No es la memoria. No es nada. Hay veces en que siento la piel de la cara seca mientras escucho un piano y me duele el cuello porque el tiempo ha cambiado y llueve; hay veces en que siento cómo ha de ser la vida de un médico danés que cada cierto tiempo se embarca en una ONG y se va a curar enfermos muy enfermos a Sudán; hay veces en que veo la cara del nño llena de polvo y moscas y la mirada del hombre que raja el vientre de las mujeres embarazadas para saber si ha ganado la apuesta de que el feto fuera macho o hembra; hay veces en que escucho al ministro de justicia o al diputado de turno o al comentarista de lo suyo y me parece que nada es importante porque todo trasciende la importancia, porque soy incapaz de ver la importancia; tengo, a veces, la sensación de ser real y esencialmente polvo de estrellas y como tal, al navegar por un universo ilimitado (que no infinito) y no detenerme ante cual o tal drama, todos y cada uno de ellos se quedan rápidamente a años luz de crecer porque sólo es importante lo que crece (esa es nuestra condena como humanos: dar valor a lo que crece en vez de dárselo a lo que mengua) aunque este pensamiento entre paréntesis me parezca estúpido y cogido por los pelos.
De repente un pequeño desarreglo pequeño burgués puede convertirse en el terremoto que desencadene la mayor de las tragedias personales: un cáncer que no se supo llevar, una reacción de otro ante la propia reacción, la colocación de un explosivo a la hora equivocada, un kiwi atrapando a la lombriz que ya llegaba, el vuelo desconcertante de mil buitres, la tormenta solar en el ordenador portátil, la vela mayor en un océano inmisericorde, la gracia corpórea de un paso; de repente lo añejo se podría volver joven, la decisión podría catapultar la espera y su opuesto solidificar para siempre el gesto; de repente lo importante podría ser esa mano, esa casa, ese cometa, ese alud, esa selva, justo ese árbol, justo esa hierba y no saberlo, y no saberlo como de espaldas (aquellos viejos hombres mirando las sombras en la pared de la cueva), como dormidos; lo importante podría ser quitarse de golpe esa mordaza, hacer callar al que debería callar, silbar al paso de la comitiva, desandar el camino que nos llevó a mirar demasiado lejos, vivir plénamente lo que está siendo; quizá fuera si pudiera detenerme en cada una de las afirmaciiones que acabo de hacer sin reflexionar en cada una de ellas lo digno (o pensar de Juan Carlos Onetti que tenía razón cuando afirmaba que no soportaba a los que escribían de todo aunque luego me surgiera la duda de saber si él mismo, realmente, no había escrito de todo escribiendo siempre de algo).
De repente un pequeño desarreglo pequeño burgués puede convertirse en el terremoto que desencadene la mayor de las tragedias personales: un cáncer que no se supo llevar, una reacción de otro ante la propia reacción, la colocación de un explosivo a la hora equivocada, un kiwi atrapando a la lombriz que ya llegaba, el vuelo desconcertante de mil buitres, la tormenta solar en el ordenador portátil, la vela mayor en un océano inmisericorde, la gracia corpórea de un paso; de repente lo añejo se podría volver joven, la decisión podría catapultar la espera y su opuesto solidificar para siempre el gesto; de repente lo importante podría ser esa mano, esa casa, ese cometa, ese alud, esa selva, justo ese árbol, justo esa hierba y no saberlo, y no saberlo como de espaldas (aquellos viejos hombres mirando las sombras en la pared de la cueva), como dormidos; lo importante podría ser quitarse de golpe esa mordaza, hacer callar al que debería callar, silbar al paso de la comitiva, desandar el camino que nos llevó a mirar demasiado lejos, vivir plénamente lo que está siendo; quizá fuera si pudiera detenerme en cada una de las afirmaciiones que acabo de hacer sin reflexionar en cada una de ellas lo digno (o pensar de Juan Carlos Onetti que tenía razón cuando afirmaba que no soportaba a los que escribían de todo aunque luego me surgiera la duda de saber si él mismo, realmente, no había escrito de todo escribiendo siempre de algo).
No quisiera describir la llanura como un espacio donde no existan colinas, ni quisiera alardear de novísimo urdiendo una nueva llanura algo así como la ausencia de olor a rocío o la distorsión de mancha auricular; no, estoy sentado cuando empieza la madrugada y se ha ido alejando como un torrente el ajetreo del día; no, estoy mirando a mi alrededor buscando una guía que me lleve por esa llanura que no quiere ser descrita como clásica ni quiere tampoco sonar a nueva. Una simple llanura con sus matices de color y los minerales de su tierra (aunque pudiera ser la llanura de una mar dormida, sin corrientes claras, sin olas apenas como en ocasiones ocurría -cuando lo veía- en el mare nostrum) y sus animales diurnos y los que aman o necesitan la noche; una llanura que imagino quieta, una llanura que imagino sin viento porque el viento en la llanura la altera hasta el grado de convertirla en tempestuosa y nada que pueda calificarse así puede conllevar la esencia última -o primera- de la llanura. Admito que en ellas se produjeron las mejores batallas, admitidme entonces que en el momento en que en la llanura se baten las armas se convierte en campo de batalla y el término llanura queda lejos como acobardado ante tanta sangre y tanto hierro; admitidme que una llanura ha de ser solitaria y tener algo así como el aire de un fantasma sin nadie a quien asustar; admitidme, os lo ruego, que la llanura tiene algo de novia antigua cuando se ha quedado un instante sola frente al espejo, su madre ha ido a atender algo en la cocina, la hermana está en el baño, la abuela reza y ella se mira, se baja el velo y espera con espera lo que llegará luego; no quiero alabar en exceso la llanura, ni sé porque escucho su sonido como si fuera sólo uno en todas las llanuras del mundo, de hecho pienso ahora en la orografía de una sola de ellas y me cuesta verla, escucharla, sentirla y aún así, en esta noche, uniformizo el sonido de todas ellas en uno solo que sería la atmósfera rasgada por la gota que acaba de desprenderse del alto talle del cardo; en ese sonido infinitesimal, en esa cadencia inaudible, en ese matiz para sabios, en esa caída rápida, se resume en esta noche el sonar de la llanura que imagino, a la que no quiero atribuirle ningún atributo nuevo, a la que no quiero designarle símbolo alguno, a la que no quiero comparar con el vientre sin ombligo de una hembra de otro planeta.
Ahora que fumo y la inspiración se va yendo entiendo la llanura como una suerte de fin sin emociones, sin altibajos, sin pureza; ahora que escucho la puerta de la entrada al recinto donde vivo, se aleja la llanura y más aún cuando unas risas se unen a una música lejana; pasa un coche; la brisa ha movido las hojas ligeras del arce japonés y la llanura se diluye y al diluirse se eleva hasta convertirse en salina.
Ahora que fumo y la inspiración se va yendo entiendo la llanura como una suerte de fin sin emociones, sin altibajos, sin pureza; ahora que escucho la puerta de la entrada al recinto donde vivo, se aleja la llanura y más aún cuando unas risas se unen a una música lejana; pasa un coche; la brisa ha movido las hojas ligeras del arce japonés y la llanura se diluye y al diluirse se eleva hasta convertirse en salina.
Y si justo en ese momento, justo cuando acababa de pasar, el coche derrapó... o el niño, a mis espaldas, fue a clavarme el tenedor en el culo pero yo me giré para ver una nueva edición de las memorias de Giacomo Cassanova y el tenedor se clavó, pobrecito, en el aire... o en esa inspiración, justo en esa, en el que el músculo elevador de la costilla que nace en la apófisis trasversa de C7 se iba a destensar si el esfuerzo de la inspiración era igual o superior a los treinta y cuatro anteriores y sin embargo en esa inspiración, justo en esa, el deportista se detiene, el músculo elevador se relaja y no produce el dolor que parece significar la muerte... o doblar la esquina y no ver al asesino... o tropezarse y evitar el cristal... o dormirse cuando el horror estaba en la imaginación despierta... justo fue el momento en el que ella me llamó para decirme algo relativo a una cita con amigos y yo me giré y asentí y salí a la calle y a diez metros de mí, en mi trayectoría, cayó un enorme pedazo de cornisa... esos diez segundos justos. Y si fue por una miajita más de pasión, sólo un poquitito de cariñín, de, de comprensión... o si la visión ya era suficiente y al apartarla pasó lo que había estado esperando...
A propósito de Un trozo invisible de este mundo
La obra de teatro es inmensa. Como todo arte a partir del siglo XX, cualquier tipo de poética obtiene de inmediato su antitésis (o antipoiesis). El siglo XX -el gran destructor de escuelas, modos y preceptos- abre la mano para que cualquier situación en la que un hombre esté en un escenario y otro sentado mirándole (Peter Brook) se convierta en un hecho teatral.
Siendo como soy uno de los últimos, a veces siento como si un nombre abarcara conceptos que no le son propios. Por ejemplo: si un grupo de personas con instrumentos musicales se pone a tocar los instrumentos sin ningún tipo de acuerdo, considero que lo que surge no es música sino un mundo sonoro, espacios sonoros, con el valor propio de la construcción de ese espacio; es decir: no me parece más valioso el hacer música que el hacer espacios sonoros; de la misma manera si dos actores se ven en el centro de un escenario, rodeados por un público, las luces de sala se apagan y se ilumina de foma estudiada el escenario y uno de los actores empieza a hablar de lo que le ocurrió hace veinte años o de lo que piensa acerca del racismo sin que eso tenga incidencia alguna sobre el escenario y su presente, no lo considero teatro, lo considero un discurso hermosamente (o no) iluminado y como discurso más o menos interesante y brillante. Lo que no restaría un ápice de interés al discurso. Pero si ese discurso es denominado pieza teatral y además resulta que a ese texto se le otorga el máximo premio de las artes escénicas españolas, el premio Max a la autoría revelación, entonces, digo, me siento un tanto perplejo porque no alcanzo a ver el valor teatral del texto y entonces surge la cuestión con la que empezaba: ¿Cómo definimos y por lo tanto acotamos la extensión de un término? ¿Cuál sería la condición sine qua non un texto es o no teatral? y ¿cuándo un actor en un escenario -sea lo que sea eso actor y eso escenario- observado por un público -sea lo que sea eso público- trasciende la línea en la que el observador y lo observado se convierten en teatro?
Y por no dejar sin respuestas estas preguntas yo contestaría: un texto es teatral cuando por medio de una situación promueve a una acción de la que se infiere un sub-texto. Un espacio con actor y público se convierte en teatro cuando la realidad de lo que se está viviendo (el espacio tiempo de ambos) desaparece y surge una realidad que no es real y que es vivida por ambos.
Y así un monólogo actual, en los que un cómico cuenta lo que le hacía su madre en la playa cuando tenía ocho años, no es teatro, es un actor contando un cuento, es literatura oral si se quiere, es la vuelta a los rapsodas, lo que -incido sobre ello- no resta un ápice de valor o genialidad al monólogo en sí; no resta nada el que no sea teatral, sencillamente no lo es porque es un actor contando, no un actor interpretando a un personaje que cuenta una historia que tiene sentido para entender la gran historia -la obra teatral completa- en la que está inmerso; de la misma forma un actor que dice llamarse Turco si sólo me narra un trayecto de su vida, sin más intención que narrármelo y eso no conlleva cambio ni acción alguna, digamos que entonces sólo hace la contaduría de una situación pero no el proceso que le ha llevado a contarlo en ese momento, justo ese día y en ese lugar. Y el teatro tiene como materia prima la conjunción de los sucesos más los procesos (sean cuales sean éstos y aquéllos).
No deberíamos temer lo que es y mucho menos lo que no es.
Siendo como soy uno de los últimos, a veces siento como si un nombre abarcara conceptos que no le son propios. Por ejemplo: si un grupo de personas con instrumentos musicales se pone a tocar los instrumentos sin ningún tipo de acuerdo, considero que lo que surge no es música sino un mundo sonoro, espacios sonoros, con el valor propio de la construcción de ese espacio; es decir: no me parece más valioso el hacer música que el hacer espacios sonoros; de la misma manera si dos actores se ven en el centro de un escenario, rodeados por un público, las luces de sala se apagan y se ilumina de foma estudiada el escenario y uno de los actores empieza a hablar de lo que le ocurrió hace veinte años o de lo que piensa acerca del racismo sin que eso tenga incidencia alguna sobre el escenario y su presente, no lo considero teatro, lo considero un discurso hermosamente (o no) iluminado y como discurso más o menos interesante y brillante. Lo que no restaría un ápice de interés al discurso. Pero si ese discurso es denominado pieza teatral y además resulta que a ese texto se le otorga el máximo premio de las artes escénicas españolas, el premio Max a la autoría revelación, entonces, digo, me siento un tanto perplejo porque no alcanzo a ver el valor teatral del texto y entonces surge la cuestión con la que empezaba: ¿Cómo definimos y por lo tanto acotamos la extensión de un término? ¿Cuál sería la condición sine qua non un texto es o no teatral? y ¿cuándo un actor en un escenario -sea lo que sea eso actor y eso escenario- observado por un público -sea lo que sea eso público- trasciende la línea en la que el observador y lo observado se convierten en teatro?
Y por no dejar sin respuestas estas preguntas yo contestaría: un texto es teatral cuando por medio de una situación promueve a una acción de la que se infiere un sub-texto. Un espacio con actor y público se convierte en teatro cuando la realidad de lo que se está viviendo (el espacio tiempo de ambos) desaparece y surge una realidad que no es real y que es vivida por ambos.
Y así un monólogo actual, en los que un cómico cuenta lo que le hacía su madre en la playa cuando tenía ocho años, no es teatro, es un actor contando un cuento, es literatura oral si se quiere, es la vuelta a los rapsodas, lo que -incido sobre ello- no resta un ápice de valor o genialidad al monólogo en sí; no resta nada el que no sea teatral, sencillamente no lo es porque es un actor contando, no un actor interpretando a un personaje que cuenta una historia que tiene sentido para entender la gran historia -la obra teatral completa- en la que está inmerso; de la misma forma un actor que dice llamarse Turco si sólo me narra un trayecto de su vida, sin más intención que narrármelo y eso no conlleva cambio ni acción alguna, digamos que entonces sólo hace la contaduría de una situación pero no el proceso que le ha llevado a contarlo en ese momento, justo ese día y en ese lugar. Y el teatro tiene como materia prima la conjunción de los sucesos más los procesos (sean cuales sean éstos y aquéllos).
No deberíamos temer lo que es y mucho menos lo que no es.
Tú sabes cuántas veces ha escrito la palabra aire y cuántas razones alberga para ello. Ha estado solícitamente recorriendo línea a línea, página tras página, y no ha encontrado, en varias ocasiones, la palabra aire donde hubiera debido estar; tampoco había en esa posición un espacio en blanco de cuatro letras sino que la palabra aire había sido sustitutida por otras palabras: agua, vela, coño, leve, malo, soez, tale, alba, otro, masa, amar, doler, sisa, alta, mano, luna, teta, sana, caña, ceño, cima, sima, solo, alto, cómo, olmo, mola, miro, orbe... Tú sabes su debilidad, el temblor de sus manos cuando llega la noche y la risa que sabe ejercer su dominio; tú sabes de él la improvisación de su mirada y la latencia de un querer amar que excede con mucho la conversación de madrugada. Tú sabes cuánto tendrá que buscar si quiere saber cuántos aires han cambiado de sentido y sabes la paciencia de la que tendrá que hacer gala las noches de los meses venideros y lo mucho que se alterará cuando encuentre palabras nuevas como alza, casi, mula, lana, nana, bala, anal, lino, uñas, velo, hola, vais, seda, boca, beso, lodo, modo, unas. Y sabes, ¡ay, cómo lo sabes! su tendencia al giro, su lentitud, su poco tino para darse cuenta del matiz, así él seguirá buscando aires y encontrará silo, mole, cero, poco, lote, asir, vals, taza, pato, ocre. Por eso te ruego que aceptes su empeño en devorar el aire que ya no esté, en devolver la frase hasta que encontró el lino a su sentido primero hasta que encontró el aire o aquella otra, que tanta turbación le produjo; te ruego que lo ampares y aunque sea de lejos impidas que un aire tuyo se convierta en saña o que se deje vencer al fin, en el penúltimo archivador, ante las últimas doscientas venticuatro mil veinte líneas y se quede agazapado, a la espera del alba, frente al jardín con seto con aire de baba.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/06/2014 a las 10:52 | {0}