Hay días -establece P.- que es una gloria comprar siete tomates y un pepino bien hermoso. Puede que el calor acobarde y que la ausencia de lo que estuvo presente se haga dopamínicamente evidente. En este andar a ciegas -establece P.- el desequilibrio no supone necesariamente una amenaza. Por ejemplo dormir con una sábana encima o saber que hay lugares muy pijos donde se ofrecen unos manjares fuera del alcance del común de los mortales. La vida -en esta quietud, en esta monotonía- tiene la gracia de la respuesta del abuelo a la nieta, La vida es lo mismo que cuando te empiezan a hacer cosquillas que al principio dices, No, no, no y al final dices, Más, más, más. Por eso P. sabe que no debe maldecir sino ensalzar mediante el recuerdo de la compra de siete tomates, un pepino hermoso, dos barras de pan y una cerveza la cadencia extraña de vivir y saber que todo el oro del mundo vino del espacio exterior y que toda la pesadumbre que nos aflija tiene un componente importantísimo de electro-química. Establece P. cierta resignación en su meditación y un mucho de compasión para con lo que está sintiendo. Se dice a sí mismo que ha sido un milagro haber podido dejar bien lustrosa la zapatilla deportiva izquierda que llevaba un tiempo con unas manchas en el empeine que le provocaban cierta vergüenza al calzarla. Fue ayer cuando decidió coger el detergente y el estropajo y frotar -suavemente- durante un espacio de tiempo que podríamos calificar de dilatado. El resultado fue que las manchas desaparecieron casi al setenta por ciento -setenta por ciento es el porcentaje que establece P.- lo que de por sí era ya un triunfo con respecto a la suciedad y ahora (ayer de hecho) se calza la zapatilla izquierda con la misma naturalidad con que lo hace con la derecha. No por ello -reconoce P.- deja de tener hoy unas ganas constantes de desahogarse. También al mismo tiempo se pregunta -porque P. siempre establece por oposición como si necesitara el diálogo con otro al modo mayeútico para concretarse en la idea- el por qué de esta congoja y ahí es donde nace la idea electro-química y cierta sensación de injusticia del mundo y de asco hasta el punto que está pensando muy seriamente dejar de comer animales. La sensación de asco del mundo le ha brotado en las entrañas cuando ha leído que un cazador ha matado a Cecil -el león más querido de Zimbabue- por el módico precio de 50.000 €. A Cecil lo engañaron con el cebo de un animal muerto; lo sacaron de la reserva donde vivía a sus anchas, lo asaetearon y tras dos días de agonía lo remataron a balazos. Ese es el asco que siente P. y también genera en él la muerte del león de Zimbabue parte de esta congoja.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.
He desatendido la fe vivamente y tengo miedo, madre. Yo sé que debería calmarme. O reivindicar algo. He perdido la fe. Sé que no quiere confesarme, cubierta como está sólo con la estola. No debería preocuparle en absoluto, madre, su aliento a bromuro apaga cualquier sed erótica que usted pueda pensar que de sí se alberga en mí. No la deseo en absoluto como cuerpo de mujer y casi tampoco como confesora sólo que al pasar por esta iglesia y escuchar junto a la puerta la letanía de un pobre, he sentido la vieja hinchazón en mi barriga, la que me causaba el pecado cuando era niño. Era -entonces, en la edad temprana- tener conciencia de pecado y dejar de cagar hasta que podía descargarme de la culpa en un confesionario. No crea tampoco -esto quiero aclararlo desde el principio- que la pérdida de fe se refiere a ese ser de allá, no, mi pérdida tiene que ver con un alimento: he perdido la fe en el pescado. Fíjese, así, de la noche a la mañana. Porque para mí el pescado -es decir: el pez que se come- tenía en sí una serie de virtudes que lo hacían inagotable en su loor. ¡Cuántas loas, madre, le he hecho yo al pescado! Empecé loando los boquerones cuya pequeñez y sabrosura hacían la delicia de mi boca en las noches de enero, a mitad del curso escolar; aquellos boquerones enharinados y bien fritos me hicieron exclamar una madrugada: De su sabor se nutre el gigante. No, no voy a extenderme ahora en un repaso a todas las loas que hice a boquerones, merluzas, lenguados, rapes, doradas, lubinas, congrios y pescados con nombres locales que si los escribiera podría dar lugar a que usted, oh madre confesora cubiertas sus tetas por la estola, pensara que soy un pedante y nada más lejos de la necesaria humildad de un arrepentido que un pedante -aunque sea de salsas-. Yo amaba el pescado: las texturas de sus carnes, sus olores diversos -incluso lo reconozco los algo elevados de tono- sus esqueletos, las formas de sus cabezas o el vacío en sus ojos una vez muertos; amaba su delicadeza en la boca cuando un pescado está bien hecho y lo bien que enlazaba con un líquido fresco (vino blanco sí pero también una cervecita bien fría para el pescaíto). Tengo anotados grandes momentos con el pescado como acompañamiento; amores y amistades; cementerios y lagares; frente al mar y en la montaña interior. Tampoco le haré una relación de esos sucesos ni introduciré a los mariscos en el término pescado porque entonces la lista de los placeres se haría interminable. Así era; así ha sido siempre. Hasta hoy en que de repente he sentido la necesidad de aislarme del pescado, de que nunca más dialogue mi paladar con él. Ha sido como un destierro sin provocación previa. un capricho, si quiere, madre, un capricho de mis papilas gustativas. Y al sentirlo así, he pensado, de inmediato, sin solución de continuidad, He pecado. Estoy pecando (fíjese en la cercanía fonética entre He pecado y He pescado o entre Estoy pecando y Estoy pescando) lo digo porque a mí no se me pasó. Y esta cercanía sonora me llevó a la hinchazón de vientre y a que lleve más cuatro días sin cagar y quizás haya sido este estreñimiento pecaminoso (menos mal que no existe el término pescaminoso) el que me ha hecho escuchar la letanía del miserable que pedía unos zapatos para sus maltrechos pies en la puerta de su iglesia como una señal de que debía entrar en el templo y ya acogido en sagrado dirigirme a este confesionario. Impóngame una penitencia o llámeme loco. Sólo le pido que no me pida explicaciones de por qué he venido a confesarme en albornoz. Yo no se las voy a pedir sobre por qué cubre su cuerpo únicamente con la estola. Sosiégueme, madre, dígame palabras que me hagan cagar y acaben con esta maldita hinchazón en mi bajo vientre.
Estas venas se están yendo hacia el mar y eso que el mar está muy lejos tan lejos como mi sentido del alma ¿por qué no creo en el alma? ¿por qué me siento tan a gusto dentro de este albornoz? Es la mañana después La mañana valiente ha desafiado a una nube cargada del género de las cumulus y he vuelto a sentirme dichoso entre blancura y tisis y cuando he tosido y el esputo tenía sangre fresca he abierto los brazos y bendecido a la muerte como si fuera la Triple Cerda Nada me retiene aquí La doctora me lo comentaba con una sonrisa tan triste que he estado a punto de levantarme y besarle las mejillas como se hace con las abuelas a las que se ama Amo mi tisis Amo esta destrucción pulmonar que me llevará a la morfina y la tumba He comprado una pequeña parcela mortuoria en un cementerio de un pueblo asturiano donde dicen que los asturcones hollan en las noches de luna nueva la hierba y llegan hasta los huesos de los muertos (mis huesos) y los toman entre sus dientes y se los ofrecen al Roble Grande Ser parte del Roble Grande en el bosque interior Mis huesos que son lo más desnudo de mí Lo que en nada alterará la muerte por mil años que muera Albornoz blanco que me cubre la piel Albornoz ligero Albornoz que podría justificarse a sí mismo como túnica sacerdotal o vestimenta de Vesta Si Venus hubiera surgido de las aguas envuelta en albornoz Boticelli se hubiera vuelto tarumba Abro los brazos ante mi esputo sanguinolento y quisiera toser más quisiera echar el bofe entero masticarme mi propio pulmón quedarme sin aire a base de morderme Satisface la mañana mi canto Hablaré seguro con el alcalde de mi cementerio Le daré instrucciones precisas Porque quiero que me entierren con la tapa del ataud abierta y que se cubra mi rostro con un pañuelo de seda azul que protegió mi cuello del frío en los duros días del penúltimo invierno cuando las aves huían del lago y las hormigas se habían desintegrado en una masa marrón y la serpiente apenas tenía fuerza para hacer daño y las montañas se vestían de blanco para escapar de su propia monotonía y mi llanto se iba conformando en un apreciable espasmo intercostal que llegó a distenderme los músculos y me provocó un dolor exquisito Quiero que el sepulturero cubra delicadamente si fuera posible mi rostro inerte para que cuando los caballos accedan a mis huesos faciales se los encuentren cubiertos con pañuelo de dama en justa con recuerdo de los días de frío del muerto que estuvo vivo echando la sangre por las baldosas de su único baño en una mañana brava que no temía a la gran nube ni a la mar lejana y quiero que bajo mis pies como cojinete repose mi albornoz prenda insustituible y cuando las cuerdas vayan marcando mi último descenso se escuchen las notas de un banjo que en batalla carnal con el bosque y sus sonidos deje caer como si nada un pulsar la vida como yo la pulsé esputo a esputo sangre a sangre trozo de pulmón a trozo de pulmón y cuando repose en la tierra dejaré escrito que la más vieja del lugar previa soldada generosa coja un puñado de la tierra y lo dirija con precisión a las gónadas que sean mis gónadas las primeras en recibir el premio de la tierra y que luego me dejen sin derramar lágrima ninguna para que yo pueda esperar en calma la llegada de los caballos
A la señorita Anail a la que espero conocer (en el sentido bíblico) alguna madrugada de luna llena
Lo primero que me sedujo de ella fue su caminar; cuando andaba por la arena de la playa sus caderas desafiaban el elegante y perverso movimiento de las olas. Por eso la apodé Gradiva. Mucho más tarde -cuando ya éramos amantes- me preguntó el por qué de ese nombre y yo le regalé la novela de Jensen.
No es éste en todo caso el momento, Anail, de contarte la seducción, los juegos de salón que nos tuvimos hasta que por fin nos enredamos en una larga historia de sexo sin amor -¡Oh, bendito sexo sin amor!- sino el momento de aclararte si fui yo quien asesinó a Gradiva y si fue así cuáles fueron los motivos porque sé, Anail, que es eso lo que a ti te inquieta y en tu sed de mujer late la duda que al mismo tiempo, intuyo, te pone ardiente.
La tarde del 20 de junio Gradiva dormía en una chaîse-longue en el salón de mi casa. Recuerdo que me paré ante ella y me fijé en la túnica abierta que dejaba al aire su seno derecho, el pezón estaba contraído, duro y entre sus senos unas gotas de sudor se deslizaban hacia su vientre. Mientras me hacía un porro recorrí su cuerpo con la vista, sólo con la vista. La túnica de lino, delicada, se le había ido subiendo a medida que la siesta avanzaba. Cuando me senté en una silla frente a ella para fumarme el porro, dormía con la cabeza ladeada hacia la terraza, tenía las piernas abiertas y la túnica se había recogido -como por arte de magia- en la parte superior de sus muslos permitiéndome ver su coño en todo semejante al maravilloso coño pintado por Courbet en su Nacimiento del Mundo. La embriaguez del haschisch fue adueñándose de mí pero -sabiendo que ella deseaba que la despertara lamiéndole el clítoris; sabiendo que ella abriría más las piernas y comenzaría a suspirar y se agarraría a mi pelo y me pediría que no parara, que siguiera, más, más, más, hijo de puta, más, más...- me quedé quieto contemplando cómo el sólo hecho de mirarla iba humedeciendo su vagina y pronto, en la abertura, fui viendo su flujo blanquecino y unas leves contracciones en los muslos provocaron en mí una erección deliciosa. También yo iba vestido con una túnica blanca así es que no tuve más que levantármela, untar mi mano con un aceite de visón y empezar a masturbarme frente a ella mientras la brisa se iba levantando y al llegar a su cabello largo y castaño lo movía por su cuello, por su pecho; el sonido del aceite en mi polla la hizo gemir, la fue sacando del sueño y aun dentro de él deslizó su mano hacia su sexo e introdujo lentamente su dedo corazón, ¡qué gemido largo entonces! se diría que en el sueño el Unicornio la había penetrado hasta saciarla; la había penetrado hasta sus últimas terminaciones nerviosas; Gradiva, dormida, dobló las rodillas, apoyó los pies en ambos lados de la chaîse-longue y se abrió el coño con la otra mano dejándome ver su torrente rosa y blanco, mojado y carne. Todo en ella rebosaba sensualidad; todo en mí deseo y fue entonces cuando abrió los ojos y me miraron con su color verde en todo igual a los mares de Italia. Ninguno nos movimos y tampoco lo hicimos cuando se empezó a producir un eclipse que ambos habíamos olvidado y yo tampoco me moví cuando al empezar la luna a velar el resplandor del sol impidió que en los dientes de Gradiva al sonreírme se produjera un destello del dios en su marfil. Yo seguí acaraciándome el glande, tan sólo el glande y aguantaba ese placer y ese dolor y ella cinrcunvalaba con sus dedos el iceberg de su mayor placer y no se detuvo cuando sus pies dejaron de serlo para convertirse en raíces de rosal y siguió acariciándose cuando sus piernas dejaron de ser carne y se convirtieron en tronco de madera y aún se mantuvo acariciándose cuando su coño se metamorfoseó en una gran rosa negra y de sus brazos nacieron ramas y de cada uno de sus cabellos surgió una rosa de pitiminí y sus ojos fueron dos hermosas hojas verdes y su vientre se inundó de musgo y su rostro se diluyó en rosas. Me levanté excitado como nunca lo había estado por ninguna mujer y ni siquiera tuve necesidad de tocarme; al llegar ante semejante rosal hermoso lo regué con mi semen; lo regué entero. La luna desvelaba en ese momento el último aliento del sol y al alejarse, Gradiva volvió lentamente a adquirir su forma humana cuya único aliento de vida era un reguero de su flujo que corría lento por el interior de sus muslos. Gradiva había muerto y yo no pude sino poseerla, entrar en ella, follarla una última vez y al hacerlo algo de mí murió con ella, dentro de ella, para siempre.
Eso fue lo que ocurrió, Anail, la tarde del 20 de junio. Quizá pienses que fue una alucinación que me llevó al asesinato de Gradiva. Yo te propondría que si quieres conocer la verdad por ti misma, vengas un día a mí y me disfrutes como hacen las buenas amantes al caer el sol.
No es éste en todo caso el momento, Anail, de contarte la seducción, los juegos de salón que nos tuvimos hasta que por fin nos enredamos en una larga historia de sexo sin amor -¡Oh, bendito sexo sin amor!- sino el momento de aclararte si fui yo quien asesinó a Gradiva y si fue así cuáles fueron los motivos porque sé, Anail, que es eso lo que a ti te inquieta y en tu sed de mujer late la duda que al mismo tiempo, intuyo, te pone ardiente.
La tarde del 20 de junio Gradiva dormía en una chaîse-longue en el salón de mi casa. Recuerdo que me paré ante ella y me fijé en la túnica abierta que dejaba al aire su seno derecho, el pezón estaba contraído, duro y entre sus senos unas gotas de sudor se deslizaban hacia su vientre. Mientras me hacía un porro recorrí su cuerpo con la vista, sólo con la vista. La túnica de lino, delicada, se le había ido subiendo a medida que la siesta avanzaba. Cuando me senté en una silla frente a ella para fumarme el porro, dormía con la cabeza ladeada hacia la terraza, tenía las piernas abiertas y la túnica se había recogido -como por arte de magia- en la parte superior de sus muslos permitiéndome ver su coño en todo semejante al maravilloso coño pintado por Courbet en su Nacimiento del Mundo. La embriaguez del haschisch fue adueñándose de mí pero -sabiendo que ella deseaba que la despertara lamiéndole el clítoris; sabiendo que ella abriría más las piernas y comenzaría a suspirar y se agarraría a mi pelo y me pediría que no parara, que siguiera, más, más, más, hijo de puta, más, más...- me quedé quieto contemplando cómo el sólo hecho de mirarla iba humedeciendo su vagina y pronto, en la abertura, fui viendo su flujo blanquecino y unas leves contracciones en los muslos provocaron en mí una erección deliciosa. También yo iba vestido con una túnica blanca así es que no tuve más que levantármela, untar mi mano con un aceite de visón y empezar a masturbarme frente a ella mientras la brisa se iba levantando y al llegar a su cabello largo y castaño lo movía por su cuello, por su pecho; el sonido del aceite en mi polla la hizo gemir, la fue sacando del sueño y aun dentro de él deslizó su mano hacia su sexo e introdujo lentamente su dedo corazón, ¡qué gemido largo entonces! se diría que en el sueño el Unicornio la había penetrado hasta saciarla; la había penetrado hasta sus últimas terminaciones nerviosas; Gradiva, dormida, dobló las rodillas, apoyó los pies en ambos lados de la chaîse-longue y se abrió el coño con la otra mano dejándome ver su torrente rosa y blanco, mojado y carne. Todo en ella rebosaba sensualidad; todo en mí deseo y fue entonces cuando abrió los ojos y me miraron con su color verde en todo igual a los mares de Italia. Ninguno nos movimos y tampoco lo hicimos cuando se empezó a producir un eclipse que ambos habíamos olvidado y yo tampoco me moví cuando al empezar la luna a velar el resplandor del sol impidió que en los dientes de Gradiva al sonreírme se produjera un destello del dios en su marfil. Yo seguí acaraciándome el glande, tan sólo el glande y aguantaba ese placer y ese dolor y ella cinrcunvalaba con sus dedos el iceberg de su mayor placer y no se detuvo cuando sus pies dejaron de serlo para convertirse en raíces de rosal y siguió acariciándose cuando sus piernas dejaron de ser carne y se convirtieron en tronco de madera y aún se mantuvo acariciándose cuando su coño se metamorfoseó en una gran rosa negra y de sus brazos nacieron ramas y de cada uno de sus cabellos surgió una rosa de pitiminí y sus ojos fueron dos hermosas hojas verdes y su vientre se inundó de musgo y su rostro se diluyó en rosas. Me levanté excitado como nunca lo había estado por ninguna mujer y ni siquiera tuve necesidad de tocarme; al llegar ante semejante rosal hermoso lo regué con mi semen; lo regué entero. La luna desvelaba en ese momento el último aliento del sol y al alejarse, Gradiva volvió lentamente a adquirir su forma humana cuya único aliento de vida era un reguero de su flujo que corría lento por el interior de sus muslos. Gradiva había muerto y yo no pude sino poseerla, entrar en ella, follarla una última vez y al hacerlo algo de mí murió con ella, dentro de ella, para siempre.
Eso fue lo que ocurrió, Anail, la tarde del 20 de junio. Quizá pienses que fue una alucinación que me llevó al asesinato de Gradiva. Yo te propondría que si quieres conocer la verdad por ti misma, vengas un día a mí y me disfrutes como hacen las buenas amantes al caer el sol.
Narrativa
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/07/2015 a las 18:24 | {0}
Brillaba y el hombre pensó que realmente era muy cinematográfico el suelo mojado. Como tenía que esperar más de media hora se puso nervioso. Ese hombre no sabía esperar. Nunca había domesticado la impaciencia. Era la tarde y las nubes volaban. El andén de la estación estaba entonces vacío. El vestíbulo también lo estaba. En la cantina unos hombres jugaban al dominó y una mujer sesteaba tras la barra. El hombre se palpó los bolsillos. Tan sólo tenía una moneda de cincuenta céntimos. Y aquellos hombres que jugaban al dominó y aquella mujer no tenían pinta de darle una moneda, una moneda para un café. Pensó el hombre cuando podía llegar a una estación y pedirse algo de beber y un bocadillo. Sólo lo pensó un momento. Luego miró las nubes y sintió la impaciencia en aquella estación de tren. Se fijó en algo que había entre las vías, un poco más allá del final del andén, justo cuando desaparece y el adoquín pasa a ser tierra húmeda, tierra recién llovida. Lentamente el hombre se puso en marcha, por hacer algo, para ver qué era eso. Las nubes volaban. Apareció un momento el sol. Ya no llovía. Había llovido tanto durante el día que había, no muy lejos, grandes bolsas de agua. Él sabía que bastarían tres días de sol para evaporar tal riqueza. Lo sabía mientras andaba y se palpaba la moneda de cincuenta céntimos (se la palpaba porque había pensado la palabra riqueza). Paso a paso se fue encaminando hacia el objeto; paso a paso se fue configurando en su vista de viejo la forma de lo que reposaba entre las vías del tren. Con más esfuerzo del debido bajó del andén a la tierra húmeda mientras pensaba que deberían poner una rampita entre andén y tierra para que aquéllos -que como él- querían pasar del uno a la otra no arriesgaran un tobillo en el intento. Bajó al final y con riesgo y comenzó a andar por la tierra que estaba muy blanda -como el vientre de una mujer- y se hundía bajo sus botas. Luego se dijo que el objeto estaba más lejos de lo que había pensado en un principio y se imaginó a sí mismo con unas gafas que calibraran con justeza las distancias. Ya no se iba a detener, se dijo, iba a llegar hasta el objeto. Quizá pudiera hacer un trueque con él si fuera algo valioso o no muy valioso, algo que pudiera valer un café con leche y un bocadillo de tortilla de patata y de nuevo, mientras se acercaba, volvió a palparse la moneda de cincuenta céntimos que tenía en su bolsillo. Por fin -bajo el cielo tormentoso, entre el viento que se iba levantando, extrañado por sonidos que no sabía qué eran; tras un súbito cambio de luz que parecía traído de las tinieblas- creyó entender la forma del objeto y se entristeció porque no brillaba (entonces pensó que era una urraca). Súbitamente llovió con una fuerza bárbara. El hombre llegó a la altura del objeto; miró en ambas direcciones de la vía y se dijo, ¡Imbécil, con esta lluvia y este ruido furioso serías incapaz de ver o de escuchar al mismísimo Leviatán! Así es que levantó un poco su pierna izquierda y salvó el primer raíl; se arrodilló ante el objeto y se emocionó como hacía años que no se emocionaba y entonces ya no le importó cuándo llegaba el tren ni tampoco se dejó impresionar por la furia de la lluvia y su sonido; tomó el objeto entre sus brazos, lo abrazó contra su pecho, se tumbó entre los raíles y cerró los ojos y así -por primera vez- esperó la llegada del tren sin impaciencia alguna.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/07/2015 a las 13:45 | {0}