Libro segundo, XVII La Felicidad Suprema 3
Chuang tzu
Murió la mujer de Chuang tzu; vino Hui tzu a sus exequias. Chuang tzu se hallaba sentado con los pies cruzados en forma de cedazo y cantaba tocando un barreño. Hui tzu le dijo: Has convivido con esta persona, con ella has criado hijos, ambos habéis llegado a la ancianidad; se muere esa persona, el no llorarla es ya mucho, todavía cantar tocando un barreño ¿no es ya pasarse mucho de la raya? Chuang tzu le repuso: No. Al principio, cuando murió ¿cómo sólo yo no había de afectarme como la generalidad? Considerando luego el origen de ella y que en su principio fue cosa sin vida; no sólo cosa sin vida, sino también sin figura alguna; no sólo sin figura, sino también sin materia (ch'i vapor), que, mezclada en aquella masa caótica, había ido evolucionando, hasta adquirir su materia y que esta materia, evolucionando, adquirió cuerpo y que este cuerpo, evolucionando, adquirió vida y que ahora vuelve a transformarse con la muerte y que este proceso es semejante al sucederse de las cuatro estaciones: primavera, otoño, invierno y verano, y que ahora ella reposa tranquila, dormida en esta inmensa alcoba del mundo, me pareció que el continuar yo gimiendo y sollozando era desconocer el mandato. Por eso cesé de llorar.
Traducción Carmelo Elorduy
Traducción Carmelo Elorduy
De este poema decía que era el mejor que había escrito.
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, era tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Extracto del Diálogo Timeo de Platón
Traducción: Mª Ángeles Durán y Francisco Lisi
Editorial: Gredos
... Ciertamente, era necesario que la parte delantera del cuerpo humano se diferenciara y distinguiera de la trasera. Por ello, primero pusieron [los dioses] la cara en el recipiente de la cabeza, le ataron los instrumentos necesarios para la previsión del alma y dispusieron que lo anterior por naturaleza poseyera el mando. Los primeros instrumentos que construyeron fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propio de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso más espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín [...] Cuando al llegar la noche el cuerpo que le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe [...]. Entonces deja de ver y se vuelve portador del sueño, pues los dioses idearon una protección de la visión, los párpados. Cuando se cierran, se bloquea la potencia del fuego interior que disminuye y suaviza los movimientos interiores y cuando éstos se han suavizado, nace la calma, y cuando la calma es mucha, el que duerme tiene pocos sueños.
Texto extraído de la Historia Universal de las Cifras escrita por Georges Ifrah
La historia de una gran invención
La lógica no ha sido el hilo conductor de la historia de las cifras. Primero, son unas preocupaciones de contables, pero también de sacerdotes, de astrónomos-astrólogos, y en último lugar sólo de matemáticos, quienes han presidido la invención y la evolución de los sistemas de numeración. Y estas categorías sociales, notoriamente conservadoras, al menos en lo que concierne a los tres primeros, retardaron sin duda, a la vez, su perfeccionamiento último y su vulgarización. Cuando un saber, tan rudimentario a nuestros ojos pero tan sutil para los de nuestros antepasados, confiere un poder, o al menos unos privilegios, parece rechazable e impío compartirlo. Quizás en este punto, aunque en otros dominios, las costumbres de cierto poder mandarinal sean aún las mismas.
Pero hay otras razones para ello. Una invención, un descubrimiento, sólo puede desarrollarse si responde a la demanda social de una civilización, si la ciencia fundamental responde a una necesidad interiorizada en la conciencia de sus sabios.Y en reciprocidad, pero sólo en reciprocidad, transforma o cambia esta civilización. Se sabe de avances científicos que no se han desarrollado porque la demanda social los ha rechazado.
Es fascinante asistir a las etapas sucesivas del pensamiento matemático. El descubrimiento de la numeración de posición ha escapado a la mayoría de los pueblos de la historia. (una numeración de posición es un sistema en el que un 9, por ejemplo, no tiene el mismo valor si se coloca en el rango de las unidades de primer, segundo o tercer orden.)
De hecho esta regla esencial no ha sido imaginada más que cuatro veces a lo largo de la historia. Apareció por primera vez en el comienzo del II milenio a.C., entre los especialistas de Babilonia.
Fue redescubierta, a continuación, por los matemáticos chinos poco antes del comienzo de la era cristiana; después entre los siglos III y IV d.C. por los astrónomos mayas, y finalmente, por los matemáticos de la India, en los alrededores del siglo V.
A parte de estos cuatro pueblos, ningún otro sintió la necesidad del cero. Este concepto (0) se hace imprescindible cuando el uso del principio de posición se erige en sistema.
Y, sin embargo, sólo tres pueblos, los babilonios, los mayas y los indios, supieron alcanzar esta última abstracción; los chinos sólo la introdujeron en su sistema por influencia india.
Pero ni el cero babilónico ni el cero maya fueron concebidos como un número: tan sólo el cero indio tuvo casi las mismas posibilidades que el que nosotros utilizamos hoy. Es el que nos ha sido transmitido por los árabes, al mismo tiempo que las cifras que llevan su nombre y que no son otras que las indias, un poco deformadas por el uso, el tiempo y los viajes.
Ciertamente conocemos esta historia sólo de forma fragmentaria, pero converge de manera inexorable hacia el sistema de numeración que usamos hoy y que se fue extendiendo poco a poco por todo el planeta.
La lógica no ha sido el hilo conductor de la historia de las cifras. Primero, son unas preocupaciones de contables, pero también de sacerdotes, de astrónomos-astrólogos, y en último lugar sólo de matemáticos, quienes han presidido la invención y la evolución de los sistemas de numeración. Y estas categorías sociales, notoriamente conservadoras, al menos en lo que concierne a los tres primeros, retardaron sin duda, a la vez, su perfeccionamiento último y su vulgarización. Cuando un saber, tan rudimentario a nuestros ojos pero tan sutil para los de nuestros antepasados, confiere un poder, o al menos unos privilegios, parece rechazable e impío compartirlo. Quizás en este punto, aunque en otros dominios, las costumbres de cierto poder mandarinal sean aún las mismas.
Pero hay otras razones para ello. Una invención, un descubrimiento, sólo puede desarrollarse si responde a la demanda social de una civilización, si la ciencia fundamental responde a una necesidad interiorizada en la conciencia de sus sabios.Y en reciprocidad, pero sólo en reciprocidad, transforma o cambia esta civilización. Se sabe de avances científicos que no se han desarrollado porque la demanda social los ha rechazado.
Es fascinante asistir a las etapas sucesivas del pensamiento matemático. El descubrimiento de la numeración de posición ha escapado a la mayoría de los pueblos de la historia. (una numeración de posición es un sistema en el que un 9, por ejemplo, no tiene el mismo valor si se coloca en el rango de las unidades de primer, segundo o tercer orden.)
De hecho esta regla esencial no ha sido imaginada más que cuatro veces a lo largo de la historia. Apareció por primera vez en el comienzo del II milenio a.C., entre los especialistas de Babilonia.
Fue redescubierta, a continuación, por los matemáticos chinos poco antes del comienzo de la era cristiana; después entre los siglos III y IV d.C. por los astrónomos mayas, y finalmente, por los matemáticos de la India, en los alrededores del siglo V.
A parte de estos cuatro pueblos, ningún otro sintió la necesidad del cero. Este concepto (0) se hace imprescindible cuando el uso del principio de posición se erige en sistema.
Y, sin embargo, sólo tres pueblos, los babilonios, los mayas y los indios, supieron alcanzar esta última abstracción; los chinos sólo la introdujeron en su sistema por influencia india.
Pero ni el cero babilónico ni el cero maya fueron concebidos como un número: tan sólo el cero indio tuvo casi las mismas posibilidades que el que nosotros utilizamos hoy. Es el que nos ha sido transmitido por los árabes, al mismo tiempo que las cifras que llevan su nombre y que no son otras que las indias, un poco deformadas por el uso, el tiempo y los viajes.
Ciertamente conocemos esta historia sólo de forma fragmentaria, pero converge de manera inexorable hacia el sistema de numeración que usamos hoy y que se fue extendiendo poco a poco por todo el planeta.
Extracto de la novela Los hermanos Karamázov de F.M. Dostoyevski
Traducción del ruso Augusto Vidal.
Iván calló unos instantes; su rostro adquirió, de pronto, una profunda expresión de tristeza
- Escúchame: me he referido sólo a los niños, para que resultara más evidente lo que decía. De las otras lágrimas humanas con que está empapada la tierra desde la corteza hasta su centro, no diré ni una palabra; adrede he reducido mi tema. Soy un gusano y confieso humildemente que no puedo comprender en lo más mínimo con qué objetivo están así las cosas ordenadas. Tenemos, pues, que los propios hombres son culpables: se les dio el paraíso, ellos quisieron la libertad y robaron el fuego de los cielos, sabiendo a ciencia cierta que serían desgraciados; por tanto, no son dignos de lástima. Pero, según mi lamentable entendimiento, terreno y euclidiano, lo único que sé es que el dolor existe y que no hay culpables, que una cosa se desprende de otra de manera directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un absurdo euclidiano, yo lo sé y no puedo estar de acuerdo con vivir ateniéndome a él ¿Qué me importa a mí que no haya culpables y que yo lo sepa? Lo que necesito yo es que se castigue; de lo contrario, me destruiré a mí mismo. Y que el castigo se aplique no en el infinito, en algún tiempo y en algún lugar imprecisos, sino aquí, en la tierra, y que yo mismo lo vea. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y si cuando la hora llegue ya he muerto, que me resuciten, pues si todo ocurre sin mí, resultará demasiado ofensivo. No he sufrido yo para estercolar con mi ser, con mis maldades y sufrimientos, la futura armonía a alguien. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace junto al león y cómo el acuchillado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar presente cuando todos, de súbito, se enteren de porqué las cosas han sido como han sido. En este deseo se asientan todas las religiones de la tierra, y yo tengo fe. Sin embargo, ahí están los niños ¿qué voy a hacer con ellos entonces? Éste es un problema que no puedo resolver. Lo repito por centésima vez: los problemas son múltiples, pero he tomado sólo el de los niños porque en éste se refleja con nítida claridad lo que quiero expresar. Escucha: si todos hemos de sufrir para comprar con nuestro sufrimiento la eterna armonía ¿qué tienen que ver con ello los niños? ¿Puedes explicármelo, por ventura? es totalmente incomprensible por qué han de sufrir ellos también y por qué han de contribuir con su sufrimiento al logro de la armonía ¿Por qué han de servir de material para estercolar la futura armonía, sabe Dios para quién? Comprendo la solidaridad de los hombres en el pecado, también la comprendo en el castigo, pero no se puede hacer solidarios a los niños en el pecado, y si la verdad está en que ellos son, en efecto, solidarios con sus padres en todas las atrocidades por éstos cometidas, tal verdad no es, desde luego, de nuestro mundo, y a mí me resulta incomprensible. Algún guasón dirá, sin duda, que de todos modos el niño crecerá y tendrá tiempo sobrado para pecar, pero ése no creció; a los ocho años le despedazaron los perros ¡Oh, Aliosha, yo no blasfemo! Bien comprendo cuál deberá ser la conmoción del universo cuando cielo y tierra se unan en un solo grito de alabanza y todo cuanto viva o haya vivido exclame: “¡Tienes razón, Señor, pues se han abierto tus caminos!”; cuando la madre se abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros y los tres juntos proclamen, bañados los ojos en lágrimas: “Tienes razón, Señor”. Entonces, naturalmente, se llegará a la apoteosis del conocimiento y todo se explicará. Pero aquí está, precisamente, el obstáculo, esto es lo que no puedo aceptar. Y mientras estoy en la tierra, me apresuro a tomar mis medidas. Verás, Aliosha, es muy posible que en realidad, cuando yo mismo vea ese momento, sea porque viva hasta entonces, sea porque resucite, exclame junto con los demás, al ver a la madre abrazando al asesino de su hijo: “¡Tienes razón, Señor!”, pero no quiero hacerlo. Mientras me queda tiempo, procuro proteger mi posición y por esto renuncio por completo a la armonía suprema, que no vale las lágrimas ni de aquella sola niña atormentada que se daba golpes en el pecho con sus manitas, ¡y en su maloliente encierro rogaba al “Dios de los niños” con sus lágrimas imperdonables! Estas lágrimas no han sido expiadas. Han de serlo: de lo contrario, no puede haber armonía. Pero ¿cómo quieres expiarlas? ¿Acaso es posible? ¿Acaso por el castigo futuro? ¿Pero de qué me sirve el castigo, de qué me sirve el infierno para los verdugos, qué puede rectificar el infierno, cuando aquéllos han sido ya torturados? Y qué armonía puede haber si existe el infierno: lo que quiero yo es perdonar, abrazar, y no que se sufra más. Y si los sufrimientos de los niños han ido a completar la suma de sufrimientos necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que la verdad entera no vale semejante precio ¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros! ¡Que no se atreva a perdonarle! Si quiere, que perdone al torturador su infinito dolor de madre; pero no tiene ningún derecho a perdonar los sufrimientos de su hijo despedazado, ¡y que no se atreva a perdonar al verdugo, aunque la propia criatura se lo perdonara! Si es así, si las víctimas no se han de atrever a perdonar, ¿dónde está la armonía? ¿Hay en todo el mundo un ser que pueda y tenga derecho a perdonar? No quiero la armonía, no la quiero por amor a la humanidad. Prefiero quedarme con los sufrimientos sin castigar. Mejor es que me quede con mi dolor sin vengar y con mi indignación pendiente, aunque no tenga razón. Muy alto han puesto el precio a la armonía, no es para nuestro bolsillo pagar tanto por la entrada. Me apresuro, pues, a devolver mi billete de entrada. Y si soy un hombre honrado, tengo la obligación de devolverlo cuanto antes. Esto es lo que hago. No es que no admita a Dios, Aliosha; me limito a devolverle respetuosamente el billete.
- Esto es una rebelión –replicó Aliosha, en voz queda y bajando los ojos.
- Escúchame: me he referido sólo a los niños, para que resultara más evidente lo que decía. De las otras lágrimas humanas con que está empapada la tierra desde la corteza hasta su centro, no diré ni una palabra; adrede he reducido mi tema. Soy un gusano y confieso humildemente que no puedo comprender en lo más mínimo con qué objetivo están así las cosas ordenadas. Tenemos, pues, que los propios hombres son culpables: se les dio el paraíso, ellos quisieron la libertad y robaron el fuego de los cielos, sabiendo a ciencia cierta que serían desgraciados; por tanto, no son dignos de lástima. Pero, según mi lamentable entendimiento, terreno y euclidiano, lo único que sé es que el dolor existe y que no hay culpables, que una cosa se desprende de otra de manera directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un absurdo euclidiano, yo lo sé y no puedo estar de acuerdo con vivir ateniéndome a él ¿Qué me importa a mí que no haya culpables y que yo lo sepa? Lo que necesito yo es que se castigue; de lo contrario, me destruiré a mí mismo. Y que el castigo se aplique no en el infinito, en algún tiempo y en algún lugar imprecisos, sino aquí, en la tierra, y que yo mismo lo vea. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y si cuando la hora llegue ya he muerto, que me resuciten, pues si todo ocurre sin mí, resultará demasiado ofensivo. No he sufrido yo para estercolar con mi ser, con mis maldades y sufrimientos, la futura armonía a alguien. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace junto al león y cómo el acuchillado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar presente cuando todos, de súbito, se enteren de porqué las cosas han sido como han sido. En este deseo se asientan todas las religiones de la tierra, y yo tengo fe. Sin embargo, ahí están los niños ¿qué voy a hacer con ellos entonces? Éste es un problema que no puedo resolver. Lo repito por centésima vez: los problemas son múltiples, pero he tomado sólo el de los niños porque en éste se refleja con nítida claridad lo que quiero expresar. Escucha: si todos hemos de sufrir para comprar con nuestro sufrimiento la eterna armonía ¿qué tienen que ver con ello los niños? ¿Puedes explicármelo, por ventura? es totalmente incomprensible por qué han de sufrir ellos también y por qué han de contribuir con su sufrimiento al logro de la armonía ¿Por qué han de servir de material para estercolar la futura armonía, sabe Dios para quién? Comprendo la solidaridad de los hombres en el pecado, también la comprendo en el castigo, pero no se puede hacer solidarios a los niños en el pecado, y si la verdad está en que ellos son, en efecto, solidarios con sus padres en todas las atrocidades por éstos cometidas, tal verdad no es, desde luego, de nuestro mundo, y a mí me resulta incomprensible. Algún guasón dirá, sin duda, que de todos modos el niño crecerá y tendrá tiempo sobrado para pecar, pero ése no creció; a los ocho años le despedazaron los perros ¡Oh, Aliosha, yo no blasfemo! Bien comprendo cuál deberá ser la conmoción del universo cuando cielo y tierra se unan en un solo grito de alabanza y todo cuanto viva o haya vivido exclame: “¡Tienes razón, Señor, pues se han abierto tus caminos!”; cuando la madre se abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros y los tres juntos proclamen, bañados los ojos en lágrimas: “Tienes razón, Señor”. Entonces, naturalmente, se llegará a la apoteosis del conocimiento y todo se explicará. Pero aquí está, precisamente, el obstáculo, esto es lo que no puedo aceptar. Y mientras estoy en la tierra, me apresuro a tomar mis medidas. Verás, Aliosha, es muy posible que en realidad, cuando yo mismo vea ese momento, sea porque viva hasta entonces, sea porque resucite, exclame junto con los demás, al ver a la madre abrazando al asesino de su hijo: “¡Tienes razón, Señor!”, pero no quiero hacerlo. Mientras me queda tiempo, procuro proteger mi posición y por esto renuncio por completo a la armonía suprema, que no vale las lágrimas ni de aquella sola niña atormentada que se daba golpes en el pecho con sus manitas, ¡y en su maloliente encierro rogaba al “Dios de los niños” con sus lágrimas imperdonables! Estas lágrimas no han sido expiadas. Han de serlo: de lo contrario, no puede haber armonía. Pero ¿cómo quieres expiarlas? ¿Acaso es posible? ¿Acaso por el castigo futuro? ¿Pero de qué me sirve el castigo, de qué me sirve el infierno para los verdugos, qué puede rectificar el infierno, cuando aquéllos han sido ya torturados? Y qué armonía puede haber si existe el infierno: lo que quiero yo es perdonar, abrazar, y no que se sufra más. Y si los sufrimientos de los niños han ido a completar la suma de sufrimientos necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que la verdad entera no vale semejante precio ¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros! ¡Que no se atreva a perdonarle! Si quiere, que perdone al torturador su infinito dolor de madre; pero no tiene ningún derecho a perdonar los sufrimientos de su hijo despedazado, ¡y que no se atreva a perdonar al verdugo, aunque la propia criatura se lo perdonara! Si es así, si las víctimas no se han de atrever a perdonar, ¿dónde está la armonía? ¿Hay en todo el mundo un ser que pueda y tenga derecho a perdonar? No quiero la armonía, no la quiero por amor a la humanidad. Prefiero quedarme con los sufrimientos sin castigar. Mejor es que me quede con mi dolor sin vengar y con mi indignación pendiente, aunque no tenga razón. Muy alto han puesto el precio a la armonía, no es para nuestro bolsillo pagar tanto por la entrada. Me apresuro, pues, a devolver mi billete de entrada. Y si soy un hombre honrado, tengo la obligación de devolverlo cuanto antes. Esto es lo que hago. No es que no admita a Dios, Aliosha; me limito a devolverle respetuosamente el billete.
- Esto es una rebelión –replicó Aliosha, en voz queda y bajando los ojos.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/11/2010 a las 10:34 | {0}