Recuerdo desde el manicomio de Acra enviado por Olmo Z.
Podría haber adivinado la dirección justo al pasar el puente. Entonces la lluvia azotó con tal fuerza que la capa pluvial fue inútil. Entonces pensé, También habré de tener unos pantalones pluviales. No cedí. Era tan intenso el olor (un olor lejano a camaradería) que apenas pude respirar y me vino a la mente (como en los viejos tiempos de las meditaciones) la piedra de toque que es aquella que se utiliza para conocer la calidad de un oro o de una plata. Decidí seguir bajo la lluvia. Lo decidí sin importarme si más adelante me ahogaría o más acá de ciertas fantasías más propias de un escritor que de un analfabeto como yo, si quizá la idiotez me llevaría a la neumonía. Cierto que los pájaros. Cierto que los árboles y un tronco húmedo que había adquirido un peso desorbitado. Yo seguía caminando. Tampoco la oscuridad. Pensaba, Podría grabar todos mis pensamientos a medida que van saliendo, no ejercer sobre ellos ninguna clase de censura, una forma de pensamiento automático (aquí entonces surgió otro pensamiento que no tuve tiempo a atrapar) que fuera parecido al tema Crosseyed and Painless de los Talking Heads que parece que no te deja descansar, que no te quiere dejar descansar como a mí me obliga al movimiento este frío, esta lluvia que me ha azotado al cruzar el puente y que ahora, amparado en las copas de los árboles, se ha vuelto más amable como aquella mujer que tuve que cuando me veía a descubierto me azotaba y cuando me veía a cubierto se acercaba como una gata. Así ahora me amparo, camino entre charcos que reflejan figuras que no me atrevo a mirar y voy hacia un lugar de donde habré de volver si quiero, si quiero descansar, descansar. Eso pensaba, casi literalmente así, por esos caminos de una sierra cuyo nombre no viene al caso y mientras me mojaba y mientras sentía cómo el agua se estaba filtrando por el abrigo y empezaba a intuir la lana húmeda del jersey en el antebrazo derecho, volvía a pensar Lo único importante es la salud. ¿Qué quiere decir desparpajo? La luz de la vela vuela. Nunca más. Nunca, nunca más. Qué largas son la palabras. Mejor, aeiou o cantar en un coro negro aunque se sea blanco como hacían de putos blancos los putos negros que llegaron a Liberia repatriados de la América en donde habían sido esclavos y víctimas de su escaso conocimiento del mundo y de la posibilidad de la libertad sometieron a los negros de Liberia a la esclavitud a la que ellos habían sido sometidos y de la que habían sido liberados. Dime que no tiene. Dejemos que la mente divague. Cuidado con ese charco porque no sabes su profundidad. No, no pienses en esa boca. Esa boca ya no está. Esa boca ya no estará nunca más y además nunca será la boca que tú conociste. Ahora debes mirar hacia delante para no pegarte una hostia que dé con tus huesos en el hospital. Porque la gente enferma y tiene miedo. Tienen más miedo los que enferman estando solos que los que enferman en familia. Una pierna rota. Una diverticulitis. Una angina de pecho. Solo has de cuidarte y has de temer la recaída. Alguien conocido está dando sus primeros pasos ayudado por un andador. El pezón era hermoso. Hubo una tarde. Hubo un principio del descubrimiento. ¿Por que nunca traigo el banjo? Me ha dicho que los restos de nicotina, esas manchas naranjas de los dedos corazón e índice, se quitan aplicando limón, zumo de limón, zumo de limón, de limón, de limón, zumo, zumo, zumo, de limón, zumo de limón para quitar las manchas de nicotina, nicotina, sumo zumo de limón, en el bosque, en el segundo bosque, donde dormitan las palomas torcaces, donde cría la sierpe, donde habita el olvido y ese dolor carnal que provoca la ausencia de las caderas y de los pies y de las meninges, las atléticas, las que saltan la altura de los siglos, las meninges femeninas en unión sexual con las gónadas masculinas por este mundo mullido de tierra mojada, charcos y animales y escondidos. Si tuviera huevos me desnudaría, gritaría, gritaría a la cara de Máximo Gorki unas cuantas máximas... Gorki y me quedaría tan tranquilo mientras camino, un paso, ahora otro, la caída de la lluvia, mi pelo, mi pelo, mi pelo, qué lindo es mi pelo y aquellas manos, las de aquella mujer, la que me dijo un día te quiero, a la que le dije un día te quiero para luego volver a un sillón Voltaire y no escribir jamás Candide, no, jamás; como sé que nunca estaré en el Panteón de los Hombres Ilustres aunque consiguiera demostrar que estas huellas son de jabalí y aquella mierda la cagó la yegua no hace más de tres horas. Llego al tope que me marco cada día. Es una barrera natural. Meo mirando al horizonte y siento que el verde y el gris son la sal del color de la tierra. Lloro sólo un momento. Es un arranque de llanto y nostalgia. Me dejo llorar hasta que pienso, Hostia tengo empapada la pernera derecha. ¿Por qué la pernera derecha y no la izquierda? ¿por qué intuyo la humedad en el antebrazo derecho y no en el izquierdo? ¿por qué me duele el ojo derecho y no el izquierdo? Y así camino de vuelta. Atravesaré las grandes praderas, los bosques inmensos; me arriesgaré por las honduras de una tierra baldía, ascenderé luego hasta el pico del espino dejando que mi pensamiento medite y vague si lo permite la rodilla derecha que siente la pernera como barra de hielo, Barra de hielo en mi corazón. Apriétate. Un paso. Otro paso. Al final está la muerte y la duda. Camina. Camina. No hace falta que te ajustes los cordones de las botas. Te quiere la senda. No hace falta más. Vamos. Piensa. Luego tendrás la oportunidad de un café caliente. Vamos, vamos, no llores, no, no llores más, camina, no llores, no llores más (...)
Pálidamente [...] ha usado material de los sueños [...] ilusión y realidad se han confundido y lenta...
Sosiégale
La luz se puede concebir negra
Sustrato [...] piensa sustrato y luego, luego, tiza
Dicen que la mujer se encontró con el hombre en una plaza preciosa de una ciudad del sur y pasaron la noche
Dicen que la niña jugó con un madero en las fauces del lobo y que el lobo se comportó como un perro
Dicen [...]
Sosiégale
La montaña mantiene la rima con hazaña
Aquel faro ya es inútil
El agua jamás se volverá clara
Tempestad, tienes nombre femenino
Hielo, tu nombre es masculino
Y ahora ha de palidecer, en esta noche de luna, tras la estrella vespertina, pasados los grandes ciclos, atados a los minúsculos accidentes de los hombres
Sosiégale
Sosiégale
La luz se puede concebir negra
Sustrato [...] piensa sustrato y luego, luego, tiza
Dicen que la mujer se encontró con el hombre en una plaza preciosa de una ciudad del sur y pasaron la noche
Dicen que la niña jugó con un madero en las fauces del lobo y que el lobo se comportó como un perro
Dicen [...]
Sosiégale
La montaña mantiene la rima con hazaña
Aquel faro ya es inútil
El agua jamás se volverá clara
Tempestad, tienes nombre femenino
Hielo, tu nombre es masculino
Y ahora ha de palidecer, en esta noche de luna, tras la estrella vespertina, pasados los grandes ciclos, atados a los minúsculos accidentes de los hombres
Sosiégale
Consideraciones de Olmo Z. en el manicomio de Acra
Por un error del editor, durante unas horas ha aparecido bajo la fotografía el rótulo de "Autorretrato de Olmo Z. en Acra". Pido disculpas. La fotografía no corresponde a Olmo. Ha sido él quien me lo ha avisado mediante una llamada telefónica que quizás algún día cuente. Mi única explicación ha sido un probable olvido de su rostro.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
se detenía ante la visión del jabalí
y quizá sofisticadamente reunía en sí la fuerza y el valor para seguir caminando por un camino que no le correspondía
(no le correspondía por la conformación de sus piernas, por la lejanía de su tobillo derecho con respecto a su función natural, por la ausencia de soleo y otras tesituras musculares harto graves de contar) mientras la mirada del jabalí se clavaba en su mirada y escuchaba la suavidad de su voz al decirle, Buenas tardes señor jabalí. Pienso seguir mi camino. Siga usted el suyo.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
la muerte de la cobra, el corazón de la cobra rebosante de la fuerza última de un ser que quiere vivir
le emocionó hasta tal extremo que entendió de veras los sentimientos encontrados del periodista polaco que en un chozo en mitad de un desierto lejos del lago que buscaba, sintió al tener que acabar con la vida de ese animal que se encontraba allí protegiéndose del calor asesino del mediodía africano y se encontró con la muerte a manos de un polaco perdido.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
amó el cabaret, el expresionismo de la posguerra primera, la lucidez de algunos dramaturgos
y supo -o creía saber- algo que se asemejaba a una pesadilla en el teatro con la sensación de un beso de mañana cuando empezaba a andar solo y no sabía que el camino iba a ser tan agreste.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
esa voz que canta
la tenuidad (si se me permite la osadía del vocablo)
el bostezo de alguien que acaba de llegar
y el ponerle nombre a las cosas (y al ponérselo, descubrirlo)
le trajeron a este día de febrero frío y hermoso como una mujer de hielo.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
se permitió un brindis y una correría y le sonrió a su estrella un amanecer en una playa de una isla al este de su edén
sin saber (nunca lo supo) que jamás lo recordaría.
Así. Ahora. Escribe
se detenía ante la visión del jabalí
y quizá sofisticadamente reunía en sí la fuerza y el valor para seguir caminando por un camino que no le correspondía
(no le correspondía por la conformación de sus piernas, por la lejanía de su tobillo derecho con respecto a su función natural, por la ausencia de soleo y otras tesituras musculares harto graves de contar) mientras la mirada del jabalí se clavaba en su mirada y escuchaba la suavidad de su voz al decirle, Buenas tardes señor jabalí. Pienso seguir mi camino. Siga usted el suyo.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
la muerte de la cobra, el corazón de la cobra rebosante de la fuerza última de un ser que quiere vivir
le emocionó hasta tal extremo que entendió de veras los sentimientos encontrados del periodista polaco que en un chozo en mitad de un desierto lejos del lago que buscaba, sintió al tener que acabar con la vida de ese animal que se encontraba allí protegiéndose del calor asesino del mediodía africano y se encontró con la muerte a manos de un polaco perdido.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
amó el cabaret, el expresionismo de la posguerra primera, la lucidez de algunos dramaturgos
y supo -o creía saber- algo que se asemejaba a una pesadilla en el teatro con la sensación de un beso de mañana cuando empezaba a andar solo y no sabía que el camino iba a ser tan agreste.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
esa voz que canta
la tenuidad (si se me permite la osadía del vocablo)
el bostezo de alguien que acaba de llegar
y el ponerle nombre a las cosas (y al ponérselo, descubrirlo)
le trajeron a este día de febrero frío y hermoso como una mujer de hielo.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
se permitió un brindis y una correría y le sonrió a su estrella un amanecer en una playa de una isla al este de su edén
sin saber (nunca lo supo) que jamás lo recordaría.
Así. Ahora. Escribe
Abandónate. La frustración tenía nombre y no era el tuyo.
Escucha: frustración también es engaño (e imposibilidad).
¿Recuerdas el retrete? ¿los espejos? ¿el sonido del viento?
Rompiste la huella y te quedaste perpleja.
Sólo sentías la fuerza.
Las bragas eran fuertes.
El sostén era fuerte.
Se pueden surcar océanos una tarde
y generar tempestades tomando el té.
Tú aprendiste el olor de la naftalina.
La mañana nunca te dejó indiferente.
El frío te traía sin cuidado.
Todo consistía en hacer un mohín en el momento justo
para que la noche fuera ala de cuervo, festín de buitre.
Llorabas con la sabiduría de Eleusis
y en tu tono -el lastimero- se podían seguir los melismas del coro
que canta en los maitines a un dios desconocido.
Tu pelo negro se recogía entonces
y tus ojos castaños -él te dijo un día ojos de junco en invierno- se sometían al peso de los párpados
y recordabas, sentada frente a él una tarde de mayo de 1986,
tus obligaciones de esposa y madre mientras devorabas su boca y le llamabas cabrón.
Nada le es indiferente al cronista
(eso también lo sabías)
¿te llamabas María Luisa?
ni el color de tus uñas
ni el vestigio de la edad en la juntura de tus senos
ni la desidia amorosa ante el estado febril de tu amante;
así es que fue recogiendo de aquí y de allá retazos de tus besos
y compuso un relatato breve llamado Cinco y como subtítulo
(descomposición y retrete).
Volvamos al principio: Frustración tenía nombre.
Frustración es inutilidad y también engaño.
Escucha: frustración también es engaño (e imposibilidad).
¿Recuerdas el retrete? ¿los espejos? ¿el sonido del viento?
Rompiste la huella y te quedaste perpleja.
Sólo sentías la fuerza.
Las bragas eran fuertes.
El sostén era fuerte.
Se pueden surcar océanos una tarde
y generar tempestades tomando el té.
Tú aprendiste el olor de la naftalina.
La mañana nunca te dejó indiferente.
El frío te traía sin cuidado.
Todo consistía en hacer un mohín en el momento justo
para que la noche fuera ala de cuervo, festín de buitre.
Llorabas con la sabiduría de Eleusis
y en tu tono -el lastimero- se podían seguir los melismas del coro
que canta en los maitines a un dios desconocido.
Tu pelo negro se recogía entonces
y tus ojos castaños -él te dijo un día ojos de junco en invierno- se sometían al peso de los párpados
y recordabas, sentada frente a él una tarde de mayo de 1986,
tus obligaciones de esposa y madre mientras devorabas su boca y le llamabas cabrón.
Nada le es indiferente al cronista
(eso también lo sabías)
¿te llamabas María Luisa?
ni el color de tus uñas
ni el vestigio de la edad en la juntura de tus senos
ni la desidia amorosa ante el estado febril de tu amante;
así es que fue recogiendo de aquí y de allá retazos de tus besos
y compuso un relatato breve llamado Cinco y como subtítulo
(descomposición y retrete).
Volvamos al principio: Frustración tenía nombre.
Frustración es inutilidad y también engaño.
Cuando Hipólito decide ir en busca de su padre Teseo, Fedra ruge de pasión y le duele (duele la pasión. En los hombres duele la pasión. Duele la pasión como duelen las muelas. Duele la pasión como duele el cáncer de huesos). Y tanto le duele la pasión a Fedra que Fedra está muriendo. Pero ¿por qué muere Fedra? ¿qué pasión es la que le está carcomiendo las entrañas? ¿tan sólo que Hipólito se sacie en ella? ¿tan sólo saciarse ella en Hipólito? Hipólito que es su hijastro porque Fedra es la esposa de su padre. Hipólito que es joven y montaraz como lo fue su madre Antíope, reina de las Amazonas. Pero Hipólito no quiere ir en busca de su padre porque tema su muerte o tema que esté de nuevo batallando con un monstruo como ya batalló en el laberinto cuando dio muerte al Minotauro y pudo encontrar la salida gracias al ovillo de Ariadna que además es la hermana de Fedra. No, Hipólito quiere huir de la tierra de Trecenia porque allí está también Aricia que además de ser su prima es el único amor de su vida, es el fuego que le devora cada mañana hasta el extremo de que ya no disfruta cuando armado de su lanza y de su jabalina, guiando su carro y a sus dos briosos córceles va en busca del jabalí. Hipólito muere también de amor. (¿Se pude realmente morir de amor? ¿No es condición del amor la vida? Hasta si se entrega la vida por amor, ¿no genera más vida la vida dada? ¿Por qué se desangra entonces Hipólito? ¿Cómo llamamos a esa pasión que se desata y debilita y mata?).
Es cierto que Fedra intentó alejar al objeto de su pasión cuando se supo enamorada porque más que ese deseo mandaba en ella el deber de Estado, el deber social que la obliga, por mandato, a respetar las venerables instituciones de los hombres y es falta grave que condena a los infiernos desear al hijo del esposo por más que Teseo sea un hombre de apetito insaciable y tanto cabe que luche en estas horas contra un Titán como que luche entre las piernas de una cortesana en las cálidas costas del Asia Menor. Por eso cuando Panope -una simple criada- anuncia la muerte de Teseo, Fedra siente que los dioses la han escuchado pues ahora sí, ahora sí, ahora podría, si Hipólito quisiera, entregarse a él y ser su esposa y así le hace llamar antes de que parta y le confiesa su amor sin vergüenza alguna y esa pasión que llevaba años inscrustada en su vientre se desata en oleadas de palabras y las palabras caen como flechas envenenadas en los oídos de Hipólito que se espanta, que queda mudo, él joven y bello casado con una mujer madura, a la que nunca amó ni como segunda madre ni como esposa de su padre y menos aún como mujer. (¿Qué nos lleva a estos desafueros? ¿Qué destino nefasto, travieso como Pan, se cruza en nuestras vidas y nos hace padecer silencios, ausencias, ámbito de muerte en la mañana, eterno invierno?).
Más terrible será cuando resulte que la muerte de Teseo era falsa y que ha vuelto y ya ha arribado a puerto. Terrible la vergüenza de Fedra y horror el tan sólo pensar que Hipólito le diga a su padre las frases que ella le pronunció como una loca. Locura ahora por un amor incestuoso y por una declaración que pone en manos de quien la desdeña su honor. Sólo que ahí está Enone, su nodriza, la mujer que la cuidó desde niña. Y también en esta mujer vieja anida una pasión y esa pasión se llama Fedra. Su mente busca la solución a su deshonra y al final la encuentra y convence a su niña, a su querida niña, que será siempre niña aunque ya sea una mujer madura enamorada de un mancebo, para que acuda presta a Teseo y mienta y le diga que en cuanto su hijo Hipólito se enteró de que había muerto corrió a la alcoba de la esposa de su padre con el ansia de la juventud en su mirada y el deseo nocturnal de hacerla suya de inmediato. Fedra duda apenas. El temor al deshonor vence su pasión de enamorada y hace caso a su nodriza y envenena los oídos de su esposo que había llegado alegre al encuentro de los suyos. ¡Oh, hado fatal! ¡Dioses injustos!
La pasión de Teseo era su hijo Hipólito, su sucesor, sangre suya y sangre de la mujer a la que más amó y ahora, a su vuelta, lo encuentra traidor a su estirpe. E Hipólito noble entre los nobles, joven entre los jóvenes, sin acusar a Fedra de mentir por no deshonrar a la esposa de su padre, sí le confiesa su amor por Aricia. Teseo duda. No sabe si su hijo le engaña. Hipólito desesperado decide irse y rogará a Aricia que huya con él mientras Fedra, arrepentida o culpable, intenta interceder ante su esposo por su hijastro. No quiere oír Teseo ruegos de mujer e implora a Neptuno, amigo suyo, que vengue la afrenta que su hijo le ha hecho (¡las pasiones enredan las vidas de los hombres! ¡las pasiones ponen vendas en los ojos puros! ¡las pasiones enloquecen los estómagos, nublan la razón, acogotan los sentimientos, anulan el equilibrio, ciegan la verdad, arman la mentira, ajustan cuentas con la inocencia!
Preso de sus dudas, porque en el fondo de su alma sabe que su hijo es noble y es bueno, busca Teseo a Aricia y cuando la encuentra le insinúa las inclinaciones de Hipólito por su esposa y Aricia le insinúa el veneno que ha salido de los labios de Fedra y, sin saberlo, también Teseo ha envenenado el alma de Fedra al contarle la pasión que su hijo siente por Aricia y ese veneno que ya es mortal se volcará contra Enone, su nodriza, la urdidora de la gran tempestad que se abate sobre los habitantes del palacio de Trecenia. Presa de un dolor insoportable, Enone se arrebata la vida lanzándose desde los acantilados al ponto verde y de ese mismo mar saldrá un monstruo -atendidos por Neptuno los ruegos de Teseo- que acabará con la vida de Hipólito. Será Terámenes, ayo del joven, quien le contará a Teseo la muerte heróica de su hijo y Fedrá morirá envenenada por sí misma y quedarán desolados, tras conocer la verdad, Teseo y Aricia en un palacio que conoció el amor y conoció la pasión y conoció la ira y conoció el silencio de los dioses ante la decisión de los hombres sobre lo que es justo o injusto. Y aún resuena en el Peloponeso el verso que el poeta puso en labios de Fedra: Todo me aflige, me hiere y se conjura para herirme.
Es cierto que Fedra intentó alejar al objeto de su pasión cuando se supo enamorada porque más que ese deseo mandaba en ella el deber de Estado, el deber social que la obliga, por mandato, a respetar las venerables instituciones de los hombres y es falta grave que condena a los infiernos desear al hijo del esposo por más que Teseo sea un hombre de apetito insaciable y tanto cabe que luche en estas horas contra un Titán como que luche entre las piernas de una cortesana en las cálidas costas del Asia Menor. Por eso cuando Panope -una simple criada- anuncia la muerte de Teseo, Fedra siente que los dioses la han escuchado pues ahora sí, ahora sí, ahora podría, si Hipólito quisiera, entregarse a él y ser su esposa y así le hace llamar antes de que parta y le confiesa su amor sin vergüenza alguna y esa pasión que llevaba años inscrustada en su vientre se desata en oleadas de palabras y las palabras caen como flechas envenenadas en los oídos de Hipólito que se espanta, que queda mudo, él joven y bello casado con una mujer madura, a la que nunca amó ni como segunda madre ni como esposa de su padre y menos aún como mujer. (¿Qué nos lleva a estos desafueros? ¿Qué destino nefasto, travieso como Pan, se cruza en nuestras vidas y nos hace padecer silencios, ausencias, ámbito de muerte en la mañana, eterno invierno?).
Más terrible será cuando resulte que la muerte de Teseo era falsa y que ha vuelto y ya ha arribado a puerto. Terrible la vergüenza de Fedra y horror el tan sólo pensar que Hipólito le diga a su padre las frases que ella le pronunció como una loca. Locura ahora por un amor incestuoso y por una declaración que pone en manos de quien la desdeña su honor. Sólo que ahí está Enone, su nodriza, la mujer que la cuidó desde niña. Y también en esta mujer vieja anida una pasión y esa pasión se llama Fedra. Su mente busca la solución a su deshonra y al final la encuentra y convence a su niña, a su querida niña, que será siempre niña aunque ya sea una mujer madura enamorada de un mancebo, para que acuda presta a Teseo y mienta y le diga que en cuanto su hijo Hipólito se enteró de que había muerto corrió a la alcoba de la esposa de su padre con el ansia de la juventud en su mirada y el deseo nocturnal de hacerla suya de inmediato. Fedra duda apenas. El temor al deshonor vence su pasión de enamorada y hace caso a su nodriza y envenena los oídos de su esposo que había llegado alegre al encuentro de los suyos. ¡Oh, hado fatal! ¡Dioses injustos!
La pasión de Teseo era su hijo Hipólito, su sucesor, sangre suya y sangre de la mujer a la que más amó y ahora, a su vuelta, lo encuentra traidor a su estirpe. E Hipólito noble entre los nobles, joven entre los jóvenes, sin acusar a Fedra de mentir por no deshonrar a la esposa de su padre, sí le confiesa su amor por Aricia. Teseo duda. No sabe si su hijo le engaña. Hipólito desesperado decide irse y rogará a Aricia que huya con él mientras Fedra, arrepentida o culpable, intenta interceder ante su esposo por su hijastro. No quiere oír Teseo ruegos de mujer e implora a Neptuno, amigo suyo, que vengue la afrenta que su hijo le ha hecho (¡las pasiones enredan las vidas de los hombres! ¡las pasiones ponen vendas en los ojos puros! ¡las pasiones enloquecen los estómagos, nublan la razón, acogotan los sentimientos, anulan el equilibrio, ciegan la verdad, arman la mentira, ajustan cuentas con la inocencia!
Preso de sus dudas, porque en el fondo de su alma sabe que su hijo es noble y es bueno, busca Teseo a Aricia y cuando la encuentra le insinúa las inclinaciones de Hipólito por su esposa y Aricia le insinúa el veneno que ha salido de los labios de Fedra y, sin saberlo, también Teseo ha envenenado el alma de Fedra al contarle la pasión que su hijo siente por Aricia y ese veneno que ya es mortal se volcará contra Enone, su nodriza, la urdidora de la gran tempestad que se abate sobre los habitantes del palacio de Trecenia. Presa de un dolor insoportable, Enone se arrebata la vida lanzándose desde los acantilados al ponto verde y de ese mismo mar saldrá un monstruo -atendidos por Neptuno los ruegos de Teseo- que acabará con la vida de Hipólito. Será Terámenes, ayo del joven, quien le contará a Teseo la muerte heróica de su hijo y Fedrá morirá envenenada por sí misma y quedarán desolados, tras conocer la verdad, Teseo y Aricia en un palacio que conoció el amor y conoció la pasión y conoció la ira y conoció el silencio de los dioses ante la decisión de los hombres sobre lo que es justo o injusto. Y aún resuena en el Peloponeso el verso que el poeta puso en labios de Fedra: Todo me aflige, me hiere y se conjura para herirme.
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/02/2016 a las 19:43 | {0}