogado. Uno de los inspectores responde, Será porque has hecho algo. T. me mira. Yo le miro. Entonces reparo en que en todo ese tiempo no nos hemos dicho ni una sola palabra.
Me despierta el canto del gallo. Con él rinde homenaje al sol. Ejecuta un acto estético. La viveza del sueño vivido me hace temblar. Aún tengo el miedo en el cuerpo y lo que me sorprende es que el miedo no sea por la matanza que acabo de perpetrar sino por las torturas a las que me va a someter la policía.
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* Isaac Alexander tenía una costumbre que conozco porque él mismo me la comentó: jamás releía sus escritos. Recuerdo que una vez se rió un poco a costa de Jorge Luis Borges de quien fue amigo y a quien le leía en ocasiones pasajes de La Odisea en sus años de ceguera. Borges decía que a él sólo le servía publicar para dejar de corregir e Isaac me decía, Yo jamás corrijo para no tener que publicar. Para llegar a la linde del bosque he de atravesar un páramo. En otoño y en invierno lo llamo páramo, en primavera llanura, en verano secarral. Creo que escribí* que ante el miedo hay que ir a por él. Pues bien, eso es lo que hicimos. Corrimos en pos del miedo cuando la noche y la bruma hacían que el mundo temblara y nuestros corazones se aceleraran. Lo increíble de la condición mamífera es que cuando el miedo es sólo mental a medida que te adentras en él, desaparece. No engaño si digo que en la fantasmagoría de la oscuridad brumosa intuimos seres fantásticos y luces del más allá y que nuestros oídos escucharon lamentos largos de almas en pena agotadas de penar y estaría por jurar -si el juramento significara para mí algo más que una palabra- que vislumbramos por entre una hilera difusa de olmos a los integrantes de la Santa Compaña. ¿Se escuchó entonces el lúgubre tañir de la zanfoña de Don Gaiferos? Aullaron Donjuan y Hamlet, aullé yo y con nuestros aullidos los seres del Alma del Mundo se fueron dispersando, se alejaron de nosotros y cuando decidimos retornar a la supuesta seguridad de nuestras cuatro paredes, la niebla se fue levantando y quedó al fin el cielo raso, cuajadito de estrellas, por fin sin luna. ¡Ay, luna, asesina de mis ánimos! ¡Dueña de mi devoción!
El sueño lo tengo esa misma noche. No puedo llamarle pesadilla porque cené frugalmente y, a parte la broma, es un sueño intenso en el que -y eso lo dejaré para mí- se ocultan graves consideraciones.
Estoy con T. es un centro comercial. T. y yo jamás iríamos a un centro comercial. Tenemos que estar en el centro comercial por algo. Estamos por algo en el centro comercial. El aspecto es el de cuando nos conocimos. Ambos somos jóvenes. No nos hablamos. No hace falta que lo hagamos para levantarnos a la vez de una terraza donde hemos tomado un café. Damos unos pasos. De debajo de nuestras gabardinas sacamos unas ametralladoras y empezamos a disparar contra todo lo que se mueve. Matamos o herimos a cientos de personas. En silencio. La masacre la veo desde mis ojos. Nos nos veo. Y digo esto porque hay una elipsis en el sueño -o yo no recuerdo el paso de un momento a otro- y ahora estamos todos los supervivientes en una especie de salón de actos. La policía ha acordonado la zona. Al fondo, abajo, en una tarima y con una mesa ante ellos, unos inspectores -no recuerdo cuántos- van interrogando uno a uno a los presentes. Todos van saliendo. A T. y a mí nos dejan para el final. En ese momento sé que la policía sabe que hemos sido nosotros pero también sé que aún no lo pueden demostrar. T. se mantiene impertérrito, algo pálido, creo recordar sus labios azulinos. A mí me empieza a invadir un terror que disimulo sin mover un sólo músculo. Sé que la policía no se va a andar con tonterías. Nos van a interrogar duro. Nos van a sacar la confesión como sea. Me llaman a mí. Mientras me acerco a la tarima digo, Quiero la presencia de mi abogado. Uno de los inspectores responde, Será porque has hecho algo. T. me mira. Yo le miro. Entonces reparo en que en todo ese tiempo no nos hemos dicho ni una sola palabra.
Me despierta el canto del gallo. Con él rinde homenaje al sol. Ejecuta un acto estético. La viveza del sueño vivido me hace temblar. Aún tengo el miedo en el cuerpo y lo que me sorprende es que el miedo no sea por la matanza que acabo de perpetrar sino por las torturas a las que me va a someter la policía.
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Yo añadiría que Isaac escribe como se vive: sin posibilidad de corregir.
Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/09/2020 a las 13:51 | {0}
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Narrativa
Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/10/2020 a las 17:10 | {0}