Será bienvenida la última flor del cerezo y postulará una forma antigua de entender el milagro
Va a recorrer -se lo ha prometido a sí mismo- el estrecho margen que existe entre la fe y la rata
sin desviarse un milímetro de su ancho (que según los iniciados abarca dos universos como el nuestro)
para llegar a la oración si es preciso o para caer de hinojos y adorar la tierra.
Hay en su frente un volcán al rojo
Hay en sus cejas la pilosidad hueca
Hay en sus ojos una marea verde
Hay en su nariz un aire de rocío
Hay en su boca un beso aprisionado
Hay en su barbilla la decisión inquebrantable de someterse a la luna y sus manchas
Por eso canta en la mañana y bebe a sorbos el polen de las flores y luego descansa la velocidad del mundo y quisiera creer del todo al Dalai-lama pero quisiera creerlo como cree en la escarcha el ibu africano a quien el sol abrasa
No importa, se dice, no importa de dónde proviene el cerezo, cuál fue su origen primero si un día al pasar junto a él siente el escalofrío de un tiempo que ya pasa, que ya se marchita
Hay en su cuello una rigidez tonante
Hay en su pecho un deje de nadador senior
Hay en su vientre el gusto por el esfuerzo
Hay en su espalda una soldadura de nácar
Hay en su sexo la plenitud del mundo
Hay en sus nalgas una profunda asimetría
Y aún así se mantendrá dentro del margen entre la fe y la rata
escuchará con respeto la palabras del arzobispo sobre el sentido del milagro
mirará a la muchacha vestida de soldado
y evitará las grandes autopistas para esquivar a los gatos
Hay en sus muslos la hipersensibilidad de la risa
Hay en sus rodillas la tozudez del yunque
Hay en sus pantorrillas un disimulo veloz como el del lince
Hay en su pie izquierdo el recuerdo del andamio
Hay en su pie derecho la fineza de la mano enguantada en un guante de ganchillo
Porque ha temblado, se somete
Porque sabe que llegará hasta el final, tórnase humilde
Al fondo es observado por un paraguas, veintiún alicates y tres mil cisnes
Va a recorrer -se lo ha prometido a sí mismo- el estrecho margen que existe entre la fe y la rata
sin desviarse un milímetro de su ancho (que según los iniciados abarca dos universos como el nuestro)
para llegar a la oración si es preciso o para caer de hinojos y adorar la tierra.
Hay en su frente un volcán al rojo
Hay en sus cejas la pilosidad hueca
Hay en sus ojos una marea verde
Hay en su nariz un aire de rocío
Hay en su boca un beso aprisionado
Hay en su barbilla la decisión inquebrantable de someterse a la luna y sus manchas
Por eso canta en la mañana y bebe a sorbos el polen de las flores y luego descansa la velocidad del mundo y quisiera creer del todo al Dalai-lama pero quisiera creerlo como cree en la escarcha el ibu africano a quien el sol abrasa
No importa, se dice, no importa de dónde proviene el cerezo, cuál fue su origen primero si un día al pasar junto a él siente el escalofrío de un tiempo que ya pasa, que ya se marchita
Hay en su cuello una rigidez tonante
Hay en su pecho un deje de nadador senior
Hay en su vientre el gusto por el esfuerzo
Hay en su espalda una soldadura de nácar
Hay en su sexo la plenitud del mundo
Hay en sus nalgas una profunda asimetría
Y aún así se mantendrá dentro del margen entre la fe y la rata
escuchará con respeto la palabras del arzobispo sobre el sentido del milagro
mirará a la muchacha vestida de soldado
y evitará las grandes autopistas para esquivar a los gatos
Hay en sus muslos la hipersensibilidad de la risa
Hay en sus rodillas la tozudez del yunque
Hay en sus pantorrillas un disimulo veloz como el del lince
Hay en su pie izquierdo el recuerdo del andamio
Hay en su pie derecho la fineza de la mano enguantada en un guante de ganchillo
Porque ha temblado, se somete
Porque sabe que llegará hasta el final, tórnase humilde
Al fondo es observado por un paraguas, veintiún alicates y tres mil cisnes
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Narrativa
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/03/2016 a las 13:43 | {0}