El tiempo de la luna gorda. El tiempo de mirar el cielo. Despejado. Camino de la tarde. Más soledades. Quizás en breve tiempo. A veces, diría... volver a El Libro de las soledades para vivir El libro de las soledades. Ni tan siquiera hoy te voy a colocar el enlace para que al clicar sobre el nombre del libro vayas a él. Navegaciones. Átomos. Estas constelaciones que supuestamente se alejan. Hablar en la noche. Varias horas.
El tiempo y sus ciclos. Saber que el tiempo no es igual en todas partes. ¡Qué hermoso pronunciar: Horizonte de sucesos! Volver a viajar y permanecer quieto al mismo tiempo. Los cambios que generarán una nueva rutina, es decir un nuevo no cambio. Paradojas que se resuelven en ocasiones con una delicadísima sencillez.
Tengo miedo. Lo digo hoy. Te lo digo a ti, mi querido lector, por si quisieras consolarme, estar cerca de mí en estas horas bajo el influjo de la luna gorda, influjo del culo manchado de la luna que es al mismo tiempo su faz y su belleza. No me perderé en contemplaciones, sólo que ayer al posar mi vista en la serpiente no di un respingo y me alejé lo más rápido posible sino que la acompañé hasta donde pude en su reptar (llegué hasta el muro que ella atravesó por una rendija). ¡Qué minúscula su cabeza! ¡Qué sinuosidades (me recordaron, no vagamente, a Salomé danzando)! Porque tenía miedo a vivir es posible que temiera menos a la serpiente.
Si pudiera hablar en segunda persona del plural, dirigirme a vosotros, ser memoria vuestra, abrazaros así, grandemente, como si mis brazos fueran los de un Titán que no estuviera encadenado y no hubiera ofendido a los dioses. Grande. No fiero. Abiertos los brazos. Un abrazo universal. Un pensamiento dirigido por el Universo hacia este lugar microscópico que nuestra perspectiva convierte en gigante; si pudiera hablaros en un espacio vacío que por medio de una silla se convirtiera en escenario -una silla, por supuesto, ocupada por El Otro, por ti- y por medio de una gesticulación apropiada y unas palabras bien medidas pudiera transmitiros las causas y las consecuencias de mi miedo; si ese explicarme supusiera la desaparición o cuando menos la disminución de ese miedo entonces yo -mejor: el personaje que habla (personaje/persona proviene de máscara)- sentiría que el aire vuelve a entrar sin obstáculos en mis pulmones porque, ya lo sabes -¡Oh, caro!- el único efecto del miedo es que dificulta la entrada del aire en los pulmones y como consecuencia atosiga la sangre de resultas de lo cual todo el organismo se resiente.
Influjos de luna. Grandes riadas de sangre. Tormentas neuronales. La estación del otoño. Los primeros balbuceos de un niño y su falsa indiferencia al ver por primera vez el mar. Mecanismos de defensa. Menosprecios. Reacciones. Pensamiento→ tiempo→ miedo. Si quitas el pensamiento anulas el tiempo y al anularlo impides el miedo. No pensamiento→ no tiempo→ no miedo. Inmanencias.
He respirado. He movido el cuello. Una persona amada está siendo inyectada. Sobre mi cabeza sobrevuela la columna de humo de Ray Bradbury. Es él quien me ha animado a llamarte, mi querido lector, mi Otro... por ti resucitaré de entre los muertos y volveré a vampirizar lo que quede de sangre por mis venas.
Donde la luna me lleve; ahí estaré. No importa si entiendo. No importa si vuelvo o si la espuma se convertirá en agente atmosférico. La lluvia ha de verterse sola y a su ritmo. No es descubrir por descubrir. Tampoco debería ser un manto de olvido. Es dejarse llevar hasta donde la luna decida. Por vagabunda. Por materia rocosa y callada. Por su misteriosa –por mucho que explicada- presencia y ausencia. Entregarse. No por sucumbir a ella sino por agradecimiento, vuelta a la vuelta. Sí, sí, ser rueda, el tiempo de estar vivo ser rueda y desgastarme y pincharme y quedar aislada en un lugar remoto y desierto y frío donde la vida se haya hecho tan escasa que una sola brizna de hierba sea la exaltación misma del existir.
Luna extraña. Luna amada. Tan desdeñosa y linda como una mañanita de abril con quince años y a punto de encontrarte con el aire de la primavera en tus pulmones. Cuesta de abril. Sendero de mayo. Ausencia de junio. Canícula de julio. Ardor de agosto. Arrecogías de septiembre. Colores de octubre. Lluvias de noviembre. Helor de diciembre... mañanitas de abril.
Luna mía, redonda como el vientre de la madre de mi hija la víspera de parir. Redonda fertilidad del mundo. Endiosamiento de la diosa. ¡Serpiente y águila! Felices dragones tendréis.
Luna fiel. Luna infiel. A ti. Mies del universo. También un pájaro de papel. También tiza y pizarra.
He de recogerme. Estoy en el fondo de la cueva. Donde la luz no llega. Un hacho ilumina las paredes. En sus relieves adivino la forma del bisonte. No hace calor. No sufro. Sólo he de saber utilizar la mano y los pigmentos. Y sé.
Decían, En aquellos tiempos cuando los seres humanos éramos ciegos y Prometeo aún no se había compadecido de nosotros... los que decían estas cosas se extendían mucho como han de hacer los buenos rapsodas, los cuales crearon un Collegium en el que los más viejos enseñaban a los más jóvenes las mejores técnicas para memorizar y alimentar el relato. (De esto hace mucho. No sé por qué lo recuerdo).
El oficio. Cuando camine pensaré en él. Hoy he vuelto a meditar. Sobre la mente gravita una fuerza nuclear débil. Todo recuerdo guarda en mí un alto grado de fragilidad. Si los dejo ir se quiebran unos en otros cada poco. Apenas he entrevisto una situación próxima (algo relacionado con una roca) cuando ya mi mente anticipa el tiempo y busca en el futuro una situación que nunca se dará. A lo lejos escucho un trueno y caen, dilatadas en el tiempo, gotas de lluvia.
Contra el vicio de pedir, la magnanimidad de conceder.
Varios días más tarde
No hay lugar más interesante que la frontera. La frontera en el tiempo tiene una delimitación tan clara como la frontera física. Yo veo cómo me acerco a esa frontera temporal. Siento el nerviosismo propio del que está a punto de atravesar un tiempo en el que son más las cosas que no le pertenecen que las que le pertenecen como ocurre cuando atraviesas una frontera espacial y de inmediato asumes un nuevo papel, el de extranjero, y desde la lengua hasta ciertas costumbres cambian de inmediato siendo uno el que ha de asimilarlas cuanto antes y para ello, muchas veces, has de renunciar a lo que era tuyo -tu lengua, tus costumbres-.
Lo mismo ocurre en las fronteras temporales: nada más atravesarlas has de aprender de nuevo porque son muchas las cosas que desconoces: la lengua de ese nuevo tiempo, los modos de ese nuevo tiempo, el status que te corresponde en ese nuevo tiempo. Me acerco a una nueva frontera temporal. Aún no la avisto. La husmeo.
...es sentirse, en relación con los otros, más en el purgatorio que en el infierno (al cielo apenas se accede).
Sí, vendrán los cielos cubiertos. Las nieves perpetuas a lo lejos. Soñará con olores nuevos y dejará que la vejez del animal sea tranquila. Le esperan largos paseos. Le esperan bosques nuevos. Quizás algún día descubra un rincón al que acudir cada tarde y sienta una noche, al respirar hondo, que el laberinto se inclina hacia la recta. Algo así espera. No va más allá en sus deseos como si al fin hubiera descubierto que por ser inmenso el mundo es muy pequeño porque te permite transitar por muy pocas de sus infinitas variables. Así espera un espacio adecuado para el árbol que ama la sombra y que sol y luna pasen ante su ventana tras tantos años de ausencia, tras tanto estirar el cuello inútilmente, tras cientos de millones de segundos de horizonte vertical, tras tanto encierro.
Lo mismo ocurre en las fronteras temporales: nada más atravesarlas has de aprender de nuevo porque son muchas las cosas que desconoces: la lengua de ese nuevo tiempo, los modos de ese nuevo tiempo, el status que te corresponde en ese nuevo tiempo. Me acerco a una nueva frontera temporal. Aún no la avisto. La husmeo.
...es sentirse, en relación con los otros, más en el purgatorio que en el infierno (al cielo apenas se accede).
Sí, vendrán los cielos cubiertos. Las nieves perpetuas a lo lejos. Soñará con olores nuevos y dejará que la vejez del animal sea tranquila. Le esperan largos paseos. Le esperan bosques nuevos. Quizás algún día descubra un rincón al que acudir cada tarde y sienta una noche, al respirar hondo, que el laberinto se inclina hacia la recta. Algo así espera. No va más allá en sus deseos como si al fin hubiera descubierto que por ser inmenso el mundo es muy pequeño porque te permite transitar por muy pocas de sus infinitas variables. Así espera un espacio adecuado para el árbol que ama la sombra y que sol y luna pasen ante su ventana tras tantos años de ausencia, tras tanto estirar el cuello inútilmente, tras cientos de millones de segundos de horizonte vertical, tras tanto encierro.
Querría hablar con una sempiterna sonrisa en la boca. Ser vaca. ¡Qué importantes las Vacas! Los primeros templos de Mesopotamia eran al mismo tiempo vaquerías. Mejor sería decirlo al revés: las vaquerías tenían también la función de templos.
Se ha hurgado hasta meterse bien los dedos dentro de la herida como si Tomás se hubiera introducido en Cristo y fuera el mismo crucificado quien se hurgara en el lanzazo, algo incrédulo ante lo profundo de la herida que según sus cálculos atraviesa el lóbulo inferior de su pulmón izquierdo y provoca una hemorragia y melancolía.
Sí, son cataratas en sus ojos pero prefiere pensar, poéticamente, que lo que ve es el velo de Maya tupido. Ante la proximidad de la muerte, la apariencia se adensa.
¿Por qué ahora? ¿Por qué en este mes? Los sueños de la mañana se sincronizan con el sonido del motor de una lavadora y cree saberse en las tripas de un vapor, junto al émbolo que empuja los fluidos para que la rueda gire. ¿Qué rueda? ¿Qué gira? ¿Por qué esta humedad en el ano?
Tránsitos. Del silencio a la rueca. ¡Qué hay! ¡Qué me buscas! Si pierdo el aire. Si el aire se esconde. Si la gallinita ciega. Si al corro de la patata. Si amanece se oculta. Si anochece se abre como flor carnívora. No escudriña esas frases. No se planta dionisiaco entre sus pares. No alardea. No abre su boca y muestra los dientes que despedazan la comida. Podría ser trigo limpio. Podría ser salvado. Podría carecer de encías. Podría darse parte de su desaparición.
La tormenta se volverá cielo azul.
Sin piedad avanza por el desierto. Su ojos se mantienen fijos en un horizonte que fluctúa. Se diría -piensa- un horizonte líquido. Sólo que la luna, atrevida en su consanguinidad con el polvo de las estrellas, surge maldita y santa entre las brumas del atardecer. Satánica y Virgen cimbrea maliciosa sus caderas.
Ha navegado por todos los mares. Ha conocido multitud de costas. Ha pernoctado en viviendas de gentes amables y desconocidas. Ha compartido lecho. Ha sentido su piel distinta. Se ha mirado las manos varias horas. Ha dejado que las rodillas se llenen de polvo y ha producido en su cuerpo algo parecido a leche y miel (también produjo hace mucho, mucho tiempo, la voz de un ser sobrenatural).
La duna varía. Los vientos modelan los paisajes. Una montaña se yergue en el centro de un desierto como un gran corazón roto. El oso navega sobre un trozo no muy grande de hielo. Se busca un animal herido. Se encuentran restos de un lagar.
Sonríe. Aprieta. Sigue. Sigue. Esa anémona. Ese cangrejo. El bombón de amapola. La estirpe de los shogunes. Los exiliados. El agua fresca. La radiación termonuclear. Los últimos días del Olimpo. La rueca.
Dice, No me llamo. No es la voz del Hades. No es Minos dictando sentencia. Ni es Orfeo que, disimulado, se mimetiza con las rocas de la gruta que conducen a lo hondo del Mundo. Es que dice (quien sea), No, no me llamo.
Sólo tu boca, piensa (lo piensa quien dice no llamarse); sólo tu espalda; sólo tu piel; sólo tu lengua; sólo jugar en mitad de esta ciudad en la que han desaparecido los gorriones como si Mao Tse Tung hubiera resucitado para seguir siendo el Asesino de los Pájaros, él tan poeta.
Probará el aceite hirviendo. Se dejará engatusar por cualquiera. Llegará a su casa, ya de noche y cuando se tumbe en su cama sentirá el peso de las diez mil generaciones que le han precedido. Como si fuera flor de loto. Como si vistiera uniforme militar. Como si formara parte de una parada. O menos, simple rueda del remolque que transporta el misil.
Nada más. Sonríe. Nada más. Se acaricia. Nada más. Se excita. Nada más. Se arrepiente. Nada más. Se duerme. Nada más. Se muere. Nada más. Resucita. Nada más. Se descuartiza. Nada más. Se eleva. Nada más. Se acuna. Nada más. Retrocede. Nada más. Se pierde. Nada más. No es nada.
Aquí todo está en orden. Veo, señora, muy lejos, una bandada de ánades que, colijo, deben de estar migrando. Formación en V. Quizás escucho parpar.
Queda en la zona del neocórtex un regusto a humo. El silencio no puede estar navegando en los pulmones. Tampoco las voces que no cesan tras de mí...
Me someto gustoso, señora. Si quiere me amordazo yo solo y me desamordazo tan sólo a las horas de ingerir.
Navega la vela marina.
...como esos gritos, señora, de un niño que apenas levanta un palmo en la corrala de una casa de pueblo, sin las mínimas medidas de seguridad. Con lo importantes que son las medidas de seguridad. Aún más: lo importante que es la seguridad en sí. Y no sé, señora, mi ama, su seguro servidor, si escribir, señora, ama, dominatrix, la palabra seguridad en mayúsculas. Mayúscula y emascular tienen una terrible semejanza fonética...
Señora, no, no se preocupe, no levantaré la vista; sí, sí, pensaré que es usted una mujer sans merçi, como quiere usted que así sea; sólo le pediría, le rogaría, señora, ama amantísima, si podría darme permiso para levantarme y dejar de apoyar las rodillas en este suelo de garbanzos; si podría, señora, hacer pis en soledad, señora, ama, amada oscuridad de mis desvelos, onda que imagina una ola, surco que nunca se cavará.
Sé que vengo del otro lugar del mundo. En ese sitio no se disimula demasiado bien y hay unos sulfuros que mantienen nuestra tez siempre amarilla. De donde vengo las murallas son de acero y se clavan cuando te acercas a ellas. Es mejor evitarlas. Es mejor no darse aires. Preferiría volver si tuviera esa opción.
Pálpeme y vea que lo que le digo es cierto. Ya no hay musgo y palidece a ojos vista la hierba. Las sirenas tienen que estar sonando, usted lo sabe, señora, mi ama. Usted lo sabe. Déjeme llorar. Déjeme enloquecer. Permita que mis párpados adquieran la velocidad de las alas del colibrí. Sosiégueme. Apóyeme en su regazo y así, juntos, miremos la alborada, aún sin canto de pájaros, aún callada.
Los pasos se alejan. Pasa la extraordinaria sierpe ante él, brillantes las escamas negras. Hay algo inefable en el aire. Sigue y avanza. Sigue y retrocede. Sigue y se detiene. Y porque avanza sigue. Y porque retrocede sigue. Y porque se detiene sigue.
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/09/2021 a las 13:18 | {0}