El día transcurre. Entre hipos. Avanza. Amable. Pasará lo que pase. Seguiré avanzando. Me moveré cuanto pueda. Allá voy, allá voy.
El muerto se movió en el ataúd.
Una de las enterradoras le dijo a la otra, Eh, tú, ¿no has oído nada? La otra se alejaba mientras encendía un cigarrillo y gritó sin volverse, Esas gilipolleces déjaselas a las novatas, so puta.
El muerto se movió en el ataúd.
Una de las enterradoras le dijo a la otra, Eh, tú, ¿no has oído nada? La otra se alejaba mientras encendía un cigarrillo y gritó sin volverse, Esas gilipolleces déjaselas a las novatas, so puta.
Partitura para coro
El desconcierto de la estrella se manifiesta en los túneles del metro. Puede ser un violín tocado por una vieja dama. O una guitarra eléctrica rasgada por un cincuentón de gesto jovial. O aquel bajo, joven de las largas melenas oscuras, que a la manera de Jacko Pastorius congrega un grupo frente a él.
La obra en el andén lo desangela. Hay cierto nerviosismo como si todos pensáramos que algo de aquello se podría desplomar. En el andén de enfrente ya todo está terminado y los viajeros suben por modernas escaleras mecánicas.
La china duerme profundamente. Los gitanos charlan animados. La madre es una mujer hermosa. Un grupo de chicos atusados distorsionan el ambiente laboral del vagón.
De pronto, por un retraso, un convoy llega atestado. Se abren las puertas y apenas sale gente. Aún así entras ¡Cuánta gente! piensas, ¡cuántos gestos!, ¡cuántas alturas! y ¡qué igual todo al mismo tiempo!, ¡qué ligero matiz!, ¡qué necesario que lo primero que aprenda el niño, lo que más se empeña en saber y discernir sean los gestos de las gentes que se inclinan para verle!
Estaba esperando. Buscando en mi memoria un rostro de mujer cuando volvía. No la hallo.
La obra en el andén lo desangela. Hay cierto nerviosismo como si todos pensáramos que algo de aquello se podría desplomar. En el andén de enfrente ya todo está terminado y los viajeros suben por modernas escaleras mecánicas.
La china duerme profundamente. Los gitanos charlan animados. La madre es una mujer hermosa. Un grupo de chicos atusados distorsionan el ambiente laboral del vagón.
De pronto, por un retraso, un convoy llega atestado. Se abren las puertas y apenas sale gente. Aún así entras ¡Cuánta gente! piensas, ¡cuántos gestos!, ¡cuántas alturas! y ¡qué igual todo al mismo tiempo!, ¡qué ligero matiz!, ¡qué necesario que lo primero que aprenda el niño, lo que más se empeña en saber y discernir sean los gestos de las gentes que se inclinan para verle!
Estaba esperando. Buscando en mi memoria un rostro de mujer cuando volvía. No la hallo.
A mi hermano Antonio
Mi madre, María Teresa, May para los amigos, termina de hacer el cocido y coloca en un plato el chorizo, la morcilla, el pollo y la carne de morcillo. Cuando lo voy a coger para llevarlo a la mesa me dice que no, que mejor lleve la sopa, que el plato quema mucho y que ella tras ponernos los paños calientes en las piernas de mi hermana y de mí cuando éramos niños, apenas siente el calor. Mi madre adora a sus nietos y sus nietos la adoran a ella. Mis tres hermanos Antonio, Lourdes y Alfonso también la adoran. Yo, aunque he mantenido con ella una relación más conflictiva, la quiero muchísimo y me hubiera gustado demostrárselo más veces.
La tía Isabel, mujer de mi tío Carlos, parece defenderse de su bonhomía con un carácter casi endiablado. Como toda persona buena que se defiende basta una caricia, una broma, una sonrisa para que toda su defensa se desmorone y surja lo que es: una mujer todo corazón como cuando éramos niños y junto al tío Carlos nos llevaban al monte del Pardo y en un lugar que llamábamos La Ponderosa, en memoria de una serie de televisión muy famosa en los '60 llamada Bonanza, nos hacía reír y se reía y parecía su risa una tormenta de verano.
Mi hermano Antonio, el mayor, se ha convertido con los años en un hombre bueno y tranquilo. No hay más que verle cómo se comporta con sus hijos Nacho y Álvaro y cómo ha asumido su papel de hermano mayor y todo lo que ello conlleva. Ayer me propuso ir con él a una casa que tienen en Auñón, en la provincia de Guadalajara, un lugar hermoso a los pies de la Alcarria. En el trayecto de ida fuimos hablando de asuntos banales. Luego vimos la semifinal del europeo de baloncesto y a la vuelta, aprovechando un atasco que se generó por generación espontánea en la carretera, mantuvimos una conversación muy hermosa, muy sentimental que me llevó a la cama con la grata sensación de sentirlo cerca.
Mi hermana Lourdes es un torbellino, siempre lo fue. Es una mujer bonita y optimista, algo ingenua quizá, que atesora una fuerza extraña la cual le permite afrontar la vida sin demasiados aspavientos. Madre de dos hijos estupendos, esposa de Juanjo un marido difícil con un corazón de chocolate. La risa de mi hermana contagiaría a un pelotón de fusilamiento y haría imposible que pudieran disparar.
Mi hermano Alfonso es el pequeño y el más grande. Desde un momento de nuestras vidas mantenemos una relación cortante, fría y áspera. No sé muy bien por qué. Tiene para mí grandes cualidades: es trabajador, bueno, deportista, sensible al arte y la literatura, gran cocinero –como nuestro padre- y un tío de sus sobrinos excelente. Quizás esa distancia entre nosotros venga dada porque nos parecemos en lo peor de nosotros mismos y quizá también en lo mejor.
Pilar, la mujer de mi hermano Antonio, es una de las personas más bellas que he conocido jamás tanto física como espiritualmente (si nos atenemos a la vieja dualidad humana). Desde que la conocí sentí por ella una gran admiración, sobre todo por su discreción, la cual se rompía en mil pedazos cuando nos emborrachábamos y entonces surgía (imagino que seguirá surgiendo) una mujer divertida, atrevida, una chiquilla con ganas de abrazar al mundo. Trabajadora incansable, gran compañera de mi hermano, hija de las de antes, madre de las de siempre.
Juanjo, el marido de mi hermana, es un clásico cascarrabias con el corazón más grande que quepa en un pecho. Porque cuando se habla de corazón grande se habla de hechos, de acciones, de generosidad y de coraje y todo eso le sobra y de nada de ello alardea.
A Nacho, el hijo mayor de Pilar y Antonio, le recuerdo de niño cuando jugaba a tirarme la pelota en el cuarto de Alfonso. Luego fue creciendo y se ha convertido en un chico alto, guapo y cariñoso quizá su cualidad (de las que conozco) más sobresaliente a una edad en la que uno no hace más que mirarse el ombligo.
Álvaro, el pequeño es, como se decía antes, una culebrilla. Hay que escucharle bien, hay que observarle bien. Tiene una mirada sobre las cosas muy particular y hay veces en que sus frases son sentencias ¡Ah, y su humor, su humor de niño!
Nicolás, el hijo mayor de Lourdes y Juanjo, trece años y un atolondramiento que lo hace entrañable. Me gusta cómo se relaciona con sus padres y con su abuela. Me gusta su risa. Me gusta su alegría de vivir. Y la verdad, me gustaría verle jugar un día al fútbol. Todos dicen que es un crack.
Paula, la menor, es como una muñeca de porcelana con una voz algo rota; esa distorsión crea en ella a un ser muy particular, muy rico, muy abrazable. Se me ocurre siempre que la veo el adjetivo pizpireta.
Violeta, la hija única de Concha y de mí, es la luz.
La tía Isabel, mujer de mi tío Carlos, parece defenderse de su bonhomía con un carácter casi endiablado. Como toda persona buena que se defiende basta una caricia, una broma, una sonrisa para que toda su defensa se desmorone y surja lo que es: una mujer todo corazón como cuando éramos niños y junto al tío Carlos nos llevaban al monte del Pardo y en un lugar que llamábamos La Ponderosa, en memoria de una serie de televisión muy famosa en los '60 llamada Bonanza, nos hacía reír y se reía y parecía su risa una tormenta de verano.
Mi hermano Antonio, el mayor, se ha convertido con los años en un hombre bueno y tranquilo. No hay más que verle cómo se comporta con sus hijos Nacho y Álvaro y cómo ha asumido su papel de hermano mayor y todo lo que ello conlleva. Ayer me propuso ir con él a una casa que tienen en Auñón, en la provincia de Guadalajara, un lugar hermoso a los pies de la Alcarria. En el trayecto de ida fuimos hablando de asuntos banales. Luego vimos la semifinal del europeo de baloncesto y a la vuelta, aprovechando un atasco que se generó por generación espontánea en la carretera, mantuvimos una conversación muy hermosa, muy sentimental que me llevó a la cama con la grata sensación de sentirlo cerca.
Mi hermana Lourdes es un torbellino, siempre lo fue. Es una mujer bonita y optimista, algo ingenua quizá, que atesora una fuerza extraña la cual le permite afrontar la vida sin demasiados aspavientos. Madre de dos hijos estupendos, esposa de Juanjo un marido difícil con un corazón de chocolate. La risa de mi hermana contagiaría a un pelotón de fusilamiento y haría imposible que pudieran disparar.
Mi hermano Alfonso es el pequeño y el más grande. Desde un momento de nuestras vidas mantenemos una relación cortante, fría y áspera. No sé muy bien por qué. Tiene para mí grandes cualidades: es trabajador, bueno, deportista, sensible al arte y la literatura, gran cocinero –como nuestro padre- y un tío de sus sobrinos excelente. Quizás esa distancia entre nosotros venga dada porque nos parecemos en lo peor de nosotros mismos y quizá también en lo mejor.
Pilar, la mujer de mi hermano Antonio, es una de las personas más bellas que he conocido jamás tanto física como espiritualmente (si nos atenemos a la vieja dualidad humana). Desde que la conocí sentí por ella una gran admiración, sobre todo por su discreción, la cual se rompía en mil pedazos cuando nos emborrachábamos y entonces surgía (imagino que seguirá surgiendo) una mujer divertida, atrevida, una chiquilla con ganas de abrazar al mundo. Trabajadora incansable, gran compañera de mi hermano, hija de las de antes, madre de las de siempre.
Juanjo, el marido de mi hermana, es un clásico cascarrabias con el corazón más grande que quepa en un pecho. Porque cuando se habla de corazón grande se habla de hechos, de acciones, de generosidad y de coraje y todo eso le sobra y de nada de ello alardea.
A Nacho, el hijo mayor de Pilar y Antonio, le recuerdo de niño cuando jugaba a tirarme la pelota en el cuarto de Alfonso. Luego fue creciendo y se ha convertido en un chico alto, guapo y cariñoso quizá su cualidad (de las que conozco) más sobresaliente a una edad en la que uno no hace más que mirarse el ombligo.
Álvaro, el pequeño es, como se decía antes, una culebrilla. Hay que escucharle bien, hay que observarle bien. Tiene una mirada sobre las cosas muy particular y hay veces en que sus frases son sentencias ¡Ah, y su humor, su humor de niño!
Nicolás, el hijo mayor de Lourdes y Juanjo, trece años y un atolondramiento que lo hace entrañable. Me gusta cómo se relaciona con sus padres y con su abuela. Me gusta su risa. Me gusta su alegría de vivir. Y la verdad, me gustaría verle jugar un día al fútbol. Todos dicen que es un crack.
Paula, la menor, es como una muñeca de porcelana con una voz algo rota; esa distorsión crea en ella a un ser muy particular, muy rico, muy abrazable. Se me ocurre siempre que la veo el adjetivo pizpireta.
Violeta, la hija única de Concha y de mí, es la luz.
El beso, sometido a la carnalidad, aumenta su capacidad de agua. Vaga entre los labios. Labios aún cerrados.
Al mirarse el beso se encendió en sus bocas.
Y se besaron.
¿Cuál es la intrahistoria del beso?
¿Cuándo se acercaron las primeras bocas en un ansia, enamorada y caníbal, de comerse con los labios al otro?
El beso escalofría el cráneo y pone en punta todo el vello de los brazos. El beso acusa su presencia en los pulmones. El beso detiene pesares y aligera pasiones. El beso hace soñar a los músculos de la boca que en ellos estriba la plenitud.
El beso largo, el beso con la lengua, el beso en cuya maniobra la lengua entra en la otra boca y juega con el paladar, con los dientes y con la parte posterior de las encías; el beso, cuya lengua llega hasta la campanilla, hace sonar en el cerebro de los amantes la música para violonchelo solo de Juan Sebastian Bach.
El beso largo. El beso tumbados en la cama. El beso a media luz. El beso con ganas.
Ese tiempo de beso que luego muestra sin recato su pasión en forma de enrojecimiento del contorno de los labios. Ese tiempo de beso en las bocas frescas, recién lavadas, con olor a hierbabuena, de salivas alegres que traspasan sus esencias como si se mudaran de casa. Ese tiempo de besos que es en realidad una larga cadena de besos más cortos, algunos muy cortitos, que van puntilleando el deseo del otro y van humedeciendo el cuerpo entero hasta que el sudor, el flujo, el semen, la sangre, la linfa y todo el medio interno se conjugan en una única dirección.
Bésame.
Al mirarse el beso se encendió en sus bocas.
Y se besaron.
¿Cuál es la intrahistoria del beso?
¿Cuándo se acercaron las primeras bocas en un ansia, enamorada y caníbal, de comerse con los labios al otro?
El beso escalofría el cráneo y pone en punta todo el vello de los brazos. El beso acusa su presencia en los pulmones. El beso detiene pesares y aligera pasiones. El beso hace soñar a los músculos de la boca que en ellos estriba la plenitud.
El beso largo, el beso con la lengua, el beso en cuya maniobra la lengua entra en la otra boca y juega con el paladar, con los dientes y con la parte posterior de las encías; el beso, cuya lengua llega hasta la campanilla, hace sonar en el cerebro de los amantes la música para violonchelo solo de Juan Sebastian Bach.
El beso largo. El beso tumbados en la cama. El beso a media luz. El beso con ganas.
Ese tiempo de beso que luego muestra sin recato su pasión en forma de enrojecimiento del contorno de los labios. Ese tiempo de beso en las bocas frescas, recién lavadas, con olor a hierbabuena, de salivas alegres que traspasan sus esencias como si se mudaran de casa. Ese tiempo de besos que es en realidad una larga cadena de besos más cortos, algunos muy cortitos, que van puntilleando el deseo del otro y van humedeciendo el cuerpo entero hasta que el sudor, el flujo, el semen, la sangre, la linfa y todo el medio interno se conjugan en una única dirección.
Bésame.
Sobre la catedral hay una cigüeña. Está haciendo un nido y mira hacia todos los lados como si esperara a alguien.
Giróvagos iban y volvían sobre sus pasos sin marearse nunca.
También un palomo se esconde bajo un coche.
El rastro del humo de un cigarrillo se quedó suspendido a la espera de que el sabueso de turno lo descubriera. Cuando ocurrió la estela del humo le llevó hasta el escenario del crimen.
La persiana no quiere subir por mucho que el hombre se empeñe en que suba hasta el final. El hombre tira de la correa y ésta, enfurecida, canta el Coro de los Esclavos.
Una hiena se ha puesto seria, ¡olé!
Las bailarinas, agarradas a la barra, se miraron de perfil su perfil. Estaban tan delgadas que el viento las traspasaba como los neutrinos atraviesan la tierra en su viaje a ninguna parte. La maestra ensaya un demi-plié y se parte la cadera.
El coro.
Levantisco el marinero miró el horizonte. La mar se había convertido en el mar. Quiso cantar para darse ánimos pero las olas le hicieron desistir. Rezó para encontrar la costa. Y la encontró.
En el salón de un olivar al que apodan de Castejón ensayan la lectura. Una vieja canción, algo sobre las mañanitas de abril. Ocurre así, lo juro, en el olivar al que llaman de Castejón.
El redoble dio fin e inicio en ese orden.
El pretérito imperfecto tiene enlazadas sus manos con la eternidad.
No, no voy a olvidarme del pretérito indefinido pariente de las madreselvas por parte de padre.
Atraída por la cálida voz de una mujer alemana viene por la montaña la manzana de Adán.
Peter Fox alegra si cliqueas sobre su nombre verde.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/10/2009 a las 00:05 | {1}