Querida [...]
¡Cuánto me duele tu ausencia! Esta noche dormía, eran las tres de la madrugada (lo sé porque inmediatamente después del hecho han sonado las campanadas en el reloj de pared) y me han despertado tres golpes en la puerta. Golpes con los nudillos. He sabido que quien llamaba era un fantasma o un ser desencarnado. En la casa donde vivo pululan estos seres -ectoplasmas los llama P.- que son inofensivos y tan sólo quieren, de vez en cuando, dejar constancia de su presencia. Tras los golpes han sonado las campanas y yo me he mantenido despierto, sin miedo, lleno, lleno de ausencia, de ausencia de ti. Lo he sabido porque nada más sonar los golpes en vez de invadirme un miedo atávico a los muertos, me ha invadido una ensoñación maravillosa y tristísima. Eras tú quien abría la puerta. Te quedabas en el umbral e intentabas vislumbrar si yo estaba dormido. Yo me lo hacía y esperaba. Tú cerrabas la puerta y muy despacito, casi elevada sobre el suelo de piedra, te ibas acercando a mí e, igual de ligera, te sentabas en la alfombra, junto a mi cara y me mirabas y me mirabas y me mirabas y me mirabas... Yo no sé si esto es el amor o es la necesidad (¿maldita o bendita?) de sentir algo llamado así. Tampoco permanezco mucho en este debate. Intento ser realista. Decirme: Esta ausencia no existe. Llegaste demasiado tarde. Ya es tarde. Tarde. Arde mi corazón nada más despertarme y quisiera salir corriendo y atravesar las ciudades, los campos y los páramos, las montañas y los puentes sobre los caudalosos ríos, siempre corriendo, sin descansar, corriendo hacia ti que estás en ese momento mirando en el puerto de tu ciudad cómo un barco es rodeado de estibadores y, alegres de alcohol, cantan una vieja canción marinera. Siento en el pecho la ansiedad de tu ausencia y descubro que ésta no es vacío sino plenitud de cuerda. Miro unas drogas farmacéuticas que aseguran con su ingesta la calma de la ansiedad pero no quiero tomarlas, no quiero que ninguna sustancia externa atenúe mi propia química, la que me ha traído hasta aquí, hasta ti. Yo sé que mi medio interno anda enloquecido, sé que la biología de las pasiones navega por mis órganos con mensajes subidos de tono, es mi cuerpo un gran cuadro expresionista, es mi linfa verde y mi sangre pálida y mis neuronas provocan terribles descargas eléctricas que dejan mi corazón y mis riñones llenitos de piedras (como si fueran perlas pero siendo piedras) y así en esta mañana oscura de diciembre, tras dar un trago al café, tu cara azul y tus cabellos, el perfil de tu pecho y el perfil de tu vientre, un eco de tu voz y un matiz en las aletas de tu nariz, un resto de tu pie en mi muslo derecho abarcan todas mis palabras, cubren mi cerebro entero y me lanzan de nuevo a viejas batallas que de seguro están perdidas. Como perdida estás tú, querida [...] y yo tan sólo quisiera encontrarte en el viejo soto sagrado, en el centro del bosque, donde los druidas acaban de terminar sus ritos y han dejado -previsiblemente a propósito- un resto de pócima mágica sobre el ara de piedra y musgo. Cogidos de la mano nos hemos acercado, anticipando la gloria hemos impregnado nuestros dedos anulares con los restos de la pócima y al unísono la hemos chupado (tú la pócima de mi dedo, yo la del tuyo). Hemos esperado. Aún esperamos. Convertidos en piedra. Tan alejados.
¡Cuánto me duele tu ausencia! Esta noche dormía, eran las tres de la madrugada (lo sé porque inmediatamente después del hecho han sonado las campanadas en el reloj de pared) y me han despertado tres golpes en la puerta. Golpes con los nudillos. He sabido que quien llamaba era un fantasma o un ser desencarnado. En la casa donde vivo pululan estos seres -ectoplasmas los llama P.- que son inofensivos y tan sólo quieren, de vez en cuando, dejar constancia de su presencia. Tras los golpes han sonado las campanas y yo me he mantenido despierto, sin miedo, lleno, lleno de ausencia, de ausencia de ti. Lo he sabido porque nada más sonar los golpes en vez de invadirme un miedo atávico a los muertos, me ha invadido una ensoñación maravillosa y tristísima. Eras tú quien abría la puerta. Te quedabas en el umbral e intentabas vislumbrar si yo estaba dormido. Yo me lo hacía y esperaba. Tú cerrabas la puerta y muy despacito, casi elevada sobre el suelo de piedra, te ibas acercando a mí e, igual de ligera, te sentabas en la alfombra, junto a mi cara y me mirabas y me mirabas y me mirabas y me mirabas... Yo no sé si esto es el amor o es la necesidad (¿maldita o bendita?) de sentir algo llamado así. Tampoco permanezco mucho en este debate. Intento ser realista. Decirme: Esta ausencia no existe. Llegaste demasiado tarde. Ya es tarde. Tarde. Arde mi corazón nada más despertarme y quisiera salir corriendo y atravesar las ciudades, los campos y los páramos, las montañas y los puentes sobre los caudalosos ríos, siempre corriendo, sin descansar, corriendo hacia ti que estás en ese momento mirando en el puerto de tu ciudad cómo un barco es rodeado de estibadores y, alegres de alcohol, cantan una vieja canción marinera. Siento en el pecho la ansiedad de tu ausencia y descubro que ésta no es vacío sino plenitud de cuerda. Miro unas drogas farmacéuticas que aseguran con su ingesta la calma de la ansiedad pero no quiero tomarlas, no quiero que ninguna sustancia externa atenúe mi propia química, la que me ha traído hasta aquí, hasta ti. Yo sé que mi medio interno anda enloquecido, sé que la biología de las pasiones navega por mis órganos con mensajes subidos de tono, es mi cuerpo un gran cuadro expresionista, es mi linfa verde y mi sangre pálida y mis neuronas provocan terribles descargas eléctricas que dejan mi corazón y mis riñones llenitos de piedras (como si fueran perlas pero siendo piedras) y así en esta mañana oscura de diciembre, tras dar un trago al café, tu cara azul y tus cabellos, el perfil de tu pecho y el perfil de tu vientre, un eco de tu voz y un matiz en las aletas de tu nariz, un resto de tu pie en mi muslo derecho abarcan todas mis palabras, cubren mi cerebro entero y me lanzan de nuevo a viejas batallas que de seguro están perdidas. Como perdida estás tú, querida [...] y yo tan sólo quisiera encontrarte en el viejo soto sagrado, en el centro del bosque, donde los druidas acaban de terminar sus ritos y han dejado -previsiblemente a propósito- un resto de pócima mágica sobre el ara de piedra y musgo. Cogidos de la mano nos hemos acercado, anticipando la gloria hemos impregnado nuestros dedos anulares con los restos de la pócima y al unísono la hemos chupado (tú la pócima de mi dedo, yo la del tuyo). Hemos esperado. Aún esperamos. Convertidos en piedra. Tan alejados.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/12/2009 a las 10:24 | {0}