En su Historia secreta de una novela o en La Orgía perpetua Mario Vargas Llosa ensaya que la novela ha de escribirse con la forma de una cebolla: un núcleo de verdad cubierto de capas y capas de mentira.
El último episodio en que una persona real equivocó a un personaje mío con ella me ocurrió este año. Había escrito a vuelapluma (que es una forma muy hermosa de escribir pero que, evidentemente, elabora mal las capas de mentira de una verdad) una ficción de un hecho real y al día siguiente de publicado recibí de la susodicha persona no tan sólo una crítica por mi acción, sino también una amenaza de que por mi propio bien no se me volviera a ocurrir volver a hacerlo. Yo respondí como cualquier escritor: que no era ella de quien hablaba, que no era yo al que leía y que además no había nacido quien me prohibiera a mí escribir lo que se me antojara.
En otras ocasiones he recibido una crítica a una novela del tipo siguiente: se nota que estás atravesando una momento difícil y que no has logrado superar tus carencias afectivas, en la página cincuenta cuando dices... y en ese momento yo paro el discurso del interlocutor y le digo, más o menos: Yo en la página cincuenta no digo nada, lo dice el narrador y el narrador no soy yo...
En crítica literaria las diferencias entre escritor/narrador o lector/narratario parecen evidentes pero en la vida todas esas fronteras tan bien delimitadas por la teoría se vienen abajo. Incluso en el propio escritor ocurre una especie de autocensura. Un ejemplo: un detalle truculento de un personaje le ocurrió a una persona conocida. El escritor lo escribe y al releerlo se le viene a la memoria que ese detalle, ese detalle...
Es muy difícil explicar la multidimensionalidad de un escritor -de un artista en general- porque la gente, en su vida corriente, suele ser una, es más le gusta ser una y muchos se suelen enorgullecer de ser fieles a sus principios (cuando ese ser fiel a los principios -por principio- es algo que atenta contra la naturaleza cambiante del mundo. Los budistas tienen un término que me gusta mucho para definirlo: la impermanencia).
El escritor tiene la obligación de multiplicarse y si es cierto que toma asuntos prestados de su vida -sucesos- lo hace no por el suceso en sí sino porque le sirve para ilustrar un proceso (el de la ficción que está creando). Escribir se puebla de imágenes reales y fantasmales, se producen en la mente del escritor metamorfosis bellísimas (que tan bien supo plasmar, casi pintar, Ovidio en su libro memorable) que crean obras donde la realidad y la ficción (¡ah, qué dos términos tan samsaras!) se funden y producen ese tránsito entre la vida y la muerte o entre el no ser aún y nacer o entre ser capullo y casi flor. Fronteras extrañas se crean. Fronteras en las que hay que creer para poder saborear la literatura en sí (el arte en sí). Muchas veces he pensado que sería muy bueno que no se conociera nada de la vida de los artistas ni tan siquiera su cara, incluso más: que todas las obras las firmara un tal Anónimo.
¡Y qué lindo sería si cuando menos al escritor que ha usado de su biografía para componer una ficción, se le otorgara el beneficio de la duda en cuanto a su intención! Es decir, que ésta no era espúrea sino pura creación. Porque suele ocurrir que los lectores de un escritor -a no ser que éste sea una celebridad- no suelen conocer nada de su vida privada y cuando lo leen adoptan la misma actitud que el espectador ante el actor que hace de, por ejemplo, Otelo: no le juzgan a él sino al personaje que representa.
No sé por qué recuerdo para terminar un verso de Fernando Pessoa: si el corazón pudiese pensar, se pararía.
El último episodio en que una persona real equivocó a un personaje mío con ella me ocurrió este año. Había escrito a vuelapluma (que es una forma muy hermosa de escribir pero que, evidentemente, elabora mal las capas de mentira de una verdad) una ficción de un hecho real y al día siguiente de publicado recibí de la susodicha persona no tan sólo una crítica por mi acción, sino también una amenaza de que por mi propio bien no se me volviera a ocurrir volver a hacerlo. Yo respondí como cualquier escritor: que no era ella de quien hablaba, que no era yo al que leía y que además no había nacido quien me prohibiera a mí escribir lo que se me antojara.
En otras ocasiones he recibido una crítica a una novela del tipo siguiente: se nota que estás atravesando una momento difícil y que no has logrado superar tus carencias afectivas, en la página cincuenta cuando dices... y en ese momento yo paro el discurso del interlocutor y le digo, más o menos: Yo en la página cincuenta no digo nada, lo dice el narrador y el narrador no soy yo...
En crítica literaria las diferencias entre escritor/narrador o lector/narratario parecen evidentes pero en la vida todas esas fronteras tan bien delimitadas por la teoría se vienen abajo. Incluso en el propio escritor ocurre una especie de autocensura. Un ejemplo: un detalle truculento de un personaje le ocurrió a una persona conocida. El escritor lo escribe y al releerlo se le viene a la memoria que ese detalle, ese detalle...
Es muy difícil explicar la multidimensionalidad de un escritor -de un artista en general- porque la gente, en su vida corriente, suele ser una, es más le gusta ser una y muchos se suelen enorgullecer de ser fieles a sus principios (cuando ese ser fiel a los principios -por principio- es algo que atenta contra la naturaleza cambiante del mundo. Los budistas tienen un término que me gusta mucho para definirlo: la impermanencia).
El escritor tiene la obligación de multiplicarse y si es cierto que toma asuntos prestados de su vida -sucesos- lo hace no por el suceso en sí sino porque le sirve para ilustrar un proceso (el de la ficción que está creando). Escribir se puebla de imágenes reales y fantasmales, se producen en la mente del escritor metamorfosis bellísimas (que tan bien supo plasmar, casi pintar, Ovidio en su libro memorable) que crean obras donde la realidad y la ficción (¡ah, qué dos términos tan samsaras!) se funden y producen ese tránsito entre la vida y la muerte o entre el no ser aún y nacer o entre ser capullo y casi flor. Fronteras extrañas se crean. Fronteras en las que hay que creer para poder saborear la literatura en sí (el arte en sí). Muchas veces he pensado que sería muy bueno que no se conociera nada de la vida de los artistas ni tan siquiera su cara, incluso más: que todas las obras las firmara un tal Anónimo.
¡Y qué lindo sería si cuando menos al escritor que ha usado de su biografía para componer una ficción, se le otorgara el beneficio de la duda en cuanto a su intención! Es decir, que ésta no era espúrea sino pura creación. Porque suele ocurrir que los lectores de un escritor -a no ser que éste sea una celebridad- no suelen conocer nada de su vida privada y cuando lo leen adoptan la misma actitud que el espectador ante el actor que hace de, por ejemplo, Otelo: no le juzgan a él sino al personaje que representa.
No sé por qué recuerdo para terminar un verso de Fernando Pessoa: si el corazón pudiese pensar, se pararía.
Herodes mata a los niños menores de dos años porque, realmente, teme que uno de ellos sea el legítimo rey (terrenal) de Jerusalem (no era un infanticida loco).
Myriam (María, la madre de Cristo) mantuvo relaciones sexuales con Antipater (hijo de Herodes) y de dicha unión concibió a Cristo. Herodes hizo ejecutar a Antipater y buscó al fruto de su simiente pero no lo encontró. La agonía de Herodes fue horrible. Tal era el escozor de sus testículos que él mismo se los arrancó y murió, así, desangrado.
Todo esto tenía que ver con antiguas profecías de religiones solares de las que Herodes era sumo sacerdote.
El tiempo convierte la historia en leyenda.
El verdadero constructor del catolicismo es el emperador Constantino (siglo IV d.C.). La religión católica se erige desde el poder imperial no desde los mártires en la arena del circo.
Veintiún siglos después, la conmemoración de la matanza de los niños se ha convertido en un día de bromas.
Veintiún siglos después, los Papas se siguen vistiendo con hábitos solares.
La diferencia más manifiesta entre formas religiosas de Occidente y Oriente es que las primeras son trascendentes (Dios está fuera) y las segundas son inmanentes (Dios eres tú).
He devuelto a su legítima dueña -tras once años de posesión ilícita- un libro que ha sido para mí como el anillo para Frodo. Me costaba tanto desprenderme de él que al hacerlo he sentido un descanso inmenso.
Desprenderse de salvaciones, conocimientos, seguridades, evidencias, deseos, pesares, pasados y esperanzas. Desprenderse. Desprenderse.
Prepararse para bien morir para que el resultado sea un máximo de treinta gramos de líquido.
Aroma de trufa.
Sopa cremosa de hongos.
Myriam (María, la madre de Cristo) mantuvo relaciones sexuales con Antipater (hijo de Herodes) y de dicha unión concibió a Cristo. Herodes hizo ejecutar a Antipater y buscó al fruto de su simiente pero no lo encontró. La agonía de Herodes fue horrible. Tal era el escozor de sus testículos que él mismo se los arrancó y murió, así, desangrado.
Todo esto tenía que ver con antiguas profecías de religiones solares de las que Herodes era sumo sacerdote.
El tiempo convierte la historia en leyenda.
El verdadero constructor del catolicismo es el emperador Constantino (siglo IV d.C.). La religión católica se erige desde el poder imperial no desde los mártires en la arena del circo.
Veintiún siglos después, la conmemoración de la matanza de los niños se ha convertido en un día de bromas.
Veintiún siglos después, los Papas se siguen vistiendo con hábitos solares.
La diferencia más manifiesta entre formas religiosas de Occidente y Oriente es que las primeras son trascendentes (Dios está fuera) y las segundas son inmanentes (Dios eres tú).
He devuelto a su legítima dueña -tras once años de posesión ilícita- un libro que ha sido para mí como el anillo para Frodo. Me costaba tanto desprenderme de él que al hacerlo he sentido un descanso inmenso.
Desprenderse de salvaciones, conocimientos, seguridades, evidencias, deseos, pesares, pasados y esperanzas. Desprenderse. Desprenderse.
Prepararse para bien morir para que el resultado sea un máximo de treinta gramos de líquido.
Aroma de trufa.
Sopa cremosa de hongos.
Iñaki Gabilondo
Con el Nocturno nº 7 de Chopin se despidió anoche Iñaki Gabilondo en su programa de información Hoy que se emitía por la cadena del Grupo Prisa CNN+.
Iñaki Gabilondo es uno de los mejores periodistas españoles que yo haya tenido el gusto de escuchar y de ver. Durante muchos años presentó el programa de radio Hoy por hoy de la cadena SER. Iñaki, donostiarra de pro, tiene entre sus grandes cualidades la capacidad de saber escuchar. Para poder hacer una buena entrevista lo importante no son las preguntas sino la escucha de la respuesta. Siendo valiente nunca es grosero; siendo brillante nunca es soberbio.
Guardo en mis archivos la emisión de su programa durante los tres días que sacudieron a este país tras el atentado del 11 de marzo. Su voz se tiñó, desde el primer momento, de tal solemnidad y emoción que me llegaron a lo más profundo del dolor. Su contención en las críticas, su apuesta por la mesura, son clases magistrales de periodismo en directo.
No sé si es un síntoma pero que una cadena de información sensata y equilibrada, una cadena donde las tertulias políticas no están cargadas de insultos e infamias, en las que los periodistas no hacen alardes de ideología sino de información, se vaya al traste mientras los vocingleros de otras cadenas siguen lanzando sus proclamas patrióticas, sus insultos sin medida, sus insidias sin descanso, sus venganzas personales revestidas de información contrastada continúen ahí, me da que pensar.
Nocturno como oscuridad. Nocturno como agravante penal (nocturnidad, premeditación y alevosía). Nocturno en escala menor, lleno de melancolía por un tiempo que se prometía venturoso para la libertad y la información, por las que luchó Iñaki Gabilondo durante la época de la dictadura y cuyo resultado, 35 años después, es el cierre de unos espacios que tienden a la objetividad y el alza de propagandistas y calumniadores.
Decía ayer Iñaki en una entrevista que le hizo Gemma Nierga en La Ventana que él ve España como un país adolescente, siempre picajoso, siempre alterado, siempre buscando enemigos y culpas en los otros; un país -esto lo añado yo- rencoroso. Y en un país así no cabe un periodista como Iñaki Gabilondo con su voz pausada, sus ademanes serenos, sus colaboradores educados y sus análisis honestos. No, no cabe un periodista así. Lástima. Siempre nos quedará su recuerdo, sus enseñanzas y su emoción.
Gracias, maestro.
Iñaki Gabilondo es uno de los mejores periodistas españoles que yo haya tenido el gusto de escuchar y de ver. Durante muchos años presentó el programa de radio Hoy por hoy de la cadena SER. Iñaki, donostiarra de pro, tiene entre sus grandes cualidades la capacidad de saber escuchar. Para poder hacer una buena entrevista lo importante no son las preguntas sino la escucha de la respuesta. Siendo valiente nunca es grosero; siendo brillante nunca es soberbio.
Guardo en mis archivos la emisión de su programa durante los tres días que sacudieron a este país tras el atentado del 11 de marzo. Su voz se tiñó, desde el primer momento, de tal solemnidad y emoción que me llegaron a lo más profundo del dolor. Su contención en las críticas, su apuesta por la mesura, son clases magistrales de periodismo en directo.
No sé si es un síntoma pero que una cadena de información sensata y equilibrada, una cadena donde las tertulias políticas no están cargadas de insultos e infamias, en las que los periodistas no hacen alardes de ideología sino de información, se vaya al traste mientras los vocingleros de otras cadenas siguen lanzando sus proclamas patrióticas, sus insultos sin medida, sus insidias sin descanso, sus venganzas personales revestidas de información contrastada continúen ahí, me da que pensar.
Nocturno como oscuridad. Nocturno como agravante penal (nocturnidad, premeditación y alevosía). Nocturno en escala menor, lleno de melancolía por un tiempo que se prometía venturoso para la libertad y la información, por las que luchó Iñaki Gabilondo durante la época de la dictadura y cuyo resultado, 35 años después, es el cierre de unos espacios que tienden a la objetividad y el alza de propagandistas y calumniadores.
Decía ayer Iñaki en una entrevista que le hizo Gemma Nierga en La Ventana que él ve España como un país adolescente, siempre picajoso, siempre alterado, siempre buscando enemigos y culpas en los otros; un país -esto lo añado yo- rencoroso. Y en un país así no cabe un periodista como Iñaki Gabilondo con su voz pausada, sus ademanes serenos, sus colaboradores educados y sus análisis honestos. No, no cabe un periodista así. Lástima. Siempre nos quedará su recuerdo, sus enseñanzas y su emoción.
Gracias, maestro.
El siguiente video Al sordo hay que gritarle (recomiendo que lo veas antes de seguir leyendo. Ya sabes: haz un click sobre el título) es un grito de angustia, un grito bestial, en un país bestial, México, donde en una de sus ciudades, Ciudad Juárez, se asesina desde hace ya muchos años a mujeres humildes de las formas más brutales que yo haya podido conocer.
El grito es un instante. El grito tiene razón. El grito es inútil.
Tengo en mí que el Poder (los poderes) no quieren escuelas para los niños, hospitales para los enfermos, agua potable para los habitantes de las ciudades, la seguridad de que la ley actuará si se comete un delito, el justo precio por el trabajo justo. Porque tengo en mí que el Poder es un animal asustado que se defiende atacando; el poder no quiere siervos agradecidos sino siervos más aterrados que él; el Poder es una máquina que se vuelve anónima al ser accionada por tantas manos; el Poder tiene un ejemplo perfecto en el siglo de su apogeo más cruel: el siglo XX. Como muestra Raul Hilberg en su libro La destrucción de los judíos europeos la maquinaria del poder nazi usó de todos los estamentos sociales para llevar a cabo su exterminio. Desde el peón caminero, pasando por el maquinista de tren, hasta el tendero ario de la esquina, llegando hasta el director de las compañias de seguros alemanas y ascendiendo (o mejor descendiendo) hasta el máximo representante de todos ellos, la maquinaria del poder cuyo combustible es el miedo subyugó a todos y juntos, entre desfiles y alardes, gasearon a millones y millones de vidas humanas, las sometieron a las torturas más espantosas, las humillaron de todas las formas posibles, las despojaron de cualquier bien que tuvieran, las encerraron en lugares aterradores y las hicieron trabajar hasta matarlas; a las mujeres y las niñas las violaron y las utilizaron para abrirlas en canal, sin anestesia, y hacer experimentos en sus úteros; a los hombres y los niños los castraron y les abrieron los escrotos y extrajeron sus gónadas y las frieron delante de ellos y se las dieron a comer a los cerdos. Todo aquello pasó como hoy pasa en Ciudad Juárez ¡Qué poder benigno habría sido aquel que tras la rendición alemana, hubiera tendido la mano, hubiera juzgado con la ley internacional en la mano y hubiera intentado cerrar las heridas cuanto antes! Pero lo que hizo el poder de los americanos fue el bombardeo criminal sobre la ciudad alemana de Dresde en la que bajo cientos y cientos de miles de toneladas de bombas incendiarias quemaron vivas a miles y miles de personas.
Podemos gritar a ese poder. Y es bueno aunque el grito se lo llevará el aire. Tenemos que gritar y también, con nuestros actos, con los más próximos, tenemos que saber cómo enfrentarnos a él. Dicen los budistas (a los que leo desde hace unos días con auténtica admiración) que todo es presente y sólo en el presente las acciones valen y que si las acciones son compasivas y son bondadosas es suficiente y no porque nos vayan a volver bondad y compasión dadas (como en una especie de feedback ñoño, de libro de autoayuda menor) sino porque cuanta más bondad y compasión se lance al mundo menos miedo habrá y así, tan sencillamente, podremos vencer un día al verdadero gran enemigo de todo ser humano: el terror que nos causa vivir por el terror que nos inflige el Poder. No sé si son las únicas armas pero creo que son efectivas: el amor contra el terror; la bondad contra el Poder; la compasión contra la destrucción.
Nunca lo hemos hecho como especie. Por lo tanto no sabemos si funcionaría. Pero yo creo que si funcionara no habríamos vencido, habríamos con-vencido.
El grito es un instante. El grito tiene razón. El grito es inútil.
Tengo en mí que el Poder (los poderes) no quieren escuelas para los niños, hospitales para los enfermos, agua potable para los habitantes de las ciudades, la seguridad de que la ley actuará si se comete un delito, el justo precio por el trabajo justo. Porque tengo en mí que el Poder es un animal asustado que se defiende atacando; el poder no quiere siervos agradecidos sino siervos más aterrados que él; el Poder es una máquina que se vuelve anónima al ser accionada por tantas manos; el Poder tiene un ejemplo perfecto en el siglo de su apogeo más cruel: el siglo XX. Como muestra Raul Hilberg en su libro La destrucción de los judíos europeos la maquinaria del poder nazi usó de todos los estamentos sociales para llevar a cabo su exterminio. Desde el peón caminero, pasando por el maquinista de tren, hasta el tendero ario de la esquina, llegando hasta el director de las compañias de seguros alemanas y ascendiendo (o mejor descendiendo) hasta el máximo representante de todos ellos, la maquinaria del poder cuyo combustible es el miedo subyugó a todos y juntos, entre desfiles y alardes, gasearon a millones y millones de vidas humanas, las sometieron a las torturas más espantosas, las humillaron de todas las formas posibles, las despojaron de cualquier bien que tuvieran, las encerraron en lugares aterradores y las hicieron trabajar hasta matarlas; a las mujeres y las niñas las violaron y las utilizaron para abrirlas en canal, sin anestesia, y hacer experimentos en sus úteros; a los hombres y los niños los castraron y les abrieron los escrotos y extrajeron sus gónadas y las frieron delante de ellos y se las dieron a comer a los cerdos. Todo aquello pasó como hoy pasa en Ciudad Juárez ¡Qué poder benigno habría sido aquel que tras la rendición alemana, hubiera tendido la mano, hubiera juzgado con la ley internacional en la mano y hubiera intentado cerrar las heridas cuanto antes! Pero lo que hizo el poder de los americanos fue el bombardeo criminal sobre la ciudad alemana de Dresde en la que bajo cientos y cientos de miles de toneladas de bombas incendiarias quemaron vivas a miles y miles de personas.
Podemos gritar a ese poder. Y es bueno aunque el grito se lo llevará el aire. Tenemos que gritar y también, con nuestros actos, con los más próximos, tenemos que saber cómo enfrentarnos a él. Dicen los budistas (a los que leo desde hace unos días con auténtica admiración) que todo es presente y sólo en el presente las acciones valen y que si las acciones son compasivas y son bondadosas es suficiente y no porque nos vayan a volver bondad y compasión dadas (como en una especie de feedback ñoño, de libro de autoayuda menor) sino porque cuanta más bondad y compasión se lance al mundo menos miedo habrá y así, tan sencillamente, podremos vencer un día al verdadero gran enemigo de todo ser humano: el terror que nos causa vivir por el terror que nos inflige el Poder. No sé si son las únicas armas pero creo que son efectivas: el amor contra el terror; la bondad contra el Poder; la compasión contra la destrucción.
Nunca lo hemos hecho como especie. Por lo tanto no sabemos si funcionaría. Pero yo creo que si funcionara no habríamos vencido, habríamos con-vencido.
Inventando lo imposible René Magritte
Rompe el espejo
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
Deja.
Abandonar es asumir y también dejar.
Una mañana muy fría de octubre anduve por un camino hacia un box de urgencias del Hospital de La Paz en la ciudad de Madrid. El Hospital de La Paz es muy grande y muy desangelado. No hay paz en él. Hay ruido, olores fuertes e iluminación sórdida. Allí vi por última viva a Julia. Allí me despedí de ella. Estaba muy viejita y muy consumida. Se encontraba incómoda. Le dolía todo. Un enfermero muy, muy amable, me ayudó a moverla un poco. Recuerdo sobre todo de aquella mañana el olor de ese box de urgencias recién abierto a las visitas. Era un olor terrible a heces, muerte y cerrazón. Era un olor triste.
Julia y yo no abrazamos. Y yo me fui. No, no pude estar más (y podría haber estado). Tenía el corazón roto y la mente atontada. Ojalá hubiera tenido la fuerza y el alma para quedarme junto a ella y ayudarla en el tránsito.
Cuando salí de allí el mundo no existía. Sólo estaba sus bracillos abrazándome. Su mirada tranquila. Su sensación de estar perdida.
Hay que dejar irse.
No podemos abrazarnos a cadáveres.
Hay que tener la fuerza y el valor y la seguridad para saber cuándo un abandono no es una deserción; cuándo hay que devenirse, separarse y olvidar (incluso ignorar si fuera necesario) y llevarlo a cabo para que la putrefacción alimente tierras y no emponzoñe sensibilidades.
La relación es un ser en sí mismo. Hay veces en que también tenemos que dejar que la relación se vaya. Hacer el duelo por ella. Tratarla como a un difunto muy querido. Echarla de menos. Llorarla si es preciso. Y luego, como siempre, renacer de nuevo a esta vida hermosa y dura, tan corta y tan extensa, tan insondable y tan clara.
Cuando no puedas dejar morir una relación, entra en ti, sosiégate en ti. No achaques al mundo lo que no es sino tú y así, de a poquitos, soltarás las amarras y navegarás de nuevo sin el lastre de un cadáver que ya no flota.
Morir, probablemente, no exista como concepto absoluto. Pero el cadáver sí lo es. Es a ése al que hay que dejar marchar. Es a ése al que no te debes aferrar.
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Ensayo
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/01/2011 a las 00:15 | {0}