Tú, su bella amiga, descansas cuando la primavera se acerca.
Tú has visto sus canciones en el mar y las cadencias que, como fugas, argüía en muchas noches, en mucha cama, diría -os diría- si me dejarais uniros en un nuevo amor. Nuevo. Nuevos vosotros también. Como recién nacidos el uno para el otro.
Os diría, entonces, mucha cama en vuestras ternuras y en vuestros descubrimientos.
Tú, su bella amiga, descubrirías un gesto que significa algo, nada importante (y tan importante) en el primer encuentro o más bien en el primer instante.
Creerás que titubeo, sólo será al principio ¡Hablar del exilio cuesta tanto! Si buscara una analogía diría la costa tras un largo viaje. Esa frase tú la hubieras entendido antes de haberte vuelto maldita y después de haberte purificado.
Lo hermoso del exilio es el traslado. Lo terrible la estancia. Más adelante habré de explicarme.
Tú la miraste (o la sentiste). Era octubre. Él estaba muy oscuro. Exiliado de tantas cosas. Desterrado de tantas patrias. Quizá tú sentiste el impulso de acogerle y él sintió la gana de quedarse.
El exiliado siempre tiene un aviso de miedo cuando un refugio llama su atención como los faros de un coche atraen la mirada de la liebre. Él desde siempre vagaba de un lado para otro. Creía al llegar a un lugar (o confiaba o anhelaba) que aquél, por fin, se convertiría en su patria. Al mismo tiempo cuando pensaba patria sentía vergüenza. Debía aceptar su condición y agradecer el seguir con vida aunque fuera sobre un suelo sin suelo (desterrado).
Vuelvo a ti: tus cabellos la noche de octubre.
Tú has visto sus canciones en el mar y las cadencias que, como fugas, argüía en muchas noches, en mucha cama, diría -os diría- si me dejarais uniros en un nuevo amor. Nuevo. Nuevos vosotros también. Como recién nacidos el uno para el otro.
Os diría, entonces, mucha cama en vuestras ternuras y en vuestros descubrimientos.
Tú, su bella amiga, descubrirías un gesto que significa algo, nada importante (y tan importante) en el primer encuentro o más bien en el primer instante.
Creerás que titubeo, sólo será al principio ¡Hablar del exilio cuesta tanto! Si buscara una analogía diría la costa tras un largo viaje. Esa frase tú la hubieras entendido antes de haberte vuelto maldita y después de haberte purificado.
Lo hermoso del exilio es el traslado. Lo terrible la estancia. Más adelante habré de explicarme.
Tú la miraste (o la sentiste). Era octubre. Él estaba muy oscuro. Exiliado de tantas cosas. Desterrado de tantas patrias. Quizá tú sentiste el impulso de acogerle y él sintió la gana de quedarse.
El exiliado siempre tiene un aviso de miedo cuando un refugio llama su atención como los faros de un coche atraen la mirada de la liebre. Él desde siempre vagaba de un lado para otro. Creía al llegar a un lugar (o confiaba o anhelaba) que aquél, por fin, se convertiría en su patria. Al mismo tiempo cuando pensaba patria sentía vergüenza. Debía aceptar su condición y agradecer el seguir con vida aunque fuera sobre un suelo sin suelo (desterrado).
Vuelvo a ti: tus cabellos la noche de octubre.
Extracto de mi novela El Inventario
Recorrido: calles Cañaveral, del general Pintos, Mártires de la Ventilla; calle de San Benito, Calle de Ailanto, Calle de San Leopoldo, Calle del Padre Rubio, Calle de la Palmera, calle de las Magnolias y Plaza de Joaquín Dicenta.
En la noche, entre las doce y media y las cinco y cuarto de la madrugada. Cubos de basura, contenedores, papeleras.
Objetos: Ninguno.
Sucesos: No he recogido nada. Nada. La segunda vez en mi vida de basurero en la que no he recogido nada. Y eso que he visto una hoja de acanto, una bandera española, un bolígrafo de seis colores, una caja de condones, unas hermosas bragas blancas de satén, una sábana ajada, una cuerda de tender la ropa, tres bolsas de lona con objetos dentro, un sacacorchos, dos linternas, seis vías de un tren eléctrico, un transformador de corriente, un piano (creo que se llama keyboard) eléctrico, dos maquinillas de afeitar, un cuchillo con mango de plástico, unas gafas de buzo y otras de nadador de largas distancias, un collar de cuero para perro, una pulsera hecha con pelos de elefante, seis relojes digitales, una cartera de cocodrilo con doscientas mil pesetas dentro, unos prismáticos, un monitor, un compact-disc, un callejero de Pozuelo de Alarcón, una fotografía de Abel Ganz, un par de zapatillas de bailarina, tres botellas de licor de avellana, un cajita de costura con cuentahilos, dedal, tres bobinas de hilo, un par de agujas de ganchillo y unos bolillos, una radio medianamente antigua (años cincuenta), una batería de cocina completa de acero oxidado, de nuevo una herradura de ocho clavos, una cabeza de ajos podrida, un camión de juguete con rampa lanzamisiles, una comba, tres espejos con marcos de estaño, un rotulador rollerball, veinticinco folios en blanco numerados, un brazalete de luto, unas guirnaldas, un sombrero cordobés, veintisiete tuercas de distintos tamaños, un escabel, los bajos de una cortina, un ceñidor, seis maderos, una escalera de mano, una tienda de campaña metida en su funda, una caja llena de comida (vegetales), una paloma y un gato muertos, dos consolas de videojuegos, tres somieres, uno de ellos de lamas, los otros dos de muelles, un picardías, tres pelucas de pelo artificial, una caja de vitaminas, un bote de hierbas contra las jaquecas, dos llaveros con el escudo del Real Madrid, un rodillo mellado, un par de sujetadores con ballenas, un remo, seis cabezas de besugo en buen estado, una lata de chipirones en aceite, un breviario, un frasco con formol donde flotaban dos viudas negras, la hoja de un periódico saudí, tres rollos de papel higiénico, una caja con doscientos metros de cinta magnética, tres cuerdas de guitarra (la prima, la cuarta y la quinta), un volante, un cuchillo de obsidiana, un libro donde se trata la vida y obra del falsario Annio de Viterbo, una impresora a chorro a la que se diría la han destrozado a martillazos, a su lado un martillo con el mango partido, la funda de dos películas pornográficas "Adulterio" y "Conejos Calientes", las páginas interiores de un Dumbo (creo que corresponden al volumen titulado Andes lo que andes nunca andes por los Andes), un limpiador para lentes y una lágrima de anís.
En la noche, entre las doce y media y las cinco y cuarto de la madrugada. Cubos de basura, contenedores, papeleras.
Objetos: Ninguno.
Sucesos: No he recogido nada. Nada. La segunda vez en mi vida de basurero en la que no he recogido nada. Y eso que he visto una hoja de acanto, una bandera española, un bolígrafo de seis colores, una caja de condones, unas hermosas bragas blancas de satén, una sábana ajada, una cuerda de tender la ropa, tres bolsas de lona con objetos dentro, un sacacorchos, dos linternas, seis vías de un tren eléctrico, un transformador de corriente, un piano (creo que se llama keyboard) eléctrico, dos maquinillas de afeitar, un cuchillo con mango de plástico, unas gafas de buzo y otras de nadador de largas distancias, un collar de cuero para perro, una pulsera hecha con pelos de elefante, seis relojes digitales, una cartera de cocodrilo con doscientas mil pesetas dentro, unos prismáticos, un monitor, un compact-disc, un callejero de Pozuelo de Alarcón, una fotografía de Abel Ganz, un par de zapatillas de bailarina, tres botellas de licor de avellana, un cajita de costura con cuentahilos, dedal, tres bobinas de hilo, un par de agujas de ganchillo y unos bolillos, una radio medianamente antigua (años cincuenta), una batería de cocina completa de acero oxidado, de nuevo una herradura de ocho clavos, una cabeza de ajos podrida, un camión de juguete con rampa lanzamisiles, una comba, tres espejos con marcos de estaño, un rotulador rollerball, veinticinco folios en blanco numerados, un brazalete de luto, unas guirnaldas, un sombrero cordobés, veintisiete tuercas de distintos tamaños, un escabel, los bajos de una cortina, un ceñidor, seis maderos, una escalera de mano, una tienda de campaña metida en su funda, una caja llena de comida (vegetales), una paloma y un gato muertos, dos consolas de videojuegos, tres somieres, uno de ellos de lamas, los otros dos de muelles, un picardías, tres pelucas de pelo artificial, una caja de vitaminas, un bote de hierbas contra las jaquecas, dos llaveros con el escudo del Real Madrid, un rodillo mellado, un par de sujetadores con ballenas, un remo, seis cabezas de besugo en buen estado, una lata de chipirones en aceite, un breviario, un frasco con formol donde flotaban dos viudas negras, la hoja de un periódico saudí, tres rollos de papel higiénico, una caja con doscientos metros de cinta magnética, tres cuerdas de guitarra (la prima, la cuarta y la quinta), un volante, un cuchillo de obsidiana, un libro donde se trata la vida y obra del falsario Annio de Viterbo, una impresora a chorro a la que se diría la han destrozado a martillazos, a su lado un martillo con el mango partido, la funda de dos películas pornográficas "Adulterio" y "Conejos Calientes", las páginas interiores de un Dumbo (creo que corresponden al volumen titulado Andes lo que andes nunca andes por los Andes), un limpiador para lentes y una lágrima de anís.
Cuando entra en la cama se duerme pronto. Se hace la oscuridad en la habitación. Sus ojos se hacen oscuros. La mirada permisiva de unos fantasmas se acercan a ella y acarician su cuerpo joven, lleno de posibilidades.
Fantasmas, piensa ella o ya lo sueña. Fantasmas que pasean por el agua. Piscinas con grandes escualos que muestran sus fauces como si fueran falos. El sueño no es cruel ni piadoso. El sueño no tiene juicio moral ninguno en sí. Sólo la mañana y la vigilia introducen la moral (que no es sino el uso de la costumbre) en lo dormido. Porque el sueño no se vive. El sueño se duerme y en ese dormir y en ese consciente no hacer, todo es posible porque nada se hace sino que ocurre ajeno a nuestra voluntad o a nuestra realidad. Así, ahora, ella duerme. Puede que desde el exterior una luminaria altere su visión y eso la lleve a una pradera o a una playa de mediodía en agosto y en esa playa haya un perro que ladra en lo alto de un montículo de arena y sus pies se mojen por una ola que apareció de pronto y el agua del mar le produzca una sensación viscosa como de semen o de ostra.
Entonces el cuerpo de ella –que ha bajado sus constantes vitales- se revuelve y su tono muscular se eleva un poco para permitir que su cadera se ponga en movimiento para cambiar de postura y de esta forma cambiar también de sensación. El cuerpo ayuda al sueño a seguir siendo. Y así este movimiento de las caderas le puede acarrear saltar de la playa a un gran edificio en las costas pacíficas de la China donde ella nunca ha estado en la vigilia y a donde vuelve en los sueños con una puntualidad sorprendente casi maniática (pensará esto al despertar cuando entre puntualidad sorprendente y manía existe una distancia que no la une un puente) y allí espera a un hombre europeo al que nunca ha visto pero sabe que reconocerá. La espera se hace larga. Pasan varias soles y varias lunas en el mismo sueño, en la misma azotea, en la misma postura, mientras desde abajo (muy, muy abajo) se eleva el sonido de la multitud y las máquinas. Desde la azotea ve el afán de los hombres por construir, por derribar, por arrimar, por vencer, sin participar de ello porque ella duerme su sueño y su sueño unifica su deseo más íntimo: esperar, esperar al hombre europeo como una esfinge de granito que sabe que el sol, el viento, el agua y el fuego acabarán con ella pero muy tarde, tras miles de años, tras millones de años.
Fantasmas, piensa ella o ya lo sueña. Fantasmas que pasean por el agua. Piscinas con grandes escualos que muestran sus fauces como si fueran falos. El sueño no es cruel ni piadoso. El sueño no tiene juicio moral ninguno en sí. Sólo la mañana y la vigilia introducen la moral (que no es sino el uso de la costumbre) en lo dormido. Porque el sueño no se vive. El sueño se duerme y en ese dormir y en ese consciente no hacer, todo es posible porque nada se hace sino que ocurre ajeno a nuestra voluntad o a nuestra realidad. Así, ahora, ella duerme. Puede que desde el exterior una luminaria altere su visión y eso la lleve a una pradera o a una playa de mediodía en agosto y en esa playa haya un perro que ladra en lo alto de un montículo de arena y sus pies se mojen por una ola que apareció de pronto y el agua del mar le produzca una sensación viscosa como de semen o de ostra.
Entonces el cuerpo de ella –que ha bajado sus constantes vitales- se revuelve y su tono muscular se eleva un poco para permitir que su cadera se ponga en movimiento para cambiar de postura y de esta forma cambiar también de sensación. El cuerpo ayuda al sueño a seguir siendo. Y así este movimiento de las caderas le puede acarrear saltar de la playa a un gran edificio en las costas pacíficas de la China donde ella nunca ha estado en la vigilia y a donde vuelve en los sueños con una puntualidad sorprendente casi maniática (pensará esto al despertar cuando entre puntualidad sorprendente y manía existe una distancia que no la une un puente) y allí espera a un hombre europeo al que nunca ha visto pero sabe que reconocerá. La espera se hace larga. Pasan varias soles y varias lunas en el mismo sueño, en la misma azotea, en la misma postura, mientras desde abajo (muy, muy abajo) se eleva el sonido de la multitud y las máquinas. Desde la azotea ve el afán de los hombres por construir, por derribar, por arrimar, por vencer, sin participar de ello porque ella duerme su sueño y su sueño unifica su deseo más íntimo: esperar, esperar al hombre europeo como una esfinge de granito que sabe que el sol, el viento, el agua y el fuego acabarán con ella pero muy tarde, tras miles de años, tras millones de años.
Fabian Marcaccio
Migas de pan en el bosque se van haciendo piedra
Alguien las pisará
Las migas se convierten en semillas y se hunden en la tierra
El bosque se convierte en campo de trigo
Al llegar la primavera las espigas ensombrecen las copas de los árboles
Al llegar el verano todo está en barbecho
Deciden los hombres si el otoño será bueno para fumar en cachimba junto al fuego de un tronco de roble
Los pájaros se hartan a trigo
Los nidos chillan de ahítos
Las águilas sobrevuelan los caminos
El tiempo se detiene sin descanso
Se decide retrasar los relojes
El mundo aplaude el lento año nuevo
Un niño, en el cementerio más cercano, ha cantado a pulmón muerto el himno Good save the Queen
Sita en el Cementerio de los Ingleses de la ciudad de Madrid
Redoblan los truenos de una tormenta en agosto
Las migas aparecen de nuevo a la vista de los rastreadores
Nadie quiere perderse la hazaña
El bosque se echa a temblar
La nieve, por su parte, se hará esperar
Nada queda, dice uno
Nada queda, corean todos
El general, entonces, con su fusil de mando lanza salvas de ordenanza.
El pueblo se alía con los molineros
Los cielos se alumbran
Ha llegado el día de que se haga definitivamente la luz
Las diosas se adorarán de cintura para abajo
Los demonios se erguirán en sus lentas cabezas
Dirán los sacerdotes que un silogismo categórico acabó con todo
Todos los hombres son feos
Sócrates es un hombre
Luego Sócrates es feo
En general las niñas descubrirán las combas
Particularmente no sé por qué
Aún no estaba contenta. No sabía cómo desligarse, cómo succionar la historia hasta quedar, ella misma, amnésica porque en el fondo quería más ignorancia que olvido; quería que se secara como se seca una poza surgida tras una tormenta de verano y que a nadie le importa. Lo miraba con desdén, lo miraba con ganas de tirarlo por la ventana. Sólo le detenía el hecho de que le cayera a alguien encima y acabara en la cárcel.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/04/2010 a las 23:47 | {0}